Me pongo en pie de inmediato y espero que rodee la mesa y me recoja. Me agarra firmemente de la nuca y me saca del restaurante a toda prisa. Cuando salimos al frío de la noche, cruzamos la calle en dirección al hotel en el que imagino que ha estacionado el coche. Sólo que no vamos hacia el aparcamiento. El portero abre la puerta de cristal del elegante y grandioso establecimiento. Edward me empuja adentro y de repente estoy rodeada de una decoración excepcional. Hay una fuente en el centro del vestíbulo y sofás de cuero por todas partes. Tiene mucha personalidad. Es de estilo señorial clásico, como si la reina de Inglaterra fuera a aparecer en cualquier momento.
Me suelta.
—Espera —es todo cuanto dice.
Se acerca a la recepción y habla con la mujer que hay detrás del enorme mostrador curvo durante unos instantes. Luego coge la llave que le entrega. Se vuelve y hace un gesto con la cabeza en dirección a la escalera, pero como no me lleva cogida de la nuca me siento como si me fuera a caer.
—Bella —masculla, y su impaciencia me pone en movimiento.
Tampoco me coge mientras subimos la escalera, pero hay tanta tensión entre nosotros que resulta casi insoportable, aunque no sé si es tensión sexual o nerviosa.
O ambas cosas.
Yo estoy muy nerviosa, pero Edward emana deseo sexual. Mira hacia adelante inexpresivo, sin desvelar ninguna emoción, lo que no es para nada inusual, sólo que ahora me hace sentir muy incómoda. Se ha cerrado en banda y, aunque estoy que ardo de las ganas que le tengo, también me siento un poco recelosa.
Me agarra de la nuca cuando llegamos al cuarto piso y me conduce por el extravagante pasillo hasta que paramos frente a una puerta. Introduce la tarjeta en la ranura y me empuja dentro de la habitación. Debería sentirme impresionada por la cama gigante con dosel y el lujo a mansalva, pero estoy demasiado ocupada intentando no perder la cabeza. Me encuentro en el centro de la habitación, me siento expuesta y vulnerable, mientras que Edward parece contenido y poderoso.
Se lleva la mano a la corbata y se deshace el nudo lentamente.
—Vamos a ver qué puede darte el famoso Edward Masen por mil libras —dice. Su tono es frío y distante—. Desnúdate, mi niña —añade, usando el apelativo con todo el sarcasmo del mundo.
Busco mi osadía de antes por todas partes, pero no acabo de encontrarla.
—Vacilas, Bella. Las mujeres a las que me follo no pierden el tiempo cuando me tienen cerca.
Sus palabras me rompen un poco más el corazón, aunque también me infunden algo de valor y me cabrean. No puedo permitir que me vea titubear. Yo he empezado esto, pero ya he olvidado por qué. Con movimientos seguros me quito el vestido y lo dejo caer al suelo. La tela roja me rodea los pies.
—No llevas sujetador —musita quitándose la chaqueta y desabrochándose el chaleco.
Arrastra la mirada sin prisa por mi cuerpo, como si quisiera memorizarlo.
—Quítate las bragas —dice en el tono imperativo que tan bien conozco, pero sin un solo rastro de dulzura.
No quiero que me excite, no quiero que se intensifiquen las palpitaciones entre mis piernas. No quiero que este cabrón engreído me resulte atractivo. Sin embargo, no puedo evitar que mi cuerpo responda.
Me bajo las bragas lentamente por los muslos y las pantorrillas. Primero un pie, luego el otro. Me quito también los zapatos. Estoy desnuda y, cuando vuelvo a mirar a Edward, veo que él también está desnudo de cintura para arriba. Adiós a cualquier reticencia, la belleza de su torso me ciega por completo. No tengo palabras para describirlo, pero cuando se quita despacio los pantalones y el bóxer encuentro la palabra exacta.
—Caray… —suspiro entreabriendo la boca para intentar coger aire.
Tira la ropa a un lado sin el menor cuidado y me mira a través de sus pestañas negras mientras se pone un condón.
—¿Impresionada?
No sé por qué lo pregunta. No es nada que no haya visto antes, pero mejora cada vez que lo tengo delante. La polla perfecta de Edward, su cuerpo perfecto y su cara perfecta. Es un peligro andante. Ya lo era antes, y lo sabía. Ahora lo tengo clarísimo.
—¿Voy a tener que preguntártelo otra vez?
Lo miro a la cara y consigo hablar.
—No vale mil libras. —Mi chulería me sorprende incluso a mí.
Aprieta la mandíbula y se acerca muy lentamente. Sigue andando incluso cuando ya está pegado a mi pecho. Me echa el aliento a la cara.
—Vamos a ver qué podemos hacer para solucionarlo.
No me da tiempo a responder. Me empuja hacia la cama hasta que mis muslos chocan con el borde y no puedo ir más allá. Estoy desesperada por sentirlo. Levanto el brazo y enrosco los dedos en su pelo, despeinando los rizos oscuros con caricias circulares.
—Quítame las manos de encima —ruge. Me sorprende la severidad de su orden, y me llevo los brazos a la espalda en el acto—. No te está permitido tocarme, Bella.
Me estruja un pezón con fuerza entre el índice y el pulgar.
Grito de dolor pero siento una punzada de placer en la entrepierna. Dolor y placer. Es un cóctel de sensaciones que se me sube a la cabeza y no tengo ni idea de cómo tomármelo.
—Voy a hacerte enloquecer —proclama sacando un cinturón de no sé dónde.
Abro unos ojos como platos del susto y lo miro a la cara. Titubea un poco. No está seguro, puedo verlo.
—¿Vas a pegarme? —Los posibles usos del cinturón me hacen temblar de miedo.
—Yo no pego a las mujeres, Isabella. Levanta las manos hacia la barra.
Miro hacia arriba y veo una barra de madera que va de un poste a otro del dosel. Es un alivio saber que no tiene intenciones de hacerme lo que yo me había imaginado. Las levanto pero no llego.
—No llego…
—Súbete a la cama —dice con brusquedad, impaciente.
El colchón es muy blando y no es fácil moverse en él, sin embargo consigo estabilizarme y me cojo a la barra sin ofrecer resistencia. Va a atarme, a inmovilizarme, y aunque me parece mejor que dejar que me azote, tampoco es que me emocione la idea. Yo creía que iba a follarme. No esperaba que me atara ni que me prohibiera tocarlo.
Su estatura le permite llegar a la barra con facilidad. Entrelaza el cuero entre mis muñecas y alrededor del palo sin esfuerzo, sabe lo que se hace. Lo ha hecho antes.
—No intentes soltarte —me espeta cuando empiezo a revolverme.
El cuero me corta la circulación en las muñecas.
—Edward, es que…
—¿Te vas a rajar? —Enarca las cejas y la victoria brilla en sus ojos azules. Cree que voy a echarme atrás. Cree que voy a pedirle que pare.
Se equivoca.
—No —digo levantando la barbilla segura de mí misma. Aún me crezco más cuando noto que se le borra la mirada de capullo de la cara.
—Como prefieras.
Tira de mis piernas para sacarlas de la cama y quedo suspendida de la barra de madera. Al instante, el cuero se me clava en los huesos y noto que va a cortarme las muñecas.
—Agárrate a la barra para que te moleste menos.
Consigo obedecer y me sujeto a la madera con los dedos. Eso alivia la presión del cinturón en mi piel y estoy un poco más cómoda. Sin embargo, no me gusta nada el tono severo de Edward, ni la mirada tan dura que me lanza. A mí siempre me ha hecho el amor. A mí siempre me ha venerado. Ahora veo claramente que ya puedo ir olvidándome de esas cosas.
Recorre con la mirada mi cuerpo desnudo y suspendido de la barra, intentando decidir por dónde empezar. Se queda mirando un instante mi entrepierna. Me acaricia el muslo y asciende lentamente hasta que me roza apenas el clítoris. Cojo aire y contengo la respiración. Es un gesto muy tierno pero no me hago ilusiones: sé que no va a venerarme.
—Tengo mis reglas —dice despacio, metiéndome los dedos y dejándome sin aliento—. No puedes tocarme.
Los saca y los refriega contra mi labio inferior, esparciéndome mis propios jugos por la barbilla antes de acercarme la cara todo lo que es humanamente posible.
—Y tampoco beso.
Asimilo su mirada de acero y sus duras palabras. Tengo las manos atadas y eso me impide acariciarlo, pero su boca está tan cerca que intento capturarla. Se aparta y niega con la cabeza. Me clava los dedos en las caderas y las agarra con fuerza para levantarme el cuerpo. Como un poseso, se introduce en mí con un gruñido gutural. Me empala viva, sin darme tiempo para que me acostumbre, sin palabras dulces que acompañen su entrada. Grito por lo brusco que ha sido todo. Mis piernas están inertes alrededor de sus caderas. No me da tiempo para que lo asimile. Levanta mi cuerpo y vuelve a dejarme caer sobre él otra vez. No tiene piedad. Entra en un trance brutal e inmisericorde, me embiste una y otra vez, sin parar, gritando y gruñendo con cada terrible arremetida.
Se me nubla la mente, grito a pleno pulmón sin salir de mi asombro. Duele, pero al cabo de unas cuantas embestidas el malestar empieza a dar paso a un placer que se abre camino y que lanza mi mente delirante a un estado de desesperación absoluta.
—¡Edward! —grito forcejeando con el cinturón, quiero soltarme. Necesito tocarlo, pero él me ignora. Me agarra con más fuerza y me embiste implacable con las caderas—. ¡Edward!
—¡Calla de una puta vez, Bella! —grita, y acompaña su orden de una potente arremetida contra mi cuerpo.
Obligo a los músculos inútiles de mi cuello a sujetarme la cabeza. La levanto y encuentro unos ojos azules decididos. Está enloquecido, muy lejos de mí, como si ni su cuerpo ni su mente se encontraran presentes. Como si actuara por instinto. No hay nada en esa mirada. No me gusta.
—¡Bésame! —grito. Quiero hacer que salgan los sentimientos que sé que están ahí. Esto me resulta insoportable, y no por la forma implacable en que se clava en mí, sino porque la conexión que normalmente existe entre nosotros brilla por su ausencia. Se ha desvanecido y la necesito, sobre todo cuando me hace suya de un modo tan agresivo—. ¡Bésame! —Le estoy gritando en la cara, sin embargo, él se limita a clavarme los dedos en las caderas con más fuerza y a empalarme con todo lo que tiene con la cara chorreante de sudor.
No siento ningún placer. Así no voy a conseguir nada. Únicamente noto el dolor del principio, sólo que ahora es un dolor físico y emocional. Me he resbalado de la barra y el cuero me está cortando la piel. Me sujeta las caderas con tanta fuerza que me está haciendo daño, pero lo que más me duele es el corazón. No me siento feliz, no estoy cómoda, no es lo de siempre, y que no me deje besarlo me está matando. Sabe exactamente lo que se hace y yo le he pedido que me lo hiciera.
Cierro los ojos y dejo caer la cabeza. Ya no quiero ni verle la cara. No lo reconozco. Éste no es el hombre del que me he enamorado pero no pongo fin a esto porque, por muy retorcido que sea, me ayudará a olvidar a Edward Masen. El hecho de que no me regañe por no mirarlo hace que me sienta aún más dolida. De repente sólo puedo pensar en las razones que me han hecho decidir que quería hacer esto. Me quedo en blanco y acepto su brutalidad.
Recuerdo todas las palabras de amor que me ha dicho, todas las tiernas caricias que me ha dispensado.
«Nunca me conformaría con menos que con adorarte. Nunca seré una noche de borrachera, Bella. Te acordarás de cada una de las veces que hayas sido mía. Cada instante quedará grabado en esta mente tuya para siempre. Cada beso, cada caricia, cada palabra».
El rugido ensordecedor de Edward me devuelve a la realidad de esta habitación fría y nada acogedora a pesar del calor y del lujo que nos rodea. Entonces sucede algo extraño, algo que escapa a mi control. Me quedo de piedra al ver que mi cuerpo tiene vida propia y está respondiendo a sus violentas embestidas. Me corro. Pero ocurre sin que sienta el menor placer. Me ataca con una última ráfaga de arremetidas, me levanta un poco más para ponerme donde me quiere y termina con un bramido que me destroza los tímpanos y que resuena en la habitación. Se queda un momento dentro de mí y echa la cabeza atrás. Su pecho sube y baja enloquecido y le caen gotas de sudor por el cuello. Estoy aturdida, insensible. No siento la correa en mis muñecas ni la angustia de mi corazón.
«¡Habría que pegarle un tiro a cualquier hombre que se haya conformado con menos que con adorarte!»
Separa mis piernas de sus caderas y sale de mí a toda velocidad, pero no me desata. Maldice, me deja donde estoy y se va al baño. Cierra de un portazo.
Compenso toda la emoción que le ha faltado a nuestro encuentro cuando empiezo a sollozar. No puedo mantener la cabeza erguida ni un segundo más, y la barbilla me toca el pecho. Ni siquiera tengo fuerzas para subirme a la cama e intentar aliviar el dolor que siento en las muñecas. Soy un cuerpo sin vida que se retuerce entre sollozos.
Destrozado.
Vacío.
Oigo cómo se abre la puerta pero mantengo la cabeza gacha. No puedo mirarlo y no puedo permitir que vea que me ha hecho añicos. Lo he provocado, lo he empujado a esto. Él me había ocultado a este hombre. Ha luchado todo este tiempo para que no tomara el control.
—¡Mierda! —ruge, y levanto la cabeza, que me pesa horrores, para verlo.
Está mirando al techo. Su rostro está deformado en un gesto convulso. Deja escapar otro bramido ensordecedor, se da la vuelta y empotra el puño contra la puerta del cuarto de baño. Astillas de madera caen al suelo.
Se me escapa un sollozo y vuelvo a dejar caer la barbilla contra el pecho.
—¿Bella? —Su voz es más dulce ahora, pero no me hace sentir mejor ni siquiera cuando noto sus manos masajeándome las muñecas.
Me rodea por el vientre con un brazo mientras desata el cinturón y clamo de dolor cuando mis brazos caen sin vida junto a mis costados.
—¡Suelta la puta barra, Bella!
Me sienta en el borde de la cama, se arrodilla en el suelo delante de mí y me aparta el pelo de la cara para verme. Alzo la vista y encuentro sus ojos. Tengo las mejillas bañadas en lágrimas, y Edward no es más que un borrón.
—Dios mío…
Me coge las muñecas y se lleva mis manos a los labios. Me besa los nudillos sin parar pero pego un salto de dolor, la carne viva me quema pese a sus caricias. Su mirada se vuelve aún más triste. Me suelta las manos y me coge de los antebrazos. Estudia los verdugones en silencio hasta que me aparto y me pongo de pie sobre mis piernas temblorosas.
—¿Bella?
Ignoro la preocupación en su tono, recojo mis bragas y me las pongo todo lo rápido que mis extremidades adormecidas me permiten.
—Bella, ¿qué haces? —pregunta poniéndose delante de mí. Es lo único que veo.
Sólo veo pánico e incertidumbre.
—Me voy.
—No. —Niega con la cabeza y me coge por la cintura.
—¡No me toques! —grito dando un salto hacia atrás para escapar de él. No puedo soportarlo.
—¡No, Dios mío, no!
Coge mi vestido del suelo y se lo esconde a la espalda.
—No puedes irte.
Se equivoca. Por una vez, me va a resultar muy fácil alejarme de él.
—¿Me das mi vestido?
—¡No!
Lo arroja a la otra punta de la habitación y vuelve a cogerme de la cintura.
—¡Bella, ese hombre no soy yo!
—¡Suéltame! —Le aparto las manos de un manotazo y me dirijo al rincón en el que ha aterrizado mi vestido, pero él llega antes que yo—. Dame mi vestido, por favor.
—No, Bella. No voy a dejar que te vayas.
—¡No quiero volver a verte nunca más! —le grito en la cara. Hace un gesto de dolor.
—No digas eso, por favor —me suplica, e intento quitarle mi vestido—. Bella, no voy a dejar que esto sea lo último que recuerdes de mí.
Le arrebato la prenda de las manos, cojo mi bolso de mano y los tacones y salgo corriendo medio desnuda de la habitación mientras él intenta ponerse el bóxer. La cabeza me da vueltas y tiemblo como una hoja. Entro en el ascensor y le pego un puñetazo al primer botón que encuentro. No tengo tiempo de mirar a qué piso voy.
—¡Bella! —Sus pasos resuenan por el pasillo cuando viene corriendo a buscarme.
Yo sigo apretando botones como una loca.
—¡Venga! —le grito al ascensor—. ¡Cierra las puertas ya!
—¡Bella, por favor!
Me derrumbo contra la pared del fondo en cuanto las puertas empiezan a cerrarse, pero no se cierran del todo. El brazo de Edward aparece por la ranura y las abre a la fuerza.
—¡No! —grito entonces buscando refugio en una esquina del ascensor.
Está jadeante, sudoroso. En su perfecto rostro, normalmente impasible, sólo hay pánico.
—Isabella, por favor, sal del ascensor.
Espero a que entre a buscarme, pero no lo hace. Se queda esperándome fuera, maldiciendo y abriendo las puertas a la fuerza cada vez que éstas intentan cerrarse.
—Bella, sal.
—No —replico negando con la cabeza mientras aprieto mis posesiones contra mi pecho.
Intenta cogerme, pero hay por lo menos medio metro entre su brazo extendido y yo.
—Dame la mano.
¿Por qué no entra a buscarme? Es como si estuviera asustado, y empiezo a comprender que no es sólo porque esté huyendo de él. Hay otra cosa que le da miedo. Y, de repente, mi mente frenética y horrorizada junta todas las piezas al recordar la infinidad de veces que me ha subido en brazos por la escalera. Le da miedo el ascensor.
Estudia con detenimiento las paredes de la cabina y luego me mira.
—Bella, te lo suplico, dame la mano, por favor.
Extiende el brazo de nuevo pero en este momento me encuentro demasiado estupefacta para aceptarlo. Se ha quedado petrificado de verdad.
—¡Bella!
—No —digo con calma, y vuelvo a pulsar los botones—. No pienso salir.
Mis ojos empiezan a soltar el torrente de lágrimas que han estado acumulando y me ruedan por las mejillas.
—¡Mierda! —Suelta las puertas y se lleva las manos a la mata de rizos negros.
Entonces las puertas comienzan a cerrarse.
Y él no hace nada por impedirlo.
Nos miramos fijamente los segundos que tardan en juntarse en el centro, y la última imagen que veo de Edward Masen es una a la que estoy acostumbrada. Una cara seria. No me da una sola pista de lo que le pasa por la cabeza.
Sin embargo, ya no necesito que sus expresiones faciales me digan lo que siente.
Me quedo observando la puerta en silencio, con un torbellino de cosas removiendo mi cabeza. Suena la campanilla del ascensor y doy un brinco al ver que las puertas empiezan a abrirse. En ese momento caigo en la cuenta de que sólo llevo las bragas puestas y que sigo estrechando mi vestido, la cartera y los zapatos contra mi pecho.
Me apresuro a vestirme y, cuando veo el pasillo, siento un gran alivio al comprobar que no hay nadie esperando fuera. Paro en todas las plantas hasta que las puertas se abren y estoy en el vestíbulo.
El corazón me late a toda velocidad y retumba contra mi esternón cuando salgo a toda prisa del ascensor, desesperada por marcharme del hotel. Lo único que se me pasa por la cabeza es la idea de Edward acompañando a cientos de mujeres en este mismo lugar. La mujer de la recepción me ve salir a la carrera del vestíbulo donde todo es esplendor. Conoce a Edward, sabe lo que hay, le ha dado la llave sin una sola pregunta, sin que haya tenido que pagar nada, y ahora me está mirando y se imagina lo que ha ocurrido. No puedo soportarlo.
Trastabillo, se me cae el bolso, aterrizo sobre las rodillas y me doy de bruces contra una cartera cara de piel que sale volando por el suelo de mármol. El dolor me asciende por el brazo cuando la palma de mi mano choca contra el mármol para intentar evitar que me golpee la cabeza contra la dura superficie. No puedo controlar el llanto. Sollozo sin parar con la vista fija en el suelo jaspeado y la cabeza gacha. Silencio absoluto. Todo el mundo me está mirando.
—¿Se encuentra bien, señorita?
Una mano grande y fuerte aparece de pronto ante mis ojos. La voz áspera y profunda me hace levantar la mirada para ver al hombre que tengo delante en cuclillas. Es un hombre de mediana edad vestido con un traje muy caro.
Trago saliva.
Él se echa atrás.
Intento ponerme en pie y vuelvo a caerme de nuevo. Esta vez, de culo. Mi corazón ha perdido el control. Ambos nos miramos fijamente.
—¿Isabella?
Recojo mi bolso y me pongo de pie con dificultad. No sé si voy a sobrevivir a tantas emociones. Sólo han pasado siete años, pero sus sienes salpicadas de canas ahora están completamente blancas, igual que el resto de su pelo. A él también lo sorprende volver a verme, pero su rostro sigue siendo dulce y sus ojos cafés están llenos de vida.
—Charlie. —Pronuncio su nombre como una exhalación.
Se pone en pie cuan alto es y estudia mi cara.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Pues yo…
—¡Isabella!
Me vuelvo y veo a Edward, que vuela por la escalera mientras termina de ponerse la chaqueta. Está despeinado y va hecho un desastre, nada que ver con el elegante e impecable Edward que conozco. En el vestíbulo no se oye ni una mosca, todo el mundo está mirando a la chica que acaba de caerse de bruces y ahora al hombre que desciende corriendo por la escalera a medio vestir. Baja el último peldaño y frena en seco. Mira más allá de mis hombros y se le dilatan las pupilas. Me vuelvo muy despacio y encuentro a Charlie mirando fijamente a Edward. Tienen la mirada clavada el uno en el otro, y yo estoy en medio.
Se conocen.
Mi pequeño mundo no sólo está patas arriba, sino que acaba de explotarme sobre la cabeza. Debo salir de aquí. Mis piernas entran en acción y dejo atrás a los únicos hombres que he amado.
Charlie es un fantasma del pasado, y ahí es donde debería quedarse.
Pero Edward es el corazón que me late en el pecho.
A cada paso que doy me asalta un recuerdo suyo. Cada vez que cojo aire para respirar, oigo su voz. Cada latido de mi corazón echa de menos sus caricias. Pero lo peor es que se me ha quedado grabado su hermoso rostro en la retina.
Huyo.
Huyo de él.
He de esconderme de él.
He de protegerme de él.
No cabe duda de que es lo que debo hacer. Todo, mi cabeza, mi cuerpo, me dice que es lo correcto, que es lo que haría una persona inteligente. Todo.
Todo excepto mi corazón.
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