Sigo mirando al techo de mi habitación cuando rompe el alba. No tiene solución. Si me duermo, tengo pesadillas. Si permanezco despierta, las sufro en directo. Sin embargo, yo no he decidido nada de todo eso. No puedo dormir. Mi pobre cerebro no puede parar y padece un bombardeo constante de imágenes del pasado. No estoy en condiciones de enfrentarme al mundo. Tal y como me temía, estoy más aislada y recluida de lo que estaba antes de conocer a Edward Masen.
Mi móvil suena en la mesilla de noche. Lo cojo sabiendo que sólo pueden ser dos personas, pero, a juzgar por la expresión de derrota de Edward anoche, creo que será Gregory. Querrá saberlo todo sobre mi fin de semana con el tipo que odiaba mi café. Bingo. Rechazo la llamada y no me siento culpable. Que deje un mensaje en el contestador. No tengo fuerzas para hablar. Le mandaré un sms.
Llego tarde al trabajo. Te llamo luego. Espero que estés bien. Bss.
Puede que llegue tarde, no estoy segura, pero tampoco importa porque no pienso ir a ninguna parte, me quedaré bajo el edredón, donde se está oscuro y en silencio. Oigo crujir el suelo y la voz cantarina de la abuela. Eso hace que se me llenen los ojos de lágrimas otra vez, pero me las enjugo cuando entra en mi cuarto y me mira con unos ojos azul marino más felices que las perdices.
—¡Buenos días! —dice la mar de contenta lista para abrir las cortinas.
La luz de la mañana me hace daño en los ojos.
—¡Abuela! ¡Corre las cortinas!
Me entierro bajo el edredón para escapar de la luz pero, sobre todo, para escapar de la cara de felicidad de mi abuela. Me está matando por dentro.
—Vas a llegar tarde.
—Hoy no tengo que ir a trabajar —digo en piloto automático. Necesito una excusa para seguir en la cama y, con suerte, librarme de la abuela—. Tengo que trabajar el viernes por la noche, así que Garrett me ha dado el día libre. Voy a aprovechar para dormir un poco.
Sigo escondida bajo el edredón y, aunque no puedo verla, sé que la abuela está sonriendo.
—¿Edward te ha tenido despierta este fin de semana? —Lo dice tan contenta que me mata.
—No.
No puede estar bien que hable de este tipo de cosas con mi abuela, pero sé que es el único modo de que se quede tranquila y me deje en paz… al menos por ahora. Ni siquiera tengo fuerzas para sentirme culpable por mentirle de esta manera.
—¡Qué bien! —exclama—. Voy a salir a comprar con George.
Noto que me frota la espalda por encima del edredón un instante antes de marcharse y cerrar con cuidado la puerta de mi habitación.
Tendré que esperar a encontrar una razón plausible que justifique que he roto con Edward antes de reunir las fuerzas para contárselo a mi abuela. No se va a conformar a menos que le dé una explicación razonable. No es que le guste Edward Masen, lo que le gusta es la idea de verme feliz y en una relación estable. Pero ¿y si me equivoco y sí que le gusta Edward? Eso podría arreglarlo en un pispás, pero no voy a hacerlo. Lo único que conseguiría mi reciente descubrimiento sería despertar también los viejos fantasmas del pasado de la abuela. Tiene agallas, pero sigue siendo una anciana. Este mal trago lo voy a pasar sola.
Me relajo en la cama e intento conciliar de nuevo el sueño. Espero no tener más pesadillas.
Mi gozo en un pozo. Mi sueño ha sido inquieto. Me veía caminar, sudar, sin aliento, enfadada. Me rindo al caer la tarde. Me obligo a ducharme y me tumbo envuelta en una toalla encima de la cama, intentando no pensar en Edward Masen, buscando desesperada algo con lo que entretenerme. Cualquier cosa que no sea él.
Debería apuntarme a un gimnasio. Salto de la cama. Ya me he apuntado a un gimnasio.
—¡Joder!
Cojo el teléfono y veo que tengo cuarenta minutos para llegar a la prueba. Puedo hacerlo, y será la distracción perfecta. Dicen que el ejercicio alivia el estrés y promueve la secreción de endorfinas que te hacen sentir bien. Es justo lo que necesito. Soy un torbellino de actividad. Meto unas mallas, una camiseta gigante y mis Converse blancas en una mochila. Se nota que soy una aficionada de tercera porque no tengo ropa deportiva de verdad pero, por ahora, tendrá que bastar. Ya saldré de compras. Me recojo el pelo con una goma, salgo de mi habitación y me dispongo a bajar cuando el teléfono anuncia que tengo un mensaje de texto. Lo leo mientras bajo la escalera, y el corazón se me cierra en un puño al ver que es de él.
Estaré en la brasería Langan, en Stratton Street a las 20.00 h. Quiero mis cuatro horas.
Me caigo de culo en mitad de la escalera y me quedo mirando el mensaje.
Ya ha tenido más de cuatro horas. ¿Qué intenta demostrar? Se empeña en hacerme cumplir un trato que hicimos semanas atrás y que demasiados encuentros y demasiados sentimientos han anulado. Él mismo dijo que era un acuerdo ridículo. Lo era. Y sigue siéndolo.
No tiene derecho a pedirme nada, y eso me cabrea. Voy a explotar. He luchado contra años de tortura. Me he matado intentando entender qué había encontrado mi madre que para ella fuera más importante que mis abuelos y yo. He visto el daño que les hizo a mis abuelos y yo misma he estado al borde del abismo, a punto de causar daños aún mayores. Todavía podría causarlos si la abuela llegara a descubrir dónde estuve realmente durante mi desaparición. Se lo he contado todo a corazón abierto, me ofreció toda su compasión, y resulta que él es el rey de la degradación. Leo otra vez su mensaje. ¿Se cree que volviendo a ser un cabrón arrogante, mandón y borde voy a caer de nuevo rendida a sus pies? Lo cierto es que no veo nada más allá del cabreo que llevo encima, ni siquiera las preguntas que me gustaría hacerle o las respuestas que necesito encontrar. No voy a ir al gimnasio a descargar mi dolor en la cinta o con el saco de boxeo. Lo reservo todo para Edward.
Corro de nuevo al dormitorio y descuelgo de un tirón el tercer y último vestido de mi expedición de compras con Gregory. Lo inspecciono y llego rápidamente a la conclusión de que se va a desintegrar al verme. Joder, es letal. No sé cómo dejé que mi amigo me convenciera para comprarlo, pero me alegro mucho de haberlo hecho. Es rojo, con la espalda descubierta, es corto y es… muy atrevido.
Me tomo mi tiempo para ducharme otra vez, me paso la maquinilla por todas partes y me echo crema de la cabeza a los pies. Me meto en el vestido. El diseño no me permite llevar sujetador, pero eso no me supone ningún problema porque no tengo un pecho muy abundante. Echo la cabeza hacia abajo y la subo con energía para que mis rizos rubios campen a sus anchas. Luego me maquillo un poco, que quede natural, como a él le gusta. Me pongo los tacones negros nuevos, cojo el bolso de mano y decido que una chaqueta estropearía el efecto. Bajo la escalera mucho más deprisa de lo que debería.
La puerta se abre entonces y aparecen George y la abuela. Dejan de hablar en cuanto me ven corriendo hacia ellos.
—¡Repámpanos! —exclama George. Luego se disculpa profusamente al recibir una mirada asesina de la abuela—. Perdona, es que no me lo esperaba, eso es todo.
—¿Has quedado con Edward? —me pregunta la abuela como si acabara de tocarle la lotería.
—Sí. —Me apresuro a salir.
—¡Jesús, María y José! —canturrea—. ¿Has visto lo bien que le sienta el rojo, George?
No oigo la respuesta de George pero, a juzgar por su reacción, seguro que es un «sí» rotundo.
Empiezo a sudar en mitad de la calle, así que decido andar más despacio. Lo correcto por mi parte es llegar un poco tarde, hacerlo esperar. Me detengo en la esquina unos minutos. Es irónico, me siento como una fulana. Consigo parar un taxi e indicarle adónde voy.
Me retoco el maquillaje en el retrovisor, me atuso el pelo y me aliso el vestido. No quiero que esté arrugado. Voy a ser tan perfeccionista como Edward, aunque apuesto a que él no siente mariposas en el estómago. Me maldigo por tener todo un jardín botánico revoloteando por el mío.
Cuando el taxi gira en Piccadilly en dirección a Stratton Street, le echo un vistazo al reloj del salpicadero. Son las ocho y cinco. No llego lo bastante tarde, y necesito un cajero automático.
—Aquí está bien —digo rebuscando en mi monedero y entregándole las únicas veinte libras que llevo encima—. Gracias.
Me bajo con toda la elegancia que puedo y camino hacia Piccadilly. Voy ridícula para ser un día entre semana. Soy muy consciente de mi aspecto, pero me acuerdo de lo que me dijo Gregory y me esfuerzo por parecer segura de mí misma, como si me vistiera así a diario. Encuentro un cajero, saco dinero y doblo la esquina para meterme en Stratton Street. Son las ocho y cuarto. Llego justo un cuarto de hora tarde. Perfecto. Me abren la puerta y respiro hondo. Entro aparentando seguridad y confianza en mí misma, aunque por dentro me pregunto qué coño estoy haciendo.
—¿Ha quedado con alguien? —me pregunta el maître dándome un repaso.
Parece impresionado, pero detecto una ligera desaprobación. Le doy un tirón al bajo del vestido y de inmediato me echo una bronca mental por haberlo hecho.
—Con Edward Masen —lo informo con seguridad; así compenso el tirón al bajo.
—Ah, con el señor Masen —dice.
Es evidente que lo conoce, lo cual no me hace ninguna gracia. ¿Sabe a qué se dedica? ¿Me toma por una clienta? La rabia consume mis nervios.
Me sonríe y me indica que lo siga. Intento no mirar alrededor en busca de Edward.
Pasamos junto a mesas dispuestas al azar y comienzo a sentir que la piel me arde como sólo lo hace cuando el enemigo de mi corazón me está mirando. No sé dónde está, pero sé que me ha visto. Levanto la vista y entonces yo también lo veo. No puedo hacer nada para evitar que se me acelere el pulso ni que se me altere la respiración. Puede que sea el equivalente a una prostituta de lujo, pero sigue siendo Edward y sigue siendo impresionante y sigue siendo… perfecto. Se levanta y se abrocha la chaqueta. La sombra de la barba realza su hermoso rostro y sus ojos azules brillan cuando me acerco. No vacilo. Lo miro con la misma seguridad, sé lo que me espera. Tiene ese aire de determinación que ya conozco. Va a intentar seducirme otra vez. Me parece bien, pero esta vez no va a tener a su niña.
Asiente en dirección al maître para indicarle que ya se encarga él. Luego rodea la mesa y me aparta la silla para que me siente.
—Por favor —dice haciendo un gesto en dirección a la silla.
—Gracias.
Me siento y dejo mi bolso sobre la mesa. Casi me relajo hasta que Edward me pone la mano en el hombro y acerca la boca a mi oído.
—Estás tan bonita que creo que estoy soñando.
Acto seguido me recoge el pelo, lo aparta de ese hombro y me roza detrás de la oreja con los labios. No puede verme, por lo que no importa si cierro los ojos, pero cuando inclino el cuello en sentido contrario para dejarlo hacer queda muy claro el efecto que tiene en mí.
—Exquisita —susurra, y me entran escalofríos.
Me libera de su caricia y aparece de nuevo ante mis ojos. Se desabrocha la chaqueta y toma asiento. Mira su reloj caro y enarca las cejas para darme a entender sin pronunciar palabra que he llegado tarde.
—Me he tomado la libertad de pedir por ti.
Arqueo yo también una ceja.
—Estabas muy seguro de que iba a venir.
—Y has venido, ¿no es así?
Coge la botella de vino blanco que hay en una cubitera de pie que está junto a la mesa y nos sirve a los dos. Las copas son más pequeñas que las de vino tinto que usamos ayer, y me pregunto qué hace Edward para no enloquecer con el modo en que los cubiertos están dispuestos en la mesa de un restaurante. Nada está como él lo tiene en casa, pero no parece molestarlo. No está nervioso, y eso me pone nerviosa a mí. Casi me dan ganas de volver a meter el vino en la botella, que es donde debería estar.
Obligo a mi mente a regresar al hombre que tengo delante. Observo su prestancia. Luego hablo:
—¿Por qué me has pedido que viniera?
Levanta la copa y remueve lentamente el vino antes de llevársela a esos labios arrebatadores y bebérselo muy despacio, asegurándose de que no me pierdo un solo detalle. Sabe lo que se hace.
—No recuerdo habértelo pedido.
Casi pierdo la compostura.
—¿No querías que viniera? —pregunto más chula que un ocho.
—Si mal no recuerdo, te he enviado un mensaje en el que decía que estaría aquí a las ocho. También he expresado mi interés por algo, pero no te he pedido nada. —Bebe lentamente otro sorbo—. Aunque, ya que estás aquí, imagino que te gustaría darme lo que deseo.
Su arrogancia ha regresado en todo su esplendor. Me vuelve más descarada, y ahora sé que Edward recela de mi descaro. Le gusta que sea su niña. Cojo el bolso de mano y saco el dinero en efectivo que he retirado del cajero. Se lo arrojo sobre el plato que tiene delante y me relajo en mi silla, osada pero calmada.
—Quiero que me entretengas durante cuatro horas.
La copa de vino flota entre sus labios y la mesa mientras mira fijamente el montón de dinero. He hecho un uso diabólico de mi cuenta de ahorros para conseguirlo. En esa cuenta está hasta el último penique que me dejó mi madre, y nunca la he tocado por principios. Es irónico que ahora gaste parte del dinero en que… me entretengan. He conseguido que reaccione, que es justo lo que quería, y las palabras que me dijo una vez vuelven a mi mente y me impulsan a actuar: «Prométeme que nunca más volverás a degradarte así».
¿Quién, yo? Y ¿qué hay de él?
Está mudo. Mira fijamente el dinero y veo que la mano que sostiene la copa empieza a temblar. La superficie del vino se ondula para demostrarlo.
—¿Qué es esto? —pregunta tenso, dejando la copa en la mesa.
No me sorprende nada ver cómo la recoloca antes de acribillarme con sus airados ojos azules.
—Mil libras —respondo sin que me intimide su ira—. Sé que el famoso Edward Masen suele pedir más, pero sólo son cuatro horas, y ya sabes lo que vas a ganar con este trato, así que imagino que mil libras es un precio justo.
Cojo mi copa y bebo sin prisa. Trago y me relamo exagerando un poco. Las pupilas de sus ojos azules están más dilatadas que de costumbre. Es probable que nadie más se percate de que está estupefacto, pero yo conozco esos ojos y sé que casi todas sus muestras de emoción proceden de ellos.
Respira hondo y retira despacio el dinero del plato. Lo ordena en un montón, coge mi bolso y vuelve a meterlo en él.
—No me insultes, Isabella.
—¿Te parece un insulto? —Me echo a reír con ganas—. ¿Cuánto dinero has ganado entregándote a esas mujeres?
Se inclina hacia mí, le tiembla la mandíbula. Estoy haciendo que salgan sus emociones.
—Lo bastante para comprar un club de lujo —dice fríamente—, y no me entrego a esas mujeres, Isabella. Les doy mi cuerpo y nada más.
Pongo cara de asco y sé que lo ha visto, pero reconozco que cuando lo oigo hablar así se me revuelve el estómago.
—A mí tampoco me has dado mucho más —digo, aunque sé que no es justo. Me ha dado algo más que su cuerpo, y cuando se echa un poco atrás sé que él también lo sabe. Le ha dolido—. Cómprate una corbata nueva.
Saco el dinero de nuevo y lo tiro sobre su lado de la mesa. Me sorprende mi mala leche, pero es su forma de reaccionar la que me hace seguir, la que alimenta mi necesidad irracional de demostrarle algo, aunque no sé muy bien qué conseguiré con mi frialdad. Sin embargo, no puedo parar. He puesto el piloto automático.
Le palpitan las mejillas.
—Y ¿en qué se diferencia de lo que tú hacías? —dice entre dientes.
Intento ocultar mi asombro.
—Yo entré en ese mundo por una razón —escupo—. No disfrutaba con los lujos ni me ganaba la vida vendiéndome.
Cierra la boca y baja la cabeza. Luego se pone en pie y se abrocha la chaqueta.
—¿Qué te ha pasado?
—Ya te lo he dicho, Edward Masen. Lo que me ha pasado es haberte conocido.
—No me gustas así. Me gusta la chica que…
—Pues haberme dejado en paz —digo alto y claro, arrancándole más emociones a este hombre impasible. Apenas puede contenerlas. No sé si está a punto de gritar o de echarse a llorar.
El camarero nos interrumpe para servirnos un plato con hielo y ostras. No hace ningún comentario ni pregunta si queremos algo más. Desaparece en cuanto puede, consciente de la tensión. Me quedo mirando el plato sin poder creérmelo.
—Ostras.
—Sí, disfrútalas. Yo me voy —dice dándome la espalda.
—Soy una clienta —le recuerdo cogiendo una de las conchas y sacando la carne con un cuchillo.
Se vuelve para mirarme.
—Me haces sentir insignificante.
«Así me gusta», pienso. Los trajes caros y una vida de lujos no lo hacen aceptable.
—Y ¿las demás mujeres no? —pregunto—. ¿Acaso debería haberte regalado un Rolex?
Me llevo la ostra lentamente a los labios y dejo que se deslice por mi garganta. Me limpio la boca con el dorso de la mano sin dejar de sostenerle la mirada y luego me relamo, seductora.
—No te pases, Bella.
—Fóllame —respondo inclinándome hacia él en la silla.
Siento un subidón de adrenalina al verlo dudar porque no sabe qué hacer conmigo. No se esperaba esto cuando me ha enviado el mensaje. Estoy dándole la vuelta a la tortilla.
Se toma un momento para pensar antes de apoyarse en la mesa y de acercar su cara a la mía.
—¿Quieres que te folle? —pregunta olvidando sus modales de caballero pese a la cercanía de otros comensales.
Me las apaño para controlar las ganas que tengo de rajarme ante el regreso de su aplomo, aunque no digo nada.
Se me acerca un poco más. Está muy serio. El dolor, la rabia y la sorpresa parecen haber desaparecido.
—Te he hecho una pregunta, y ya sabes lo poco que me gusta tener que repetirme.
Por razones que jamás comprenderé, no lo dudo ni por un instante.
—Sí —digo. Mi voz es apenas un susurro y, a pesar de que me resisto con todas mis fuerzas, mi cuerpo responde.
Su mirada ardiente me atraviesa.
—Levántate —me ordena.
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