Me bajo del taxi con toda la elegancia que puedo, tal y como Gregory me enseñó a hacerlo. No sabía cómo debía vestirme, pero después de haberlo mirado en Google vi que unas Converse no eran lo más apropiado para Quaglino’s. Aparecer sin reserva tampoco lo es, pero no tengo intención de comer nada. Mi destino es el bar.
El portero me saluda con una inclinación de la cabeza y acto seguido abre la puerta de cristal tirando de una «Q» gigante.
—Buenas noches.
—Hola —digo al tiempo que me pongo muy derecha y paso junto a él.
Me aliso el vestido azul claro de seda que Gregory me hizo comprar. La otra vez, a Edward no le gustaron ni mi pelo ni mi maquillaje, pero recuerdo que le gustó el vestido negro que llevaba. Llevo los rizos dorados de siempre y un maquillaje natural, así que deberían complacerlo. Si está con una mujer, espero que me vea y se atragante.
Tuerzo el gesto y subo la escalera en dirección a la maître. Mis nuevos tacones de color carne me hacen daño en los dedos de los pies. Me sonríe.
—Buenas noches, señorita.
—Hola —digo con una confianza que no siento, y finjo que soy la clase de persona que frecuenta este tipo de sitios elegantes.
—¿A nombre de quién está la reserva? —pregunta mirando la lista.
—Me gustaría tomarme una copa en el bar mientras llega mi acompañante. —La facilidad con la que pronuncio la frase me sorprende incluso a mí.
—Por supuesto. Acompáñeme, por favor.
Hace un gesto en dirección al bar y me lleva hacia allí. Para llegar, tenemos que doblar una esquina, y debo contenerme para no abrir una boca hasta el suelo.
Veo una enorme escalera de mármol con la barandilla de oro reluciente y «Q» negras entrelazadas para formar la balaustrada a ambos lados. Conducen a un restaurante gigantesco, luminoso y diáfano. El techo es una cúpula de cristal en el centro del comedor. Está lleno, hay mucha gente para ser un lunes por la noche, que charlan en grupos alegres y despreocupados en cada mesa. Es un alivio ver que el bar está en este piso. De este modo, puedo ver el restaurante a través de los paneles de cristal. Mis ojos van de un lado a otro examinando cada rincón, pero no lo encuentro. ¿Habré cometido un error descomunal?
—¿Me permite que le recomiende el Bellini de cereza y naranja? —dice la maître señalando un taburete junto a la barra.
Rechazo el taburete que me ofrece y me siento casi al final de la barra para poder mirar abajo.
—Gracias. Es posible que lo pruebe —sonrío, y me pregunto si me dejarán tomar sólo un vaso de agua en este sitio tan pijo y con un vestido tan elegante.
La mujer asiente y me deja con el camarero, que con una sonrisa me entrega una carta de cócteles.
—El Martini con lichis y lavanda está mucho mejor.
—Gracias —digo devolviéndole la sonrisa.
Estoy mucho más cómoda y relajada ahora que un taburete soporta el peso de mi cuerpo.
Cruzo las piernas, mantengo la espalda derecha y estudio la carta. La recomendación del camarero lleva London Gin, así que queda descartada. Sonrío al recordar a mi abuelo, que solía pelearse con mi abuela por su costumbre de beber ginebra. Decía que, si querías seducir a una mujer, sólo tenías que darle ginebra. Se me borra la sonrisa de la cara al recordar la última vez que probé la ginebra.
El Bellini con cereza y naranja lleva champán. Gana por goleada. Miro al camarero.
—Gracias, pero creo que tomaré el Bellini.
—Tenía que intentarlo. —Me guiña un ojo y se pone a prepararme el cóctel mientras yo me vuelvo en el taburete y escudriño el piso inferior otra vez.
No veo nada, así que empiezo a mirar todas las mesas y a estudiar las caras de los comensales. Es una tontería porque sería capaz de distinguir a Edward entre cientos de miles de personas manifestándose en Trafalgar Square. No está aquí.
—¿Señorita?
El camarero reclama mi atención y me sirve una copa de champán adornada con una sombrilla y una guinda.
—Gracias. —Cojo la copa con delicadeza y le doy un sorbo igual de delicado bajo la atenta mirada del camarero—. Delicioso —sonrío, y él me guiña un ojo antes de ir a atender a una pareja que hay en la otra punta.
Me siento de espaldas a la barra y voy dando sorbitos a mi delicioso cóctel mientras pienso qué demonios voy a hacer. Ya son las nueve y media. La reunión era a las nueve. Ya debería estar aquí, ¿no? Y, como si mi móvil me leyera el pensamiento, empieza a sonar en mi bolso. Alarmada, dejo la copa y lo busco en el diminuto bolso de mano. Aprieto los dientes al ver su nombre en la pantalla. Encojo los hombros hasta que me tocan las orejas y se me tensan todos los músculos del cuerpo cuando acepto la llamada.
—¿Diga?
—Voy a terminar en breve. Te recojo dentro de una hora.
Me derrito de alivio. Mi imaginación desbordada y mi cuerpo vestido como para ir de boda pueden llegar a casa antes de una hora. Me siento segura y un poco estúpida.
—Vale —suspiro cogiendo mi copa y dándole un trago que me hacía bastante falta. ¿Me habré equivocado de día al mirar su agenda? Estaba frenética y tenía prisa, así que es posible.
—Se oye mucho ruido, ¿dónde estás?
—Es la televisión —suelto—. La abuela está mal del oído.
—Ya lo noto —dice cortante—. ¿Estás preparada para desestresarme, mi niña?
Sonrío.
—Preparadísima.
—Me alegro de que lo hayamos aclarado. Te recojo dentro de una hora. —Cuelga y suspiro.
Estoy en la luna, soñando despierta y enamorada en la barra. Me bebo lo que queda de mi Bellini.
A continuación, llamo al camarero.
—¿Qué le debo?
—¿Sólo el Bellini? —pregunta señalando con la cabeza mi copa vacía.
—Tengo una cita.
—Qué pena —musita acercándome un diminuto plato negro con la cuenta.
Le paso un billete de veinte libras con una sonrisa.
—Que tenga una velada encantadora, señorita.
—Gracias.
Me bajo con elegancia del taburete y me dirijo hacia la salida. Espero encontrar taxi pronto.
Sin embargo, apenas he dado dos pasos cuando freno en seco. Se me revuelve el estómago y la sangre se me hiela en las venas. Los pelos se me ponen como escarpias. Está aquí. Se encuentra aquí con ella, que se está sentando de nuevo a la mesa, de espaldas a mí. No obstante, a Edward lo veo en tecnicolor. Lo noto serio como siempre, aunque puedo ver que se aburre terriblemente. A Bree se la ve la mar de animada y gesticula con las manos. Echa la cabeza atrás cuando se ríe y para beber champán. Lleva el pelo recogido en un moño en la nuca y un vestido negro de satén. No es la ropa que una se pone normalmente para una reunión de negocios. Hay ostras en la mesa. Y ella no deja de estirar el brazo para tocarlo.
—¿Ha decidido tomarse otra? —me pregunta el camarero, pero no le contesto.
Sigo mirando a Edward y desando lo andado hasta que mi trasero tropieza con el taburete. Me encaramo de nuevo a él.
—Sí, por favor —musito dejando el bolso sobre la barra.
No sé cómo no lo he visto antes. Su mesa está justo abajo, la diviso perfectamente desde aquí. Es posible que estuviera demasiado pendiente de buscarlo, demasiado ocupada planificando mi próximo movimiento. Ay, Dios mío, estoy empezando a notar que me hierve la sangre de la rabia.
Acepto el Bellini, busco el móvil, marco su número y me llevo el teléfono al oído. Empieza a sonar. Observo cómo se revuelve en la silla y cómo levanta un dedo para indicarle a Bree que lo disculpe un momento. Cuando mira la pantalla no da ninguna señal de emoción ni se sorprende al ver mi nombre. Vuelve a guardárselo en el bolsillo y menea la cabeza. Es un movimiento que indica que la llamada no tenía importancia. Me siento dolida pero, más que eso, estoy muy cabreada.
Guardo el móvil en el bolso y me vuelvo hacia el camarero.
—Necesito ir al servicio.
—Está abajo. Yo le vigilo la bebida.
—Gracias.
Cojo una gran bocanada de aire que me suba la moral y me dirijo hacia la escalera. Me agarro con fuerza de la barandilla y rezo a los dioses para no caerme de culo y quedar como una imbécil. Estoy temblando como una hoja pero necesito mantener la calma y la compostura. ¿Cómo demonios me he metido en todo esto?
Porque yo misma me lancé de cabeza, por eso.
Mis pasos son exactos y precisos, y mi cuerpo se contonea seductor. Me resulta demasiado fácil. Los hombres me observan. Bajar la escalera es como el ir y venir de las olas en el mar. Estoy sola y llamando la atención a propósito. Aunque no miro a nadie en particular, salvo al enemigo de mi corazón. Quiero que levante la vista y me vea. Está escuchando a Bree, asintiendo y añadiendo una palabra o dos aquí y allá. Pero lo que más hace es darle tragos lentos a su whisky. No lo soporto. No soporto que otra mujer observe de cerca cómo sus labios perfectos acarician la copa.
Rápidamente bajo la vista cuando mira hacia la escalera. Me ha visto, estoy segura. Siento sus ojos fríos como el hielo en mi piel, pero me niego a detenerme y sólo levanto la vista cuando llego al servicio. Viene a por mí. Quería que se atragantara y creo que lo he conseguido. Su cara refleja demasiadas emociones: ira, sorpresa…, preocupación.
Escapo al interior de los baños de señoras y me estudio en el espejo. No puedo negarlo, se me ve alterada y nerviosa. Me froto las mejillas con las palmas de las manos para intentar devolverlas a la vida. Estoy en territorio desconocido. No sé cómo manejar la situación, pero el instinto parece que me lleva por buen camino. Sabe que estoy aquí. Sabe que sé que me ha mentido. ¿Qué tiene que decirme?
Decido que quiero saberlo. Me lavo las manos, me aliso el vestido y me preparo para enfrentarme a él. Soy un manojo de nervios cuando abro la puerta para salir del servicio, pero me tranquilizo un poco al verlo apoyado contra la pared, cabreado, esperándome en la puerta. Ahora sólo estoy furiosa.
Le devuelvo la mirada asesina.
—¿Qué tal las ostras? —pregunto con calma.
—Saladas —responde con la mandíbula tensa.
—Qué pena. Aunque yo no me preocuparía. Tu cita está tan borracha que seguro que ni lo ha notado.
Entorna los ojos y se me acerca.
—No es mi cita.
—Entonces ¿qué es?
—Negocios.
Me echo a reír. Está siendo maleducado y condescendiente, pero me importa un bledo. No se celebran reuniones de negocios un lunes por la noche en Quaglino’s. Y una no lleva vestidos negros de satén.
—Me has mentido.
—Has estado espiándome.
No puedo negarlo, y no lo hago. Me embarga la emoción, noto cómo toma el control de mi cuerpo y corre por mis venas, para compensar la frialdad de Edward.
—Sólo son negocios —repite.
Da otro paso hacia mí y yo trato de retroceder para guardar las distancias, pero mis tacones se niegan a moverse y mis músculos no obedecen órdenes.
—No te creo.
—Pues deberías.
—No me has dado ningún motivo, Edward. —Doblego mis extremidades inútiles y me alejo de él—. Que disfrutes de la velada.
—Lo haré cuando haya podido desestresarme —responde con dulzura cogiéndome de la nuca para que no pueda escapar. El fuego de su piel me tranquiliza al instante, y una oleada abrasadora me invade… por todas partes—. Vete a casa, Bella. Iré a recogerte enseguida. Hablaremos antes de que empieces a desestresarme.
Mientras lucho asqueada por librarme de su mano, me doy la vuelta y miro con furia directamente a su rostro impasible.
—No vas a volver a saber de mí.
—Discrepo.
Su arrogancia y su seguridad me dejan pasmada. Nunca he abofeteado a un hombre en toda mi vida. Nunca he abofeteado a nadie.
Hasta ahora.
La fuerza de mi mano diminuta cruzándole la cara produce el sonido más estridente que he oído jamás, el bofetón resuena por encima del ruido que nos envuelve. Me arde la mano y, a juzgar por la marca roja que aparece al instante en la mejilla bronceada de Edward, a él le arde la cara. Lo que acabo de hacer me llena de asombro, y la prueba es que me he quedado petrificada.
Se frota la barbilla, como si estuviera colocándose la mandíbula en su sitio. Edward Masen no expresa gran cosa, pero es innegable que lo he pillado por sorpresa.
—Menudo derechazo tienes, mi niña.
—No soy tu niña —escupo con toda la bilis que puedo, y lo dejo intentando que la sangre vuelva a fluirle por la cara.
En vez de girar hacia la salida, vuelo hacia arriba por la escalera porque mi Bellini me llama desde la barra y no me puedo resistir. Me lo bebo a toda velocidad. Trago saliva y dejo la copa de golpe sobre la barra, cosa que llama la atención del camarero.
—¿Otra? —me pregunta, y se pone en acción tan pronto como asiento.
—Bella —me susurra Edward al oído, y pego un salto que casi toco el techo—. Por favor, vete a casa y espérame allí.
—No.
—Bella, te lo estoy pidiendo por las buenas. —Hay un punto de desesperación en su voz que hace que me vuelva sobre el taburete para poder verle la cara. Está serio, pero su mirada es una súplica—. Deja que lo arregle.
Me está suplicando, lo que me confirma que hay algo que arreglar.
—¿Arreglar el qué? —pregunto.
—Lo nuestro. —Pronuncia las dos palabras en voz baja—. Porque ni tú ni yo existimos sin el otro, Bella. Ahora sólo existe lo nuestro.
—Entonces ¿por qué me has mentido? Si no tienes nada que ocultar, ¿por qué me mientes?
Cierra los ojos. Es evidente que está intentando mantener la calma. Los abre, muy despacio.
—Son negocios, créeme.
Hay tal sinceridad en su mirada y en su voz… Y luego se inclina para besarme en los labios con delicadeza.
—No me obligues a pasar la noche sin ti. Te necesito entre mis brazos.
—Te espero aquí.
—Los negocios y el placer, Isabella. Conoces mis reglas. —Me baja del taburete.
—¿Nunca has mezclado los negocios con el placer con Bree?
Frunce el ceño.
—No.
Ahora yo también frunzo el ceño.
—Entonces ¿a qué viene lo de cenar en un restaurante pijo? ¿Y las ostras? ¿Y lo de hacer manitas por encima de la mesa?
Nuestros ceños fruncidos van a juego, pero antes de que Edward pueda aclarar nada, Bree entra en escena.
Al menos, la mujer que yo había tomado por Bree. Esta mujer es impresionante, y por detrás tiene un cuerpazo pero es mayor que Bree. Le saca al menos quince años. Es obvio que es rica y exuberante.
—¡Edward, cariño! —canturrea. Está borracha, y casi me como su copa de champán.
—Bianca —dice él. Noto que de pronto está nervioso y se aprieta contra mi espalda—. Discúlpame un momento, por favor.
—Por supuesto —responde la mujer, y planta el culo en el taburete del que acabo de levantarme—. ¿Pido otra copa?
—No —responde Edward empujándome hacia la salida.
¿«B»? ¿Bianca? Estoy hecha un lío, pero mi cerebro sufre un cortocircuito por sobrecarga de información y soy incapaz de preguntar nada en voz alta.
—No es necesario que tu amiga se marche —ronronea ella, y miro hacia atrás. Me está sonriendo. No, no me sonríe, es una expresión de superioridad—. Cuantos más, mejor.
Frunzo el ceño y miro a Edward. Parece que le va a dar un ataque. Abre la boca para hablar pero tiene la mandíbula tan tensa que lo que dice suena a amenaza:
—Te he dicho que sólo íbamos a cenar.
—Sí, sí —replica ella. Luego pone los ojos en blanco en un gesto teatral y se empina el resto del champán—. Y ¿no será esta encantadora jovencita la causa de nuestro cambio de etiqueta?
—Eso no es asunto tuyo. —Edward intenta sacarme del bar, pero estoy tensa como una cuerda y no respondo a sus empujones.
—¿De qué está hablando? —pregunto con más calma de la que siento.
—De nada. Vámonos.
—¡No! —Me libero de su abrazo y miro de frente a la mujer.
Ella parece no percibir la tensión entre Edward y yo y le pide más champán al camarero. Luego me entrega una tarjeta.
—Toma. No creo que vuelva a necesitarla. Guárdala a buen recaudo.
Cojo la tarjeta de negocios beige y la miro sin pensar. El nombre, el teléfono y el correo electrónico de Edward están escritos en relieve.
—¿Qué es?
Él intenta arrebatármela, pero mis manos son más rápidas y la pongo fuera de su alcance.
—No es nada, Bella. Dámela, por favor.
La mujer suelta una carcajada.
—Ponlo en marcación rápida, cielo.
—¡Bianca! —grita Edward, y la mujer se calla al instante—. Es hora de que te vayas.
A ella se le dilatan las pupilas y se vuelve hacia mí lentamente.
—Vaya, vaya… —dice dándome un buen repaso con cara de cretina—. ¿No me digas que el chico de compañía más famoso de Londres se nos ha enamorado?
Sus palabras me roban el aire de los pulmones, y noto que mis rodillas amenazan con ceder. Tengo que agarrarme a la chaqueta de Edward para no caerme al suelo. ¿Chico de compañía?… Le doy la vuelta a la tarjeta. En ella dice «Servicios Masen» en una tipografía elegante.
—¡Cállate, Bianca! —ruge él apretándome la mano.
—¿Acaso no lo sabe? —Se ríe un poco más y me mira como si sintiera pena por mí—. Y yo que pensaba que era una clienta de pago como todas las demás.
Se bebe la nueva copa de champán mientras yo tengo que luchar contra la bilis que me sube por la garganta.
—Eres afortunada, cielo. Una noche con Edward Masen cuesta miles de libras.
—Para —susurro negando con la cabeza—. Para, por favor…
Quiero salir corriendo, pero el corazón me late tan deprisa que no permite que las órdenes de mi cerebro lleguen a mis piernas. Rebotan de nuevo a mi cabeza y me marean y me confunden.
—Bella… —Edward aparece bajo mi mirada gacha. Su rostro no transmite la belleza inexpresiva a la que me he acostumbrado en tan poco tiempo—. Está borracha. No la escuches, por favor.
—Aceptas dinero a cambio de sexo… —Mis propias palabras se me clavan como puñales—. Me dejaste contártelo todo, sobre mi madre, sobre mí. Pusiste cara de sorpresa cuando resulta que eres igual que ella. Yo…
—No. —Sacude la cabeza con vehemencia.
—Sí —reafirmo. Mi cuerpo inerte vuelve a la vida y empiezo a temblar—. Tú te pones en venta.
—No, Bella.
En la periferia de mi visión alcanzo a ver a Bianca bajándose del taburete.
—Me encanta el drama, pero tengo un marido gordo, calvo y cabrón con el que tendré que conformarme esta noche.
Edward se vuelve violentamente hacia ella.
—¡Más te vale no contárselo a nadie!
Bianca sonríe y le acaricia el brazo.
—No soy una chismosa, Edward.
Él resopla y ella se ríe y se marcha contoneándose del bar. Por el camino recoge el abrigo de piel que le tiende el encargado del guardarropa.
Edward se saca entonces la cartera del bolsillo de un tirón y arroja un puñado de billetes sobre la barra. A continuación, me coge de la nuca.
—Nos vamos.
No me resisto. Estoy en estado de shock. Quiero vomitar y me duele la cabeza. Ni siquiera puedo pensar con claridad ni comprender lo que está sucediendo. Siento que mis piernas se mueven, aunque me parece que no voy a ninguna parte. El corazón me zumba en los oídos pero no puedo respirar. Tengo los ojos abiertos pero lo único que veo es a mi madre.
—¿Bella?
Lo miro confundida. Veo un rostro angustiado, triste y atormentado.
—Dime que esto es un mal sueño —murmuro.
Es la peor pesadilla de mi vida pero, mientras no sea real, me da igual. Quiero despertarme.
Tuerce el gesto en señal de derrota y se detiene en seco. Nos quedamos quietos junto a las enormes puertas de cristal. Parece totalmente abatido.
—Isabella, ojalá pudiera decirte que lo es.
Me estrecha con fuerza contra su pecho, con desesperación, pero no puedo darle «lo que más le gusta». Estoy aturdida. Insensible.
—Nos vamos a casa —dice.
Me pasa el brazo por los hombros, me pega a su costado y salimos a la calle. Caminamos un rato en silencio. Yo no digo nada porque físicamente soy incapaz, y Edward no dice nada porque sé que no sabe qué decir. La sorpresa me ha dejado hecha un guiñapo, pero mi cerebro funciona mejor que antes y me está haciendo revivir recuerdos con los que ya he pasado demasiado tiempo últimamente. Mi madre. Yo. Y ahora Edward.
Edward me mete en el coche con sumo cuidado, como si le preocupara que fuera a romperme. Es posible, si es que no estoy rota ya. Me gustaría rebobinar la noche, cambiar muchas cosas, pero ¿qué ganaría con eso? ¿Seguir en la oscuridad, ignorante de la verdad?
—¿Quieres que te lleve a casa? —pregunta acomodándose en el asiento del conductor.
Me vuelvo hacia él como un autómata. Se han vuelto las tornas. Ahora es él quien lo lleva todo escrito en la cara, no yo.
—¿Adónde, si no, iba a querer que me llevaras?
Baja la mirada y pone en marcha el motor. Me lleva a casa con un tema de Snow Patrol sonando de fondo que me recuerda que abra los ojos.
El trayecto se me hace largo y lento, como si intentara que no llegásemos nunca, y cuando para el coche en casa de la abuela abro la puerta para bajarme enseguida.
—Bella… —dice, y suena desesperado.
Me coge por el brazo y me impide continuar, pero no dice nada más. No estoy segura de que haya nada que decir, y es evidente que él tampoco.
—¿Qué? —inquiero, esperando despertarme en cualquier momento y encontrarme envuelta en «lo que más le gusta», a salvo en su cama, lejos de la dura y cruda realidad que he descubierto. Una realidad que me resulta demasiado familiar.
Pero entonces el móvil de Edward rompe el silencio. Maldice y pulsa el botón de «Rechazar». Vuelve a sonar.
—¡Joder! —exclama tirándolo contra el salpicadero.
Tras un instante, suena de nuevo.
—Más te vale cogerlo —le espeto liberándome de su mano—. Imagino que se mueren por pagar miles de libras por pasar una noche con el chico de compañía más famoso de todo Londres. Así podrás sacarte un dinero extra mientras te follas a alguien. Seguro que te debo una fortuna.
Ignoro su gesto de dolor y lo dejo en el coche, decidida a invertir mi energía en olvidar a la segunda persona metida en la prostitución que he conocido en mi corta vida. Excepto que ésta me aceptaba y me reconfortaba. A ésta me va a costar olvidarla. Ya siento la triste y fría soledad que me espera.
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