Tengo frío en las piernas y el cuerpo entumecido. Edward no está conmigo en el sofá, pero se encuentra cerca porque oigo armarios que se abren y se cierran y ruido de platos. Ya sé dónde está y qué hace. Me desperezo con un gruñido feliz y sonrío al mirar al techo. Me siento para volver a contemplar las obras de arte que adornan las paredes del apartamento. Después de saltar de una a otra con la vista y repetir el recorrido un par de veces, me doy por vencida: soy incapaz de decidir cuál me gusta más. Todas me encantan, aunque parezcan distorsionadas y casi feas.
Sólo el sueño nubla mi mente. No hay ni rastro del alcohol, y aunque tengo el cuerpo dolorido, me encuentro de fábula. Me levanto y voy a buscar a Edward. Está limpiando la encimera con un espray anti bacterias.
—Hola.
Levanta la vista y se aparta el pelo de la cara con el dorso de la mano.
—Bella. —Dobla el paño y lo deja junto al fregadero—. ¿Te encuentras bien?
—Muy bien, Edward.
Asiente.
—Estupendo. He preparado la bañera. ¿Te apetecería bañarte conmigo?
Ha vuelto a ser todo un caballero. Me hace gracia.
—Me encantaría bañarme contigo.
Inclina la cabeza muerto de curiosidad y se acerca a mí.
—¿He dicho algo divertido? —me pregunta cogiéndome de la nuca.
—Me hacen gracia tus modales.
Lo dejo que me conduzca al dormitorio y de allí al baño, donde la bañera redonda gigante está llena de agua espumosa.
—¿Debería ofenderme? —Coge el dobladillo de mi camiseta y tira hacia arriba para quitármela. Luego la dobla con cuidado y la deja en el cesto de la ropa sucia.
Me encojo de hombros.
—No, tienes unas costumbres encantadoras.
—¿Costumbres?
—Sí, tus costumbres.
No digo más. Sabe perfectamente a qué me refiero, y no es sólo a sus modales de caballero (cuando decide hacer gala de ellos).
—Mis costumbres… —musita quitándose la camiseta y doblándola con el mismo esmero que la mía—. Creo que sí que me ofende.
Se baja los pantalones por los muslos y también los pone con cuidado en el cesto de la ropa sucia.
—Tú primero —dice señalando la bañera. Es tan perfecto cuando está desnudo que me mareo—. ¿Necesitas ayuda?
Lo miro y veo petulancia en sus ojos. Me extiende la mano.
—Gracias. —La cojo y subo los peldaños de la bañera. Me meto dentro.
—¿Está bien el agua? —pregunta siguiendo mis pasos y sentándose en el otro extremo para que podamos vernos las caras. Tiene las piernas dobladas y las rodillas asoman por encima de la superficie.
—Sí.
Me recuesto y deslizo la planta de los pies por el suelo de la bañera hasta que los tengo metidos bajo su trasero. Arquea las cejas y me sonrojo.
—Perdona, es que resbala.
—No tienes por qué disculparte. —Me coge los pies y los apoya en su pecho —. Tienes unos pies muy monos.
—¿Muy monos? —Tengo que contener la risa.
Nunca sé qué palabras va a utilizar ni en qué tono, pero siempre me producen algún efecto: me cabrean, me hacen gracia, despiertan mi deseo o me dejan hecha un mar de dudas.
—Sí, muy monos. —Me besa el dedo pequeño—. Quiero pedirte una cosa.
De pronto se me quitan las ganas de reírme. ¿Qué querrá pedirme ahora?
—¿Qué? —pregunto nerviosa.
—No me pongas esa cara, Bella.
Para él es fácil decirlo.
—No pongo cara de nada. Es que tengo curiosidad.
—Yo también.
Frunzo el ceño.
—¿Por qué tienes curiosidad?
—Por saber qué se siente al estar dentro de ti sin que ninguna barrera se interponga entre nosotros.
—Ah. —Respiro.
Me coge, tira de mí para que me ponga de rodillas y me lleva la mano a la firme erección de su entrepierna.
—Seguro que tú también tienes curiosidad.
«Bastante, la verdad».
—Hablas como si fuéramos a estar juntos a largo plazo… —titubeo y me preparo para su respuesta.
—Ya te he dicho que quiero mucho más que las cuatro horas que me debes, que, por cierto, creo que ya han pasado.
Rodea su miembro con mi mano y con la suya la guía lentamente arriba y abajo bajo el agua. Empiezo a relajarme; después de lo que me ha dicho me he quedado en paz. El movimiento de su pecho cambia, sube y baja cada vez más deprisa. Es suave como el terciopelo, pero no puedo ver el movimiento de nuestras manos porque estamos sumergidos en litros y litros de agua. Sólo puedo ver la punta hinchada de su pene, así que alzo la vista y me deleito con su increíble boca ligeramente entreabierta.
—Tengo curiosidad —confieso acercándome más, de rodillas—. Pero no tomo anticonceptivos.
—Y ¿estás preparada para remediar eso y que así ambos podamos satisfacer nuestra curiosidad?
Asiento y lo dejo marcar el ritmo de mis caricias. Al tacto, es sublime: suave, grande y dura.
A la vista también resulta sublime. Me infundo una dosis de confianza en mí misma y flexiono la mano hasta que Edward la suelta con el ceño fruncido y me deja encaramarme a su cuerpo.
—Bella, ¿qué haces? —me pregunta receloso, pero no me impide encontrar lo que busco y me acomodo en su regazo con su erección entre las piernas. Incluso me ayuda.
—Quiero sentirte.
El modo en que tiembla debajo de mí me inyecta otra dosis de confianza. Estoy perdiendo la cabeza y mi cuerpo actúa por su cuenta.
Niega con la cabeza y me besa con adoración. Es posible que lo esté tentando y atormentando, pero él es quien tiene el control.
—No puede ser, Bella.
—Por favor —suplico hundiendo la cara en su pelo—. Déjame hacerlo.
—Ay, Dios, me estás haciendo polvo.
Interpreto sus débiles palabras como una derrota y llevo la mano a nuestras partes sin dejar de besarlo.
—Yo sí que estoy hecha polvo. —Le muerdo la lengua con cuidado—. Tú me tienes hecha polvo.
Mi mano encuentra lo que busca y me recoloco para ponerlo justo donde lo quiero: a punto de entrar.
—No te he hecho polvo, Bella.
Noto su mano en mi muñeca, lista para impedir que cometa una locura.
—He despertado en ti un deseo que sólo yo puedo satisfacer. —Me aparta la mano y aprieta los labios en señal de advertencia—. Y, por lo visto, uno de los dos debe mantener la cabeza fría para que no nos metamos en un buen lío.
Estoy que reviento de deseo, pero está tan serio que vuelvo rápidamente a la realidad.
—Culpa tuya —mascullo avergonzada. Siento que me ha rechazado sin motivo.
—Porque tú lo digas —dice poniendo los ojos en blanco. Es un gesto de exasperación, una muestra de emoción poco frecuente.
Para intentar olvidar lo insignificante que me siento y para distraer a Edward y que no me regañe más, empiezo a descender, ansiosa de saborearlo de nuevo. No llego muy lejos.
Me detiene, casi parece estar nervioso. Me levanta, me estrecha contra su pecho y se reclina en la pared de la bañera. Me acomoda a su gusto.
—Quiero que me des «lo que más me gusta».
A pesar de que me confunde su rechazo, asiento feliz y disfruto de su firme abrazo. Siento todo su cuerpo al tiempo que gozo con el sonido de su respiración y del agua que envuelve nuestros cuerpos con mimo.
—Yo también tengo algo que pedirte —susurro. Me siento valiente y cómoda pidiéndoselo.
—Aguarda. —Me besa en la mejilla húmeda—. Déjame disfrutar de «lo que más me gusta».
—Puedes disfrutarlo mientras te hablo —respondo con una sonrisa.
—Es probable, pero me gusta verte la cara cuando hablamos.
—Creo que los abrazos también empiezan a ser «lo que más me gusta» a mí.
Lo estrecho un poco más fuerte y nuestros cuerpos resbalan. Me rodean la paz y la tranquilidad, y en momentos como éste quiero pegarme a él con Loctite.
—Espero que sólo conmigo.
—Sólo contigo —suspiro—. ¿Puedo pedirte ya lo que quiero?
De mala gana, me separa de su pecho y me sienta en su regazo.
—Dime qué quieres.
—Información. —Mi valor se esfuma al verle la boca torcida y la mandíbula tensa, pero reúno el suficiente para continuar—. Sobre tus costumbres.
—¿Mis costumbres? —Arquea las cejas, casi parece una advertencia.
Insisto con cuidado.
—Eres muy… —Me paro, necesito escoger bien las palabras— preciso.
—Querrás decir ordenado.
Va más allá de ordenado. Es obsesivo, pero me da la impresión de que éste es un tema delicado.
—Sí, ordenado —concedo—. Eres muuuy ordenado.
—Me aseguro de cuidar lo que es mío. —Me pellizca el pezón y pego un brinco—. Y ahora tú eres mía, Isabella Taylor.
—¿Ah, sí? —Sueno sorprendida, pero por dentro estoy en éxtasis. Quiero ser suya a todas horas, todos los días.
—Sí —se limita a decir. Me coge la muñeca y tira de mí hasta que nuestros pechos están pegados de nuevo—. También eres un hábito.
—¿Soy un hábito?
—Un hábito adictivo. —Me besa en la nariz—. Un hábito que no pienso dejar.
No dudo en expresar mi opinión al respecto:
—De acuerdo.
—¿Quién te ha dicho que tienes elección?
—Me dijiste que nunca me ibas a obligar a hacer algo que no quisiera hacer —le recuerdo.
—Dije que nunca te iba a obligar a hacer algo que supiera que no querías hacer, y sé que quieres ser mi hábito. Por tanto, esta conversación no tiene sentido. ¿No te parece?
Lo miro enfurruñada, incapaz de darle la contestación que merece.
—Eres un arrogante.
—Y tú estás en apuros.
Me echo hacia atrás.
—¿Qué quieres decir? —inquiero. ¿Eso ha sido una advertencia?
—Hablemos de anoche —propone como si fuéramos a hablar de adónde vamos a salir a cenar.
Me pongo en guardia al instante. Me acurruco contra él y escondo la cara en su cuello.
—Ya hemos hablado de eso.
—No con detalle. No entiendo por qué te comportaste de un modo tan arriesgado, Bella, y me incomoda mucho. —Me saca de mi escondite para poder mirarme a la cara—. Mírame cuando te hablo.
Sigo con la cabeza gacha.
—No quiero hablar contigo.
—Mala suerte. —Se mueve para ponerse cómodo—. Explícate.
—Me emborraché, eso es todo —mascullo apretando los dientes. No lo hago a propósito.
Levanto la vista y me encuentro unos ojos muy enfadados.
—Y deja de hablarme como si fuera una delincuente juvenil.
—Pues deja de comportarte como si lo fueras. —Lo dice muy en serio. Estoy alucinada.
—¿Sabes qué? —Lo aparto para poder salir de la bañera, y él no mueve un músculo para detenerme. Se queda ahí sentado, tan a gusto, sin darle la menor importancia a mi rabieta—. Puede que me hagas sentir increíble, que me digas unas cosas preciosas cuando me haces el amor, pero cuando te pones así eres… eres… eres…
—¿Soy qué, Bella?
—¡Eres un cabrón estirado! —espeto desesperada.
Ni se inmuta.
—Cuéntame por qué desapareciste. ¿Adónde fuiste?
El tono en el que me exige respuestas no hace sino enfurecerme aún más… Me desespera.
—Dijiste que nunca me harías hacer nada que no quisiera hacer.
—Que supiera que no querías hacer. Siento que mi niña lleva un gran peso sobre los hombros. —Me coge la mano—. Deja que yo te lo quite.
Miro su mano unos instantes. Mi cerebro trabaja a toda velocidad y sólo me preocupa una cosa: me dejará otra vez si se lo cuento.
—No puedes —espeto. Doy media vuelta con los pies descalzos y me marcho.
No puedo soportarlo. Edward Masen es una montaña rusa, me lleva del placer absoluto a la furia total, me hace sentir segura, tímida, nerviosa. De la dicha al dolor. Es como si tirara de mí en dos direcciones. Sé muy bien lo mal que lo pasé cuando me abandonó, pero al menos sólo sentía una única emoción consistente. Sabía qué terreno pisaba. Esta vez, yo tomaré la decisión.
Helada y empapada, abro el cajón de la cómoda y saco mis bragas, mi bolso de mano y mis zapatos. Deprisa, me meto en el vestidor y cojo la primera camisa que pillo. Me la echo sobre los hombros y dejo caer los zapatos al suelo. Me pongo las bragas y los tacones. Salgo del dormitorio y corro hacia abajo en dirección al vestíbulo, desesperada por ocultarme de sus insistentes preguntas y de su tono de desaprobación. Sé que anoche fui una imprudente. He cometido muchos errores, pero ninguno tan grande como el hombre al que acabo de dejar en la bañera. No sé en qué estaba pensando. Él no lo entendería nunca.
Vuelo hacia la puerta de su apartamento y me relajo cuando toco el pomo. Sin embargo, no puedo hacerlo girar. La puerta no está cerrada con llave, puedo marcharme cuando quiera, pero mis músculos ignoran las tímidas órdenes de mi cerebro. Y todo porque una orden mucho más poderosa las ahoga y me dice que vuelva arriba y le haga comprender.
Me miro la mano y le ordeno que abra. No lo hace. Ni lo hará. Apoyo la frente contra la puerta negra brillante, y cierro los ojos luchando con las órdenes contradictorias y pegando patadas al suelo con los tacones por la frustración. No puedo marcharme. Mi cuerpo y mi mente no están preparados para cruzar la puerta y dejar atrás al único hombre con el que he conectado. No es que yo haya dejado que ocurriera, es que era imposible evitarlo.
Consigo dar media vuelta hasta que estoy de espaldas a la puerta. Tengo a Edward delante. Está de pie en silencio, observándome, desnudo y chorreando.
—No eres capaz de marcharte.
—No —sollozo.
Me duele el corazón y me tiemblan las piernas, que se niegan a soportar el peso de mi cuerpo por más tiempo. Me deslizo hacia abajo con la espalda pegada a la puerta hasta que estoy sentada en el suelo. Mi ira se torna en lágrimas y lloro en silencio. Desaparecen mis últimos mecanismos de defensa. Dejo que mi desesperación se vierta en mis manos y mis barricadas se derrumban bajo la atenta mirada del enloquecedor Edward Masen. Parece que llevo así una eternidad, pero sé que apenas han sido unos segundos. Me coge en brazos y me lleva de vuelta a su cama. No dice una sola palabra. Me sienta en el borde, me quita los zapatos y las bragas y me levanta la camisa por encima de la cabeza. Me acerca a su pecho y me roza la mejilla con los labios.
—No llores, mi niña —susurra, y tira la camisa al suelo, cosa que no es propia de él. Luego me tumba con delicadeza sobre el colchón—. No llores, por favor.
Su súplica produce el efecto contrario y de mi interior fluye un nuevo mar de lágrimas que empapan su rostro desnudo cuando me estrecha contra sí y me besa la coronilla mientras tararea una melodía tranquilizadora. Funciona. Empiezo a calmarme y mis sollozos se tornan menos violentos bajo el calor de su cuerpo.
—No soy ninguna niña —susurro contra su pecho—. No paras de llamarme así, pero no deberías.
Deja de tararear y de besarme la coronilla. Está pensando en lo que acabo de decir.
—Eres una mujer… muy dulce e inocente, Bella.
—No es por lo de niña en sí —repongo—, sino porque implica inocencia y pureza.
Se tensa un poco antes de apartarme de su pecho. Estamos hablando y quiere poder mirarme a los ojos y, cuando los encuentra, me enjuga las mejillas con los pulgares y se me queda mirando con aire apenado. No quiero que sienta pena por mí. No lo merezco.
—Para mí eres mi niña, dulce e inocente.
—Te equivocas.
—No, eres mía, Bella —sentencia casi molesto.
—No me refiero a eso. —Suspiro y bajo la mirada, pero tengo que levantarla cuando me coge por la barbilla y me obliga a echar la cabeza atrás.
—Explícate.
—Quiero ser tuya —susurro, y sonríe.
Es esa sonrisa preciosa que veo tan pocas veces, y el corazón me hace un doble salto mortal en el pecho de felicidad, pero entonces recuerdo de qué estábamos hablando.
—De verdad que quiero ser tuya —afirmo.
—Me alegro de que haya quedado claro. —Me besa con ternura—. Pero tampoco es que tuvieras elección.
—Lo sé —concedo, consciente de que no es sólo porque él lo diga. He intentado marcharme y no he podido. Lo he intentado de verdad.
—Escúchame —me dice incorporándose y sentándome en su regazo—. No debería haberte presionado. Dije que no te obligaría a hacer nada que supiera que no querías hacer y lo mantengo pero, por favor, quiero que sepas que sufres en vano si crees que hay algo que vaya a hacerme cambiar de opinión sobre mi niña.
—¿Y si no es así?
—Nunca lo sabremos a menos que decidas contármelo y, si prefieres no hacerlo, por mí bien. Sí, preferiría que confiaras en mí, pero no si te vas a poner triste, Bella. No soporto verte triste. Quiero que confíes en mí, y no cambiará para nada lo que siento por ti. Sólo quiero ayudarte.
Empieza a temblarme la barbilla.
—Tu madre… —dice en voz baja.
Asiento.
—Bella, tú no eres tu madre. No dejes que las malas decisiones de otros afecten tu vida.
—Podría haber acabado como ella —susurro. Me consume la vergüenza y bajo la mirada.
Edward me pega la cabeza contra su pecho, pero no abro los ojos porque no quiero ver su cara de desaprobación.
—Bella, estamos hablando.
—He dicho que ya basta.
—No, no lo has dicho. Mírame.
Me obligo a hacerlo. No hay ni rastro de desaprobación en su mirada. No hay nada. Ni siquiera en un momento como éste.
—Quería saber adónde había ido —digo.
Frunce el ceño.
—Me he perdido.
—Leí su diario. Leí sobre los lugares a los que iba y con quién. Leí sobre un hombre, un hombre llamado Charlie. Su chulo.
Se limita a observarme. Sabe lo que voy a decir.
—Me metí en su mundo, Edward. Viví su vida.
—No. —Niega con la cabeza—. No.
—Sí, eso hice. ¿Qué tenía aquella vida que ella la prefería a ser mi madre, que hizo que me abandonara?
Lucho por contener las lágrimas que amenazan con reaparecer. No quiero derramar ni una sola lágrima más por esa mujer.
—Encontré la ginebra de la abuela y luego encontré a Charlie. Lo engañé para que me aceptara y me buscara clientes. Los clientes de mi madre. Estuve con casi todos los hombres que aparecían en su diario.
—Para —susurra—. No sigas, por favor.
Me froto las mejillas húmedas.
—Lo único que encontré fue la humillación de dejar que un hombre hiciera lo que quisiera conmigo.
Hace una mueca.
—No digas eso, Bella.
—No había nada glamuroso ni atrayente en el sexo sin sentimientos.
—¡Bella, por favor! —grita apartándome, poniéndose de pie y dejándome sola y vulnerable en su cama.
Empieza a caminar por la habitación alterado, maldiciendo.
—No lo entiendo. Eres tan bonita y tan pura de corazón… Y me encanta.
—El alcohol ayudaba. Lo único que participaba era mi cuerpo. Pero no podía parar. No podía dejar de pensar que tenía que haber algo más, que estaba pasando algo por alto.
—¡No sigas! —grita. Se vuelve y me aplasta con una mirada iracunda que me hace dar un salto hacia atrás—. ¡Habría que pegarle un tiro a cualquier hombre que se haya conformado con menos que con adorarte!
Se pone en cuclillas y se lleva las manos a la cabeza.
—¡Joder!
Todo mi ser se relaja: mi cuerpo, mi mente y mi corazón. Ya está, mi pasado sigue en mi presente y me ha obligado a rendir cuentas. Me mira. Siento cómo se me clavan sus ojos azules. Luego los cierra y respira hondo, pero no le doy tiempo a que me acribille con lo que piensa. Tengo muy claro lo que va a decir.
He arruinado la imagen que tenía de su niña dulce e inocente.
—Lo siento —digo lo más serena que puedo mientras me arrastro fuera de la cama—. Siento haber destrozado tu ideal.
Recojo la camisa del suelo y empiezo a vestirme. El dolor me revuelve el estómago y años de angustia y miseria. Me pongo las bragas y cojo los zapatos y mi bolso de mano y salgo de su dormitorio sabiendo que esta vez sí que seré capaz de marcharme. Y eso hago. El desprecio evidente que siente me ayuda a abrir la puerta con facilidad. Avanzo por el descansillo en dirección a la escalera, arrastrando los pies descalzos y el corazón roto.
—No te vayas, por favor. Perdóname por haberte gritado.
Su voz aterciopelada me para los pies y me arranca el maltrecho corazón del pecho.
—No te sientas obligado, Edward.
—¿Obligado?
—Sí, obligado —digo mientras me dispongo a bajar los escalones.
Edward se siente culpable por haber reaccionado de un modo tan violento, y eso es lo último que necesito. Tampoco necesito su compasión. No sé si hay un término medio feliz entre ambas cosas, pero la comprensión y el apoyo serían de agradecer. Es más de lo que suelo concederme a mí misma.
—¡Bella!
Oigo sus pies descalzos por la escalera y cuando lo tengo enfrente apenas soy consciente de que lo único que lleva puesto es un bóxer negro.
—No sé cuántas veces tengo que pedírtelo —masculla—. Pero quiero que me mires a la cara cuando hablamos.
Me lo ordena porque no sabe qué otra cosa decir.
—Y ¿qué vas a decirme si te miro a la cara? —Lo pregunto porque no necesito ver su expresión de asco, ni de culpabilidad, ni de compasión.
—Si lo haces, lo sabrás.
Se agacha para ocupar mi campo de visión y levanto la cabeza. Su bello rostro carece de emoción y, aunque normalmente lo encuentro muy frustrante, ahora mismo supone un alivio. Ni desprecio ni ninguna de las emociones que no quiero ver.
—Sigues siendo mi hábito, Bella. No me pidas que te deje.
—Pero te doy asco —susurro obligándome a mantener un tono de voz calmado. No quiero echarme a llorar de nuevo delante de él.
—Siento asco de mí mismo —replica.
Dubitativo, me pone la mano en la nuca y me observa en busca de resistencia. No voy a resistirme. Nunca podría rechazarlo. Sé que mi expresión debe de ser tan difícil de interpretar como la suya, pero es porque no sé muy bien cómo me siento. Una parte de mí siente un gran alivio, pero hay una parte muy considerable que todavía se muere de vergüenza, y otra, la más grande, que empieza a darse cuenta de lo que Edward Masen supone para mí.
Un refugio.
Alguien con quien me encuentro a gusto.
Amor.
Me he enamorado. Este hombre tan hermoso me hace sentir mejor y más a salvo de lo que me he sentido nunca yo sola. Cuando no me está regañando o preguntándome si he olvidado mis modales, me colma de adoración. Incluso las cosas que me irritan de él me resultan reconfortantes de un modo absurdo. Estoy tan enamorada del falso caballero como del amante atento. Lo amo. Lo amo tal y como es.
Le tiemblan las comisuras de los labios pero es por los nervios. Hasta ahí llego.
—Odio pensar por lo que pasaste. Nunca deberías haber estado en semejante situación.
—Me puse yo solita en esa situación. Bebía para poder soportarlo, aunque el alcohol me dejara hecha una piltrafa. Charlie me mandó a casa en cuanto supo quién era en realidad, pero yo estaba empeñada en hacerlo. Fui una imbécil.
Parpadea despacio, intentando absorber la bomba de mi realidad. La historia de mi madre. Y la mía.
—Por favor, vuelve adentro.
Asiento débilmente y veo que él suspira de alivio. Me pasa un brazo por los hombros y me estrecha contra su pecho. Caminamos despacio y en silencio, de vuelta a su apartamento.
Me siento en el sofá y dejo mi bolso y los zapatos debajo de la mesa. Él va al mueble bar y se sirve un líquido oscuro en un vaso liso. Se lo bebe de un trago y a continuación se sirve otro. Agarra con fuerza los bordes del mueble, con la cabeza caída entre los hombros. Está demasiado callado. Resulta incómodo. Necesito saber qué pasa por esa cabecita tan compleja.
Después de un largo y difícil silencio, coge su bebida y se acerca a mi insignificante ser. Se sienta a la mesita de cristal, sobre la que deja y recoloca el vaso. Al cabo de un rato, suspira.
—Bella, no puedo disimular que esto me ha pillado completamente por sorpresa.
—Es verdad, se te nota.
—Eres tan… tan adorable, tan pura en el buen sentido. Eso me encanta de ti.
Frunzo el ceño.
—¿Porque así puedes tratarme como te da la gana?
—No, es sólo que…
—¿Qué, Edward? ¿Es sólo qué…?
—Eres diferente. Tu belleza empieza aquí. —Se inclina hacia mí y me pasa la palma de la mano por la mejilla. Me hipnotiza con su intensa mirada azul. Luego desciende por mi garganta en dirección a mi pecho—. Y llega hasta aquí. Muy adentro. Ilumina esos ojos de color zafiro, Isabella Taylor. Lo sé desde la primera vez que te vi. —Tengo un nudo de emociones en la garganta. Al decir lo de los ojos de color zafiro me han inundado recuerdos de mi abuelo—. Quiero que te entregues a mí por completo, Bella. Quiero ser tuyo. Tú eres mi perfección.
Me ha dejado de piedra, pero no digo nada. Que Edward diga que yo soy su perfección cuando él vive en un mundo absolutamente perfecto es… de locos.
Toma mis manos y me besa los nudillos.
—No me importa lo que sucediera hace años. —Arruga la frente y niega con la cabeza—. No, perdona. Sí me importa. Odio lo que hiciste. No entiendo por qué lo hiciste.
—Estaba pérdida —susurro—. Después de que mi madre desapareciera, mi abuelo lo cogió todo con pinzas. Combatió la tristeza de mi abuela durante años y disfrazó la pena que él mismo sentía. Luego murió. Durante todo ese tiempo mantuvo escondido el diario de mi madre. —Tomo aliento y continúo antes de que empiece a divagar o que Edward pierda la cabeza—: Mi madre escribió sobre todos esos hombres que la colmaban de regalos y atenciones. Pensé que tal vez yo también pudiera conseguirlo y, al mismo tiempo, encontrarla a ella.
—Tu abuela te quería.
—Mi abuela no estaba para nada ni para nadie cuando murió mi abuelo. Se pasaba las horas llorando y rezando en busca de respuestas. Ni siquiera se acordaba de que yo existía, de lo mal que lo estaba pasando.
Edward cierra los ojos, pero yo continúo a pesar de que le cuesta oírlo.
—Me marché y encontré a Charlie. Estaba loco por mí.
Edward aprieta los dientes.
—No tardó en atar cabos y en mandarme a casa, pero yo volví. Para entonces ya sabía cómo funcionaba aquello. Estaba más decidida que nunca a tratar de descubrir cualquier cosa sobre mi madre. Nunca lo conseguí. Sólo sentía vergüenza cuando dejaba que alguno de aquellos hombres me poseyera.
—Bella, por favor. —Suelta aire muy despacio, intentando calmarse.
—Charlie me llevó a casa y encontré a la abuela mucho peor que antes de marcharme. Estaba pasando por un infierno. Me sentí muy culpable y me di cuenta de que entonces me correspondía a mí cuidar de ella. Sólo nos teníamos la una a la otra. La abuela nunca ha sabido ni dónde estuve ni lo que hice, y no debe enterarse jamás.
Tengo los ojos llenos de lágrimas y a través de ellas veo unos enormes ojos azules con expresión estoica. Ya lo he dicho. No hay vuelta atrás.
Parece volver a la vida y me estrecha las manos entre las suyas.
—Prométeme que nunca más volverás a degradarte así. Te lo ruego.
No lo pienso dos veces.
—Te lo prometo.
Es la promesa más fácil que he hecho nunca. ¿Eso es todo lo que tiene que decir? No hay asco ni desprecio.
—Te lo prometo —repito—. Te lo prometo, te lo prometo, te lo pro…
Y no puedo decir nada más porque se me abalanza encima, me tumba de espaldas y me tapa la boca con sus besos hasta que, literalmente, veo las estrellas. Gime en mi cuello, me besa la mejilla y me mete la lengua en la boca. No me suelta.
—Te lo prometo —gimo—. Te lo prometo.
Forcejea con la camisa que llevo puesta y la abre de un tirón para tener acceso a mi cuerpo.
—Más te vale —me advierte muy serio deslizando los labios por mi cuello y hacia mi pecho.
Se lleva un pezón a la boca y chupa con fuerza. Arqueo la espalda y mis manos entran en acción. Aterrizan en sus hombros fuertes y le clavo las uñas. Luego siento sus dedos entre los muslos, me abre de piernas y su cabeza desciende. Me lleva al delirio con un lametón ardiente que da justo en el clavo, sube de nuevo por mi cuerpo y me hunde la lengua en la boca.
—Siempre a punto —musita.
—Dentro. Te quiero dentro de mí —le pido, desesperada porque borre de un plumazo la última hora de confesiones y angustia—. Por favor.
Gruñe y me besa con más fuerza.
—Preservativo.
—Ve a por uno.
—¡Mierda! —ruge poniéndonos de pie.
Me coge en brazos y me carga sobre su hombro. Camina veloz hacia el dormitorio y me deja en la cama. Se quita el bóxer, saca un condón y se lo pone a toda velocidad.
Me impaciento. Quiero que se dé prisa antes de que pierda la poca cordura que me queda.
—¡Edward! —jadeo acariciándole el abdomen.
Me tumba boca arriba, pone las manos a los lados de mi cabeza y desciende hasta quedar sobre mí. Está sin aliento, con el pelo alborotado cayéndole sobre la cara y los ojos hambrientos.
—Todo se reduce a esto…
Mueve las caderas y se adentra en mi interior con un gemido ahogado. Permanece en lo más hondo de mí mientras intenta normalizar el ritmo de su respiración. Grito.
—Al placer…
Se retira y vuelve a entrar al tiempo que exhala. Me arranca otro grito de satisfacción.
—A esta sensación…
Sale otra vez de mí y vuelve a embestirme.
—A nosotros…
Marca un ritmo meticuloso, estable, preciso y perfecto.
—Y así es como será siempre.
—Así es como quiero que sea —digo con un hilo de voz mientras el vaivén de mis caderas recibe a su cuerpo.
Su mirada sonríe y, al igual que el sol cuando se abre paso entre los nubarrones negros de tormenta de un día nublado en Londres, su boca también dibuja una sonrisa de dientes blancos y perfectamente alineados. Le brillan los ojos. Me acepta. Me acepta tal y como soy.
—Me alegro de que lo hayamos aclarado. Aunque tampoco tenías elección.
—No quiero tener elección.
—Sabes que tiene sentido.
Entonces se reclina sobre los antebrazos, se acerca y pega su frente a la mía, nariz con nariz, sin dejar de mover las caderas una y otra vez. Este ritmo es una delicia. Mis manos le acarician lentamente la espalda y tengo los pies en alto, las piernas abiertas y las rodillas flexionadas. Su camisa está hecha un gurruño y se me pega al cuerpo.
—Tengo un hábito fascinante —dice Edward mirándome fijamente.
—Yo también.
—Es la mujer más bonita del mundo.
—El mío es difícil de entender —jadeo y levanto la cabeza para atrapar sus labios—. Va disfrazado.
—¿Disfrazado? —me pregunta con nuestras lenguas entrelazadas.
—Va disfrazado de caballero.
Se atraganta, sorprendido.
—Si no estuviera disfrutando tanto, te daría tu merecido por atrevida. Soy un caballero. —Se inclina hacia adelante y me muerde el labio—. ¡Joder!
—¡Los caballeros no dicen tacos! —exclamo rodeándole la cintura con las piernas y estrechándolo con fuerza, mis pies contra su trasero duro como una piedra.
—¡Joder!
—¡Dios, más rápido!
Le clavo las uñas en el cuello y lo beso con más fuerza.
—Saborea —protesta—. Voy a disfrutarte despacio.
Es posible que me esté disfrutando despacio, pero yo estoy perdiendo la cabeza deprisa. Su autocontrol escapa a mi comprensión. ¿Cómo lo hace?
—Tú también quieres ir más rápido —lo provoco tirándole de los mechones despeinados.
—Te equivocas. —Aparta la cabeza y le suelto el pelo—. No tenía prisa antes y tampoco la tengo ahora.
El brusco recordatorio de lo acontecido antes de este momento perfecto pone fin a mi táctica.
—Gracias por seguir conmigo —susurro.
—No me lo agradezcas a mí. No podría ser de ninguna otra manera.
Sale de repente y me da la vuelta. Echa mis caderas hacia adelante antes de deslizarse de nuevo dentro de mí. Hundo la cara en la almohada y muerdo el algodón mientras él continúa con la lenta y exquisita tortura, dentro y fuera. Me está destrozando los sentidos y mi cuerpo empieza a prepararse para el gran momento, un poco más cerca con cada embestida.
Cambia otra vez de postura. Me tumba boca arriba y se coloca mis piernas sobre los hombros. Está otra vez dentro, muy dentro de mí.
Está sudando, y sus ondas son una deliciosa maraña de humedad. Le brilla la barba.
—Me encanta cómo se mueve tu cuerpo.
Me permito mirar un instante su pecho, cuyos músculos se tensan con cada movimiento. Estoy a punto de explotar pero intento controlarme para poder disfrutarlo un poco más. Nuestras miradas se encuentran de nuevo y me derrito cuando me bendice con otra de sus increíbles sonrisas.
—Bella, te garantizo que no tienes unas vistas ni la mitad de bellas que las mías.
—En realidad te equivocas —jadeo muy seria mientras lo voy acariciando.
Es tan perfecto que casi me sangran los ojos de mirarlo.
—Es bueno que haya diversidad de opiniones, mi niña. —Mueve las caderas sabiendo lo que hace, y me resulta imposible discutir con él—. ¿Bien?
—¡Sí!
—Estoy de acuerdo. —Deja caer un hombro y mi pierna se desliza en su brazo para que pueda inclinar el torso—. Pon las manos sobre la cabeza.
—Quiero tocarte —protesto. Tengo las manos muy largas y se están dando un atracón de Edward.
—Ponte las manos sobre la cabeza, Bella. —Enfatiza su orden con una embestida potente que me obliga a echar la cabeza y las manos atrás.
A continuación se apoya en los codos, con las palmas de las manos bajo mis brazos, y me acaricia al ritmo que marcan sus caderas, su mirada azul salvaje de pasión.
—¿Estás bien, Bella?
Asiento, niego con la cabeza y luego vuelvo a asentir.
—¡Edward!
Con un gruñido acelera el ritmo.
—Bella, te voy a volver loca de placer a diario, así que ya puedes comenzar a aprender a controlarte.
Me tiembla la cabeza y mi cuerpo soporta un ataque incesante de placer. Empieza a ser demasiado.
—Por favor… —suplico mirándolo a los ojos triunfantes. Le encanta volverme loca. Vive para eso—. Lo estás haciendo a propósito.
Me suelta la otra pierna y me aprisiona con su cuerpo. No puedo resistirme, ni moverme, ni temblar. No puedo aguantar más. Voy a desmayarme.
—Por supuesto —asiente—. Si vieras lo mismo que yo, también intentarías alargarlo todo lo posible.
—¡No me tortures! —gimo levantando las caderas.
Me besa.
—No te estoy torturando, Bella. Te estoy enseñando cómo tiene que ser.
—Me estás volviendo loca —jadeo.
No necesito que me lo enseñe. Ya me lo ha enseñado todas las veces que me ha mostrado su devoción.
—Es la vista más maravillosa del mundo. —Me muerde el labio—. ¿Te gustaría correrte?
Asiento y lo cojo de los hombros. No me lo impide. Mis manos resbalan y lo beso hasta dejarlo seco. Mi lengua es insaciable y me lleva más y más alto…, hasta que sucede. Se sacude con un grito y yo gimo mientras mi cuerpo se arquea violentamente. Los dos empezamos a temblar y a estremecernos sin remedio. Estoy llena, saciada, y en cuanto dejo de sentir espasmos tengo el cuerpo totalmente relajado. No puedo moverme. No puedo hablar. No veo nada. Sigue estremeciéndose conmigo y sus caderas todavía se mueven en firmes círculos.
—¿Prefieres las buenas o las malas noticias? —exhala en mi cuello, pero soy incapaz de responderle.
Estoy sin aliento. No puedo pensar e intento encogerme de hombros, pero sólo me sale algo parecido a un espasmo.
—Empezaremos por las malas —dice cuando es obvio que no va a obtener respuesta—. La mala noticia es que no puedo moverme, Bella.
Si me quedaran fuerzas, sonreiría, pero no soy más que un montón de terminaciones nerviosas palpitantes. Así que gimo a modo de respuesta e intento darle un achuchón. Muy flojito.
—La buena noticia es —jadea— que no tenemos que ir a ninguna parte, así que podemos quedarnos así para siempre. ¿Peso mucho?
Pesa mucho, pero no tengo ni fuerzas ni ganas de decírselo. Se encuentra encima de mí, cubriendo cada centímetro de mi cuerpo. Nuestras pieles están pegadas. Vuelvo a gemir y se me cierran los ojos de cansancio.
—¿Bella? —susurra muy bajito.
Gimo.
—Pese al pasado, sigues siendo mi niña. Nada cambiará eso.
Abro los ojos y reúno fuerzas para responderle.
—Soy una mujer, Edward.
Necesito que se dé cuenta de que no soy una niña. Soy una mujer, tengo necesidades, y una de esas necesidades —la más acuciante de todas— es Edward Masen.
|