Tengo el cerebro hecho papilla, y en mi oscuridad me pregunto en qué año estamos. Ha pasado mucho tiempo, pero sé cómo me voy a sentir en cuanto abra los ojos. Tengo la boca seca, el cuerpo de goma y los latidos sordos en mi cabeza se van a transformar en un golpeteo incesante cuando me incorpore de la almohada.
Lo mejor que puedo hacer es seguir durmiendo. Me pongo de lado en busca de un sitio fresco, me hundo en la almohada y suspiro de felicidad por lo cómoda que es esta postura. Entonces oigo un tarareo suave, hipnótico e inconfundible.
Edward.
No pego un brinco porque mi cuerpo no me lo permite, pero abro los ojos y me encuentro una sonriente mirada azul. Frunzo el ceño y le miro la boca. Sí, está sonriendo, y es como la luz del sol en un día gris, disipa las nubes y hace que todo sea perfecto. Luminoso. Real. Pero ¿por qué está tan contento y cómo he llegado yo aquí?
—¿Qué he hecho que sea tan divertido? —digo con voz ronca. Tengo la garganta de papel de lija.
—No has hecho nada divertido.
—Entonces ¿por qué sonríes así?
—Porque me hiciste prometértelo —dice dándome un besito juguetón en la punta de la nariz—. Si te hago una promesa, Bella, la cumplo.
Me acerca a su lado de la cama y me da «lo que más le gusta». Me abraza con fuerza y hunde la cara en mi cuello.
—Porque nunca me conformaría con menos que con adorarte. Siempre — susurra—. Nunca seré una noche de borrachera, Bella. Te acordarás de cada una de las veces que hayas sido mía. Cada instante quedará grabado en esta mente tuya para siempre.
Me besa en el cuello con dulzura y me estrecha un poco más fuerte.
—Cada beso, cada caricia, cada palabra. Porque así es como es para mí.
El aliento se me queda atrapado en la garganta. Sus palabras me llenan de pura felicidad que resplandece pese a lo mareada que estoy. Pero frunzo el ceño. Es como si lo que ha dicho formara parte de una conversación secreta que yo me he perdido.
—Menos mal que cumplo mis promesas. —Emerge de mi cuello y estudia mi cara con detenimiento—. Anoche me decepcionaste.
Su tono acusatorio resucita un recuerdo borroso… y otro hombre… y grandes cantidades de alcohol.
—Fue culpa tuya —replico con calma.
Ahora es él quien frunce el ceño, sorprendido.
—No recuerdo haberte pedido que dejaras que otro hombre te besara.
—Yo no lo dejé, y tampoco recuerdo haber accedido a que me trajeras aquí.
—No espero que recuerdes gran cosa. —Me muerde la nariz—. Me vomitaste encima, vomitaste en mi nuevo club y te caíste, más de una vez. Tuve que parar el coche en dos ocasiones para que pudieras devolver y, aun así, te las apañaste para hacerlo en mi Mercedes.
Me besa la nariz mientras yo me concentro en componer una mueca de horror. Qué vergüenza.
—Luego decoraste el vestíbulo del edificio con más vómito, y también el suelo de mi cocina.
—Lo siento —susurro.
Seguro que le dio un ataque, con lo requetelimpio que es.
—Te perdono.
Se sienta y me coloca en su regazo.
—Mi niña dulce y pura anoche se transformó en la niña de El exorcista.
Otro recuerdo.
«Mi Bella».
—Culpa tuya —repito porque sé que no tengo otra defensa, excepto admitir que fue culpa mía, y en parte lo es.
—Porque tú lo digas.
Se levanta y me pone de pie, aunque mis piernas ahora mismo no responden.
—¿Prefieres las buenas o las malas noticias?
Intento enfocarlo, enfadada porque mi visión borrosa posborrachera no me permite disfrutar de él.
—No lo sé.
—Empezaremos por las malas. —Me recoge el pelo y me lo peina en la espalda—. Sólo llevabas un vestido y lo cubriste de vómito, así que ahora no tienes ropa.
Me miro y descubro que estoy desnuda. Ni siquiera llevo bragas, y no creo que también vomitara en ellas.
—Eran muy bonitas, pero te prefiero desnuda.
Me mira como si me entendiera.
—Has lavado mi ropa, ¿verdad?
—Sí. Tus encantadoras braguitas nuevas están en el cajón. Sin embargo, el vestido estaba muy sucio y he tenido que ponerlo en remojo.
—¿Y las buenas noticias? —pregunto avergonzada por lo que ha dicho de mi ropa interior nueva y porque me haya recordado la vomitera de anoche.
—La buena noticia es que no vas a necesitar ropa porque hoy somos brócolis.
—¿Perdón? ¿Qué somos brócolis?
—Sí, vegetales.
Sonrío divertida.
—¿Vamos a vegetar como el brócoli?
—No, no has entendido nada. —Niega con la cabeza—. Vamos a espatarrarnos como el brócoli.
—¿Somos vegetales?
—Sí —suspira exasperado—. Vamos a vegetar todo el día, por eso somos brócolis.
—Yo quiero ser una zanahoria.
—No puedes ser una zanahoria.
—O un nabo. ¿Qué te parece un nabo?
—Bella… —me advierte.
—No, olvídalo. Definitivamente quiero ser una col de Bruselas.
Niega con la cabeza en señal de desaprobación.
—Vamos a hacer el vago todo el día.
—Yo quiero vegetar. —Sonrío, pero no cede ni un milímetro—. Vale, me espatarraré como el brócoli contigo. —Me rindo—. Seré lo que tú quieras.
—¿Qué tal un poco menos irritante?
Tengo una resaca de campeonato y sigo algo confusa sobre cómo he llegado aquí, pero me ha sonreído y me ha dicho cosas bonitas y ahora quiere pasar el día conmigo. Ya no me importa si sonríe o no, ni que no me siga la corriente cuando me da por jugar con él. Es demasiado serio y no veo ni rastro de sentido del humor y, a pesar de su forma de ser tan cortante, me resulta tremendamente cautivador. No puedo estar sin él. Es fascinante y adictivo, y cuando mira el reloj me acuerdo de otra cosa…
«Creo que sabes que te quiero conmigo mucho más que cuatro horas».
Me quedo petrificada. ¿Cuánto más? ¿Volverá a las andadas? Otra imagen emerge entonces en mi mente confusa… La de unos labios rojo cereza y una cara horrorizada. Es bonita, bien conservada y con clase. Posee todo lo necesario para atraer a un hombre como Edward.
—¿Te encuentras bien? —Su tono de preocupación me saca de mi ensimismamiento.
Asiento.
—Perdona que devolviera por todas partes. —Lo digo de corazón, y pienso que una mujer como la socia de Edward no haría algo tan asqueroso.
—Ya te he perdonado. —Me coge de la nuca y me lleva al cuarto de baño—. Anoche intenté lavarte los dientes, pero no había forma de que te estuvieras quieta.
Menos mal que no recuerdo ni la mitad de lo que pasó anoche. Lo poco que recuerdo no me gusta un pelo; para empezar, el hecho de haber pillado a Gregory y a Ben…
—Tengo que llamar a Gregory.
—No. —Me pasa un cepillo de dientes—. Sabe dónde estás y que estás bien.
—¿Se ha fiado de ti? —pregunto sorprendida al recordar su tenso intercambio de palabras.
—No veo por qué tengo que darle explicaciones al hombre que te animó a comportarte como una descerebrada.
Echa pasta de dientes en mi cepillo y luego la guarda en el armario de espejo gigante que cuelga sobre el lavabo.
—Pero se las he dado a tu abuela.
—¿Has llamado a mi abuela? —inquiero.
¿Qué quiere decir con que le ha dado explicaciones? ¿Le ha explicado por qué es tan voluble, que está jugando con mi corazón y con mi cordura?
—Sí.
Coge mi mano y me la lleva a la boca para que me cepille los dientes.
—Hemos tenido una charla muy agradable.
Me meto el cepillo en la boca y lo muevo en círculos para no hacerle más preguntas sobre la conversación, pero es obvio que mi cara refleja que me muero de curiosidad por saber de qué han hablado.
—Me ha preguntado si estaba casado.
Abro unos ojos como platos.
—Y, tras aclarar ese punto, me ha contado un par de cosas.
Dejo de mover el cepillo. ¿Qué le habrá contado mi abuela?
—¿Qué te ha dicho? —Esa pregunta, para la que preferiría no recibir respuesta, se las ha apañado para salir de mi boca llena de pasta de dientes.
—Ha mencionado a tu madre y le he dicho que eso ya me lo habías contado. —Me observa y me tenso: me siento expuesta—. Luego me ha dicho que desapareciste durante una temporada.
El corazón me late en el pecho, nervioso e inquieto. Estoy cabreada. Mi abuela no tiene por qué contarle mi vida a nadie, y menos aún a un hombre al que sólo ha visto un par de veces. Es mi vida, me corresponde a mí hablar de ella, y sólo si quiero hacerlo. Y no quiero. Esa parte no quiero explicársela a nadie, nunca. Escupo la pasta de dientes y me enjuago la boca para intentar escapar de su mirada inquisitiva.
—¿Adónde vas? —pregunta al verme salir del baño—. Bella, espera un momento.
—¿Dónde está mi ropa?
No me molesto en esperar a que me responda. Voy directamente a los cajones, me arrodillo y abro el de abajo, en el que encuentro mi bolso de mano, mis bragas y mis zapatos.
Me alcanza y cierra el cajón con el pie. Me levanta. Mantengo la cabeza gacha. El pelo me tapa la cara, es el escondite perfecto hasta que me lo aparta y me levanta la barbilla. Ahí está de nuevo esa mirada inquisitiva.
—¿Por qué te escondes de mí?
No digo nada porque no tengo respuesta. Me mira preocupado y con pena, y lo odio. Al mencionar a mi madre y mi desaparición, todo lo que pasó anoche me ha venido a la memoria. Todos los detalles, cada copa, cada gesto… Todo.
Cuando comprende que no voy a contestarle, me coge en brazos y me lleva a la cama. Me deposita en ella con gentileza y se quita el bóxer.
—Nunca te obligaría a hacer nada que no quisieras hacer, Bella.
Me besa la cadera, y el lento movimiento de su boca sobre mi piel ahuyenta todos mis pesares.
—Tienes que entenderlo. No voy a irme a ninguna parte, y tú tampoco.
Está intentando infundirme seguridad, pero ya le he contado bastante.
Cierro los ojos y dejo que me lleve a ese maravilloso lugar en el que la angustia, la tortura y el pasado no existen. El reino de Edward.
Siento cómo sus labios ascienden por mi cuerpo, dejando tras de sí una senda ardiente.
—Necesito darme una ducha —suplico.
No quiero que pare, pero tampoco me gusta la idea de que adore mi cuerpo resacoso.
—Te duché anoche, Bella.
Llega a mi boca y les dedica un momento a mis labios antes de mirarme otra vez.
—Te lavé, le devolví a tu cara la belleza que amo y disfruté con cada momento.
Se me corta la respiración al oír «la belleza que amo», y me da muchísima rabia habérmelo perdido. Cuidó de mí a pesar de mi horrible comportamiento de anoche.
Me acaricia el cabello y veo que las mechas lisas y sedosas han desaparecido, y mis rizos indomables han vuelto a su sitio. Se lleva mi pelo a la cara y aspira hondo. Luego me coge la mano y me muestra mis uñas sin esmalte rojo.
—Una belleza pura y virginal.
—¿Me secaste el pelo y me quitaste el esmalte de uñas? ¿Tienes quitaesmalte en casa?
Sonríe.
—Paré en un veinticuatro horas.
Se pone de rodillas y se estira hacia la mesilla de noche para coger un condón.
—Necesitábamos comprar más de éstos.
El hecho de pensar en Edward buscando quitaesmalte por los pasillos de una tienda me hace sonreír.
—¿Quitaesmalte y condones?
Sin embargo, es evidente que a él no le hace tanta gracia como a mí.
—¿Nos ponemos? —pregunta rasgando el envoltorio con los dientes.
—Por favor —suspiro, y me da igual si ha sonado a súplica. Ya no tenemos un límite de tiempo, no hay prisa, pero lo deseo con desesperación.
Se agarra el miembro duro con una mano y se pone el condón con la otra. Luego me tumba boca abajo y cubre mi cuerpo con el suyo.
—Por detrás —susurra apartando mi pierna y abriéndome a él—. ¿Estás cómoda?
—Sí.
—¿Contenta?
—Sí.
—¿Cómo te hago sentir, Bella?
Desciende por mi espalda, me da un mordisco en el trasero y lo masajea mientas lo lame y lo mordisquea.
—Dímelo.
—Viva. —La palabra sale deprisa y estiro el cuello cuando vuelve a ascender por mi cuerpo y se hunde en mí sin hacer el menor ruido. Entonces, grito—: ¡Edward!
—Shhh, deja que te saboree.
Me tapa la boca a besos sin mover el resto del cuerpo. Apoyo la mejilla en la almohada para atrapar sus labios, con más fuerza de la necesaria.
—Saboréalo, Bella. Sin prisas. —Reduce la velocidad y su ritmo sosegado calma mi frenética boca—. ¿Lo ves? Despacio.
—Te deseo. —Pongo el culo en pompa, impaciente—. Edward, por favor, te deseo.
—Y me tendrás. —Se retira, embiste y reprime un gemido contra mi boca—. Dime qué quieres, Bella. Lo que sea.
—Más rápido. —Le muerdo el labio.
Sé que es más fiero de lo que parece. Siempre insiste en hacerlo despacio, pero quiero sentir todo lo que tiene para darme. Quiero ver sus cambios de humor y su arrogancia cuando me hace suya. Me empuja al borde del abismo, me vuelve loca de deseo y él siempre mantiene la cabeza fría, no pierde el control.
—Ya te lo he dicho. Me gusta tomarme mi tiempo contigo.
—¿Por qué?
—Porque te mereces que te venere.
Sale de mí, se sienta sobre los talones, me coge de las caderas y me levanta.
—¿Quieres una penetración más profunda?
Estoy de rodillas, todavía de espaldas a él.
—Vamos a ver si así podemos darte el gusto.
Vuelvo la cabeza. Está erguido, mirando hacia abajo. Sus abdominales perfectos y su torso musculoso me tienen jadeante.
—Levanta y acércate así como estás.
Me coge por la cadera y me guía hacia él hasta que estoy de rodillas, montada sobre su regazo.
—Ahora baja despacio.
Cierro los ojos y me hundo en él. Gimo de placer cuando me empala. Se adentra en mí más y más con cada milímetro de mi descenso hasta que tengo que doblarme sobre las rodillas para poder respirar.
—Demasiado profunda —jadeo—. Es demasiado profunda.
—¿Duele?
Desliza las manos por mi vientre y toma con ellas mis senos.
—Un poco.
—Tómate tu tiempo, Bella. Dale tiempo a tu cuerpo para que me acepte.
—Si ya te acepta —protesto.
«Todo mi ser te acepta. Mi cuerpo, mi mente, mi corazón…»
—Tenemos todo el tiempo del mundo. No tengas prisa.
Me acaricia los pezones y me muerde en el hombro. Empiezan a temblarme las piernas y mis músculos se niegan a mantener la posición, así que me doblo hacia adelante un poco más. Contengo la respiración y mi cabeza se deja caer hacia atrás encima de su hombro. Una de sus manos abandona mi pecho, se cierra sobre mi garganta y me endereza.
—¿Cómo consigues estar tan quieto? —consigo decir en varias exhalaciones.
Quiero relajar las piernas y metérmela hasta el fondo, pero me da miedo que me duela.
—No quiero hacerte daño.
Me acerca la cara a la mejilla y la muerde antes de besarla con dulzura.
—No te creas que no me cuesta. ¿Un poco más?
Asiento y me dejo caer otro poco.
—¡Dios! —Aprieto los dientes.
El persistente dolor punzante me nubla la mente. Escondo la cara en su cuello.
—Si pasamos de aquí, llegaremos a un nuevo mundo de placer.
—¿Por qué duele tanto?
—No quiero parecer arrogante pero… —Jadea y empieza a temblar—. Joder, Bella.
—¡Edward! —Contengo la respiración y relajo los músculos de las piernas. Caigo doblada en su regazo con un grito de sorpresa—. ¡Mierda!
—¿Estás bien? Por Dios, Bella, dime que estás bien.
Estoy sudando y sigo temblando a pesar de que estoy relajada. No puedo controlarlo.
—Estoy bien. —Me hundo un poco más en su cuello.
—¿Te estoy haciendo daño?
—Sí… ¡No! —Saco la cara de su cuello y me toco el pelo con desesperación —. Dame un momento.
—¿Cuánto es un momento?
Aprieto los dientes y me levanto ligeramente, sólo unos milímetros, antes de dejarme caer de un modo menos controlado de lo que había planeado. Él ruge y yo grito.
—¡Edward, no puedo!
Me siento totalmente derrotada por la increíble combinación de dolor y placer. Quiero hacerme con la sensación de plenitud de mi entrepierna y llevarla al siguiente nivel, pero mis piernas carecen de la fuerza necesaria para conducirme hasta allí.
—No puedo hacerlo. —Me derrumbo contra su pecho con los brazos caídos. Me he quedado sin aliento sin haber hecho realmente nada.
—Calla —intenta calmarme—. ¿Quieres que lo haga yo?
—Por favor. —Me siento débil, como una inútil.
—Creo que no me he esmerado lo suficiente en acostumbrarte a mí, Isabella Taylor —dice, y hace girar su cadera lenta pero firmemente contra mi culo. La penetración sigue siendo profunda, pero no provoca las punzadas que antes me causaban tanto malestar.
Es delicioso.
—¿Mejor? —pregunta con las manos en mis caderas.
Asiento con un suspiro y dejo que nos mantenga pegados, conectados, mientras mueve la pelvis en círculos una y otra vez.
—¿Qué tal?
—Perfecto —jadeo.
—¿Puedes levantarte un poco?
Sin decir nada, me elevo unos centímetros y siento cómo se desliza por mi interior.
—Tienes mucha paciencia conmigo —susurro preguntándome si ha sido igual de atento con todas las mujeres con las que se ha acostado.
—Tú me haces apreciar el sexo, Bella.
Siento que se levanta un poco y sus manos se deslizan de mis caderas a mis pechos, luego a mis hombros y por mis brazos. Me sujeta las manos. Entrelazamos los dedos, alza mis miembros laxos por detrás de su cabeza y los mantiene allí. Empuja con cuidado, se echa atrás y vuelve a la carga.
—Quiero saborearte.
Vuelvo la cara y encuentro su mirada. Hacía rato que no veía esos ojazos.
—Gracias. —No sé por qué he dicho eso, pero siento la necesidad de expresar en voz alta mi gratitud.
—¿Por qué me das las gracias?
La curiosidad le ilumina la cara mientras mantiene el rítmico vaivén de su cuerpo dentro del mío. Es divino. La ternura ha dado paso a un placer puro y hermoso.
—No lo sé —admito con sinceridad.
—Yo sí. —Suena seguro de sí mismo, y acompaña sus palabras con un beso lento y firme, exigente pero generoso—. Porque nunca te has sentido así.
Sus caderas se hunden y rotan en un ángulo preciso y exquisito y extraen de lo más profundo de mí ser un gemido grave rebosante de placer.
—Y yo tampoco. —Me besa brevemente—. Así que yo también te doy las gracias.
Empiezo a temblar.
—¡Ay, Dios! —Parezco asustada, desesperada.
—Deja las manos donde están —me ordena con ternura, y permite que las suyas descansen sobre mis pechos. Los masajea y con los pulgares traza círculos en las puntas de mis pezones que me llevan más allá del placer.
Estoy perdiendo el control de mis músculos, mi cuerpo se rinde entre espasmos. Gimo, y me acerco a su cara para localizar sus labios.
—Quiero saborearte. —Repito sus palabras y hundo la lengua en su boca. Acaricio, me retiro y vuelvo a entrar mientras él tortura mi cuerpo con su ritmo delicado, tan atento y meticuloso.
—¿Mi boca sabe tan bien como la tuya? —me pregunta.
—Mejor.
—Lo dudo mucho —afirma—. Necesito que te concentres, Bella.
Gime y separa nuestras bocas. Tiene el pelo empapado de sudor y le caen goterones por la cara.
—Voy a bajarte para que podamos terminar los dos, ¿de acuerdo?
Asiento y me besa. Retira mis manos de su cuello y me empuja levemente hacia abajo hasta que estoy a cuatro patas.
—¿Estás cómoda?
—Sí.
Cambio los brazos de postura. No me siento ni vulnerable ni incómoda. Estoy relajada. Se recoloca, separa las piernas y me coge por las caderas. Mi mente, que se encuentra en el cielo, sube un poco más por las nubes. Respiro hondo y él se retira sin prisa. Luego vuelve a la carga, con decisión.
—¡Dios!
Una mano abandona mi cadera y con los dedos recorre mi espina dorsal en un ardiente tamborileo.
—Joder, Bella, eres pura perfección.
Mis piernas ya no tienen que soportar el peso de mi cuerpo, pero ahora lo que me tiemblan son los brazos.
—Edward.
Me resisto a desplomarme e intento frenar los espasmos incontrolables.
Maldice y empuja, luego me agarra por el estómago y busca hasta que sus dedos se sumergen en mi carne palpitante. Grito, dejo caer la cabeza, mi pelo dibuja un abanico en las sábanas.
—Necesitas ayuda —dice con voz grave, como la arena—. Deja que suceda.
Desliza los dedos arriba y abajo por mi clítoris mientras sus caderas avanzan y retroceden y su mano libre sujeta con firmeza y ternura mi pecho. Tengo los sentidos desbordados, indefensa ante lo que mi cuerpo se esfuerza en alcanzar.
Una explosión.
La paz.
Llega muy deprisa. Mi cuello vuela hacia atrás con un grito ahogado y mis brazos ceden exhaustos.
—¡Ay, Dios! —exclama tirando de mí y penetrándome hasta el fondo. Suspira y nos mantiene conectados mientras se extinguen los restos de nuestro placer y murmura palabras ininteligibles.
No creo que haya terminado. Mi mente está en un coma de placer y no puedo pensar. Mi cuerpo está repleto. Es por la mañana. No voy a poder sobrevivir todo el día con la resistencia que tiene. Lo dejo que termine de moverse en mi interior, jadeante, e intento recuperar el aliento.
—Ven aquí, mi niña —susurra abrazándome con impaciencia.
—No puedo moverme —jadeo laxa.
—Sí, por mí vas a moverte.
No me deja en paz. Se impacienta aún más y levanta mi cuerpo y lo vuelve para tenerme de frente. Permito que me alce y me monte a horcajadas sobre él. Ladea la cabeza y recorre mi cuerpo con la mirada. Me acaricia los costados.
—Durante toda la noche me moría por tocarte.
—Podrías haberme metido mano.
—No. —Niega con la cabeza—. No me has entendido bien.
—¿Por? —No pierdo la oportunidad de acariciarle el pelo y de retorcer un mechón entre mis dedos.
—Quería acariciarte, no sobarte. —Me mira y frunzo el ceño.
No veo la diferencia.
—Cuando te toco siento un placer indescriptible, Bella. —Me besa entre los pechos—. Pero cuando te acaricio, acaricio tu alma. Eso va mucho más allá del placer.
Parpadea despacio y me mira a los ojos de nuevo. Descubro que no lo hace a propósito. Los movimientos lentos son parte de este hombre disfrazado de caballero. Él es así.
—Es como si sucediera algo muy poderoso —susurra—. Y el placer de hacerte el amor es un pequeño extra.
—Sigo asustada —admito. Y aún me estoy asustando más con las cosas que me está diciendo.
—Yo también te tengo un poco de miedo.
Separa con la mano nuestros pechos y traza círculos apenas imperceptibles alrededor de mi pezón.
Bajo la mirada y observo sus movimientos.
—No tengo miedo de ti, sino de lo que me haces.
—Te hago sentir como nadie, igual que tú a mí. Te llevo a lugares llenos de placer que ninguno de los dos podría imaginar, a lugares a los que tú me has llevado.
Me coge un pecho entre los dientes y roza la punta del pezón. Echo la cabeza atrás y me quedo sin aire.
—Eso es lo que puedo hacerte, Isabella Taylor, y eso es lo que me haces tú a mí.
—Ya lo has hecho. —No reconozco mi propia voz, cargada de lujuria y de deseo.
De repente se mueve, me coge en brazos y me tumba boca arriba sobre el colchón. Me cubre con su cuerpo y mis brazos le rodean el cuello. Alzo la vista, pero hay tanto de maravilloso en él que mi mirada no sabe dónde posarse. El pelo húmedo le cae sobre la cara, la sombra le cubre la mandíbula, pero es el brillo de sus ojos lo que me cautiva. Siempre que me mira, me hipnotiza, me deja indefensa. Soy suya.
—Estás preciosa en mi cama —afirma—. Hecha un desastre, pero bueno.
—¿Estoy hecha un desastre? —pregunto dolida, pensando que debería haber dejado que me duchara, tal y como yo quería.
—No, no me has entendido. —Frunce el ceño frustrado porque he malinterpretado sus palabras, pero las he oído perfectamente—. Mi cama es la que está hecha un desastre. Tú estás preciosa.
Mis labios esbozan una sonrisa en cuanto comprendo su contrariedad. Apuesto a que duerme quieto como un muerto, con las sábanas perfectamente dobladas a la altura de la cintura. Yo me muevo mucho durante la noche, lo sé por cómo está mi cama por las mañanas… Más o menos como la de Edward en este momento.
—¿Quieres que te haga la cama? —pregunto, aunque en el fondo espero que me diga que no.
Para ser sincera, me da miedo sólo de pensarlo. He visto la precisión con la que estira la colcha y coloca los almohadones de seda en el centro. Creo que guarda una regla en el cajón de la mesilla de noche para asegurarse de que las sábanas están a la misma distancia de la cabecera a ambos lados de la cama y de los almohadones.
Sabe que lo digo de broma, pese a que consigo no reírme. Su mirada pensativa me lo confirma.
—Como prefieras.
Besa mi cara de sorpresa y se levanta desnudo de la cama. Se queda de pie y se quita el condón antes de ir al cuarto de baño para tirarlo.
¿Para qué habré abierto la boca? Nunca haré la cama tan bien como él. Me siento en el borde y observo las sábanas revueltas. ¿Por dónde empiezo? Por las almohadas. Debería empezar por las almohadas. Cojo uno de los mullidos rectángulos y lo arreglo con esmero. Luego coloco otro junto a él y los dos que quedan encima. Aliso las sábanas con la palma de la mano. Satisfecha con el resultado, cojo dos esquinas de la colcha, levanto los brazos y consigo que vuele por los aires y aterrice perfectamente centrada en la cama. Estoy muy contenta con mi trabajo. Está correcto, pero no sé si lo bastante perfecto. Rodeo la cama, tiro de las esquinas y aliso las arrugas con las manos. Luego deposito los cojines sobre el arcón que hay a los pies, intentando recordar la posición exacta en la que se encontraban la última vez que estuve aquí.
Cuando he terminado, sonrío triunfante y doy un paso atrás para admirar mi obra. Es imposible que le ponga pegas. Ha quedado espectacular.
—¿Satisfecha?
Vuelvo mi cuerpo desnudo. Ahí está Edward, con los brazos cruzados, apoyado en el marco de la puerta del cuarto de baño.
—Creo que me ha quedado muy bien.
Le echa un vistazo a la cama, se separa del marco de la puerta y se acerca despacio, pensativo. A él no le parece que haya quedado tan bien. Quiere empezar de cero, y mi lado infantil está deseando que lo haga para poder burlarme de él a gusto.
—Te mueres de ganas de deshacerla y hacerla otra vez, ¿a que sí? —pregunto con los brazos cruzados, imitándolo.
Se encoge de hombros sin darle importancia y finge descaradamente que le parece bien.
—No está mal.
Sonrío.
—Está perfecta.
Sonríe y se marcha. Yo me quedo admirando su cama.
—Bella, dista mucho de estar perfecta.
Desaparece en el vestidor y lo sigo. Descubro a Edward poniéndose un bóxer negro.
Es difícil hablar con estas vistas.
—¿Por qué tienes que tenerlo todo en perfecto estado de revista? —Mi pregunta interrumpe sus movimientos fluidos.
No me mira, sino que se ajusta el elástico del bóxer en las caderas.
—Valoro lo que poseo —responde cortante y de mala gana. No me va a decir nada más al respecto—. ¿Desayunamos?
—No tengo nada que ponerme —le recuerdo.
Se toma su tiempo para examinar mi desnudez con los ojos brillantes.
—Yo te veo muy bien.
—Estoy desnuda.
Permanece impasible.
—Sí, y ya te he dicho que te veo muy bien.
A continuación se pone unos pantalones cortos negros y una camiseta gris, y no sé qué tiene este momento pero me pregunto si Edward Masen ha salido alguna vez de casa con algo que no sea un traje de tres piezas.
—Me sentiría mucho mejor si pudiera ponerme algo encima —replico en voz baja, enfadada conmigo misma por mi tono tímido e inseguro.
Se alisa la camiseta y me mira con atención. Cambio de postura, incómoda, porque él está vestido y yo no.
—Como prefieras —refunfuña, y corro a buscar algo que ponerme.
Rebusco entre las hileras de camisas y me impaciento porque sólo hay camisas de vestir. Cojo la manga de una de color azul y la descuelgo de un tirón, exasperada.
—Bella, ¿qué haces? —masculla mientras meto los brazos por las mangas de la camisa.
—Me tapo —replico, y aminoro la velocidad al comprobar que me mira horrorizado.
Exhala para calmarse, se me acerca y me quita la camisa.
—No con una camisa de quinientas libras.
Vuelvo a estar desnuda, mirando cómo inspecciona la prenda y trata de quitar pelusas imaginarias de la pechera. Intenta disimular lo mucho que le molesta no conseguir hacer desaparecer una arruga minúscula que le he hecho. No puedo echarme a reír. Está muy disgustado, cosa que es preocupante.
Pasa un buen rato en el que Edward batalla con la camisa y yo lo observo atónita. La sacude, le da tirones, la abotona y finalmente la echa al cesto de la ropa sucia.
—Ahora hay que lavarla —murmura yendo hacia un cajón y abriéndolo de un tirón.
Saca un montón de camisetas y las coloca sobre el mueble que hay en el centro del vestidor. Luego las va cogiendo una a una y empieza a formar otra pila al lado. Cuando ha terminado, coge la última camiseta y me la da. A continuación vuelve a guardar pulcramente la pila en el cajón.
No podría tenerme más fascinada. Hace tiempo que sé que no es simplemente un chico muy ordenado. Edward Masen padece un trastorno obsesivo-compulsivo.
—¿Te la vas a poner o qué? —inquiere molesto.
No digo ni pío. No sé qué decir. Me pongo la camiseta y me cubro el cuerpo con ella pensando que vive su vida con precisión militar y que es posible que mi presencia lo haya descolocado por completo. No obstante, sigue trayéndome a su casa, así que no debería preocuparme tanto.
—¿Te encuentras bien? —pregunto algo nerviosa, deseando que vuelva a arrojarme sobre la cama y a venerarme de nuevo.
—Perfectamente —masculla en un tono que indica justo lo contrario—. Voy a preparar el desayuno.
Sin más, me coge de la mano y me saca del dormitorio con decisión. No se me pasa por alto que Edward hace un esfuerzo desmedido por ignorar la cama. Se le tensa la mandíbula cuando la mira con el rabillo del ojo. Yo creo que me ha quedado muy bien.
—Siéntate, por favor —me ordena cuando llegamos a la cocina.
Aposento mi culo desnudo en la silla fría.
—¿Qué quieres desayunar?
—Lo mismo que tú —digo con intención de que le resulte lo más fácil posible.
—Yo desayuno fruta y un yogur natural. ¿Te apetece?
Abre la nevera y saca varios recipientes de plástico que contienen distintos tipos de fruta pelada y cortada.
—Sí, por favor —contesto con un suspiro y rezando para que no volvamos a repetir el patrón habitual de frialdad y distanciamiento. Empieza a parecerse mucho.
—Como prefieras —dice en tono cortante mientras saca unos cuencos del armario, cucharas del cajón y yogur de la nevera.
Lo observo en silencio. Coloca con absoluta precisión varios objetos delante de mí. En un momento exprime naranjas para hacer zumo, prepara café y se sienta frente a mí. No toco nada. No me atrevo. Lo ha dispuesto todo de tal manera que no me arriesgo a ponerlo de mal humor por haber movido cualquier cosa un milímetro.
—Adelante —dice señalando mi bol con la cabeza.
Memorizo la ubicación de la fuente de fruta para poder dejarla después exactamente de la misma manera. Cojo un poco con la cuchara y me la sirvo en mi cuenco. Luego vuelvo a dejar la fuente donde estaba, con cuidado. Todavía no he cogido mi cucharilla cuando se levanta para poner la fuente un poco más a la izquierda. Mi fascinación por Edward Masen va en aumento, y aunque estas manías son un tanto molestas también me resultan adorables. Está claro que soy yo la que vuelve loco a este caballero, yo y mi incapacidad para dejar las cosas justo como a él le gustan. No es nada personal. No creo que haya nadie en el mundo entero capaz de complacerlo en ese aspecto.
El silencio es muy incómodo, y sé exactamente por qué. Está comiendo, pero sé que está luchando contra el deseo de levantarse de la mesa y hacer la cama a su gusto. Quiero decirle que adelante, que lo haga, sobre todo si así se relaja, lo que significa que yo también podré relajarme. Sin embargo, no me da tiempo. Cierra los ojos, respira hondo y deja la cuchara en el bol.
—Si me disculpas, tengo que ir al baño.
Se levanta y lo sigo con la mirada hasta que sale por la puerta. Me gustaría ir con él y verlo en acción pero aprovecho la oportunidad para estudiar los objetos que hay sobre la mesa, a ver si soy capaz de discernir por qué su disposición actual le calma los nervios. Yo no veo nada.
Tarda cinco minutos largos en volver a la cocina y se lo ve mucho más relajado. Yo también me relajo. Me he terminado el desayuno y me he bebido el zumo para no tener que cambiar nada de sitio…, excepto a mí misma, y me estoy dando cuenta de que también le pasa algo con mi forma de moverme y con el lugar donde me sitúo, como en su cama.
Se sienta a la mesa, coge una fresa con la cuchara y se la lleva a la boca. No puedo evitar quedarme embobada mirando cómo la mastica lentamente. Su boca me hipnotiza tanto como cuando me mira con sus ojos azules, y sé que ahora me está mirando, así que tengo una duda existencial: ¿le miro los ojos o la boca?
Decide por mí en cuanto empieza a hablar. Casi ni lo oigo porque estoy fascinada con sus labios.
—Tengo que pedirte algo —anuncia.
Tardo un rato en procesar sus palabras y, cuando lo consigo, lo miro a los ojos. Yo tenía razón: me está mirando.
—¿Qué quieres pedirme? —pregunto recelosa.
—No quiero que salgas con otros hombres.
Me observa detenidamente para ver mi reacción, pero seguro que mi cara no le dice nada porque no sé cómo reaccionar.
—Creo que, dado tu comportamiento de anoche, es una petición muy razonable.
Ahora sí que me cambia la expresión, y sé que he puesto cara de pasmada.
—Tú eres el culpable de mi comportamiento de anoche —replico.
—Es posible, pero no me siento cómodo sabiendo que te expones de esa manera.
—¿Que me exponga en general o que me exponga a otros hombres?
—Las dos cosas. Antes de conocerme no sentías la necesidad de hacerlo, así que no creo que te resulte difícil complacerme.
Se lleva otra cucharada de fruta a la boca, pero ahora ya no tengo ganas de mirarlo. Estoy estupefacta y sus ojos no expresan emoción alguna.
Está claro que cree que es perfectamente normal pedirme algo así. Ni siquiera sé cómo tomármelo. Acaba de venerarme en su cama, de decirme cosas que me han llegado al alma, y ahora parece que está cerrando un trato de negocios.
—Toda esa tontería de salir con otros… —continúa— tampoco puede repetirse.
Tengo que hacer un esfuerzo increíble para no soltar una sonora carcajada.
—¿Por qué me pides eso? —lo pincho. ¿Me está diciendo que quiere que seamos monógamos?
Se encoge de hombros.
—Ningún hombre va a hacerte sentir como yo, así que en el fondo es por tu bien.
Alucino con su arrogancia. Tiene razón, pero no voy a masajearle el ego.
—Edward. —Pongo los codos encima de la mesa y apoyo la barbilla en las manos—, ¿quieres explicarme exactamente a qué te refieres?
Su rostro perfecto muestra leves signos de preocupación.
—No quiero que nadie más te saboree —dice sin remordimientos—. Es posible que no te parezca razonable, pero es lo que quiero y me gustaría que me lo dieras.
—¿Y qué hay de ti? —pregunto en un susurro—. Sé lo de esa mujer.
—Ya me he encargado de ella.
«¿¿Cómo?? ¿Que se ha encargado de ella? ¿Acaso tenía que encargarse de ella?»
—Y ¿se ha conformado?
—Sí.
—Pero ¿por qué te importa tanto si sólo es una socia de negocios?
—Como ya te dije anoche, no me importa, pero a ti sí, así que le he hablado de ti y se acabó.
Lo miro muy seria.
—No sé nada de ti.
—Sabes que tengo un club.
—Sí, pero solamente porque aterricé en él por pura casualidad. Podría haber esperado sentada a que me hablaras de su existencia y estoy segura de que, si de ti dependiera, nunca habría estado en él.
—Estabas en la lista de invitados, Bella. Si no hubiera querido que lo vieras, te habría tachado de ella.
Cierro la boca y repaso lo que recuerdo antes de que el champán y el tequila se apoderasen de mí.
—¿Estuviste observándome toda la noche?
—Sí.
—Estaba con Gregory.
—Sí.
—Y creíste que estaba saliendo con él.
—Sí.
—Y no te gustó.
—No.
Del mismo modo que no le gustó un pelo verme con Luke.
—Te pusiste celoso —le digo.
Entonces me pregunto en qué momento se dio cuenta de que Gregory es gay. Tal vez fuera en la pista de baile. O puede que en el servicio. Ha estado trabajando en Ice, pero mi amigo no tiene pluma. Es un hombre muy guapo y las mujeres se mueren por sus huesos, igual que los gais.
—Mucho —confirma.
Yo tenía razón, y me alegro, pero quiero más que monosílabos.
—Y ¿qué gano yo? —pregunto a sabiendas de lo que me va a responder.
—Placer.
Me inclino sobre la mesa. El placer que proporciona Edward Masen es el premio gordo… o casi. Pero lo que yo quiero es que me ame a todas horas, como cuando me tiene en su cama o me da «lo que más le gusta».
—¿Me estás pidiendo que me acueste sólo contigo?
—Sí.
Me parece bien pero, dadas las circunstancias que han propiciado esta conversación y el curso que está tomando, no sé si eso implica que Edward vaya a ser mío en exclusiva.
—Y ¿qué hay de ti?
—¿De mí?
—¡¿Quieres hacer el favor de juntar más de dos palabras?! —salto.
Edward se inclina a su vez sobre la mesa.
—Te pido que me perdones.
—Pide lo que te dé la gana —le espeto. Me hierve la sangre—. Pero no voy a concederte nada.
—Discrepo.
—¡Ya estás otra vez! —Empujo el bol todo lo lejos que puedo, éste choca contra la fuente de fruta y la desplaza—. ¡Ya estás pidiendo otra vez!
Sólo tiene ojos para los objetos que he descolocado encima de su mesa perfecta. Empieza a temblar y la rabia le enciende la cara. Me siento y tomo nota.
Con más calma de la que siente, permanece un momento en silencio poniéndolo todo en su sitio. Luego se levanta, rodea la mesa y yo lo sigo con la mirada hasta que lo pierdo de vista. Está detrás de mí, y me tenso cuando me apoya las manos sobre los hombros. Es como si me inyectara fuego a través de la tela de la camiseta y me quemara la piel.
—Tú sí que vas a pedir, mi niña, me vas a suplicar —dice, y acto seguido me mordisquea el lóbulo de la oreja—. Vas a acceder a lo que te pido porque ambos sabemos que te preguntas constantemente cómo vas a vivir sin mis atenciones.
Me masajea los hombros con los pulgares. Es una delicia.
—No finjas que soy la única que tiene necesidades. —Respiro intentando relajarme con sus caricias, pero sin darle a mi cuerpo el placer que tanto ansía.
Desde el principio ha dicho que no podía estar conmigo, pero la realidad es que tampoco puede estar sin mí.
Sus manos se alejan en un instante y noto que me levanta de la silla.
—Yo no finjo nada, Bella.
Echa a andar hacia adelante y me obliga a retroceder hasta que estoy contra la pared.
—Se trata también de mis necesidades. Por eso te hago esa propuesta, y por eso vas a aceptarla.
Mi mente se está portando de lujo y está evitando que el deseo se abra camino. Está ahí, pero también quiero respuestas.
—Haces que parezca una transacción de negocios.
—Trabajo mucho. Acabo exhausto mental y físicamente. Quiero tenerte para venerarte y disfrutarte cuando acabo.
—Creo que eso se llama una relación —susurro.
—Llámalo como quieras. Te quiero a mi disposición.
Estoy horrorizada, encantada… y nada segura. Para un hombre que habitualmente se expresa tan bien, tiene un modo muy curioso de escoger las palabras.
—Creo que lo llamaré relación —añado sólo para que sepa por dónde voy.
—Como prefieras.
Se abalanza sobre mi boca, me rodea la cintura con el brazo, me levanta y me oprime contra su pecho. Me sumerjo en el ritmo de su lengua, ladeo la cabeza y suspiro entre sus labios, pero mi cabeza sigue rumiando la conversación tan rara que acabamos de tener. ¿Edward es mi novio? ¿Soy su chica?
—Deja de darle tantas vueltas —murmura en mi boca, mientras se vuelve y me saca de la cocina.
—No lo hago.
—Lo estás haciendo.
—Es que me tienes hecha un lío. —Le rodeo la cintura con las piernas y el cuerpo con los brazos.
—Acéptame tal y como soy, Bella. —Deja mi boca y me estrecha contra su pecho.
—Pero ¿quién eres? —le susurro en el cuello, y le devuelvo el achuchón.
—Soy un hombre cualquiera que ha conocido a una chica dulce y preciosa que me da más placer del que creía que era posible experimentar.
Me deja con cuidado en el sofá y se tumba a mi lado, con la cara muy cerca de la mía. Me acaricia lentamente el interior del muslo con la mano.
—Y no me refiero sólo al sexo —susurra, y yo trago saliva—. He dejado claras mis intenciones.
Roza el vello de mi entrepierna y desliza los dedos hacia el centro. Arqueo la espalda.
—Siempre está lista para recibirme —murmura acariciando mi intimidad húmeda e incandescente. La sensación se extiende por toda mi piel—. Siempre se excita conmigo.
Vuelvo la cabeza y pego mí frente a la suya.
—Y acepta que no puede evitarlo. Estamos hechos el uno para el otro. Encajamos a la perfección.
Me falla el aliento y se me tensan las piernas.
—Responde a mí de un modo inconsciente —prosigue, y me aparta con la frente—. Y sabe cómo me siento cuando me priva de verle la cara.
Me obligo a abrir los ojos y a no mover la cabeza. Empiezo a levantar y a bajar la pelvis de forma involuntaria al ritmo de sus caricias. Estoy mojada y palpitante. Se está tomando su tiempo, observando cómo me derrito entre sus dedos. Me he agarrado a su camiseta de algodón con dedos crispados y se la estoy dejando hecha una pena.
—Va a correrse —susurra dirigiendo la mirada al lugar en el que se mueve su mano.
Sacudo las piernas para intentar controlar la arremetida de presión que lucha por encontrar alivio. Entonces me mete un dedo y luego otro cuando grito y empiezo a temblar.
—Ahí lo tienes, Bella.
Me rindo, no puedo mantener los ojos abiertos. Echo atrás la cabeza y mascullo palabras sin sentido durante el clímax que arrasa con todo.
—Quiero verte la cara.
—No puedo —gimo.
—Vas a poder por mí, Bella. Deja que te vea.
Grito, desesperada, y levanto la cabeza.
—¡No puedes hacerme esto!
Me besa, pero con demasiada delicadeza para lo frenética que estoy.
—Puedo, lo estoy haciendo y siempre lo haré. Grita mi nombre.
Entonces me aprieta el clítoris con el pulgar y traza círculos firmes, mientras observa cómo lucho para lidiar con el placer que me provoca.
—¡Edward!
—Ése es el único nombre que vas a gritar en toda tu vida, Isabella Taylor.
Se cierne sobre mi boca y me besa hasta que me corro mientras gime y aprieta el torso contra el mío para que su cuerpo absorba los temblores del mío.
—Te prometo que siempre te haré sentir así de especial.
Entonces lleva los dedos a mi boca y me acaricia suavemente los labios.
—Nadie más va a saborearte, Bella, sólo yo.
Su rostro está impasible, aunque ya empiezo a ser capaz de distinguir sus emociones por los cambios en su cautivadora mirada azul. Ahora mismo se siente superior, satisfecho…, victorioso. Le he confirmado el efecto que tiene en mí con mis gemidos roncos y el modo en que respondo a sus caricias.
Edward Masen es el dueño de mi cuerpo.
Y empieza a resultar más que evidente que también es el dueño de mi corazón.
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