—¿Qué tal te fue? —pregunta Gregory cuando lo llamo al día siguiente. Ni «Hola», ni «¿Cómo estás?».
—Es majo —confieso—, pero no creo que volvamos a quedar.
—¿Por qué será que no me sorprende? —gruñe.
Oigo barullo de fondo.
—¿Dónde estás?
Hay un largo silencio y, tras varios ruidos más, oigo una puerta que se cierra.
—Anoche quedé con Ben —susurra.
—¿Ah, sí? —Sonrío y me pego el teléfono a la oreja—. ¿Para darte una alegría?
—No ha sido eso. Salimos y luego nos tomamos un café en su apartamento.
—Y el desayuno…
—Sí, y el desayuno. —Se nota que lo dice sonriente—. Oye, ¿te acuerdas de que dije que Ben quería conocerte?
—Me acuerdo.
—Bueno, pues esta noche inauguran un club. Ben lleva semanas preparándolo y me ha invitado. Quiere que te vengas.
—¿Yo? ¿A un club?
—Sí, vente. Será divertido. Es un sitio megapijo, se llama Ice. Di que sí, por favor.
Su tono suplicante no me ablandará. No se me ocurre nada peor que ir a un club en Londres. Suelen estar abarrotados.
—Creo que paso, Gregory. —Niego con la cabeza.
—¡Pero muñeca! —protesta. Indudablemente está haciendo pucheros—. Seguro que consigue que te olvides de todo un rato.
—Y ¿qué te hace pensar que necesito olvidarme de todo un rato? Estoy bien.
Casi gruñe.
—Corta el rollo, Bella. No pienso aceptar un no por respuesta. Te vienes y punto. Y nada de Converse.
—Entonces paso de ir. No pienso volver a tocar esos taconazos.
—Vas a venir y te pondrás los tacones. Tienes mucho que ofrecerle al mundo, Bella. No voy a consentir que pierdas más el tiempo. Esto no es una sesión de prácticas. Tienes una vida, muñeca. Una nada más. Esta noche vas a venir y vas a ponerte guapa. Si tienes que pasarte el día en casa con los tacones puestos para practicar, que así sea. Te recojo a las ocho, y más te vale estar arreglada para cuando llegue.
Cuelga y me deja con la palabra en la boca. Nunca, jamás, me había hablado así. Estoy sorprendida, pero me pregunto si es la patada en el culo que me hacía falta desde hace tiempo.
He desperdiciado demasiados años, he pasado mucho tiempo fingiendo estar contenta con mi vida enclaustrada. Se acabó. Edward Masen ha causado un torbellino emocional al que no estoy acostumbrada, pero también me ha hecho darme cuenta de que tengo mucho que ofrecerle al mundo. No voy ni a encerrarme ni a esconderme más por miedo a ser vulnerable, por miedo a convertirme en mi madre.
Salto de la cama, me pongo los zapatos negros con tacón de aguja y empiezo a andar por la habitación. Tengo que concentrarme para caminar erguida, con la cabeza alta, y no mirando al suelo, al ángulo ridículo de mis tobillos. Mientras tanto, busco en Google gimnasios que estén por mi zona (y que no sean el Virgin) y llamo para ir a hacer una prueba el martes por la tarde. Luego me atrevo con la escalera, con cuidado, intentando mantener una buena postura y ser elegante. No se me da mal del todo.
Avanzo por el pasillo y sonrío al pisar el suelo de madera de la cocina. He llegado hasta aquí sin tambalearme, sin tropezar y sin resbalarme.
Mi abuela se asoma al oír los tacones contra el suelo, boquiabierta.
—¿Qué te parece? —pregunto dando vueltas para que las dos veamos que no me caigo—. Aunque así no, me los pondré con un vestido —añado al darme cuenta de que llevo los pantalones cortos del pijama.
—Ay, Bella.
Se lleva el paño de cocina al pecho con un suspiro.
—Recuerdo cuando yo me pasaba el día brincando de aquí para allá con los tacones puestos como si fueran zapatillas. Mis juanetes son la prueba.
—No creo que yo vaya a brincar mucho, abuela.
—¿Has vuelto a quedar con ese chico tan agradable?
Me mira esperanzada y se sienta junto a la mesa de la cocina.
No sé si se refiere a Edward, a quien conoce, o a Luke, al que no conoce.
—Esta noche tengo una cita con dos hombres.
—¿Con dos? —Abre sus ojos azul marino sorprendida—. Bella, cariño, sé que siempre te digo que tienes que vivir un poco, pero no…
—Tranquila. —Levanto la vista al techo pensando que debería haberlo pillado, pero hay que tener en cuenta que la aburrida e introvertida de su nieta ha salido más veces en una semana que en toda su vida—. He quedado con Gregory y su nuevo novio.
—¡Qué bien! —exclama contenta, pero enseguida frunce el arrugado ceño —. No irás a uno de esos bares para gays, ¿no?
Me echo a reír.
—No, es un sitio nuevo en el centro. Lo inauguran esta noche y el novio de Gregory ha organizado la fiesta. Él es quien me ha invitado.
Por su expresión sé que está encantada, pero aun así va a darme un poco más la lata.
—¡Tus uñas!
Lo ha dicho de tal manera que casi me caigo de los tacones.
—¿Qué?
—Tienes que pintarte las uñas.
Miro mis uñas, cortas, limpias y sin pintar.
—¿De qué color?
—¿Qué vas a ponerte?
Y me pregunto si hay muchas jóvenes de veinticuatro años que pidan consejo a sus abuelas sobre estos temas.
—Gregory me hizo comprar un vestido negro, pero es un poco corto y estoy segura de que necesito una talla más. Es muy ajustado.
—¡Tonterías!
Se nota que está entusiasmada por mi noche de fiesta.
—¡Tengo un esmalte rojo como las cabinas de teléfono!
Desaparece de la cocina y sube la escalera más rápido que nunca. Regresa al instante con un frasco de esmalte rojo en sus manos venosas.
—Lo reservo para ocasiones especiales —dice sentándome en una silla y cogiendo la de al lado.
Miro cómo se toma su tiempo para cubrir con pulcritud cada uña y luego me mueve las manos para que circule el aire y se sequen mejor. Se echa hacia atrás en su asiento, inclina la cabeza, mira mis uñas y vuelve a moverme las manos para verlas desde distintos ángulos. Luego me las acerco para verlas mejor.
—Es muy… rojo.
—Tiene mucha clase. Las uñas rojas con un vestido negro siempre son un acierto.
Su mente parece vagar, y le sonrío con cariño. Me vienen a la cabeza un sinfín de recuerdos de la infancia con ella y mi abuelo.
—Abuela, ¿te acuerdas cuando el abuelo nos llevó al Dorchester por tu cumpleaños?
Yo tenía diez años y la opulencia me impresionaba muchísimo. El abuelo se puso un traje y la abuela un dos piezas de falda y chaqueta. A mí me regalaron un vestido sin mangas azul marino con topos blancos. Al abuelo le encantaba ver a las mujeres de su vida de azul. Decía que, así, nuestros impresionantes ojos parecían el fondo infinito de los zafiros.
Mi abuela deja escapar un profundo suspiro y se obliga a sonreír. Sé que lo que de verdad le apetece es echarse a llorar.
—Aquel día te pinté las uñas por primera vez. A tu abuelo no le gustó.
Le devuelvo la sonrisa. Me acuerdo de que la regañó.
—Y aún le gustó menos cuando me pintaste un poco los labios con tu carmín —señalo.
Se echa a reír.
—Era un hombre de principios y de costumbres. No entendía qué necesidad tenían las mujeres de echarse potingues en la cara, por eso le costaba tanto llevarse bien con tu mad… —No termina la frase y, en vez de ello, se apresura a enroscar el tapón del esmalte.
—No pasa nada. —Le cojo la mano y le doy un pequeño apretón—. Me acuerdo.
Tal vez yo no fuera más que una niña, pero recuerdo los gritos, los portazos, y haber visto al abuelo con la cabeza entre las manos más de una vez. Entonces no lo entendía, pero la madurez ha hecho que todo cobre sentido, aunque duela. Eso y el diario que encontré.
—Era demasiado hermosa y se dejaba llevar con facilidad.
—Lo sé.
Estoy de acuerdo, aunque no creo que se dejara llevar con facilidad. He llegado a la conclusión de que eso es lo que la abuela se dice a sí misma para poder vivir con su pérdida. Sin embargo, prefiero dejar las cosas así.
—Bella…
Mueve la mano bajo la mía con cuidado para no estropearme el esmalte y luego me la aprieta con fuerza, para infundirme confianza.
—Te pareces a tu madre en todo menos en eso. —Se da golpecitos en la sien con el índice—. No temas convertirte en ella. Lo único que conseguirías sería malgastar también tu vida.
—Lo sé. —Lo reconozco.
Tengo mis razones para evitar repetir la vida de mi madre, pero el recuerdo de la pena que les causó a mis abuelos es el último clavo del ataúd.
—Te has cerrado en banda, Bella. Sé que yo también te di muchos quebraderos de cabeza tras la muerte de tu abuelo, pero ahora estoy bien, hace tiempo que estoy bien, cariño.
Enarca sus cejas grises, desesperada por hacérmelo entender.
—Nunca me recuperaré de haberlos perdido a los dos, pero sobreviviré. No has vivido ni la mitad de lo que puede ofrecerte la vida, Isabella. Eras una niña muy alegre y fuiste una adolescente muy vivaracha hasta que descubriste… — Se detiene, y sé que es porque es incapaz de decirlo en voz alta. Se refiere al diario, a la vívida narración de las aventuras de mi madre.
—Así he permanecido a salvo —susurro.
—Pero no es sano, cariño. —Levanta mi mano y la besa con dulzura.
—Empiezo a darme cuenta.
Cojo aire para infundirme valor.
—Aquel hombre, el que vino a cenar —no sé por qué no puedo pronunciar su nombre—, despertó algo en mí, abuela. No vamos a llegar a nada, pero me alegra haberlo conocido porque me ha hecho darme cuenta de lo que puede ser la vida si yo le doy la oportunidad.
No doy más detalles y tampoco confieso que, si de mí dependiera, tendría con él lo que fuera… Sólo que no me deja. No es por el sexo, sino por la conexión, la sensación de encontrarme segura, como en un refugio. No se parece a nada que yo haya intentado lograr por mí misma. No tiene sentido, la verdad. Edward Masen es irracional, difícil y temperamental, pero entre rabieta y rabieta pasamos momentos de una felicidad y una calma indescriptibles. Ya quisiera volver a sentirme así con otro hombre. No creo que eso suceda jamás.
La abuela me observa pensativa, sin soltarme la mano.
—¿Por qué no vais a llegar a nada?
Estoy siendo sincera y ella debe de haberlo notado. No tiene un pelo de tonta.
—Porque creo que no está disponible.
—Ay, Bella —suspira—. No decidimos de quién nos enamoramos. Ven aquí.
Se levanta y me da un fuerte abrazo. La tensión y la incertidumbre se esfuman de mi cuerpo.
—Tenemos que ver lo positivo de todo lo que nos ocurre en la vida. Yo veo muchas cosas buenas en tu encuentro con el señor Masen, cariño.
Asiento con la cara hundida en su hombro, pero me pregunto si estaré en condiciones de aprovechar esas supuestas oportunidades. Ya me ha fastidiado una cita. Si voy a seguir resistiéndome a los avances de Edward Masen, necesitaré mantener mi fuerza de voluntad y desarrollar la resiliencia. El descaro y el brío por el que son famosas las chicas Taylor no abundan en mí, pero procuraré encontrarlos. Sé que los llevo dentro. Últimamente han hecho acto de presencia de vez en cuando, sólo tengo que agarrarlos por el pescuezo y no dejarlos escapar nunca.
Parpadeo cuando la abuela me planta una cámara de fotos delante de las narices y me ciega con el flash.
—Abuela, compórtate —protesto tirando del dobladillo de mi ridículo vestido.
Me he pasado veinte minutos delante del espejo deliberando sobre mi total transformación. Me he pasado todo el día, todo el santo día, haciéndome la cera, depilándome las cejas, maquillando, difuminando y alisando. Estoy agotada.
—¡Mira, George! —La abuela hace un par de fotos más—. ¡Mira qué brío!
Pongo los ojos en blanco en dirección a un George que es todo sonrisas y le doy otro tirón al bajo del vestido.
—Para ya.
Aparto la cámara de mi cara sintiéndome como una adolescente la noche del baile de graduación. Era inevitable, pero todo el follón que está montando mi abuela no hace sino que me sienta aún más consciente de mi aspecto.
—¡Estás espectacular, Bella! —George se ríe y le quita la cámara a la abuela sin hacer caso de su mirada de indignación—. Deja a la pobre muchacha en paz, Marie.
—Gracias, George —digo dándole el enésimo tirón al bajo del vestido.
—Deja de darle tirones al dobladillo —me regaña la abuela al tiempo que me da un manotazo—. Camina derecha, con la barbilla bien alta. Si sigues retocándote, parecerá que estás incómoda y que te sientes fuera de lugar.
—Por Dios, ya me voy.
Cojo mi bolso de mano, que no es más pequeño porque no debe de haberlos, y me dirijo a la puerta desesperada por escapar de las reacciones exageradas que despierta mi… apariencia mejorada. Cierro la puerta con más fuerza de la que pretendía y taconeo en dirección a la acera. Oigo a la abuela gritándole a George. Sonrío, enderezo la espalda, me coloco el bolso bajo el brazo, me resisto a la tentación de darle otro tirón al bajo del vestido y echó a andar.
Sólo he dado unos pasos cuando veo a Gregory a lo lejos, andando hacia mí. Se detiene a media zancada y sé que si estuviera más cerca lo vería amusgar los ojos. Por raro que parezca, su reacción no me hace sentir consciente de mi aspecto. Me hace sentir osada, así que levanto la barbilla e intento imitar lo mejor que puedo a una modelo de pasarela. No sé si lo hago bien, pero Gregory sonríe de oreja a oreja y me dedica un silbido.
—¡Tía buena! —Se detiene, separa las piernas y abre los brazos para recibirme—. Voy a tener que espantarlos como si fueran moscas.
Ni siquiera me sonrojo. Me doy una vuelta perfecta antes de arrojarme a sus brazos.
—Llevo todo el día practicando.
—Se nota.
Se separa de mí y me inspecciona de arriba abajo. Luego me acaricia el pelo y sonríe.
—Liso y sedoso. Estás aún más guapa que de costumbre. ¡La madre que me parió, qué pedazo de piernas!
Me miro las piernas y aprecio curvas en las que no había reparado nunca.
—Me veo bien —confieso.
Me rodea con el brazo y me atrae hacia su costado.
—Deberías, porque estás increíble. ¿Ibas a irte sin mí? —pregunta mientras me conduce hacia la calle principal para coger un taxi.
—No, es que no aguantaba ni un minuto más en casa.
—Ya me imagino.
—Te veo muy emperifollado —digo dándole un tironcito a la manga de su camisa rosa—. ¿A quién intentas impresionar?
Está conteniendo una sonrisa, y no puedo evitar reírme.
—No me hace falta impresionar a nadie, Bella —señala con chulería—. ¿Me prometes una cosa?
—¿Qué?
—Esta noche tienes que llamarme Greg.
Sonrío aún más y le rodeo la cintura con el brazo.
—Yo te llamaré Greg si tú me llamas preciosa.
Se echa a reír.
—¿Preciosa?
—Sí, muñeca, bonita, mi niña… —Me doy cuenta de mi metedura de pata al instante.
—¿Quién te llama mi niña?
—Eso no importa. —Pongo fin al interrogatorio antes de que empiece, y también a la dirección que están tomando mis pensamientos—. Lo que quiero decir es que ya no soy una chiquilla.
—Está bien. Te llamaré preciosa. —Me besa en la frente—. No sabes lo contento que estoy en este momento.
—¿Porque vas a ver a Benjamin?
—Se llama Ben. —Me da un pequeño codazo—. Y no, no es por Ben. Es por ti.
Miro a mi querido amigo y sonrío.
—Yo también estoy contenta.
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