Esta vez tengo la resistencia suficiente como para llegar hasta el séptimo piso antes de que Edward me suba en brazos el resto de la escalera. No me extraña que tenga el físico de un dios mitológico.
—¿Quieres tomar algo? —Vuelve a su actitud sarcástica y formal, pero sus modales siguen intactos. Me abre la puerta y entro, advirtiendo inmediatamente un enorme ramo de flores frescas sobre la mesa redonda.
—No, gracias. —Rodeo la mesa lentamente, cruzo el umbral hasta el salón y observo los cuadros que adornan las paredes.
—¿Agua?
—No.
—Siéntate, por favor. —Señala el sofá—. Voy a colgar esto —dice sosteniendo nuestras chaquetas.
—Vale.
La situación es tensa. Nuestras palabras sinceras han causado una fricción de la que quiero deshacerme. Entonces oigo una música tranquila. Miro a mi alrededor y me pregunto de dónde procede mientras asimilo la calma del ritmo y de los suaves tonos de la voz masculina. La reconozco. Es Let Her Go de Passenger. Empiezo a darle vueltas a la cabeza.
Edward regresa, sin el chaleco y la corbata, con el cuello de la camisa desabrochado. Vierte un poco de líquido oscuro en un vaso y, esta vez, me fijo en la etiqueta. Es whisky. Se sienta en la mesita de café que tengo delante y bebe lentamente, pero entonces frunce el ceño mirando el vaso, vacía su alcohólico contenido en su garganta y lo deja sobre la mesa.
Como imaginaba que haría, retoca su posición, y después une las manos y me mira con aire pensativo. Su mirada me pone en alerta de inmediato.
—¿Por qué no bebes, Bella?
Tenía motivos para estarlo. Sigue insistiendo en que no quiere hablar de cosas personales, pero no tiene ningún reparo en preguntarme cosas personales o en invadir mi espacio personal, como mi casa, o mi mesa del comedor. Sin embargo, no digo nada, porque lo que quiero es precisamente que esto se vuelva muy personal. No quiero compartir con él sólo mi cuerpo.
—No me fío de mí misma.
Levanta las cejas sorprendido.
—¿Cómo que no te fías de ti misma?
Me pongo nerviosa y empiezo a mirar toda la habitación, a pesar de mi deseo de compartir esto con él. Me cuesta reunir el valor para formar las palabras que durante tanto tiempo me he negado a pronunciar.
—Bella, ¿cuántas veces tengo que repetírtelo? Mírame a la cara cuando te hablo. Y responde cuando te haga una pregunta. —Me coge de la barbilla con delicadeza y me obliga a mirarlo—. ¿Por qué no te fías de ti misma?
—Soy una persona muy diferente cuando tengo alcohol en el cuerpo.
—No sé si me gusta cómo suena eso. —No era necesario que me lo dijera. Sus ojos me lo dicen todo.
Siento que me ruborizo. Seguramente él también lo note en las puntas de sus dedos.
—No me sienta bien.
—Prosigue —me ordena ásperamente con los labios fruncidos.
—Da igual. —Intento apartar la cara de sus manos.
De repente ya no me apetece tanto compartir una parte de mi vida personal, y su reacción ha sido lo que me ha hecho cambiar de parecer. No necesito sentirme todavía más avergonzada.
—Eso era una pregunta, Bella.
—No, era una orden —respondo a la defensiva, y consigo liberar mi rostro—. Y he decidido no proseguir.
—Estás siendo esquiva.
—Y tú entrometido.
Retrocede ligeramente ante mis palabras, pero se recompone.
—Voy a volver a ser intrusivo y voy a sugerir que las únicas veces en las que practicaste sexo en el pasado fueron cuando estabas ebria.
Me pongo como un tomate.
—Tu intuición es correcta —mascullo—. ¿Es todo, o quieres que te describa con pelos y señales con quién, cómo, cuándo y dónde?
—Esa insolencia sobra.
—Contigo es necesaria, Edward.
Me mira y amusga sus brillantes ojos azules, pero no me reprende por mis malos modales.
—Quiero que me lo cuentes todo.
—No, no quieres.
—Lo de tu madre. —Esas palabras me ponen tensa al instante y, por la expresión de su rostro, veo que se ha dado cuenta—. Cuando me vi obligado a esconderme en tu habitación, tu abuela mencionó el pasado de tu madre.
—Olvídalo.
—No.
—Era prostituta. —Las palabras salen de mi boca automáticamente, cogiéndome por sorpresa, y observo a Edward para evaluar su reacción.
Hace ademán de hablar, pero se ha quedado mudo. Sé que no se lo esperaba, pero ojalá dijera algo…, lo que fuera. No lo hace, pero yo sí.
—Me abandonó. Me dejó en casa de mis abuelos para entregarse a una vida de sexo, alcohol y regalos caros.
Me observa con atención. Estoy desesperada por saber qué estará pensando. Sé que no puede ser nada bueno.
—Dime qué le sucedió.
—Ya te lo he dicho.
Mueve su vaso de nuevo y vuelve a mirarme a mí.
—Lo único que me has dicho es que aceptaba dinero a cambio de… entretenimiento.
—Y eso es lo único que hay.
—¿Dónde está ahora?
—Probablemente muerta —escupo con rabia—. Lo cierto es que me da igual.
—¿Muerta? —exclama mostrando más emoción. Estoy empezando a obtener reacciones por su parte a diestro y siniestro.
—Seguramente —digo encogiéndome de hombros—. Buscaba algo imposible. Todos los hombres con los que estaba acababan enamorándose de ella, pero nadie era nunca lo bastante bueno, ni siquiera yo.
Su expresión se suaviza y me mira con compasión.
—¿Qué te hace pensar que ha muerto?
Respiro profundamente para ganar confianza, dispuesta a contar algo que me he negado a contarle a nadie.
—Cayó en las manos del hombre equivocado demasiadas veces, y tengo una cuenta corriente en el banco cargada de años de «ganancias» que nadie ha tocado desde que se largó. Tenía seis años, pero recuerdo que mis abuelos discutían constantemente por ella. —En mi mente se agolpan de pronto las imágenes de la angustia de mi abuelo y el llanto de mi abuela—. Solía desaparecer durante días, aunque esa vez ya no volvió. Mi abuelo llamó a la policía a los tres días. Investigaron, interrogaron a su novio de turno y a los muchos hombres que habían estado con ella antes que él, pero con su historial decidieron cerrar el caso. Yo era una niña pequeña, no entendía lo que pasaba, y cuando cumplí diecisiete años encontré su diario. En él lo contaba todo… con pelos y señales.
—Yo…
No sabe qué decir, de modo que continúo. Siento una especie de alivio al descargarlo todo, aunque eso signifique alejarlo de mí.
—No quiero ser como mi madre. No quiero beber ni follar sin sentir nada. Es degradante y no tiene sentido. —Me doy cuenta de lo que he dicho en el mismo instante en que sale de mis labios, pero no le he dado a Edward ningún motivo para pensar que no hay sentimientos por mi parte—. Ella prefirió ese estilo de vida a su familia.
Me sorprendo a mí misma hablando con fuerza y con firmeza, aunque oírlo en voz alta por primera vez me causa un dolor físico. Edward hincha las mejillas y deja escapar el aire. Después coge el vaso vacío y lo mira con el ceño fruncido.
—¿Sorprendido? —pregunto, pensando que no me vendría mal que se pusiera uno de esos shorts.
Me mira como si fuera tonta, después se levanta y se acerca de nuevo al mueble bar, llena su vaso de whisky, esta vez hasta la mitad, no sólo los dos dedos que suele echarse. Y entonces me sorprende llenando otro vaso antes de volver a sentarse delante de mí y tendérmelo.
—Bebe.
Miro estupefacta el vaso que me coloca debajo de la nariz.
—Te he dicho…
—Isabella, puedes beber sin necesidad de hacerlo hasta perder el sentido.
Alargo la mano y cojo el vaso.
—Gracias.
—De nada —gruñe prácticamente antes de dar un trago—. ¿Y tu padre?
Tengo que contenerme para no soltar una carcajada y, en lugar de hacerlo, me encojo de hombros. Él exhala por encima de su vaso.
—¿No lo sabes?
Niego con la cabeza.
—Odio a tu madre.
—¿Qué? —pregunto, desconcertada, pensando que tal vez lo haya oído mal.
—La odio —repite como si escupiera veneno.
—Yo también.
—Bien. Entonces los dos odiamos a tu madre. Me alegro de que hayamos aclarado eso.
No sé muy bien qué decir, de modo que permanezco en silencio, observando cómo se sume en sus pensamientos y toma aire de vez en cuando como si fuera a decir algo, pero acabara echándose atrás. No tiene nada que decir. No es una historia agradable, y ninguna palabra de aliento la puede cambiar. Ésa es mi historia. No puedo cambiar quién era mi madre, ni lo que hizo, como tampoco el hecho de haber permitido que afectara tanto a mi vida.
Por fin se anima a hablar, pero no esperaba que fuera a preguntarme eso.
—Entonces ¿soy el primer amante que has tenido estando sobria?
Asiento y apoyo la espalda en el respaldo del sofá, poniendo espacio entre nosotros, pero me resulta imposible apartar la mirada de él.
—Y ¿te gusta?
Qué pregunta tan absurda.
—Me da miedo.
—¿Miedo?
—Me asusta lo que me haces sentir. No soy yo misma cuando estoy contigo
—susurro. Estoy mostrándole poco a poco todas mis cartas.
Deja el vaso con cuidado sobre la mesa y se arrodilla delante de mí.
—Hago que te sientas viva. —Desliza las manos alrededor de mi cintura y tira de mí hacia adelante hasta que nuestras caras están próximas y nuestro aliento se funde en el pequeño espacio que separa nuestras bocas—. No soy un hombre dulce y tierno, Isabella —dice como si estuviera intentando hacer que me sintiera mejor al compartir una parte de él conmigo—. Las mujeres sólo me quieren por una cosa, y es porque no les he dado ningún motivo para que esperen nada más.
Un millón de palabras me vienen a los labios, todas desesperadas por formar una frase y escupirla de mi boca, pero no quiero ser impulsiva.
—No esperan nada más que el mejor polvo salvaje de su vida —digo tranquilamente.
—Exacto.
Me quita el vaso, me coge las manos y me las coloca sobre sus hombros.
—Eso me prometiste —le recuerdo.
Sus párpados descienden lentamente.
—No creo que pueda cumplir esa promesa.
—¿Qué quieres decir? —pregunto. Quiero confirmar que no estoy imaginándome las cosas, o que no lo está diciendo por compasión. Deja caer los hombros ligeramente exhalando con cansancio, pero continúa con la mirada baja y en silencio—. Es de buena educación contestar cuando alguien te hace una pregunta —farfullo, lo que provoca que levante la cabeza sorprendido.
No me amilano. Quiero que me confirme qué está pasando.
—Estoy diciendo que quiero venerarte —declara.
Acto seguido inclina la cabeza, se acerca y atrapa mis labios mientras se levanta y me lleva consigo. Ahora es él quien está siendo esquivo, pero no voy a forzarlo. Puedo esperar y, entretanto, me venerará.
Me sorprende ver que se tumba boca arriba en el sofá y me coloca entre sus piernas abiertas, de manera que quedo a horcajadas sobre él. Todavía conservamos la ropa puesta, y no intenta quitármela. Parece contentarse con besarme hasta la saciedad. Su oscura barba incipiente me rasca la piel, en contrapunto con el sutil movimiento de sus labios, pero estoy en la gloria más absoluta y apenas siento la molestia. Con Edward, las cosas pasan de manera natural. Él me guía y yo lo sigo. No necesito pensar, simplemente actúo, que es lo que me lleva a desabrocharle la camisa para sentir la calidez de su piel bajo mis manos. Gimo alrededor de sus labios y noto la primera chispa de su calor mezclado con el mío mientras mis manos se deslizan por su vientre y ascienden y descienden lentamente por sus abdominales definidos.
—Ahí está ese sonido tan dulce otra vez —masculla al tiempo que recoge mi masa de pelo rubio que cae alrededor de su cabeza—. Es adictivo… Tú eres adictiva.
Su placer me estimula. Mi boca visita cada rincón de su magnífico rostro hasta que llego a su cuello y absorbo su embriagadora esencia masculina.
—Hueles tan bien…
Desciendo por su pecho. Actúo sin pensar y sin obedecer instrucciones. Sus pezones están erectos. Acerco la lengua y empiezo a lamerlos en círculos y a chuparlos, haciendo que se retuerza y gima debajo de mí. Sus sonidos de placer me incitan más todavía, y su miembro erecto empujando contra mi vientre me recuerda adónde quiero llegar. Quiero saborearlo. Quiero sentirlo en mi boca.
—Joder, Bella. ¿Qué haces? —Se incorpora ligeramente y me mira. Después se coge la cabeza con las manos—. No tienes por qué hacer eso.
—Quiero hacerlo. —Paso la mano por encima de sus pantalones, cojo la cremallera y se la bajo de un tirón mientras veo cómo me mira.
—No, por favor, da igual, Bella.
—Quiero hacerlo.
Me mira con vacilación y veo cómo sus manos aprietan con más fuerza su cabeza mientras vuelve a dejarse caer sobre el cojín.
—Ten cuidado.
Sonrío para mis adentros, segura de mí misma, disfrutando de su vulnerabilidad y de lo bien que me siento en estos momentos. No ha salido huyendo después de escuchar mi vergonzoso pasado. Le desabrocho el botón y tiro de los pantalones. Después me incorporo sobre mis rodillas para librarme de ellos y lo dejo con un bóxer negro y ajustado. Le queda tan bien que me da pena quitárselo, pero lo que esconde debajo me anima. Tiro sus pantalones al suelo y meto los dedos por el elástico para deslizar lentamente la prenda interior por sus fuertes muslos, mirándolo a la cara y centrándome después en su polla, gruesa y dura, que descansa sobre su vientre. Mi lengua escapa involuntariamente de mi boca y lame mi labio inferior mientras lo admiro en toda su magnífica masculinidad. No me intimida su sólida erección. Me excita.
Tiro el bóxer al suelo junto a los pantalones, me agacho y me pongo cómoda, con las manos apoyadas en su cintura y la nariz prácticamente descansando en la parte inferior de su pene. Lo observo, veo cómo da pequeñas sacudidas, y mi boca se abre y exhala el calor de mi aliento sobre él. Edward eleva las caderas lentamente, empujando hacia mí, y el gesto me obliga a dejar escapar de nuevo el aire de mis pulmones.
—Joder, Bella, siento el calor de tu aliento. —Levanta la cabeza y me mira con ojos sedientos—. ¿Estás bien?
—Lo siento, es que… —Vuelvo a bajar la mirada.
—Tranquila —dice con aceptación.
Hace que me sienta estúpida y, con esas palabras, mi lengua sale de mi boca y saboreo por primera vez a Edward Masen. Siguiendo mis instintos, lamo delicadamente toda su longitud y me pongo de rodillas mientras lo hago. Jamás había probado nada igual.
—Joddderrr.
Apoya la cabeza en el cojín y se lleva las manos a la cara, lo que interpreto como una buena señal, de modo que lo agarro con la mano y tiro de él. Al hacerlo, veo que una perla de líquido blanco asoma por la punta. La lamo y percibo un sabor realmente delicioso.
Tomo un poco de aire, esforzándome por conservar la confianza en mí misma. Es tan grande y tan larga… No me cabrá entera en la boca. Mi seguridad se está desvaneciendo, pero estoy desesperada por no parecer una auténtica idiota. Maldigo para mis adentros, odiando mi vacilación, y me la meto en la boca, descendiendo hasta que me golpea contra la garganta.
—¡Joder! —Levanta las caderas, empujando más contra mí. Me provoca una arcada y me retiro rápidamente—. ¡Lo siento! —exclama en un alarido contenido—. Mierda, Bella, lo siento.
Frustrada conmigo misma, me apresuro a volver a introducirlo en mi boca, esta vez sólo hasta la mitad. Chupo mientras asciendo y vuelvo a bajar de nuevo. Me sorprende la suavidad de su miembro. Su calor y su rigidez por debajo de la tersura de su piel resultan agradables.
Comienzo a trabajar a un ritmo cómodo. Sus gemidos de placer me animan y mi mano recorre libremente su pecho, sus muslos y su vientre.
—Bella, para ya. —Los músculos de su estómago se tensan y él se incorpora, levantando también las rodillas, dejándome arrodillada entre sus piernas abiertas, con la cabeza en su regazo—. Para. —Me agarra del pelo y me guía suavemente hacia arriba y hacia abajo, despacio, pacientemente. Me pide que pare, pero al mismo tiempo parece animarme a seguir—. Joder —dice sin aliento mientras aparta la mano de mi cabeza. Empieza a bajarme la cremallera del vestido lentamente a lo largo de mi columna—. Levanta —me ordena tirando del dobladillo.
Me siento un poco engañada, pero hago lo que me dice y lo libero de mi boca, levantando el trasero de las plantas de mis pies y elevando los brazos. Me quita el vestido mientras lo miro, adorando su pelo revuelto, desgreñado, con los rizos más marcados a causa de su estado de excitación. Desaparece de mi vista durante los breves instantes en los que me quita el vestido y éste me tapa la cara. Lo deja caer al suelo de manera despreocupada y alarga los brazos por detrás de mi espalda para desabrocharme el sujetador. Luego desliza los tirantes y lo deja caer. Me agarra con delicadeza de las caderas y se inclina hacia adelante para pegar los labios a mi vientre. Bajo los brazos y empiezo a deslizarle la camisa por los hombros, ansiosa por tenerlo desnudo del todo y por sentirlo en su totalidad, y me lo concede, separando las manos de mi cuerpo de una en una para permitir que le quite lo que le queda de ropa, pero sin despegar la boca de mi estómago y mordisqueando ociosamente mi cadera.
—Tienes una piel exquisita, Bella. —Su voz es grave y gutural—. Toda tú eres exquisita.
Hundo las manos en su pelo y miro la parte trasera de su cabeza mientras él se entretiene ahora en mi ombligo. Como siempre, lo hace de manera lenta, suave y precisa, consiguiendo que mi cuerpo vibre y obligándome a cerrar los ojos como si estuviera soñando. Nada en nuestros actos de intimidad sugiere que esto sea sólo sexo, ni una sola cosa. Puede que no sea una experta en relaciones sexuales, pero sé que esto es más que sexo. Tiene que serlo.
Me quedo tranquilamente arrodillada ante su cuerpo sentado y dejo que disfrute todo el tiempo que quiera. Siento sus manos por todas partes, apretándome el trasero, ascendiendo delicadamente por mi columna y descendiendo de nuevo hasta la parte trasera de mis muslos. Noto cómo sus pulgares se cuelan por el elástico de mis bragas y tiran de ellas hacia abajo hasta que las tengo a la altura de las rodillas. Al bajar la cabeza y abrir los ojos, lo encuentro mirándome. Sus ojos arden de deseo, entornados como si sus oscuras pestañas pesaran demasiado y le costara abrirlos del todo.
—¿Y si cierro la puerta con llave y nos quedamos aquí para siempre? — sugiere con un leve susurro, animándome a mover una pierna cada vez para que pueda quitarme las bragas—. Olvídate de lo que hay al otro lado de esa puerta y quédate aquí conmigo.
Vuelvo a mi posición arrodillada y apoyo el culo en los talones.
—Para siempre es mucho más tiempo que una noche.
Tuerce los labios y alarga la mano para pasarme el pulgar por el pezón. Bajo la mirada y recuerdo lo pequeños que son mis pechos, aunque a él no parece importarle lo más mínimo.
—Pues que lo sea —musita, centrando la atención en trazar círculos con el pulgar alrededor de la oscura areola que rodea mi pezón erecto—. Era un trato absurdo.
Mi corazón se detiene durante un instante demasiado largo y me siento tan aliviada que creo que voy a salir volando.
—No firmamos nada —le recuerdo—. Y desde luego no lo hemos sellado «follando».
Creo perder la razón cuando sonríe en mi pecho y levanta sus ojos azules para mirarme.
—Coincido. —Alarga los brazos y tira de mí hacia abajo hasta que estamos nariz con nariz. No puedo evitar la sonrisita que se dibuja en mi rostro tras oír esas palabras y verle la cara—. Creo que todavía no te he penetrado poco a poco lo suficiente.
—Coincido. —Mi sonrisa se intensifica. Ambos sabemos que estoy más que penetrada. Esto es un reconocimiento y un acuerdo mutuo e implícito. A ambos nos ha cogido por sorpresa esta fascinación recíproca—. ¿Quieres penetrarme un poco más ahora? —pregunto inocentemente mientras me incorporo, separo las piernas y me coloco sobre su regazo.
Él me ayuda, guiando mis piernas alrededor de su espalda antes de sostenerme del trasero con las palmas y tirar de mí.
—Creo que tengo el deber de hacerlo. —Me da un beso en los labios—. Y yo siempre cumplo con mi deber, Isabella Taylor.
—Bien —exhalo, y me pego a sus labios y cruzo los dedos de mis manos por detrás de su cuello.
—Mmm —suspira mientras se pone de pie y me levanta pegándome a su cuerpo como si no pesara nada.
Se dirige hacia su habitación y, cuando entramos, me lleva directamente a la cama, donde se arrodilla. Avanza de rodillas antes de volverse y apoyar la espalda contra la cabecera, conmigo en su regazo.
Se inclina sobre la mesilla de noche y abre el cajón superior. Saca un preservativo y me lo da.
—Pónmelo tú.
Me detesto a mí misma porque me he quedado rígida. No tengo ni la menor idea de cómo se colocan.
—Da igual, hazlo tú —digo intentando que mi miedo parezca desinterés.
—Pero quiero que lo hagas tú. —Me empuja para que me aparte un poco, expone su rígida longitud y se la sostiene verticalmente antes de pasarme el condón—. Cógelo.
Lo miro y él asiente para infundirme seguridad, de modo que alargo la mano y lo cojo.
—Sácalo —ordena—. Apóyalo en la punta y ve desenrollándolo hacia abajo con delicadeza.
Es evidente que vacilo al rasgar con cuidado el envoltorio y extraer el condón, jugueteando con él entre los dedos. Me reprendo severamente a mí misma, respiro hondo y sigo sus instrucciones. Apoyo el aro en la gruesa cabeza de su erección.
—Pellizca la punta —exhala tumbado boca arriba mientras observa la operación atentamente.
Pinzo el extremo entre el dedo y el pulgar y uso la otra mano para deslizar el preservativo por su miembro hasta que ya no da más de sí.
De nuevo, lamento tener que cubrir su sexo.
—No tiene ningún misterio. —Sonríe al ver mi cara de concentración y vuelve a colocarme sobre su regazo, tan hacia adelante que puede levantar las rodillas un poco por detrás de mí.
Me insta a incorporarme y acerca su erección a mi abertura. Ambos jadeamos conforme desciendo de nuevo. Me veo sumida al instante en un éxtasis absoluto, contengo el aliento y me agarro de sus hombros. Gimoteo mientras él da sacudidas dentro de mí. Yo estoy arriba, y sé que sólo habrá movimiento cuando yo lo permita, pero todavía no puedo moverme. Me siento completamente llena, pero entonces estira las piernas y se hunde todavía más en mi interior.
—¡Joder! —exclamo, y estiro los brazos rígidos contra él, con la barbilla pegada a mi pecho.
—Tú tienes el control, Bella —exhala—. Si te duele, ve más despacio.
—No me duele. —Meneo las caderas para demostrarlo—. ¡Joder!
Unas abrasadoras oleadas de placer me invaden, la fricción roza mi punto más sensible justo en el sitio adecuado. Meneo de nuevo las caderas, trazando círculos con ellas.
—Me encanta. —Relajo los brazos y me agarro a su rostro, cogiéndole las mejillas entre las palmas mientras muevo las caderas una y otra vez.
Me impulso hacia adelante, pegamos nuestras frentes y la pasión de nuestras miradas se enfrenta.
—Esto debe de ser el cielo —susurra—. No tiene otra explicación. Pellízcame.
No lo pellizco. Asciendo y desciendo aferrándome a él con firmeza para dejarle bien claro que soy real. Mi determinación estimula mi confianza. La presión que siento mientras él me llena me hace perder la razón y me traslada a placenteros lugares que no sabía que existían. Ése es el efecto que tiene en mí y, a juzgar por los gemidos que escapan de sus labios, yo tengo el mismo en él. Me aparto sin dejar de moverme y de apretarlo con mis músculos para ver su rostro. Tiene el pelo alborotado. Húmedos mechones cubren su frente, y el sudor ha definido los suaves rizos de su nuca. Me encanta.
Me observa con los labios ligeramente entreabiertos y las sienes empapadas.
—¿En qué estás pensando? —me pregunta desplazando las manos a mis muslos—. Dime en qué piensas.
—Estoy pensando que sólo te quedan trece horas. —Los músculos de mi vagina se aferran firmemente a todo su miembro mientras hablo. Actúo de manera calculadora, pero estoy totalmente desinhibida.
Entorna los ojos y hace un leve puchero, y entonces el muy cabrón empuja hacia arriba, acabando en un segundo con mi chulería.
—Llevas aquí una hora como mucho. Me quedan quince.
—La cena ha durado dos horas —gruño. Se me empieza a nublar la mente, pero sigo moviéndome sin parar. El exquisito calor que se extiende por cada milímetro de mi piel me anuncia que ya llega.
—La cena no cuenta. —Desplaza la mano a mi pelo, me lo peina con los dedos y encuentra mi nuca bajo los mechones húmedos y salvajes—. Durante la cena no podía tocarte.
—¡Te estás inventando las normas sobre la marcha! —exclamo—. ¡Edward!
—¿Vas a correrte, Bella?
—¡Sí! Por favor, no me digas que no estás listo todavía —suplico apretando las piernas contra sus costados.
—Joder, siempre estoy listo para ti. —Se incorpora y va directo a mi cuello, atacándolo con la boca, besándolo y mordiéndolo—. Déjate llevar.
Y lo hago. Todos mis músculos se contraen. Grito. Echo la cabeza atrás, dejándola relajada libremente mientras tiemblo a su alrededor, con la mente hecha un amasijo de pensamientos alborotados.
—¡Joder! —grita, sorprendiéndome, incluso a pesar de mi estado de arrobamiento—. Bella, noto tus contracciones.
Guía mi cuerpo extasiado hacia él. Soy incapaz de responder, excepto por los músculos que continúan aferrándose a Edward dentro de mí con avaricia.
Alcanza el orgasmo con un sonoro gruñido y un incontrolado movimiento de caderas. Yo me limito a dejarlo hacer, confiando en que me sostenga.
—No tienes ni idea de lo que me haces sentir, Isabella Taylor. No tienes ni idea. Deja que te vea la cara. —Me ayuda a levantar la cabeza, pero no la mantengo erguida mucho tiempo. Mi pecho se desploma hacia adelante y lo obliga a apoyarse de nuevo contra la cabecera de la cama. Pero no se queja. Deja que me refugie en su cuello y permite que recupere el aliento—. ¿Estás bien? — pregunta con algo de sorna.
Soy incapaz de hablar, de modo que asiento. Acaricio sus bíceps mientras él me pasa la mano por la espalda. El único sonido que se oye es el de nuestra respiración agitada, principalmente la mía. Pero es cómodo. Es natural.
—¿Tienes sed?
Niego con la cabeza y me acurruco más en él, contenta de quedarme justo donde estoy y agradecida de que me lo permita.
—¿Te has quedado sin habla?
Asiento, pero entonces noto que se agita debajo de mí. Se está riendo, y necesito desesperadamente verle la cara, de modo que vuelvo a la vida, me despego de su pecho e introduzco su rostro en mi campo de visión. Está serio, y tiene los ojos abiertos como platos.
—¿Qué pasa? —pregunta preocupado, analizando mi expresión.
Hago acopio de todo el aire que tengo en los pulmones y lo uso para formar una frase:
—Te estabas riendo de mí.
—No me estaba riendo de ti. —Se pone a la defensiva, claramente pensando que me siento insultada, pero no es así. Estoy encantada, pero enfadada por habérmelo perdido.
—No es eso lo que quería decir. Nunca te he visto ni oído reír.
De repente, parece incómodo.
—Igual es porque no tengo muchos motivos para hacerlo.
Frunzo el ceño. Tengo la impresión de que Edward Masen no ríe muy a menudo. Apenas sonríe tampoco.
—Eres demasiado serio —digo, y suena más como una acusación que como una simple observación, que es lo que pretendía que fuera.
—La vida es seria.
—¿No te ríes en el pub con tus amigos? —pregunto, intentando imaginarme a Edward bebiéndose una pinta en algún local de mala muerte. La verdad es que no lo veo.
—No frecuento mucho los pubs. —Parece que mi pregunta lo haya ofendido.
—Y ¿qué hay de tus amigos? —insisto. La verdad es que me cuesta imaginarme a Edward riendo y bromeando con nadie, ya sea en un pub o en cualquier otro sitio.
—Me temo que estamos entrando en terreno personal —me suelta, y casi me atraganto al oírlo. ¿Después de todo lo que le he contado yo?
—Tú me has presionado para que te explique algo muy personal, y lo he hecho. Cuando alguien te hace una pregunta, es de buena educación responder.
—No, estoy en mi derecho de…
Lo corto poniendo los ojos en blanco dramáticamente y no consigo evitar que mi mano traviesa se deslice hasta su axila. Me observa con recelo. Sus ojos siguen mi mano hasta que empiezo a hacerle cosquillas.
Ni siquiera se inmuta. Sólo levanta las cejas con arrogancia.
—Me temo que no. —Su expresión seria pero presuntuosa no hace sino que insista en mi empeño, de modo que deslizo los dedos por su clavícula hasta su barbilla cubierta por su barba incipiente y lo ataco con dedos juguetones, sin ningún efecto. Se encoge de hombros—. No tengo cosquillas.
—Todo el mundo tiene en alguna parte.
—Yo no.
Entorno los ojos, mis dedos reptan hasta su estómago y se hunden ligeramente en la zona dura y musculada de su abdomen. Permanece impasible a mi estrategia. Suspiro.
—¿En los pies?
Niega con la cabeza despacio, y suspiro más profundamente.
—Ojalá te expresaras un poco más.
Vuelvo a subir a su altura y me acomodo a su lado, apoyando la cabeza en un codo flexionado mientras él imita mi postura.
—Creo que me expreso perfectamente. —Acerca la mano, coge un mechón de mi pelo rubio y empieza a enroscárselo en los dedos—. Me encanta tu pelo — dice mirando cómo juguetea lentamente con él.
—Es rebelde e incontrolable.
—Es perfecto. No te lo cortes nunca. —Apoya la mano en mi nuca y me acerca más a él para que sólo unos centímetros separen nuestros rostros.
No sé muy bien adónde mirar, si a los ojos o a los labios.
Elijo los labios.
—Me encanta tu boca —confieso, y me acerco un poco para posar la mía sobre ella. Mi confianza va en aumento, y cada vez me resulta más fácil expresarme con este hombre inexpresivo.
—A mi boca le encanta tu cuerpo —farfulla, atrayéndome hacia sí un poco más.
—A mi cuerpo le encantan tus manos —respondo, dejándome llevar por el relajado movimiento de su lengua.
—A mis manos les encanta cómo reaccionas a ellas.
Murmuro mientras desliza esas manos por mi vientre, hasta la cadera y por mis muslos. La suavidad de sus palmas desafía a su masculinidad. Son limpias, tersas y sin callosidades, lo que denota que nunca ha tenido que trabajar con las manos. Siempre viste trajes, siempre va impecable, y sus modales son asimismo impecables, incluida su temperamental arrogancia. Todo en Edward resulta inexplicable pero increíblemente seductor, y esa invisible atracción que me empuja constantemente hacia él es confusa y extraña, aunque es imposible resistirse a ella. Y en este momento, mientras me venera, me siente y me toma con tanta delicadeza, llego a la conclusión de que Edward Masen sí que se expresa. Se está expresando en este mismo momento. Es su manera de hacerlo. Puede que no ría o no sonría mucho, o que su rostro no sea muy expresivo a la hora de hablar o de decirme qué está pensando, pero todo su físico me transmite su estado emocional. Y no creo estar confundiéndolo por sentimientos, no sólo fascinación.
Me enfado un poco cuando interrumpe nuestro beso, se aparta, me mira en silencio y me coloca de nuevo contra su pecho.
—Duerme un poco, mi niña —susurra hundiendo la nariz en mis rebeldes rizos rubios.
No estoy acostumbrada a dormirme envuelta por un hombre, pero mientras siento su relajada respiración en mi oreja y lo oigo tararear esa suave melodía me sumerjo en un estado de duermevela con demasiada facilidad, y sonrío para mis adentros cuando noto que se aparta de mí y se levanta de la cama.
Va a ordenar la casa.
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