—¿Qué cojones estás haciendo aquí? —pregunto iracunda.
—Me ha invitado tu abuela. —Edward lleva un ramo de flores en los brazos y una bolsa de Harrods—. ¿Puedo pasar?
—No, no puedes. —Salgo y cierro la puerta para que mi abuela no oiga nuestra conversación—. ¿Qué crees que estás haciendo?
Mi estado de alteración no parece turbarlo lo más mínimo.
—Ser cortés y aceptar una invitación a cenar —dice muy serio—. Soy una persona con buenos modales.
—No. —Me acerco a él y mi estupefacción y exasperación rozan la furia. Esa maldita conspiradora…—. Lo que no tienes es vergüenza. Esto tiene que parar. Yo no quiero pasar veinticuatro horas contigo.
—¿Quieres pasar más?
Su pregunta me coge desprevenida y retrocedo con sorpresa.
—¡No! —«¿Cuánto más?»
—Vaya… —Parece inseguro, y es la primera vez que lo veo así.
Me pongo derecha y amusgo los ojos de manera inquisitiva.
—¿Y tú? —susurro la pregunta con el corazón en un puño, mi mente empieza a girar a toda velocidad.
Su inseguridad se transforma en frustración en un nanosegundo y hace que me pregunte si está frustrado conmigo o consigo mismo. Espero que sea lo segundo.
—Quedamos en dejar de lado lo personal.
—No, esa parte del trato la decidiste tú.
Levanta la vista, desconcertado.
—Lo sé.
—Y ¿sigue vigente? —pregunto, intentando desesperadamente parecer fuerte y segura de mí misma cuando en realidad me estoy derrumbando por dentro. Me preparo para su respuesta.
—Sigue vigente. —Su voz es firme, pero su expresión no. Aunque eso no me basta para hacerme ilusiones.
—Entonces, esto se ha terminado.
Doy media vuelta sobre mis Converse y obligo a mi cuerpo abatido a cruzar la puerta. Una vez dentro, me encuentro con mi abuela.
—Era un vendedor —digo cortándole el paso.
Mi plan no funcionará, lo sé. Ella lo ha invitado, y sabía perfectamente quién era desde el momento en que ha sonado el timbre.
Opongo poca resistencia cuando me aparta de su camino y dejo que abra la puerta. Edward se está alejando lentamente de la casa.
—¡Edward! —grita ella—. ¿Adónde crees que vas?
Él se vuelve y me mira. Por más que intento materializar una mirada amenazante en mi rostro, no sucede. Permanecemos mirándonos el uno al otro durante una eternidad, hasta que saluda a mi abuela con la cabeza.
—Le agradezco muchísimo la invitación, señora Taylor, pero…
—¡Ah, no! —Mi abuela no le da la oportunidad de darle excusas. Recorre el sendero, sin que la intimide lo más mínimo su alta y poderosa figura, lo agarra del codo y lo guía hasta casa—. He preparado una cena de rechupete, y vas a quedarte. —Empuja a Edward hacia el recibidor, que resulta demasiado estrecho para tres personas—. Dale tu chaqueta a Bella.
Mi abuela nos deja para volver a la cocina y empieza a ladrarle órdenes a George.
—Si quieres que me marche, me iré —dice él—. No quiero que te sientas incómoda. —No hace ademán de soltar las cosas que lleva en las manos, ni de quitarse la chaqueta—. Tu abuela es una mujer de armas tomar.
—Sí, lo es —contesto—. Y tú siempre haces que me sienta incómoda.
—Vente a casa conmigo y me pondré unos shorts.
Abro unos ojos como platos al recordarlo con el pecho desnudo y los pies descalzos.
—Eso no hizo que me sintiera cómoda —señalo. Ya lo sabe.
—Pero lo que te hice después de quitarme la ropa, sí. —Su mechón rebelde hace acto de aparición, como para reforzar sus palabras, haciéndolas más sugerentes. Me vuelvo al instante.
—Eso no va a volver a pasar.
—No digas cosas que no sientes, Bella —replica con voz suave.
Lo miro a los ojos y él se acerca. Las flores que sostiene rozan la parte delantera de mi vestido de tarde.
—Estás utilizando a mi abuela contra mí —exhalo.
—No me has dejado elección.
Entonces se agacha y pega sus labios a los míos, lo que envía una deliciosa oleada de calor a mi sexo que iguala la temperatura de su boca sobre la mía.
—Estás jugando sucio.
—Nunca he dicho que jugara siguiendo las reglas, Bella. Y, de todos modos, todas mis reglas fueron anuladas en el momento en que puse las manos sobre ti.
—¿Qué reglas?
—Las he olvidado.
Toma mi boca suavemente y empuja más las flores contra mi pecho. El celofán que las envuelve cruje sonoramente, pero estoy demasiado extasiada como para que me importe que el ruido atraiga la atención de mi curiosa abuela.
Mis sentidos están saturados, me hierve la sangre, y de repente recuerdo todas esas increíbles cosas que Edward me hace sentir.
—Siénteme —gime contra mi boca.
Sin pensarlo, mi mano se desliza lentamente entre nuestros cuerpos, más allá de las flores y de la bolsa de Harrods, hasta que mis nudillos rozan su miembro largo y duro. El profundo gruñido que emite me envalentona, y giro la mano para sentirlo, acariciarlo y apretarlo por encima del pantalón.
—Eso lo provocas tú —dice con los dientes apretados—. Y, mientras sigas haciéndolo, estás obligada a remediarlo.
—No pasaría si no me vieras —contesto, y le muerdo el labio, sin reparar en su arrogante declaración.
—Bella, se me pone dura sólo de pensar en ti. Verte hace que me duela. Esta noche te vienes a casa conmigo, y no acepto un no por respuesta. —Su boca se pega con fuerza a la mía.
—Esa mujer estaba contigo otra vez.
—¿Cuántas veces tenemos que hablar de eso?
—¿Con qué frecuencia vas a comprar ropa con tus socias? —pregunto pegada a sus labios implacables.
Se aparta, jadeando y con el pelo revuelto. Sus ojos azules acabarán conmigo.
—¿Por qué no confías en mí?
—Eres demasiado reservado —susurro—. No quiero que tengas ese control sobre mí.
Se inclina y me besa la frente con ternura, con cariño. Sus palabras no coinciden con sus acciones. Me resulta muy confuso.
—No es control si tú aceptas, mi niña.
Sería tremendamente estúpido por mi parte confiar en este hombre. Ya no es sólo por la mujer; mi conciencia parece bastante dispuesta a pasarla por alto. Es mi destino. Mi corazón. Me estoy colando por él demasiado y demasiado rápido.
Se aparta, echa un vistazo a su entrepierna, se coloca el miembro en su sitio y recobra la compostura.
—Tengo que enfrentarme a una dulce ancianita de esta manera, y todo por tu culpa. —Levanta sus ojos casi traviesos hasta los míos y me deja fuera de juego una vez más. Ésa es otra expresión de Edward Masen que me resulta ajena—. ¿Preparada? —pregunta, y desliza la mano por mi nuca, me da la vuelta y me dirige hacia la cocina.
No, no creo estar preparada, pero digo que sí de todas formas, consciente de lo que voy a encontrarme en la cocina. Y no me equivoco. Mi abuela sonríe con suficiencia y a George se le salen los ojos de las órbitas al ver a Edward guiándome. Señalo con la mano al hombre que sufre a mi abuela. —Edward, éste es George, el amigo de mi abuela.
—Un placer. —Edward descarga las flores y la bolsa en lugar de soltarme a mí, acepta la mano que le ofrece George y le da un firme y masculino apretón—. Lleva puesta una camisa muy elegante, George —dice señalando con un gesto la camisa de rayas del anciano.
—Sí, yo también lo creo —coincide George pasándose la mano por el pecho.
No sé cómo no me he dado cuenta antes, pero George se ha puesto sus mejores galas, que normalmente suele reservar para ir al bingo o a la iglesia. Mi abuela es de lo que no hay. La observo y veo que lleva puesto su vestido de botones de flores, que también suele reservar para los domingos. Miro mi propia ropa y veo que voy hecha un desastre, con el vestido de tarde arrugado y mis Converse rosa intenso, y de repente me siento incómoda vestida así.
—Voy un momento arriba al cuarto de baño —digo.
Sin embargo, no voy a ir a ninguna parte hasta que Edward me suelte, y no parece tener mucha prisa por hacerlo. Al contrario, recoge el ramo, una masa de rosas amarillas, y se las entrega a mi abuela, seguidas de la bolsa de Harrods.
—Son sólo unos detalles para agradecerle su hospitalidad.
—¡Vaya! —Mi abuela hunde la nariz en el ramo y, a continuación, la cabeza en la bolsa—. ¡Anda, caviar! ¡Mira, George! —Deja las rosas sobre la mesa y le muestra a George el minúsculo tarro—. Setenta libras por esta cosita —susurra, pero no entiendo por qué, porque estamos a sólo unos centímetros de distancia y yo la oigo perfectamente. Qué vergüenza. Su refinamiento ha pasado a la historia, al igual que su decoro.
—¿Setenta pavos? —George casi se atraganta—. ¿Por unas huevas de pescado? ¡Que Dios nos coja confesados!
Deseo que se me trague la tierra, y entonces siento que Edward empieza a masajearme la nuca por encima del pelo.
—Voy un momento al baño —repito, y me quito de encima su mano.
—Edward, no deberías haberte molestado. —Mi abuela saca entonces de la bolsa una botella de Dom Pérignon y se la enseña a George con la boca abierta.
—Ha sido un placer.
—Bella —me llama mi abuela, y me vuelvo de nuevo hacia la mesa—. ¿Te has ofrecido a guardarle la chaqueta a Edward?
Lo miro con aire cansado, le ofrezco una sonrisa exageradamente empalagosa y digo:
—¿Desea que le guarde la chaqueta, caballero? —Evito la reverencia, y detecto un divertido brillo en sus ojos.
—Por favor. —Se quita la prenda y me la entrega. Yo me maravillo al ver su pecho cubierto por la camisa y el chaleco. Sabe que lo estoy mirando, imaginando su torso desnudo. Se inclina y acerca la boca a mi oreja—: No me mires así, Bella —me advierte—. Bastante me cuesta contenerme ya.
—No puedo evitarlo —respondo sinceramente en voz baja.
Me marcho de la cocina y me abanico la cara antes de colocar su chaqueta sobre la mía en el perchero. La aliso bien y subo la escalera, entro en mi cuarto y corro como una posesa. Me desnudo, me echo desodorante, me cambio de ropa y me retoco el maquillaje. Me miro en el espejo y pienso en lo lejos que estoy de la socia de Edward. Pero ésta soy yo. Si pega con mis Converse, tiene probabilidades, y mi vestido camisero blanco, estampado con capullos de rosa roja, pega con mis Converse rojo cereza perfectamente. Hay otra mujer, y lo que más me preocupa es mi capacidad para pasar por alto la obviedad de la situación. Lo deseo. No sólo ha minado mi sentido común, sino también mi racionalidad.
Me doy un buen bofetón mental, me atuso la masa de pelo rubio y corro abajo, preocupada de repente por lo que mi abuela y George puedan estar contándole a Edward.
No están en la cocina. Retrocedo y me dirijo al salón, pero éste también está vacío. Entonces oigo voces en el comedor; el comedor, que sólo se usa para ocasiones muy especiales. La última vez que comimos ahí fue cuando cumplí la mayoría de edad, hace ya más de tres años. A ese tipo de ocasiones especiales me refiero. Me dirijo a la puerta de roble teñido, me asomo y veo la enorme mesa de caoba que preside la habitación dispuesta de una manera preciosa, con toda la vajilla Royal Doulton de mi abuela, las copas de vino de cristal tallado y la cubertería de plata.
Y ha sentado al enemigo de mi corazón presidiendo la mesa, donde nadie ha tenido el placer de sentarse antes. Ése era el lugar que ocupaba mi abuelo, y ni siquiera George ha tenido el honor.
—Aquí la tenemos. —Edward se levanta y aparta la silla vacía que hay a su izquierda—. Ven, siéntate.
Me acerco lenta y pensativamente, sin hacer caso de la cara de alegría de mi abuela, y tomo asiento.
—Gracias —digo mientras Edward me acerca a la mesa antes de volver a sentarse a mi lado.
—Te has cambiado —observa, y gira el plato que tiene delante unos milímetros en el sentido de las agujas del reloj.
—El otro estaba muy arrugado.
—Estás preciosa —sonríe, y casi me desmayo al ver ese encantador hoyuelo que raras veces aparece.
—Gracias —exhalo.
—De nada.
No me quita los ojos de encima, y aunque yo también lo miro fijamente, sé que mi abuela y George nos están observando.
—¿Vino? —pregunta mi abuela interrumpiendo nuestro momento. Edward aparta los ojos de los míos y yo siento un instantáneo rencor hacia mi abuela.
—Por favor, permítame. —Edward se incorpora y yo levanto la vista al tiempo que lo sigo.
Mis ojos parecen elevarse eternamente, hasta que su cuerpo está por fin totalmente derecho. No se inclina por encima de la mesa para alcanzar el vino. No. La rodea, saca la botella de la cubitera y permanece a la derecha de mi abuela para servirlo.
—Muchísimas gracias —dice ella, y le lanza a George una mirada de entusiasmo con los ojos abiertos como platos.
Después vuelve sus ojos azul marino hacia mí. Se está emocionando demasiado, tal y como imaginaba, y eso me preocupa en los breves momentos en los que aparto la vista de Edward. Como en éste, que mi abuela me mira sonriente, entusiasmada con la presencia de nuestro invitado y con sus magníficos modales.
Edward rodea de nuevo la mesa, también le llena la copa a George y después llega hasta mí. No me pregunta si quiero un poco; me sirve directamente, a pesar de que sabe que he rechazado educadamente toda clase de alcohol cada vez que me lo ha ofrecido. No voy a fingir que no lo sabe. Es demasiado listo…, demasiado listo.
—Bien. —George se levanta cuando Edward toma asiento—. Haré los honores. —Coge el cuchillo de trinchar y empieza a rebanar con maestría la obra de arte de mi abuela—. Marie, esto tiene un aspecto espectacular.
—Cierto —coincide Edward. Bebe un trago de vino y coloca de nuevo la copa sobre la mesa, apoyando la base del cristal en la palma de su mano, y sosteniéndola entre los dedos índice y corazón.
Observo su mano detenidamente, me concentro en ella, y aguardo. Ahí está. Es un movimiento minúsculo, pero hace girar la copa un pelín a la derecha. Probablemente nadie se haya percatado excepto yo. Sonrío, levanto la vista y veo que está mirando cómo lo observo.
Ladea la cabeza y me mira con recelo pero con un intenso brillo en los ojos.
—¿Qué pasa? —dice, y sus palabras desvían mi atención hacia sus labios.
El muy cabrón se los lame, y el gesto me impulsa a coger mi copa y a dar un sorbo. Lo que sea con tal de distraerme. Cuando trago, me doy cuenta de lo que he hecho, y el extraño sabor hace que me estremezca mientras el líquido desciende por mi garganta. Dejo la copa en la mesa demasiado bruscamente, y sé que Edward acaba de mirarme con curiosidad.
Una porción de solomillo Wellington aterriza entonces en mi plato.
—Échate patatas y zanahorias, Bella —dice mi abuela mientras sostiene su plato para que George le sirva una porción de pastel de hojaldre—. A ver si engordas un poco.
Me pongo unas pocas zanahorias y patatas en el plato y después le sirvo a Edward.
—No necesito engordar.
—No pasaría nada si engordases unos kilos —declara Edward, y lo miro indignada justo cuando George termina de llenar su plato de carne—. Sólo era una observación.
—Gracias, Edward —dice mi abuela con suficiencia mientras levanta su copa para celebrar que están de acuerdo—. Siempre ha estado muy flaca.
—Soy delgada, no flaca —replico.
Le lanzo a Edward una mirada de advertencia y percibo una leve sonrisa en su rostro. En un infantil impulso de vengarme, alargo discretamente la mano y, como quien no quiere la cosa, empiezo a hacer girar su copa de vino por el tallo y la muevo unos milímetros hacia mí.
—¿Te gusta? —pregunto señalando con la cara el bocado de carne que tiene ensartado en el tenedor.
—Está delicioso —confirma. Apoya su cuchillo en el plato perfectamente en paralelo con el borde de la mesa, pone la mano sobre la mía, me la aparta lentamente y recoloca la copa en su sitio. Recoge de nuevo el cuchillo y sigue cenando—. El mejor solomillo Wellington que he probado en mi vida, señora Taylor.
—¡Tonterías! —Mi abuela se pone colorada, cosa rara en ella, pero el enemigo de mi corazón se está ganando, también, el suyo—. Ha sido facilísimo.
—Pues no lo parecía —refunfuña George—. Has estado toda la tarde de los nervios, Marie.
—¡No es verdad!
Empiezo a picotear las zanahorias y a masticar lentamente mientras oigo discutir a mi abuela y a George y, con la otra mano, muevo la copa de Edward otra vez. Él me mira con el rabillo del ojo, coloca el cuchillo sobre el plato de nuevo, reclama su copa y la pone donde tiene que estar. Estoy conteniendo la risa. Es maniático hasta para comer. Corta la comida en trozos perfectos y se asegura de que todos los dientes del tenedor estén ensartados en cada trozo en un ángulo perfecto antes de llevárselo a la boca. Mastica muy despacio. Todo lo hace de una manera tremendamente estudiada, y resulta cautivador. Mi mano repta por la mesa de nuevo. Me intriga esa necesidad obsesiva de tenerlo todo ordenado, pero esta vez no logro alcanzar la copa. Edward intercepta mi mano a medio camino y me la sostiene, haciendo que parezca un acto de amor. Me la coge firmemente, aunque sólo la persona que está recibiendo el apretón se da cuenta. Y esa persona resulto ser yo. Es un apretón severo, un apretón de advertencia. Me está riñendo.
—¿A qué te dedicas, Edward? —pregunta mi abuela para mi satisfacción.
Eso, ¿a qué se dedica Edward Masen? Dudo que a mi dulce abuelita le diga que no quiere entrar en temas personales cuando está presidiendo su mesa.
—No quiero aburrirla con eso, señora Taylor. Resulta tedioso.
Me equivocaba. No le ha dado largas directamente, pero ha sabido esquivar el tema.
—A mí me gustaría saberlo —insisto en un ataque de valentía.
El apretón de su mano se intensifica. Pestañea lentamente y después levanta la vista poco a poco.
—No me gusta mezclar los negocios con el placer, Bella, ya lo sabes.
—Eso es algo muy sensato —farfulla George con la boca llena mientras señala a Edward con el tenedor—. Yo me he guiado siempre por ese principio.
La mirada de Edward y sus palabras anulan mi arrojo. No soy más que una operación comercial para él, un trato, un acuerdo o un convenio. El nombre es lo de menos, el significado no varía. De modo que, técnicamente, las palabras de Edward no son más que un montón de gilipolleces.
Doblo la mano que me está atrapando y él afloja al tiempo que levanta las cejas.
—Deberías comer —dice—. Está delicioso.
Libero mi mano, obedezco su orden y continúo cenando, aunque no me siento en absoluto cómoda. Edward no debería haber aceptado la invitación de mi abuela. Esto entra dentro de lo personal. Está invadiendo mi intimidad, mi seguridad. Fue él quien dejó clara su intención de que esto fuese sólo algo físico, pero aquí está, colándose en mi mundo, un mundo pequeño, pero mío al fin y al cabo. Y eso sobrepasa los límites de lo físico.
Justo mientras pienso eso, siento que me roza la rodilla con la pierna y salgo de mis divagaciones para volver a la mesa. Lo miro al tiempo que intento comer, veo cómo mira a mi abuela y escucha con atención cómo habla sin parar. No sé qué le está contando, porque lo único que oigo es la reproducción en bucle de las palabras de Edward: «Y, mientras sigas haciéndolo, estás obligada a remediarlo… Todas mis reglas fueron anuladas en el momento en que puse las manos sobre ti…».
¿Qué reglas?, y ¿durante cuánto tiempo le haré eso? Quiero causar un efecto en él. Quiero hacer que su cuerpo me responda del mismo modo que el mío responde al suyo. Una vez superado el impedimento moral que intentaba alejarme de su potencia, todo resulta muy fácil, demasiado fácil…, alarmantemente fácil.
—Esto estaba de rechupete, Marie —declara George, y el ruido de sus cubiertos contra el plato interrumpe el lejano murmullo de la conversación. Regreso al presente, donde sigue Edward, y mi abuela mira con el ceño fruncido a su amigo por su torpeza—. Lo siento —dice el anciano tímidamente.
—Si me disculpan… —Edward coloca sus cubiertos con cuidado en el plato vacío y se limpia la boca con unos toquecitos de su servilleta bordada—. ¿Le importa que use su cuarto de baño?
—¡Por supuesto que no! —exclama mi abuela—. Es la puerta que está nada más subir la escalera.
—Gracias. —Se levanta, dobla la servilleta y la coloca junto a su plato. Después arrima la silla a la mesa y abandona el comedor.
Los ojos de mi abuela siguen a Edward mientras sale de la habitación.
—Menudos bizcochitos tiene —murmura en cuanto desaparece de nuestra vista.
—¡Abuela! —exclamo, muerta de vergüenza.
—Prietos, perfectos… Bella, tienes que cenar con ese hombre.
—¡Abuela, compórtate! —Miro mi plato y veo que apenas he tocado la carne. Soy incapaz de comer. Me siento como si estuviera en trance—. Yo recojo la mesa —digo, y estiro el brazo para retirar el plato de Edward.
—Yo te ayudo. —George hace ademán de levantarse, pero apoyo la mano en su hombro y presiono ligeramente para indicarle que se quede sentado.
—Tranquilo, George. Ya lo hago yo.
No insiste. Se queda sentado y empieza a rellenar las copas de vino.
—¡Trae la tarta de piña! —exclama mi abuela.
Con un montón de platos apilados, me dirijo a la cocina, ansiosa por escapar de la persistente presencia de Edward, incluso a pesar de que ya no está en el comedor. No he contestado que no cuando me ha dicho que me iré con él a su casa esta noche, y debería haberlo hecho. ¿Qué voy a contarle a mi abuela? Es imposible negar el hecho de que él es la causa de mis recientes cambios de humor. Nunca había tenido semejante cacao mental. El control se me escapa de las manos, nada tiene sentido, y no estoy acostumbrada a estas sensaciones. Pero lo que más me desconcierta de todo es el hombre que es la causa de mi descarrilamiento. Un hombre atractivo e insondable que anuncia sufrimiento a todos los niveles.
Físico.
Sin sentimientos.
Sin emociones.
Sólo una noche.
Veinticuatro horas de las cuales todavía le debo dieciséis, el doble de lo que ya he experimentado. El doble de sensaciones y deseos…, el doble de dolor una vez hayan pasado.
—Casi puedo oírte pensar.
Doy un respingo y me vuelvo, todavía con la pila de platos en la mano.
—Qué susto me has dado —exhalo mientras coloco la vajilla sobre la encimera.
—Discúlpame —dice con sinceridad acercándose a mí. Retrocedo sin pretenderlo—. ¿Estás rumiando demasiado las cosas otra vez?
—Yo lo llamo ser prudente.
—¿Prudente? —pregunta ya delante de mí—. Yo no lo llamaría así.
Lo miro, aunque intento por todos los medios evitar sus ojos.
—¿Ah, no?
—No. —Me agarra suavemente de la barbilla y me anima a mirarlo—. Yo lo llamo ser tonta.
Nuestros ojos conectan, al igual que nuestros labios cuando posa los suyos sobre los míos. Evitar a Edward Masen no tendría nada de tonto.
—No consigo interpretarte —digo en voz baja, pero mis palabras no hacen que se aparte preocupado.
—No quiero que me interpretes, Bella. Quiero ahogarme en el placer que me proporcionas.
Me fundo con él, a pesar de que sus palabras no han hecho sino ratificar lo que yo ya sabía. Yo también quiero ahogarme en el placer que él me proporciona, pero no quiero sentir lo que sentiré después. No podré soportarlo.
—Estás haciendo esto muy difícil.
Su brazo me rodea la cintura y asciende hasta que alcanza mi nuca.
—No, lo estoy haciendo muy simple. Rumiar las cosas es lo que las complica, y tú lo estás haciendo. —Me besa en la mejilla y hunde la nariz en mi cuello—. Deja que te lleve a la cama.
—Si lo hago, estaré en una posición en la que me juré no estar jamás.
—¿Cuál?
Empieza a besarme delicadamente el cuello, y lo hace porque sabe que tengo sentimientos encontrados. Es muy listo. Está confundiendo mis sentidos y, peor todavía, mi mente.
—A merced de un hombre.
Advierto que sus labios se detienen un instante; no me lo estoy imaginando. Se aparta del refugio de mi cuello y me observa pensativamente. Pasa mucho tiempo, el suficiente como para que mi mente se entretenga reviviendo las caricias que me ha regalado, los besos que hemos compartido y la pasión que hemos creado entre los dos. Es como si lo estuviera viendo todo en sus ojos, y hace que me pregunte si él también estará reviviendo esos momentos. Finalmente, eleva la mano y me acaricia la mejilla con suavidad utilizando los nudillos.
—Bella, si hay alguien a merced de alguien aquí, ése soy yo. —Desvía la mirada hacia mis labios y se aproxima de nuevo, sin que yo haga nada para detenerlo.
Yo no veo a un hombre a mi merced. Veo a un hombre que quiere algo y que parece estar dispuesto a todo para conseguirlo.
—Deberíamos volver a la mesa. —Intento separarme de él apartando la cara.
—No hasta que me digas que vas a venirte conmigo. —De repente, me levanta del suelo y me sienta sobre la encimera. Apoya las manos sobre mis muslos, se inclina hacia mí y me mira, esperando a que acceda—. Dilo.
—No quiero.
—Claro que quieres. —Pega su nariz a la mía—. Jamás habías querido algo tanto en toda tu vida. Tiene razón, pero eso no hace que sea algo inteligente.
—Estás muy seguro de ti mismo.
Mueve la cabeza y una leve sonrisa asoma a sus labios, y alarga la mano para rozarme el labio inferior con su pulgar.
—Puede que estés intentando convencernos a los dos con palabras, pero todo lo demás me indica lo contrario. —Se mete el dedo en la boca, lo chupa y me lo pasa por el cuello, sobre el pecho, y desciende hasta mi estómago para desaparecer por debajo de mi vestido y entre mis piernas. La mandíbula y mi espalda se tensan, mi sexo empieza a latir, ansiando su tacto. Mi cuerpo me traiciona a todos los niveles, y lo sabe—. Creo que aquí encontraré calor. — Acerca el dedo unos milímetros al vértice de mis muslos y yo echo la cabeza hacia adelante hasta pegarla a su frente—. Y creo que aquí encontraré humedad —susurra, y desliza el dedo por dentro de mis bragas, extendiendo esa humedad —. Creo que, si te lo meto, tus ansiosos músculos se aferrarán a él y no lo soltarán jamás.
—Hazlo. —Las palabras brotan de mi boca sin pensar, mis manos se elevan y se agarran de sus brazos—. Hazlo, por favor.
—Haré lo que quieras que haga, pero lo haré en mi cama. —Me besa con fuerza en los labios. Después aparta la mano y me baja el dobladillo del vestido —. Soy una persona con educación. No voy a faltarle al respeto a tu abuela tomándote aquí. ¿Crees que podrás controlarte mientras nos comemos la tarta de piña?
—¿Que si puedo controlarme yo? —susurro casi sin aliento, mirando hacia su entrepierna. No necesito verlo para saber que está ahí. Está empalmado y se está restregando contra mi pierna.
—A mí me cuesta, créeme. —Se la recoloca y me baja de la encimera. Después me echa el pelo sobre los hombros—. A ver a qué velocidad soy capaz de comer tarta de piña. ¿Quieres prepararte un neceser o algo para pasar la noche?
No, la verdad es que no quiero. Lo que quiero es que se olvide de su educación. Intento en vano recobrar la compostura, pero todo el calor que siento entre las piernas me sube al rostro al pensar en tener que mirar a la cara a mi abuela y a George.
—Cogeré algunas cosas después del postre.
—Como prefieras.
Me agarra de la nuca y me saca de la cocina. La calidez de su mano intensifica mi deseo. Necesito tenerlo. Necesito a este hombre enigmático que un momento se conduce de una manera tan correcta y al siguiente contradice toda su caballerosidad. Es un fraude, eso es lo que es.
Un actor.
Un presuntuoso disfrazado de caballero.
Lo que lo convierte en el peor enemigo que mi corazón podría haber encontrado.
—¡Aquí están! —mi abuela aplaude y se levanta—. ¿Y la tarta de piña?
—¡Ay! —Hago ademán de girar sobre mis talones, pero entonces me doy cuenta de que, con Edward agarrándome todavía con fuerza de la nuca, no voy a ir a ninguna parte.
—Bueno, da igual —dice mi abuela haciendo un gesto con la mano en dirección a mi silla vacía—. Siéntate, ya la traigo yo.
Edward prácticamente me sienta sobre la silla y me acerca a la mesa, casi como si tuviera la compulsión de colocarme de esa manera, del mismo modo que lo hace con todo lo que toca.
—¿Estás cómoda?
—Sí, gracias.
—De nada. —Toma asiento a mi lado y lo ordena todo en su sitio antes de coger su copa de vino recientemente descolocada y de dar un lento sorbo.
—¡Vaya! ¡Tarta de piña! —George se frota las manos y se relame—. ¡Mi preferida! Edward, prepárate para morir de placer.
—¿Sabes, George? Hemos comprado la piña en Harrods. —No debería estar contándole esto. Mi abuela me va a matar, pero ella no es la única que sabe hacer de casamentera—. Ha pagado quince libras por ella, y eso ha sido antes de que invitara a Edward a cenar.
George abre la boca con sorpresa, pero después una sonrisa pensativa que me enternece profundamente se dibuja en su rostro.
—Tu abuela sabe cómo mimar a un hombre. Es una mujer maravillosa, Bella. Una mujer maravillosa.
—Lo es —coincido en voz baja. Es terriblemente puñetera, pero es maravillosa.
—¡Tarta tatín de piña! —exclama ella con orgullo entrando con la bandeja de plata en las manos. La coloca en el centro de la mesa y todo el mundo alarga el cuello para admirar su obra de arte—. Es la que mejor me ha salido hasta la fecha. ¿Quieres probarla, Edward? —pregunta.
—Me encantaría, señora Taylor.
—Está tan rica que te la tragarás en un santiamén —digo como quien no quiere la cosa, y cojo la cuchara y miro a Edward.
Él acepta el cuenco que le pasa mi abuela, lo coloca sobre la mesa y lo gira unos milímetros en el sentido de las agujas del reloj.
—No me cabe la menor duda.
No me mira, y tampoco empieza a comer. Se espera educadamente a que mi abuela sirva a todo el mundo, se siente y coja su cuchara. Sus modales no le permiten cumplir su sugerencia de que iba a comérsela rápidamente. No puede evitarlo.
Entonces, levanta la cuchara, la hunde en la tarta y separa un pedazo. La recoge con una precisión perfecta y se la mete en la boca. Mis ojos siguen su cuchara desde el cuenco hasta sus labios mientras la mía permanece suspendida delante de mí. Todo su ser es como un imán tremendamente potente para mi mirada, y empiezo a dejar de intentar resistirme a él. Por lo visto, mis ojos lo ansían tanto como mi cuerpo.
—¿Estás bien? —pregunta al observar que sigo mirándolo mientras da otro bocado. Ni siquiera saber que se ha dado cuenta de que lo estoy mirando embobada consigue que deje de hacerlo.
—Sí, perfectamente. Estaba pensando que nunca había visto a nadie comerse las tartas de mi abuela tan despacio.
Me sorprendo de mi propia insinuación, y el hecho de que Edward empiece a toser y se lleve la mano a la boca es un indicativo de que él también se ha sorprendido. Me alegro. Tengo la sensación de que voy a tener que igualar su aplomo si voy a dedicarle otras dieciséis horas, así que más me vale ir empezando ya.
—¿Estás bien? —El tono de preocupación de mi abuela casi me rompe los tímpanos. Estoy segura de que también se reflejará en su rostro, pero no la miro para comprobarlo, porque ver a Edward alterado es una novedad demasiado emocionante como para perdérsela.
Termina de masticar, deja la cuchara y se limpia la boca.
—Disculpadme. —Coge su copa y me observa mientras la eleva hasta sus labios—. Las cosas deliciosas hay que saborearlas despacio, Bella.
Bebe un trago de vino, y yo siento cómo su pie repta por mi pierna por debajo de la mesa. Me sorprendo a mí misma cuando le regalo una sonrisa secreta y mantengo la compostura.
—La verdad es que está deliciosa, abuela —digo imitando a Edward. Después me llevo una cucharada a la boca, mastico lentamente, trago lentamente y me relamo lentamente. Y sé que mi descaro tiene el efecto deseado, porque noto que su furiosa mirada azul me abrasa la piel—. ¿Te ha gustado, George?
—¡Y que lo digas! —El anciano se acomoda sobre el respaldo de su silla y se frota la barriga con cara de satisfacción—. Creo que voy a tener que desabrocharme el botón del pantalón.
—¡George! —exclama mi abuela, y le da una palmada en el brazo—. Estamos a la mesa.
—Normalmente no te importa —gruñe él.
—Sí, pero hoy tenemos un invitado.
—Ésta es su casa, señora Taylor —interviene Edward—. Y yo he tenido el privilegio de ser invitado a ella. Ha sido el mejor solomillo Wellington que he tenido el placer de degustar en toda mi vida.
—¡Uy! —Mi abuela hace un gesto con la mano para quitarle importancia—. Eres demasiado amable, Edward.
Lo que es es un pelota.
—¿Estaba más bueno que mi café? —No paro de soltarle pullitas a diestro y siniestro, pero no puedo evitarlo.
—Tu café no se parecía a nada que hubiera probado antes —responde tranquilamente, y me mira con las cejas levantadas—. Espero que tengas uno preparado para mí mañana por la tarde para cuando me pase.
Sacudo la cabeza con una sonrisa divertida, disfrutando de nuestro intercambio privado.
—Un americano, con cuatro expresos, dos de azúcar y lleno hasta la mitad.
—Lo estoy deseando. —Insinúa ligeramente la sonrisa que tanto ansío ver de nuevo. Esa que sólo he visto unas pocas veces desde que lo conozco—. Señora Taylor, ¿tiene alguna objeción en que le pida a Isabella que venga a tomar algo a mi casa?
Me quedo pasmada con su seguridad, y ¿por qué no me lo ha preguntado a mí? de todos modos, mi abuela jamás se negaría. No, probablemente se pondrá a buscar desesperadamente un picardía en mi cajón de la ropa interior para metérmelo en la mochila cuando salga. Y buscará en vano.
—Me encantaría —contesto, evitando así que otro tome la decisión por mí. Ya soy mayorcita. Tomo mis propias decisiones. Soy dueña de mi propio destino.
—Es muy caballeroso por tu parte el haber preguntado. —La emoción de mi abuela es evidente, pero me parte el alma. Se está haciendo ilusiones basándose en lo poco que sabe del hombre que hay sentado a su mesa. Si supiera toda la historia le daría algo—. Ya recogeremos esto nosotros, ¡vosotros marchaos y divertíos!
Antes de que pueda dejar siquiera la cuchara sobre la mesa, Edward retira mi silla y me encuentro de pie y en camino hacia el lado de la mesa donde están mi abuela y George.
—Señora Taylor, gracias.
—¡No hay de qué! —Mi abuela se levanta y deja que Edward le dé un beso en ambas mejillas mientras ella me hace un gesto abriendo los ojos como platos—. Ha sido una velada fantástica.
—Coincido —responde él, ofreciendo su mano libre a George—. Ha sido un placer conocerlo, George.
—Igualmente. —George se levanta, se sitúa junto a mi abuela y aprovecha la oportunidad, ahora que está de buen humor, de pasarle el brazo alrededor de la cintura—. Una noche estupenda. —Acepta la mano de Edward.
Suplico para mis adentros que se den prisa con las cortesías de despedida. La cena ha sido un proceso terriblemente largo de insinuaciones y tocamientos secretos. El deseo acumulado que siento me resulta extraño y bastante perturbador, pero la acuciante necesidad de liberarlo está bloqueando toda mi inteligencia, y tengo mucha inteligencia que bloquear. Soy una mujer lista…, excepto cuando Edward anda cerca.
Siento cómo el relajante masaje de sus dedos en mi nuca fulmina esa inteligencia. No voy a intentar buscarla porque hace tiempo que me ha abandonado, dejándome vulnerable y desesperada.
Beso a mi abuela y a George y dejo que Edward me guíe para salir del salón. No me suelta para coger su chaqueta del perchero. Después descuelga la mía también.
—¿Quieres coger algo?
—No —me apresuro a responder. No quiero retrasar aún más las cosas.
No discute. Abre la puerta de casa y me empuja hacia adelante. Abre su coche, me coloca en el asiento, cierra y se dirige a su puerta rápidamente para subirse. Arranca el motor y se aleja suavemente del bordillo. Miro hacia mi casa y veo que las cortinas se mueven. Me imagino la conversación que estarán teniendo mi abuela y George en estos momentos, pero ese pensamiento se disipa en cuanto Enjoy the Silence de Depeche Mode suena a través de los altavoces, y frunzo el ceño al recordar que él me dijo que hiciera precisamente eso.
—Has sido una niña muy mala durante la cena, Bella.
Me vuelvo hacia él. «¿Mala? ¿Yo?»
—Has sido tú quien me ha acorralado en la cocina —le recuerdo.
—Estaba asegurando mis perspectivas para la noche.
—¿Es eso lo que soy? ¿Una perspectiva?
—No, tú eres un resultado predecible —dice con la vista en la calzada y el semblante muy serio. ¿Es consciente de lo que me está diciendo?
—Haces que parezca una furcia. —Aprieto los dientes y los puños, y mi deseo desaparece en un segundo al pronunciar esas palabras. Puede que me haya saltado todas mis reglas en las últimas semanas, pero no soy, ni seré nunca, una furcia—. Llévame a casa, por favor.
Gira a la izquierda, y lo hace con tal brusquedad que me obliga a agarrarme a la puerta. De repente estamos circulando por un callejón repleto de plataformas de carga y descarga para los establecimientos que hay a ambos lados. Es oscuro, tenebroso y no hay ni un alma.
—Tú eres mi resultado predecible, Bella. Sólo mío, de nadie más. —Se detiene, a continuación se desabrocha el cinturón, después el mío, me levanta de mi asiento dentro del coche y me coloca sobre su regazo.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto desconcertada. La canción hace que me estremezca mientras continúa invadiendo mis oídos al tiempo que Edward invade todos mis demás sentidos.
La vista.
El olfato.
El tacto.
Y, pronto, el gusto.
Mueve el asiento hacia atrás para tener más espacio para levantarme el vestido hasta la cintura.
—Estoy haciendo lo que me has estado suplicando que haga durante toda la cena.
—No estaba suplicando nada. —Mi voz se ha transformado en un ronco susurro. No la reconozco.
—Bella, claro que suplicabas. Levanta un poco —ordena cogiéndome de las caderas para animarme a hacerlo.
No opongo resistencia. Me apoyo en mis rodillas y me elevo.
—Creía que querías esperar a meterme en tu cama.
—Y lo habría hecho si no hubieses estado tentándome y torturándome sin parar durante la última hora. No soy de piedra. —Un condón aparece de ninguna parte. Lo sostiene entre los dientes mientras se desabrocha los pantalones—. Sé que esto es muy cutre, pero de verdad que no puedo aguantar más.
Libera su miembro, duro y dispuesto, y se apresura a abrir el envoltorio con los dientes y a colocárselo. Me he quedado sin aliento. Tengo las manos apoyadas en el respaldo del asiento, a ambos lados de su cabeza, y estoy totalmente extasiada mirando cómo se lo enfunda. Oleadas de calor me apuñalan en el vientre y descienden hasta mi entrepierna. Le ruego mentalmente que se dé prisa. He perdido el control y mi impaciencia es evidente, y más después de levantar la mirada y encontrarme de frente con sus ojos azules nublados y sus labios entreabiertos y húmedos.
Aparta a un lado mis bragas de algodón y se guía hasta mi abertura, rozando el interior de mi muslo y haciéndome exhalar.
—Baja despacio —susurra, colocando ahora la mano en mi cadera.
Intento resistir la tentación de bajar de golpe y empiezo a descender centímetro a centímetro, dejando escapar todo el aire de mis pulmones. Echo la cabeza atrás y hundo los dedos en la piel del asiento detrás de él.
—¡Edward!
—¡Joder! —gruñe. Noto que le tiemblan las caderas—. Jamás había sentido nada igual. No te muevas.
Estoy completamente dentro de él. Siento la punta de su erección en lo más hondo de mi ser y estoy temblando como una hoja. Son temblores incontrolables. Mi cuerpo está vivo, desesperado por entrar en acción y seguir obteniendo placer.
—Muévete. —Bajo la cabeza y veo a Edward apoyado en el respaldo mirando nuestros regazos unidos. Su cabello, ondulado y revuelto, me suplica que lo toque. Y lo hago. Hundo los dedos en sus rizos y jugueteo con ellos, acariciándolo y tirando—. Muévete, por favor.
—Haré todo lo que me pidas, Bella. —Se aferra a mis caderas y se hunde profundamente, obligándome a proferir un gemido grave y sensual—. Joder, me encanta ese sonido.
—No puedo evitarlo.
—No quiero que lo hagas —dice trazando firmes círculos con la cadera y haciéndome gemir otra vez—. Podría seguir escuchándolo durante el resto de mis días.
Ardo de deseo. Hasta el amor lo hace de una manera precisa, cada rotación, cada círculo, y cada vez que me agarra realiza un movimiento perfectamente ejecutado, y me va excitando cada vez más. No puede hacer nada mal.
—Lo quiero todo —exhalo, y me refiero a mucho más que al mero movimiento. Quiero sentirme así siempre, y no estoy segura de que pueda hacerlo con ningún otro hombre—. Bésame —ruego mientras él me desliza de nuevo hacia arriba y me guía hacia abajo, haciendo rotar las caderas y agarrándome con firmeza. Estoy perdiendo la cabeza. Mis manos se aferran con más fuerza a su pelo, y mis rodillas a su cintura.
Levanta la vista, me agarra de la nuca y tira de mí hacia adelante lentamente, sin prisa ni impaciencia. No sé cómo lo hace.
—Me has descolocado, Isabella Taylor —murmura entre dientes reclamando mis labios con delicadeza—. Estás haciendo que me replantee todo lo que creía saber.
Quiero asentir, porque yo siento lo mismo, pero estoy demasiado ocupada deleitándome en las atenciones y la veneración de sus suaves labios. No obstante, creo que su declaración sólo puede significar algo positivo. Tal vez no me deje marchar cuando nuestro tiempo se agote. Espero que no lo haga, porque me he entregado a él de nuevo, a pesar de que sé que no debería hacerlo. Sin embargo, rechazar a Edward Masen es algo que no puedo hacer… o simplemente no quiero.
—¿Lo sientes, Bella? —pregunta entre tentadores y delicados círculos que traza con la lengua—. ¿No te parece que esto es algo diferente?
—Sí.
Le muerdo los labios y hundo la lengua en su boca de nuevo, gimiendo y presionando mi cuerpo contra él, sintiendo punzadas en el centro de placer de mi sexo, señal de que mi orgasmo se acerca a pasos agigantados. Lo beso con desesperación cuando la necesidad de alcanzarlo acaba con mi determinación de seguir el ritmo pausado que él nos impone.
—Cálmate —gruñe—. Despacio.
Lo intento, pero su sexo está empezando a vibrar dentro de mí, hinchándose, palpitando y penetrándome con fuerza. Empiezo a negar con la cabeza contra sus labios.
—Esto es demasiado bueno.
—Oye. —Rompe nuestro beso, pero mantiene el movimiento de su cuerpo dentro del mío tomando el control por completo para evitar que acelere las cosas—. Saboréalo.
Cierro los ojos y dejo caer la cabeza hacia atrás mientras intento reunir las fuerzas necesarias para seguir sus pautas. No comprendo cómo puede tener tanto autocontrol. Cada centímetro de su cuerpo emana la misma desesperación que el mío: sus ojos arden, su cuerpo tiembla, su sexo late y su rostro está empapado en sudor. No obstante, parece resultarle increíblemente fácil tolerar el doloroso placer que nos inflige a ambos.
—Joder, ojalá te tuviese en mi cama —se lamenta—. No escondas tu preciosa cara de mí, Bella. Muéstramela.
Mi cuerpo empieza a sufrir los espasmos de un orgasmo que ya no podría retrasar más ni aunque quisiera. Levanto la mano y la apoyo contra la ventanilla, pero pronto empieza a deslizarse a causa de la condensación que se ha acumulado en el cristal y no ayuda a estabilizarme.
—¡Bella! —Me agarra del pelo y tira de mi cabeza hacia adelante. La situación es frenética, pero su ritmo sigue siendo lento y preciso—. ¡Cuando te diga que me mires, mírame! —Golpea con la cadera y yo tomo aire, ensordecida por el sonido de la sangre que me sube a la cabeza y que distorsiona la música que nos envuelve—. Ahí viene.
—Más rápido, por favor —suplico—. Deja que pase.
—Está pasando.
Me agarra con más fuerza y me acerca de nuevo hasta su boca, besándome mientras estallo y forcejeo con las mangas de su camisa. Mi mundo se colapsa. Todas mis terminaciones nerviosas laten con furia y emito un gruñido de satisfacción largo y gutural en su boca. Edward palpita dentro de mí.
—Con dieciséis horas más no voy a tener suficiente.
Arrastro mis labios cansados por su barba de dos días hasta pegarlos a su cuello. El cuerpo y la cabeza me pesan.
—¿Te has parado a pensar en lo que me estás haciendo? —pregunta en voz baja—. Pareces tener la impresión de que para mí todo esto es muy fácil.
Permanezco con la cara oculta en su cuello. Me resulta más fácil compartir mis pensamientos si no lo miro a la cara.
—Me estoy rindiendo a ti. Estoy haciendo lo que me has pedido que haga —digo con un hilo de voz, mezcla de agotamiento y timidez.
—Bella, no voy a fingir que sé lo que está pasando. —Me saca de mi refugio y coge mis mejillas calientes entre sus manos. Su expresión es seria y la confusión que refleja es incuestionable—. Pero está pasando, y creo que ninguno de los dos puede detenerlo.
—¿Vas a alejarte de mí? —Me siento idiota por hacerle esa pregunta a un hombre al que hace tan poco tiempo que conozco, pero algo nos está empujando a estar juntos, y no es sólo su persistencia. Es algo invisible, poderoso y obstinado.
Respira profundamente y me acoge en su pecho para darme «lo que más le gusta». Sus fuertes brazos me rodean con facilidad y me llevan al lugar donde más segura me siento del mundo.
—Voy a llevarte a casa y a venerarte.
No es una respuesta, pero tampoco es un sí. Esto es especial, estoy segura. Llevo mucho tiempo evitando esos sentimientos, y me ha resultado increíblemente fácil hacerlo, pero soy incapaz de evitar enamorarme de Edward Masen y, aunque no acabo de entenderlo del todo, quiero esto. Quiero descubrirme a mí misma. Pero, sobre todo, quiero descubrirlo a él. En todos los sentidos. Los datos que me ha ido proporcionando hasta ahora me han irritado o me han enfurecido, pero sé que detrás de este caballero a media jornada hay mucho más.
Y quiero saberlo todo.
Me aparto de su pecho, me levanto lentamente de su regazo y su semierección queda libre en el proceso. Me siento incompleta al instante. Me acomodo en el asiento del pasajero y miro por la ventanilla hacia el oscuro callejón lleno de escombros mientras él se arregla la ropa a mi lado y la música se va apagando hasta desaparecer. Una pequeña parte de mi mente me incita a marcharme ahora antes de que él tenga la oportunidad de hacer eso mismo, pero me cuesta poco acallarla. No voy a ir a ninguna parte a menos que me obligue a hacerlo. Sólo hay una cosa en esta vida que estaba decidida a hacer, y era evitar hallarme en esta situación. Y ahora que me encuentro en ella, estoy resuelta a quedarme aquí, sean cuales sean las consecuencias para mi pobre corazón.
|