Es lunes por la mañana y no me encuentro mejor. Ayer me pasé todo el día en la cama, regodeándome en mi autocompasión. Mi abuela asomaba de vez en cuando la cabeza por la puerta para comprobar cómo me encontraba. Nunca había fingido estar enferma, y ahora lo estoy compensando con creces. Mi abuela sospecha algo, pero por primera vez en la vida decide callar. Es una novedad que agradezco. Mi teléfono sólo ha sonado dos veces. Eran mis únicos dos amigos, que llamaban para interesarse por mí, aunque no les doy mucha conversación. Sé que ellos también sospechan algo, sobre todo Alice, después de haber visto mi reacción la otra noche. No soy muy buena actriz. De hecho, soy pésima. Ni yo misma me lo he tragado cuando les he dicho con voz poco convincente que estaba fatal, con fiebre y vómitos. Decido que necesito un día más para recuperarme y llamo a Garrett para informarlo.
—¿Bella? —oigo la voz de mi abuela a través de la puerta—. He preparado el desayuno. Baja, o llegarás tarde al trabajo.
—¡No voy a ir! —grito, intentando poner voz grave y débil.
Abre la puerta, entra con cautela y observa mi figura bajo la ropa de cama.
—¿Aún estás enferma? —pregunta.
—Estoy fatal —farfullo.
Murmura pensativamente, coge mis vaqueros tirados y los pliega como Dios manda.
—Voy a ir a comprar. ¿Quieres venir?
—No.
—Ay, Bella, venga —suspira—. Así me ayudas a escoger una piña para la tarta tatín de George.
—¿Necesitas que te ayude a escoger una piña?
Refunfuña con frustración y tira de mi edredón, dejando expuesto mi cuerpo semidesnudo ante su vista y el ambiente matutino de mi dormitorio.
—Isabella Taylor, vas a salir de esa cama ahora mismo y vas a acompañarme a escoger una piña para la tarta tatín de George. ¡Arriba!
—Estoy enferma. —Intento taparme de nuevo, pero no lo consigo.
Me mira con determinación, lo que significa que no tengo nada que hacer.
—No soy idiota —dice señalándome con un dedo arrugado—. Tienes que recuperarte ahora mismo. No hay nada que resulte menos atractivo que una mujer regodeándose en la autocompasión, especialmente si es a causa de un hombre. ¡Que lo zurzan! ¡Así que levántate, arréglate y supéralo, hija mía! —Me agarra y me saca literalmente de la cama—. Mete ese culo flaco bajo la ducha inmediatamente. Te vienes a comprar.
Luego sale toda sulfurada y cierra de un portazo, dejándome sin palabras y con los ojos como platos.
—No hacía falta ponerse así —les digo a las paredes mientras oigo cómo baja la escalera furibunda.
Nunca me había hablado así, pero también es cierto que nunca le había dado motivos. Siempre soy yo la que está encima de ella, pero desde luego no soy tan brusca en mis reprimendas como lo ha sido ella. Es curioso. Siempre es ella la que me insiste en que tengo que vivir un poco, y ahora que lo hago mira adónde me ha llevado. Todavía perpleja, y sin atreverme a refugiarme de nuevo en la cama, salgo con precaución al descansillo y me dirijo al cuarto de baño para ducharme.
—¿Vamos a ir a Harrods a comprar una piña? —pregunto, sosteniendo a mi abuela del codo mientras cruzamos la calle hacia el grandioso edificio de toldos verdes.
Ella levanta la mano en dirección a una furgoneta que viene hacia nosotras y ésta se detiene al instante, a pesar de que tiene prioridad de paso. Le dirijo un gesto de agradecimiento mientras ella continúa cruzando y tirando del carrito de la compra.
—Puede que también compre un poco de nata.
La alcanzo y abro la puerta de los grandes almacenes.
—Estás que tiras la casa por la ventana, ¿eh? —digo moviendo las cejas de manera sugerente, pero ella no me hace ni caso y se dirige hacia el área de alimentación.
—Sólo es una piña.
—Que podríamos haber comprado en el súper del barrio —le contesto para pincharla.
—No habría sido lo mismo. Además, las de aquí tienen la forma perfecta, y una piel reluciente.
Intento ir a su paso, y todo el mundo se aparta al ver a la decidida anciana que avanza a toda prisa tirando del carrito.
—¡Pero si la piel se la vas a quitar!
—Es igual. ¡Ya hemos llegado! —Se detiene en la entrada del área de alimentación y yo observo cómo sus hombros se elevan y descienden acompañados de un suspiro de satisfacción—. ¡A la carnicería! —Sale disparada de nuevo—. Coge una cesta, Bella.
Resoplo, exasperada, cojo una cesta de la compra y me reúno con ella ante el mostrador de la carne.
—Creía que habíamos venido a por piña.
—Así es, sólo estoy mirando.
—¿Mirando carne?
—Ay, chiquilla. Esto no es simplemente carne.
Sigo su mirada de admiración hasta las piezas perfectamente expuestas de cerdo, ternera y cordero.
—Y ¿qué es, entonces?
—Pues… —arruga la frente— es carne pija.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué es carne que viste bien? —Intento no echarme a reír mientras señalo un filete—. ¿O que esa vaca cagaba en un retrete en lugar de hacerlo en el campo?
Indignada, me mira furiosa.
—¡No puedes usar ese lenguaje en Harrods! —Se vuelve hacia todas partes para ver si alguien nos está observando, y así es. La anciana que tiene al lado me mira con cara de reprobación—. Pero ¿qué te pasa? —Mi abuela se arregla el sombrero y me lanza una mirada de advertencia.
Sigo conteniendo la sonrisa.
—¿Dónde están las piñas?
—Allí —señala, y yo sigo la dirección de su dedo hasta otro mostrador en el que se expone ordenadamente la fruta más apetitosa que he visto en mi vida.
Es fruta normal y corriente: manzanas, peras y demás, pero son las más bonitas que he visto jamás. Tanto es así que pego la cara al cristal del mostrador para comprobar que son de verdad. Son de colores muy vivos, y tienen una piel muy lustrosa. Da pena tener que comérselas.
—¡Ay, mira qué piña! —exclama emocionada, y lo hago. Su entusiasmo está justificado. Es una piña fantástica—. Ay, Bella.
—Abuela, es demasiado bonita como para descuartizarla y echarla en una tarta. —Me acerco a la supermodelo de las piñas—. ¡Y cuesta quince pavos!
Me llevo la mano a la boca y mi abuela me da una palmada en el hombro.
—¿Quieres hacer el favor de callarte? —susurra entre dientes—. Debería haberte dejado en casa.
—Lo siento, pero ¿quince libras, abuela? No irás a…
—Claro que sí. —Se pone toda tiesa y empieza a atraer la atención del dependiente con un movimiento de la mano que ya lo quisiera la reina de Inglaterra—. Desearía una piña —le dice, toda pija.
—Sí, señora.
La miro sin poder creérmelo.
—¿Es preciso poner ese tono de pija estirada para comprar en Harrods?
Me mira de soslayo.
—No tengo ni la menor idea de a qué te refieres.
Me echo a reír.
—¡Pues a eso! A ese tono. ¡Por favor, abuela!
Se acerca discretamente.
—¡No estoy hablando como una pija estirada!
Sonrío.
—Claro que sí. Hablas como si fueras la reina de Inglaterra pero con problemas respiratorios.
El dependiente le pasa la piña con delicadeza por encima del mostrador y ella la coge y la coloca con cuidado en la cesta que sostengo.
—Uy, deposítala con mimo —susurro con sorna.
—Todavía estoy a tiempo de darte esos azotes —me amenaza mi abuela haciéndome reír todavía más.
—¿Quieres hacerlo aquí mismo? —digo muy seria—. Podrías abrillantarme el culo de paso, para que haga juego con tu preciosa piña —le suelto aguantándome la risa.
—¡Cállate! —me riñe—. ¡Y ten cuidado con la piña!
Estoy a punto de desternillarme cuando veo que el ceño fruncido desaparece del rostro de mi abuela y se pone muy digna antes de volverse hacia el caballero que la ha atendido.
—¿Le importaría recordarme dónde puedo encontrar la nata?
Empiezo a partirme de risa en plena área de alimentación de Harrods al ver los movimientos de mano de mi abuela y al oír su tono pijo y falso. ¿«Recordarle»? ¡Si no ha comprado nata en Harrods en toda su vida!
—Por supuesto, señora.
El dependiente nos indica el último pasillo, donde se encuentran las neveras con todos los productos lácteos selectos. Mi abuela se pone tiesa y sonríe y asiente amablemente a todo el que pasa, y yo me parto, sujetándome la barriga de la risa.
Continúo riéndome al verla leer el dorso de todos los botes de nata de la estantería mientras murmura para sí. En vez de fijarse tanto en los ingredientes debería mirar el precio. Decido que tengo que recobrar la compostura antes de que mi abuela me pegue, de modo que empiezo a respirar hondo y espero a que seleccione la nata, pero mis hombros se niegan a permitírmelo, y no puedo evitar mirar la piña perfecta y reluciente y recordar por qué me estoy partiendo.
Doy un respingo cuando siento un aliento cálido en la oreja, y me giro, riéndome todavía, hasta que veo quién lo exhala.
—Estás tremendamente preciosa cuando te ríes —dice él tranquilamente.
Dejo de hacerlo de inmediato y retrocedo, pero debería haberme quedado en el sitio, porque, al hacerlo, choco con mi abuela, lo que provoca que reniegue un poco más y que se dé la vuelta.
—¿Qué pasa? —protesta, hasta que se percata de mi compañía—. Ay, Dios…
—Hola. —Edward acorta la distancia, se acerca demasiado y extiende la mano —. Usted debe de ser la abuela de Bella. Me ha hablado mucho de usted.
«Tierra, trágame». Va a disfrutar de lo lindo con esto.
—Así es —contesta ella, usando todavía ese tono pijo—. ¿Y tú eres el jefe de Bella? —pregunta aceptando la mano de Edward y lanzándome una mirada interrogativa.
—Me parece que sabe perfectamente que no soy el jefe de Isabella, señora…
—¡Taylor! —exclama prácticamente chillando, encantada de que le haya confirmado sus sospechas.
—Soy Edward Masen. Es un placer, señora Taylor. —Le besa el dorso de la mano. ¡No me puedo creer que le haya besado la puta mano!
Mi abuela empieza a reírse como una colegiala, y el ritmo de mi corazón alcanza una velocidad vertiginosa y noto que está a punto de salírseme del pecho. Lleva puesto un traje gris de tres piezas, con camisa blanca y corbata gris… en Harrods.
—¿De compras? —logro articular.
Me observa atentamente mientras suelta la arrugada mano de mi abuela y me muestra dos bolsas portatrajes.
—Sólo he venido a recoger unos trajes nuevos y una risa encantadora me ha llamado la atención.
Hago como que no oigo el cumplido.
—¿Es que no tienes suficientes trajes? —pregunto, recordando las hileras e hileras de chaquetas y pantalones a juego y de chalecos que cubrían las tres paredes de su vestidor. Nunca lo he visto usar el mismo dos veces.
—Nunca se tienen suficientes trajes, Bella.
—¡Estoy de acuerdo! —gorjea mi abuela—. Qué gusto da ver a un joven tan bien vestido. No como esos chicos que llevan los pantalones por la mitad del culo, con los calzoncillos por fuera para que todo el mundo los vea. No lo entiendo.
—Coincido —responde Edward.
Es evidente que encuentra divertidísima esta situación. Asiente con aire pensativo y me mira a los ojos mientras yo pienso en lo ridículo que suena que se haya referido a él como joven. No es que no lo sea, pero su imagen hace que parezca un hombre más sabio, con más experiencia en la vida. Aparenta ser mayor de lo que es, aunque lleva los veintinueve años estupendamente.
—Esa piña tiene un aspecto delicioso —dice indicando la cesta que tengo en la mano.
—¡Justo lo que yo he pensado! —exclama mi abuela encantada, conviniendo con él de nuevo—. Vale todo lo que cuesta.
—Sin duda —responde Edward—. La comida aquí es sublime. Debería probar el caviar. —Alarga el brazo hacia una estantería cercana, coge un tarro y se lo muestra a mi abuela—. Es excepcional.
No puedo hacer nada más que observar estupefacta cómo mi abuela inspecciona el tarro y asiente mientras charlan en el área de alimentación de Harrods. Quiero acurrucarme en un rincón hasta desaparecer.
—Bueno, y ¿cómo os conocisteis mi encantadora nieta y tú?
—Encantadora es la palabra perfecta para describirla, ¿no le parece? — pregunta Edward, dejando el tarro en su sitio y girándolo para que la etiqueta quede mirando al frente. Pero no se detiene ahí. También ordena los tarros que están al lado del que acaba de colocar.
—Es un encanto. —Mi abuela me da un codazo discreto mientras Edward continúa ordenando la estantería.
—Sí que lo es. —Me mira, y yo siento que me empieza a arder la cara bajo su intensa mirada—. Y prepara el mejor café de Londres.
—¿Ah, sí? —espeto. Será mentiroso. Me está ofendiendo de una manera encantadora.
—Sí. Me he quedado muy decepcionado cuando me he pasado hoy por allí y me han dicho que estabas enferma.
Me pongo como un tomate.
—Ya me encuentro mejor.
—Me alegro. Tu compañera no es tan simpática como tú.
Sus palabras tienen doble sentido. Está jugando, y está consiguiendo cabrearme muchísimo. ¿Simpática o fácil? Si mi abuela no estuviera aquí, le haría exactamente esa pregunta, pero está, y tengo que alejarla, a ella y a mí misma, de esta situación dolorosamente complicada.
La cojo del brazo.
—Abuela, será mejor que nos vayamos.
—¿Tú crees?
—Sí. —Intento tirar de ella hacia adelante, pero es un peso muerto—. Me alegro de verte. —Sonrío forzadamente a Edward y tiro de ella con más fuerza—. Vamos, abuela.
—¿Querrías cenar conmigo esta noche? —pregunta Edward con un tono urgente que probablemente sólo detecto yo.
Dejo de intentar mover a mi inamovible abuela y le lanzo una mirada interrogativa. Está intentando recuperar el tiempo perdido y está usando a mi abuela en su beneficio, el muy cabrón.
—No, gracias. —Siento que ella me dirige una fulminante mirada de desconcierto.
—Ha sido muy amable por su parte invitarte.
—No suelo hacerlo —interviene Edward tranquilamente, como si pretendiera que le diera las gracias por ello.
Sin embargo, sólo consigue que mi irritación aumente mientras me esfuerzo en recordar por qué me juré no volver a verlo jamás. Es difícil cuando mi mente obstinada se empeña en mostrarme un torrente de imágenes de nuestros cuerpos desnudos entrelazados y en reproducir las reconfortantes palabras que intercambiamos.
—¡¿Lo ves?! —me chilla mi abuela al oído, obligándome a hacer una mueca de dolor. El tono pijo ha desaparecido y ha sido sustituido por uno de desesperación. Compone una estúpida sonrisa y se vuelve hacia Edward—. Acepta encantada.
—No, no acepto, pero gracias. —Intento apartar a mi enervante abuela de mi enervante enemigo, y la muy testaruda se niega a ceder—. Vamos —le ruego.
—Me encantaría que lo reconsideraras. —La suave voz ronca de Edward interrumpe mi batalla con la figura inmóvil de mi abuela y oigo cómo ésta suspira embelesada mirando al hombre terriblemente atractivo que me ha acorralado.
Pero entonces su mirada ensoñadora se transforma en una de confusión. Sigo la dirección de sus ojos y veo lo que ha originado ese cambio tan repentino en su expresión. Una mano con una manicura perfecta descansa sobre el hombro de Edward con una corbata rosada de seda pendiendo de ella.
—Ésta le irá perfectamente. —La suavidad de su voz me resulta familiar. No necesito ver su despampanante rostro para confirmar a quién pertenece esa mano, de modo que desvío la mirada de la corbata de seda a los ojos de Edward. Su mandíbula se tensa y su alta figura se queda quieta—. ¿Qué te parece? — pregunta ella.
—No está mal —responde Edward en voz baja sin apartar la mirada de mí.
Mi abuela guarda silencio, yo guardo silencio, y Edward dice muy poco, pero entonces la mujer se asoma por detrás de él acariciando la corbata y el silencio se ve interrumpido.
—¿A usted qué le parece? —le pregunta a mi abuela, quien asiente, sin mirar siquiera la corbata, con la vista fija en esta hermosa mujer que acaba de salir de ninguna parte—. ¿Y a ti? —me pregunta directamente a mí mientras juguetea con la cruz de diamantes incrustados que siempre lleva colgada en su delicado cuello. Detecto una mirada amenazante a través de las capas de caro maquillaje. Está marcando su territorio. No es ninguna socia.
—Es preciosa —susurro.
Dejo caer la cesta al suelo y decido abandonar a mi abuela para poder retirarme. No voy a aguantar ningún chantaje delante de mi anciana abuela, y no pienso permitir que las miradas de esa mujer tan perfecta me hagan sentir inferior. Allá adónde voy, aparece. Esto es insoportable.
Recorro con el cuerpo entumecido los numerosos departamentos hasta que logro salir del encierro de los inmensos almacenes y respiro un poco de aire fresco. Apoyo la espalda contra la pared. Estoy enfadada, triste, irritada. Soy un amasijo de emociones encontradas y de pensamientos confusos. Mi corazón y mi cerebro jamás habían estado tan en desacuerdo ni batallado con tanta furia.
Hasta ahora.
Hyde Park es como un bálsamo. Me siento en el césped con un sándwich y una lata de Coca-Cola y veo la vida pasar durante unas horas. Pienso en la suerte que tiene la gente que camina a mi alrededor de tener un lugar tan bonito por el que vagar. Después, cuento al menos unas veinte razas de perro diferentes en menos de veinte minutos y pienso en la suerte que tienen de contar con un espacio tan maravilloso por el que pasear. Los niños gritan, las madres charlan y ríen, los corredores hacen ejercicio. Me siento mejor, como si algo familiar y deseado hubiese conseguido eliminar algo extraño e indeseado.
Indeseado, indeseado…, completamente deseado.
Suspiro, me levanto del suelo, me cuelgo la mochila del hombro y tiro la basura a la papelera.
Entonces me dispongo a recorrer el familiar camino hacia casa.
Para cuando llego a la puerta de casa, mi abuela está histérica. Muy histérica. Me siento culpable, aunque debería estar bastante cabreada con ella.
—¡Dios mío! —Se abalanza sobre mí sin dejarme siquiera que cuelgue la bolsa en el perchero del recibidor—. Bella, estaba muy preocupada. ¡Son las siete de la tarde!
La abrazo también. La culpabilidad está ganando terreno.
—Tengo veinticuatro años —suspiro.
—No te marches así, Isabella. Mi corazón no está para estos disgustos.
Ahora me siento tremendamente culpable.
—Me he ido de picnic al parque.
—¡Pero te fuiste sin más! —Se aparta y me sostiene a cierta distancia—. Ha sido muy grosero por tu parte, Bella. —Por su repentino enfado, veo que el pánico previo ha desaparecido por completo.
—No quería cenar con él.
—¿Por qué no? Parece todo un caballero.
Decido ahorrarme el resoplido sarcástico. No pensaría eso si conociera todos los detalles.
—Estaba con otra mujer.
—¡Es su socia! —exclama con entusiasmo, casi emocionada al poder aclarar el malentendido—. Es una mujer muy agradable.
No puedo creer que se haya tragado eso. Es demasiado inocente. Los socios no van por ahí a comprar corbatas juntos.
—¿Podemos dejarlo estar? —Cuelgo mi mochila y paso por su lado en dirección a la cocina. Nada más entrar percibo un aroma delicioso—. ¿Qué estás cocinando? —pregunto, y veo que George está a la mesa—. Hola, George — saludo, y me siento a su lado.
—No apagues el teléfono móvil, Bella —me regaña él suavemente—. Llevo horas aguantando cómo Marie te llamaba sin parar y maldecía mientras cocinaba.
—¿Qué es? —pregunto de nuevo.
—Solomillo Wellington —anuncia orgullosa mi abuela sentándose también—. Con patatas gratinadas y zanahorias baby al vapor.
Miro a George confundida, pero él se encoge de hombros y coge su periódico.
—¿Solomillo Wellington? —insisto.
—Exacto. —No le da la menor importancia a mi tono interrogatorio. ¿Qué ha sido del guisado o del pollo asado?—. He pensado en hacer algo diferente. Espero que tengas hambre.
—Un poco —admito—. ¿Eso es vino? —pregunto al ver dos botellas de vino tinto y dos de vino blanco sobre la encimera.
—¡Ah, sí! —Mi abuela corre al otro lado de la cocina, coge las botellas de vino blanco y las mete rápidamente en la nevera antes de abrir el tinto—. Éstas tienen que airearse.
Me vuelvo en mi silla y miro a George con la esperanza de que me explique algo, pero está claro que mi abuela le ha ordenado que se esté sentadito y calladito. Sabe que lo estoy mirando. Lo sé porque mueve los ojos demasiado deprisa como para estar leyendo de verdad. Le doy un golpe en la rodilla con la mía, pero él finge no darse cuenta descaradamente. El compañero de mi abuela decide apartar las piernas a un lado para evitar otro de mis golpes.
—Abuela… —El timbre de la puerta me interrumpe y me vuelvo hacia el pasillo.
—Ah, ése debe de ser Gregory. —Abre el horno y pincha con una varilla larga de metal un enorme bloque de carne hojaldrado—. ¿Puedes abrir, Bella?
—¿Has invitado a Gregory? —pregunto apartando mi silla de la mesa.
—¡Sí! Mira toda esta comida. —Saca la varilla de la carne y tuerce los labios al comprobar la temperatura que marca el dial—. Ya casi está —afirma.
Dejo a mi abuela y a George en la cocina y corro por el pasillo para abrirle la puerta a Gregory, con la esperanza de que mi abuela no haya estado ya marujeando con él.
—¿Estamos celebrando algo especial y no me he enterado? —pregunto mientras abro la puerta de golpe.
La sonrisa se me borra de la cara de inmediato.
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