No hay nada como preparar un café perfecto. Y, desde luego, no hay nada como el café perfecto que prepara una de las cafeteras con aspecto de nave espacial que tengo delante. Llevo días viendo cómo Alice, la otra camarera, completa la tarea sin problemas mientras habla, coge otra taza y teclea el pedido en la caja. Pero yo sólo consigo hacer un desastre, de café y del área que rodea la cafetera.
Fuerzo el cacharro del filtro maldiciéndolo y se me resbala, con lo que todo se llena de café molido.
—No, no, no —mascullo para mis adentros mientras cojo la bayeta que llevo en el bolsillo de mi delantal.
El húmedo trapo está marrón, lo que delata las miles de veces que hoy he tenido que limpiar mis desastres.
—¿Quieres que lo haga yo? —La voz divertida de Alice repta sobre mis hombros y los dejo caer.
No hay manera. Por más que lo intente, siempre acabo igual. Esta nave espacial y yo no nos llevamos bien.
Suspiro de forma dramática, me vuelvo y le paso a Alice el gran cacharro de metal.
—Lo siento. Este trasto me odia.
Sus labios de color rosa intenso se separan para formar una amable sonrisa, y su moño negro brillante se mueve mientras niega con la cabeza. Tiene más paciencia que un santo.
—Ya la dominarás. ¿Quieres limpiar la siete?
Me pongo en marcha, cojo una bandeja y me dirijo hacia la mesa recién desocupada con la esperanza de redimirme.
—Me va a despedir —susurro mientras cargo la bandeja.
Sólo llevo cuatro días trabajando aquí pero, cuando me contrató, Garrett dijo que únicamente me llevaría unas horas del primer día hacerme con el funcionamiento de la cafetera que domina el mostrador posterior de la cafetería. Ese día fue horrible, y creo que Garrett comparte mi opinión.
—Claro que no —replica Alice. Pone en marcha la máquina y el sonido del vapor atravesando a toda velocidad el conducto de la espuma inunda el establecimiento—. ¡Le gustas! —exclama.
Coge una taza, después una bandeja, luego una cuchara, una servilleta y el chocolate en polvo, y todo mientras hace girar la jarra de leche metálica sin ningún problema.
Sonrío mirando la mesa y le paso la bayeta antes de recoger la bandeja y regresar a la cocina. Garrett me conoce desde hace sólo una semana, pero ya ha dicho que no tengo nada de maldad. Mi abuela dice lo mismo, aunque añade que más me valdría desarrollar un poco porque el mundo y la gente que lo habita no siempre son buenos y amables.
Dejo la bandeja a un lado y empiezo a llenar el lavavajillas.
—¿Estás bien, Bella?
Me vuelvo hacia la ronca voz de Paul, el cocinero.
—Muy bien. ¿Y tú?
—De maravilla —dice, y continúa silbando y fregando las ollas. Sigo colocando los platos en el lavavajillas y me digo a mí misma que todo irá bien siempre y cuando no me acerque a esa máquina.
—¿Necesitas algo antes de que me vaya? —le preguntó a Alice al verla entrar por la puerta de vaivén.
Envidio el hecho de que sea capaz de desempeñar todas sus tareas con tanta facilidad y presteza, desde lidiar con esa maldita cafetera hasta apilar las tazas sin siquiera mirarlas.
—No. —Se vuelve y se seca las manos en el mandil—. Vete tranquila. Nos vemos mañana.
—Gracias. —Me quito el delantal y lo cuelgo—. Adiós, Paul.
—¡Que tengas una buena noche, Bella! —exclama mientras agita un cucharón por encima de la cabeza.
Tras zigzaguear hasta la salida entre las mesas de la cafetería, empujo la puerta y salgo a la calle. De pronto me acribillan unos enormes goterones.
—Genial.
Sonrío, me cubro la cabeza con la chaqueta vaquera y echo a correr.
Salto entre los charcos. Mis Converse no ayudan en absoluto a mantener secos mis pies, y chapotean con cada paso apresurado que doy hacia la parada del autobús.
Me dirijo a casa, entro corriendo y apoyo la espalda contra la puerta una vez dentro para recuperar el aliento.
—¿Bella? —La voz ronca de mi abuela mejora al instante mi húmedo estado de ánimo—. Bella, ¿eres tú?
—¡Sí!
Cuelgo la chaqueta empapada en el perchero, me quito las estúpidas Converse y me dirijo hacia la trascocina por el largo pasillo. Encuentro a mi abuela inclinada sobre la cocina, removiendo una enorme olla de algo que sin duda será sopa.
—¡Hola! —Deja la cuchara de madera y se acerca a mí con su típico balanceo. Para tener ochenta y un años, es increíble y está muy despierta—. ¡Estás empapada!
—No es para tanto —le aseguro sacudiéndome el pelo mientras ella me inspecciona de arriba abajo con la mirada y se centra en mi vientre plano cuando se me levanta la camiseta.
—Necesitas engordar.
Pongo los ojos en blanco, pero le sigo la corriente.
—Me muero de hambre.
La sonrisa que se dibuja en su rostro arrugado me hace sonreír también a mí; entonces me abraza y me frota la espalda.
—¿Qué has hecho hoy, abuela? —pregunto.
Me suelta y señala la mesa.
—Siéntate.
La obedezco inmediatamente y cojo la cuchara que me ha dejado preparada.
—¿Y bien?
Me mira con el ceño fruncido.
—¿Y bien, qué?
—Que qué has hecho hoy —repito.
—¡Ah! —Me pasa una servilleta—. Nada del otro mundo. He ido a comprar y he preparado tu tarta de zanahoria favorita. —Señala la encimera, donde un pastel espera a enfriarse sobre una rejilla. Pero no es de zanahoria.
—¿Me has hecho tarta de zanahoria? —pregunto mientras observo cómo vuelve para servir dos cuencos de sopa.
—Sí, ya te he dicho que te he hecho tu tarta favorita, Bella.
—Pero mi favorita es la de limón, abuela. Ya lo sabes.
Lleva los cuencos a la mesa sin derramar ni una gota y los coloca encima.
—Sí, ya lo sé. Por eso te he preparado una tarta tatín de limón.
Echo otro vistazo por la cocina y compruebo que no me equivoco.
—Abuela, eso parece una tarta de piña.
Descansa las posaderas sobre la silla y me mira como si fuera a mí a la que se le está yendo la cabeza.
—Es que es una tarta de piña. —Hunde la cuchara en el cuenco y sorbe un poco de sopa de cilantro antes de coger un poco de pan recién horneado—. Te he hecho tu favorita.
Está confundida, y yo también. Después de este breve intercambio, ya no tengo ni idea de qué pastel ha hecho, pero me da igual. Miro a mi querida abuela y observo cómo come. Tiene buen aspecto y no parece confundida. ¿Será esto el comienzo? Me inclino hacia adelante.
—Abuela, ¿te encuentras bien? —Estoy preocupada.
Ella se echa a reír.
—¡Te estoy tomando el pelo, Bella!
—¡Abuela! —la reprendo, aunque me siento mejor al instante—. No deberías hacer eso.
—Todavía no he perdido la chaveta. —Señala mi cuenco con la cuchara—. Cena y cuéntame cómo te ha ido hoy.
Suspiro con dramática resignación y remuevo la sopa.
—No consigo pillarle el tranquillo a esa cafetera, lo cual es un problema, porque el noventa por ciento de los clientes pide algún tipo de café.
—Ya te harás con ella —dice con confianza, como si fuese una experta en el uso de ese maldito cacharro.
—No estoy segura. No creo que Garrett deje que me quede sólo para limpiar mesas.
—Bueno, pero aparte de lo de la cafetera, ¿estás a gusto?
Sonrío.
—Sí, mucho.
—Bien. No puedes cuidar de mí eternamente. Una jovencita como tú debería salir y divertirse, no estar aquí atendiendo a su abuela. —Me mira con cautela—. Además, yo no necesito que nadie me cuide.
—A mí me gusta cuidar de ti —contesto tranquilamente, y me preparo para la típica charla. Podría discutir esto hasta quedarme sin aliento y aún seguiría discrepando.
Es una mujer frágil, no a nivel físico, pero sí mental, por mucho que insista en que está bien. Coge aire. Me temo lo peor.
—Bella, no voy a abandonar las praderas verdes de Dios hasta que vea que tu vida está en orden, y eso no va a suceder si te pasas el día mangoneándome. Se me acaba el tiempo, así que más te vale que empieces a mover ese trasero.
Hago una mueca.
—Ya te lo he dicho. Soy feliz.
—¿Feliz escondiéndote de un mundo que tiene tanto que ofrecer? —pregunta muy seria—. Empieza a vivir, Isabella. Créeme, el tiempo pasa. Antes de que te des cuenta, te estarán tomando medidas para colocarte una dentadura postiza, y tendrás miedo de toser o estornudar por si se te escapa el pis.
—¡Abuela! —Me atraganto con un trozo de pan, pero no está de broma. Habla muy en serio, como siempre que entablamos este tipo de conversaciones.
—Basado en hechos reales —suspira—. Sal ahí afuera. Aprovecha todo lo que la vida ponga en tu camino. Tú no eres tu madre, Isab. . .
—Abuela —le advierto con tono severo.
Se deja caer sobre el respaldo de su silla. Sé que se frustra conmigo, pero estoy bien como estoy. Tengo veinticuatro años, he vivido con mi abuela desde que nací, y en cuanto acabé los estudios me inventé toda clase de excusas para quedarme en casa y poder vigilarla. Pero aunque yo estaba contenta de cuidar de ella, ella no.
—Isabella, yo he seguido con mi vida, y tú también tendrías que hacerlo. Yo no debería retenerte.
Sonrío y no sé qué decir. Ella no es consciente de ello, pero yo necesito estar retenida. Al fin y al cabo, soy la hija de mi madre.
—Bella, dale un gusto a tu abuela. Ponte unos tacones y sal a divertirte.
Ahora soy yo la que se hunde en la silla. No puede evitarlo.
—Abuela, no me pondría tacones ni loca. —Me duelen los pies sólo de pensarlo.
—¿Cuántos pares tienes de esas zapatillas de lona? —pregunta mientras me unta más mantequilla en el pan y me lo pasa.
—Doce —contesto sin ningún pudor—. Pero son de colores diferentes. —Tengo pensado comprarme unas en amarillo este sábado.
Hinco los dientes en el pan y sonrío cuando la veo resoplar de disgusto.
—Bueno, pero sal y diviértete. Gregory siempre te está invitando a salir. ¿Por qué no aceptas una de sus constantes ofertas?
—Yo no bebo. —Por favor, que lo deje estar ya—. Y Gregory sólo me arrastraría a todos los bares de ambiente —le explico levantando las cejas. Mi mejor amigo ya se acuesta con bastantes hombres por los dos.
—Cualquier bar es mejor que ninguno. A lo mejor te gusta. —Se acerca y me limpia unas migas de los labios. Después me acaricia la mejilla con suavidad. Sé lo que va a decir—: Es increíble lo mucho que te le pareces.
—Lo sé.
Apoyo la mano sobre la suya y la dejo ahí mientras ella reflexiona en silencio. No me acuerdo muy bien de mi madre, pero he visto las pruebas, y soy una copia exacta de ella. Incluso el pelo rubio forma ondas similares y cae en cascada sobre mis hombros, como si tuviera demasiado para que mi minúsculo cuerpo pudiera cargarlo. Es tremendamente pesado y sólo se comporta si me lo seco al aire y lo dejo estar. Y mis ojos grandes y azul oscuro, como los de mi abuela y los de mi padre, tienen un brillo cristalino. La gente suele decirme que parecen zafiros. Yo no lo veo. Me pinto por gusto, no por necesidad, aunque siempre aplico poco maquillaje en mi piel clara.
Después de darle tiempo suficiente para recordar, le cojo la mano y se la coloco junto a su cuenco.
—Come, abuela —digo suavemente, y continúo tomándome la sopa.
Al verse arrastrada de nuevo al presente, sigue con su cena, pero en silencio. Nunca ha superado el temerario estilo de vida de mi madre, un estilo de vida que le robó a su niña. Han pasado dieciocho años y todavía la echa de menos muchísimo. Yo no. ¿Cómo se puede echar de menos a alguien a quien apenas conociste? Pero ver a mi abuela sumirse en esos tristes pensamientos de vez en cuando me resulta doloroso.
Sí, definitivamente no hay nada como preparar un buen café. Estoy frente a la cafetera de nuevo, pero esta vez sonrío. Lo he conseguido: una cantidad adecuada de espuma, una textura sedosa y el punto justo de chocolate cubren perfectamente la parte superior. Es una pena que sea yo quien vaya a bebérselo y no un cliente agradecido.
—¿Está bueno? —pregunta Alice, que observa con emoción.
Asiento con un gemido y dejo la taza.
—La cafetera y yo nos hemos hecho amigas.
—¡Bien! —chilla, y me da un abrazo de alegría.
Me echo a reír y me uno a su entusiasmo. Miro por encima de su hombro y veo que la puerta de la cafetería se abre.
—Me temo que la hora punta del mediodía está a punto de empezar —digo separándome de ella—. Yo me encargo de éste.
—Vaya, qué seguridad —ríe Alice, y se aparta para darme acceso al mostrador. Me sonríe y yo me dirijo al hombre que acaba de llegar.
—¿Qué desea? —pregunto, y me dispongo a anotar su pedido, pero no me contesta. Levanto la vista y lo sorprendo observándome atentamente. Empiezo a revolverme nerviosa, incómoda ante su escrutinio—. ¿Caballero? —consigo articular.
Abre unos ojos como platos.
—Eh…, un capuchino, por favor. Para llevar.
—Claro.
Me pongo con ello y dejo que don Ojos Como Platos supere la vergüenza. Me acerco a mi nueva mejor amiga, lleno el filtro de café y lo coloco con éxito en el soporte. Por ahora, todo bien.
—Ésa es la razón por la que Garrett no te va a despedir —susurra Alice por encima de mi hombro, lo que me hace dar un respingo.
—Cállate —la reprendo mientras saco uno de los vasos para llevar del estante y lo coloco debajo del filtro antes de presionar el botón correcto.
—Te está mirando.
—¡Alice, ya está bien!
—Dale tu número.
—¡No! —digo demasiado alto, y echo un vistazo atrás. Me está mirando—. No me interesa.
—Es mono —opina ella.
Y la verdad es que tiene razón. Es muy mono, pero no me interesa.
—No tengo tiempo para relaciones.
Eso no es del todo cierto. Éste es mi primer trabajo, y antes de esto me he pasado la mayor parte de mi vida adulta cuidando de mi abuela. Ahora ya no estoy segura de si realmente necesita que la cuide, o si sólo es una excusa que me he buscado.
Alice se encoge de hombros y me deja continuar. Termino y sonrío mientras vierto la leche en el vaso, espolvoreo un poco de chocolate sobre la espuma y coloco la tapa. Me siento superorgullosa de mí misma, y se me nota en la cara cuando me vuelvo para entregarle el capuchino a don Ojos Como Platos.
—Son dos libras con ochenta, por favor. —Me dispongo a dejarlo sobre el mostrador, pero él lo intercepta y me lo coge de la mano, procurando tocarme al hacerlo.
—Gracias —dice, y sus suaves palabras obligan a mis ojos a posarse en los suyos.
—De nada. —Aparto la mano lentamente y cojo el billete de diez libras que me entrega—. Enseguida le doy el cambio.
—No hace falta. —Sacude la cabeza suavemente y examina todo mi rostro —. Aunque no me importaría que me dieses tu número de teléfono.
Oigo cómo Alice se descojona desde la mesa que está limpiando en ese momento.
—Lo siento, tengo pareja.
Introduzco su pedido en la caja, reúno su cambio rápidamente y se lo entrego ignorando el gesto de disgusto de Alice.
—Claro. —Él ríe ligeramente. Parece avergonzado—. Qué idiota soy.
Sonrío para que no se sienta tan violento.
—No pasa nada.
—No suelo pedirles el teléfono a todas las mujeres con las que me encuentro —explica—. No soy un bicho raro.
—En serio, da igual.
Ahora yo también siento vergüenza y deseo para mis adentros que se marche pronto, antes de que le lance una taza a la cabeza a Alice. Noto que me mira estupefacta. Empiezo a reordenar las servilletas, cualquier cosa que me aparte de esta incómoda situación. Me dan ganas de darle un beso al hombre que acaba de entrar con pinta de tener prisa.
—Debo atender al siguiente cliente —digo señalando por encima del hombro de don Ojos Como Platos hacia el hombre de negocios con aspecto de estresado.
—¡Por supuesto! Disculpa. —Se aparta y alza el café a modo de agradecimiento—. Hasta luego.
—Adiós. —Levanto la mano y, después, miro a mi siguiente cliente—. ¿Qué desea, señor?
—Un caffè latte, sin azúcar. Y que sea rápido —dice sin apenas mirarme antes de contestar al teléfono, alejarse del mostrador y tirar su maletín sobre una silla.
Apenas me doy cuenta de que don Ojos Como Platos se marcha, pero oigo cómo las botas de motera de Alice se acercan a toda prisa hasta donde yo me encuentro, enfrentándome a la cafetera de nuevo.
—¡No me puedo creer que lo hayas rechazado! —me reprende susurrando —. Era un encanto.
Me apresuro a preparar mi tercer café perfecto, sin darle a su estupefacción la atención que merece.
—No estaba mal —contesto como si nada.
—¿Que no estaba mal?
—Sí, no estaba mal.
No la miro, pero sé que está poniendo los ojos en blanco.
—Eres increíble —masculla, y acto seguido se marcha indignada, con su voluptuoso trasero meneándose de un lado al otro al igual que su moño negro.
Sonrío triunfalmente de nuevo mientras entrego mi tercer café perfecto. La sonrisa no se me borra cuando el cliente estresado me echa tres libras en la mano, agarra el café y se larga sin decir siquiera gracias.
No paro en todo el día. Entro y salgo de la cocina, limpio un montón de mesas y preparo decenas de cafés perfectos. En los descansos, me las apaño para llamar a mi abuela, ganándome una reprimenda cada vez por ser tan pesada.
Cerca de las cinco en punto, me dejo caer sobre uno de los sillones marrones de piel y abro una lata de Coca-Cola con la esperanza de que la cafeína y el azúcar me devuelvan a la vida. Estoy muerta.
—Bella, voy a tirar la basura —dice Alice sacando la bolsa negra de uno de los cubos—. ¿Estás bien?
—De maravilla.
Levanto la lata y apoyo la cabeza en el respaldo del sofá, centrándome en las luces del techo para resistir la tentación de cerrar los ojos. Estoy deseando llegar a mi cama. Me duelen los pies, y necesito una ducha urgentemente.
—¿Trabaja alguien aquí o es un autoservicio?
Salto del sofá al oír el sonido de esa voz impaciente pero suave, y me vuelvo para atender a mi cliente.
—¡Disculpe!
Corro hacia el mostrador, me golpeo la cadera con la esquina del banco y, aguantándome el impulso de maldecir en voz alta, pregunto:
—¿Qué desea?
Me froto la cadera y levanto la vista. Me quedo pasmada y suelto un grito ahogado. Sus penetrantes ojos azules se clavan en los míos. Muy profundamente. Desvío la mirada y observo la chaqueta abierta de su traje, un chaleco, una camisa y una corbata azul pálido, su mentón cubierto por una oscura barba incipiente, y cómo sus labios están separados lo justo. Entonces me centro en sus ojos de nuevo. Son del color azul más intenso que he visto jamás y me atraviesan con un aire de curiosidad. Tengo ante mí la perfección encarnada y me he quedado maravillada.
—¿Sueles examinar tan profundamente a todos tus clientes? —pregunta inclinando la cabeza a un lado con una perfecta ceja enarcada.
—¿Qué desea? —exhalo moviendo mi cuaderno hacia él.
—Un café americano, con cuatro expresos, dos de azúcar y lleno hasta la mitad.
Las palabras brotan de su boca, pero no las oigo. Las veo. Las leo en sus labios y las anoto mientras mantengo la vista fija en ellos. Sin darme cuenta, el boli se me sale de la libreta, y empiezo a garabatearme los dedos. Miro hacia abajo extrañada.
—¿Hola? —pregunta impaciente de nuevo, y levanto la vista.
Me permito retroceder un poco para poder admirar todo su rostro. Estoy pasmada. No sólo por lo tremendamente impresionante que es, sino porque he perdido todas mis funciones corporales excepto los ojos, que funcionan perfectamente y parecen ser incapaces de desconectar de su impecable belleza. Ni siquiera me desconcentro cuando apoya las palmas en el mostrador y se inclina hacia adelante, propiciando que un mechón rebelde de su oscuro cabello alborotado caiga sobre su frente.
—¿Te incomoda mi presencia? —inquiere. Lo leo en sus labios también.
—¿Qué desea? —exhalo una vez más meneando de nuevo mi cuaderno hacia él.
Señala mi bolígrafo con la cabeza.
—Ya me lo has preguntado. Tienes mi pedido en la mano.
Miro abajo y veo que tengo los dedos manchados de tinta, pero no entiendo lo que pone, ni siquiera al colocar la libreta a la altura de donde se me ha desviado antes el boli.
Levanto lentamente los ojos y me topo con los suyos. Tiene un aire de saber algo.
Parece engreído. Me tiene totalmente desconcertada.
Consulto la información almacenada en mi cerebro de los últimos minutos, pero no encuentro ningún pedido de café, sólo imágenes de su rostro.
—¿Un capuchino? —pregunto esperanzada.
—Americano —responde suavemente con un susurro—. Con cuatro expresos, dos de azúcar y lleno hasta la mitad.
—¡Muy bien! —Salgo de mi patético estado de encandilamiento y me dirijo hacia la cafetera.
Me tiemblan las manos y se me sale el corazón del pecho. Golpeo el filtro contra el cajón de madera para vaciar el poso con la esperanza de que el fuerte ruido me devuelva la sensatez. No sucede. Sigo sintiéndome… rara.
Tiro de la palanca del molinillo y cargo el filtro. Me está mirando. Siento sus ojos azules clavados en mi espalda mientras yo preparo la cafetera que he acabado adorando. Aunque ella no me corresponde en estos momentos. No hace nada de lo que le digo. No consigo asegurar el filtro en el soporte; mis manos temblorosas no ayudan en absoluto.
Inspiro profundamente para tranquilizarme y empiezo de nuevo. Consigo meter el filtro y colocar la taza debajo. Pulso el botón y espero a que haga su trabajo de espaldas al desconocido que tengo detrás. En toda la semana que llevo trabajando en la cafetería de Garrett, esta máquina nunca había tardado tanto en filtrar el café. Deseo para mis adentros que se dé prisa.
Después de toda una eternidad, cojo el café, le echo dos de azúcar y me dispongo a añadir el agua.
—Cuatro expresos —dice interrumpiendo el incómodo silencio con una suave voz ronca.
—¿Disculpe? —pregunto sin volverme.
—Lo he pedido con cuatro expresos.
Miro la taza que contiene sólo uno y cierro los ojos, rezando para que los dioses del café me asistan. No sé cuánto tiempo más me lleva añadir los otros tres expresos, pero cuando por fin me vuelvo para entregarle el café, está sentado en un sofá, recostado sobre el respaldo, con su definida constitución estirada y tamborileando en el apoyabrazos con los dedos. Su rostro no refleja ninguna emoción, pero deduzco que no está contento y, por alguna extraña razón, eso me entristece muchísimo. Llevo todo el día controlando perfectamente la cafetera, y ahora, cuando más quiero aparentar que sé lo que me hago, acabo pareciendo una estúpida incompetente. Me siento idiota mientras sostengo el vaso para llevar antes de colocarlo sobre el mostrador.
Lo mira y luego vuelve a mirarme a mí.
—Es para tomar aquí —añade con expresión seria y con un tono neutro pero mordaz.
Lo observo e intento descifrar si está haciéndose el difícil o si lo dice en serio. No recuerdo que me lo haya pedido para llevar. Lo he dado por hecho. No parece el tipo de persona que se sienta solo a tomar café en la cafetería del barrio. Tiene más bien pinta de ir a sitios caros y de beber champán.
Cojo un platillo y una taza. Vierto en ella el café y coloco una cucharilla al lado antes de dirigirme hacia él con paso firme. Por más que lo intento, no consigo evitar el temblor de la taza sobre el plato. Lo coloco en la mesa baja y observo cómo él hace girar el plato antes de levantar la taza, pero no me espero a ver cómo bebe. Mis Converse y yo damos media vuelta y huimos de allí.
Cruzo la puerta de vaivén como un huracán y me encuentro a Paul poniéndose el abrigo.
—¿Estás bien, Bella? —pregunta, y me examina con su cara redonda.
—Sí.
Me dirijo a la gran pila de metal para lavarme las manos sudadas y entonces el teléfono de la cafetería empieza a sonar desde la pared. Paul toma la iniciativa de contestar al llegar a la conclusión de que estoy decidida a frotarme las manos hasta que desaparezcan.
—Es para ti, Bella. Yo me largo.
—Que tengas un buen fin de semana, Paul —digo, y me seco las manos antes de coger el teléfono—. ¿Diga?
—Bella, cielo, ¿haces algo esta noche? —pregunta Garrett.
—¿Esta noche?
—Sí. Es que tengo un catering y me han dejado tirado. Anda, sé buena chica y échame una mano.
—Uf, Garrett, me encantaría, pero… —No sé por qué he dicho que me encantaría, porque lo cierto es que no me apetece nada, y no consigo terminar la frase porque no encuentro ninguna excusa. No tengo nada que hacer esta noche, aparte de perder el tiempo con mi abuela y escuchar cómo me riñe por ello.
—Venga, Bella, te pagaré bien. Estoy desesperado.
—¿Cuál es el horario? —Suspiro y me apoyo contra la pared.
—¡Eres la mejor! De siete a doce de la noche. Nada complicado, cielo. Sólo hay que pasearse por ahí con bandejas de canapés y copas de champán. Está chupado.
¿Chupado? Sigue siendo andar, y los pies a estas alturas ya me están matando.
—Tengo que ir a casa a ver cómo está mi abuela y a cambiarme. ¿Qué me pongo?
—Ve de negro, y estate en la entrada del personal del Hilton de Park Lane a las siete, ¿vale?
—Vale.
Cuelga, y yo dejo caer la cabeza, pero mi atención pronto se desvía hacia la puerta de vaivén cuando Alice la atraviesa con sus ojos castaños abiertos como platos.
—¿Has visto eso?
Su pregunta me hace pensar al instante en la magnífica criatura que está sentada tomando café fuera. Casi me echo a reír mientras coloco el auricular del teléfono en su sitio.
—Sí, lo he visto.
—¡Joder, Bella! Los hombres como ése deberían llevar un cartel de advertencia. —Echa un vistazo al salón y empieza a abanicarse la cara—. Joder, está soplando el café para que se enfríe.
No necesito verlo. Me lo puedo imaginar.
—¿Trabajas esta noche? —pregunto intentando desviar sus babas hacia la cocina.
—¡Sí! —Se vuelve hacia mí—. ¿Te ha llamado Garrett?
—Sí. —Cojo las llaves que llevo colgadas y cierro la puerta que da al callejón.
—Intentó persuadirme para que te lo preguntara yo, pero sé que no te hace gracia trabajar de noche, estando tu abuela en casa. ¿Vas a ir?
—Sí, le he dicho que sí —contesto mirándola con cansancio.
En su rostro serio se forma una sonrisa.
—Es hora de cerrar. ¿Quieres ir tú a decirle que tiene que marcharse?
Una vez más, trato de controlar los temblores que me entran sólo de pensar en mirarlo, y me lo tomo como un reto.
—Sí, ya voy yo —digo con una seguridad que no siento.
Relajo los hombros trazando círculos hacia atrás, camino con decisión, dejo a Alice en la cocina y entro en el salón de la cafetería. Entonces me detengo de pronto al ver que ya no está. Me invade una extraña sensación mientras inspecciono el área. Me siento entre abandonada y decepcionada.
—Uy, ¿adónde ha ido? —gimotea Alice abriéndose paso por detrás de mí.
—No lo sé —susurro.
Acto seguido, me acerco despacio al sofá desocupado, recojo el café a medio beber y las tres libras que ha dejado. Separo la servilleta pegada en la parte inferior del platillo y empiezo a despegarla, pero unas líneas negras captan mi atención y me apresuro a estirarla sobre la mesa con una mano.
Dejo escapar un grito ahogado de asombro. Después me cabreo un poco.
Probablemente sea el peor americano con el que haya insultado a mi boca. E
Arrugo la cara y la servilleta, disgustada. Formo una bola con ella y la meto en la taza. Menudo imbécil arrogante. No me enfado nunca, y sé que eso saca de quicio a mi abuela y a Gregory, pero ahora estoy muy irritada. Y lo cierto es que es una tontería. Pero no sé si es porque no he preparado un café bueno con lo bien que lo he estado haciendo hoy, o si es porque no he conseguido la aprobación del hombre perfecto. Y ¿qué significa esa «E»?
Tras encargarme de la taza, el platillo y la servilleta ofensiva y de cerrar el establecimiento con Alice, finalmente, llego a la conclusión de que la «E» es de «Engreído».
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