—No voy a enamorarme de ti —Bella estaba diciendo la verdad aunque, evidentemente, no se habría sentido tan cómoda si estuvieran hablando de sexo.
Había deseado a aquel hombre como no había deseado a ningún otro en cuanto puso sus ojos en él. Y el deseo había hecho que olvidase sus principios en una explosión de descontroladas hormonas. . .
Pero el amor era algo muy diferente; el amor no tenía nada que ver con ese relámpago que te robaba la capacidad de pensar. El amor no tenía nada que ver con la química, ocurría gradualmente y crecía con el paso del tiempo.
El deseo, por otro lado, estaba hecho de un material más fino. No perduraba y por eso podía mirar a Edward ahora y sentir nada más que. . . no, no, mirarlo no era buena idea.
Y cuando los dos hombres se volvieron hacia ella, Bella se vio obligada a revaluar el poder del deseo.
¡Sus hormonas seguían activas!
Sabía que Edward no podía verla, pero tenía la impresión de que estaba mirando dentro de su alma. . .
Su corazón latía con tal fuerza que apenas podía llevar aire a sus pulmones.
—No he venido a buscar trabajo.
Sus increíbles ojos, Verdes y rodeados de unas pestañas absurdamente largas, estaban dirigidos directamente a su cara, pero Bella sentía como si esa penetrante mirada estuviera leyendo sus pensamientos. Y como esos pensamientos incluían a un Edward desnudo, era una sensación muy turbadora.
Él apretó los puños cuando esa vocecita, con su ronca y sensual resonancia, lo golpeó como una bofetada.
La había buscado, pero no había sido capaz de encontrarla. La mujer que había aparecido en su vida esfumándose y dejando sólo el aroma de su cuerpo en las sábanas para demostrar que no había sido un sueño. . .
Estaba allí, lo había encontrado. Y, como le pasó la primera vez, el simple sonido de su voz lo excitaba. Después del accidente su apetito sexual estaba en hibernación, pero había sido despertado por la propietaria de esa voz. Y cuando desapareció, inexplicablemente también había desaparecido el deseo.
Había vuelto.
—Déjanos solos, Jasper.
El joven lo miró, sorprendido.
—¿Dejarte solo. . . con ella?
—Sí —sonrió Edward, al notar su preocupación.
Bella tragó saliva. Se había preparado para el encuentro, pero no era aquello lo que esperaba. No sólo el aspecto de Edward había cambiado, también sus maneras.
El Edward Cullen que conoció en Escocia estaba luchando contra sus propios demonios mientras intentaba acostumbrarse a lo que le había pasado. Estaba furioso, frustrado, sus maneras abrasivas y beligerantes.
Aquel hombre, con su aire de estudiada autoridad, no parecía haber experimentado un momento de duda en toda su vida.
—Te llamaré si estoy en peligro.
«¿Y qué haré yo si estoy en peligro?», se preguntó Bella. Porque ver a Edward de nuevo había despertado un ejército de mariposas en su estómago.
«Esto es lo que yo quería», se recordó a sí misma. Aunque, de repente, estar a solas con Edward Cullen ya no le parecía tan recomendable.
—Espera un momento, Jasper —dijo él entonces—. ¿Cómo es?
—¿Perdona?
—¿Es rubia de ojos azules, morena. . .?
Edward ya sabía que era pequeña, de suaves curvas y piel aún más suave. Era una sorpresa para él reconocer cuántas veces había pensado en el rostro que había trazado con los dedos esa noche, ese rostro tan pequeño de barbilla decidida, nariz respingona y labios generosos. Pero era frustrante no saber el color de los sedosos mechones.
—Tiene los ojos azules, muy azules, y es pelirroja —dijo Jasper. Aunque luego pareció avergonzado y miró a Bella con gesto de disculpa—. Perdone.
Ella sacudió la cabeza.
—No es usted el maleducado.
No, no lo era. Pero tampoco tenía un aura de sexualidad que hacía imposible que una mujer se relajase en su compañía.
El comentario hizo reír a Jasper mientras salía del despacho y cerraba la puerta.
—Soy. . . —empezó a decir Bella.
Edward inclinó a un lado la cabeza. El cabello rojo explicaba su temperamento y coincidía con la imagen mental que se había hecho de ella.
—Sé quién eres, cara. Y pareces haber impresionado favorablemente a Jasper. Así que pelirroja y de ojos azules. . .
—No creo que el color de mis ojos sea relevante.
—Posiblemente no, pero como tú y yo nos conocemos íntimamente. . . claro que nunca hemos sido presentados.
—¿Cómo has sabido que era yo? Tú no podías. . .
Bella tragó saliva cuando Edward dio un paso adelante, moviéndose con toda confianza, como si conociera el sitio de memoria. Y así debía de ser.
Si no lo supiera, jamás habría imaginado que era ciego.
—Puede que sea ciego, cara, pero no soy idiota.
«Pero yo sí», pensó ella al mirar su boca y recordarla sobre su piel. . .
Temblando, Bella se abrazó a sí misma para protegerse.
—¿Entonces cómo?
—Tienes una voz inolvidable.
Suave y ronca, con un timbre muy sexy. Edward apretó los labios, crispado. Como una irritante musiquilla, no había sido capaz de olvidar esa voz. . . Ni a ella.
—Mucha gente tiene acento escocés.
Pero sólo ella tenía esa voz.
Ni por un segundo había dudado que aquélla fuera la mujer con la que había pasado una noche en Escocia.
—Y tú perfume. . .
Edward tragó saliva.
—Yo no uso perfume —dijo Bella.
Estaba tan cerca que podría alargar la mano para tocarlo. . . y sentía el deseo de hacerlo, pero se contuvo.
Aquello era una locura. No había ido allí para volver a perder la cabeza, pensó, intentando apartar los ojos de su cara. Pero no lo consiguió, aquel hombre era tan increíblemente atractivo.
—Y ahora la mujer misteriosa tiene un nombre. . . ¿Bella?
—Isabella, pero todo el mundo me llama Bella.
—Yo prefiero Isabella.
Estaba preguntándose cómo responder a ese reto cuando, sin previo aviso, él alargó una mano para tocar su cara y tuvo que cerrar los ojos cuando la punta de sus dedos rozó la curva de su mejilla.
—Así que eres real. Estaba empezando a pensar que te había imaginado. De no ser por los arañazos que tenía en la espalda, habría pensado que eras cosa de mi imaginación.
Bella, mortificada, se puso colorada hasta la raíz del pelo.
—Mira, supongo que estarás preguntándote qué hago aquí —ella misma había empezado a preguntarse lo mismo. Aquello era algo que podría haber hecho por correo, o por teléfono, a distancia.
«Pero entonces no lo habrías visto», le dijo una vocecita en su cabeza. «¿Y no era eso lo que querías?».
Edward sacudió la cabeza.
—Supongo que quieres algo. Me gustaría pensar que es mi cuerpo, pero. . .
—No eres tan inolvidable —lo interrumpió Bella. Aunque las eróticas imágenes que aparecían en su cabeza le decían que estaba mintiendo.
—No era eso lo que decías entonces. . . «Perfecto, absolutamente perfecto» fue lo que dijiste, creo recordar. Y parecías tener una gran opinión sobre mis habilidades en la cama.
—Si fueras un hombre decente, no dirías esas cosas.
—No lo soy.
—¿No eres qué?
—Un hombre decente, cara. Claro que tampoco fueron mis elegantes maneras lo que hizo que te metieras en la cama conmigo, ¿verdad?
—¡No puedo creer que sintiera lástima de ti! —le espetó ella.
Edward echó la cabeza hacia atrás, como si lo hubiera golpeado.
—¿Te acostaste conmigo porque te daba lástima?
Bella arrugó el ceño, volviendo al misterio que no había sido capaz de resolver a su entera satisfacción.
—La verdad es que no sé por qué lo hice. Siempre he sido una persona sensata —le dijo, sacudiendo la cabeza—. Sabía lo que estaba haciendo. Sabía que era una locura, pero era como si. . .
La expresión hostil de Edward desapareció.
—Tenías que hacerlo como tenías que respirar.
Bella levantó la mirada, perpleja cuando él expuso de forma tan acertada lo que había sentido.
—¡Eso es! —exclamó. Pero al darse cuenta de lo que había dicho, y a quién se lo había dicho, se puso a la defensiva—. Ya no siento lástima de ti.
La sonrisa de lobo, que dejó al descubierto unos dientes perfectos, hizo que Bella se preguntara si había sido demasiado sutil dándole a entender que la locura había pasado y ya no era tan vulnerable.
—Nos hemos olvidado de las formalidades, Isabella —le dijo, pronunciando su nombre como si estuviera saboreándolo—. Soy Edward Cullen. . . pero claro, tú ya sabes eso porque estás aquí. La cuestión es: ¿por qué estás aquí?
El por qué era algo que Bella seguía intentando entender.
—No sabía tu nombre cuando. . .
—Cuando te acostaste conmigo por compasión —terminó él la frase—. Aunque debo decir que lo escondías muy bien.
—No sabía quién eras hasta que vi una fotografía tuya en el periódico.
No podía creer que el hombre descrito como «el genio de las finanzas de su generación» pudiera ser el mismo hombre con el que había pasado la noche. Pero después leyó un breve párrafo en el que mencionaban el accidente que lo había dejado ciego y la consiguiente ruptura con su prometida, una bien conocida actriz.
—¿Y ahora has descubierto que sientes algo por mí?
Bella, sorprendida por la ironía, negó con la cabeza.
—No, yo. . .
—¿Lamentas haberte marchado mientras dormía?
—Eso fue. . . yo. . .
¿Cómo iba a explicarle que estaba demasiado avergonzada como para quedarse, que nunca antes había despertado al lado de un hombre y había sentido miedo?
—No hace falta que me des explicaciones. Entiendo que hayas cambiado de opinión.
—Lo dudo —murmuró ella.
—Pues no lo dudes. Sé por experiencia cómo cambia la actitud de la gente cuando descubren quién soy y el dinero que tengo.
Bella tardó unos segundos en entender el sarcasmo y, con los dientes apretados, lo fulminó con sus ojos de color azul violeta.
Un hombre que tenía una opinión tan triste de la naturaleza humana no iba a recibir la noticia de que iba a ser padre con alegría, evidentemente.
—Para tu información, a mí no me importa nada tu dinero.
Edward se pasó una mano por el pelo, decepcionado. Aquella chica era igual que los demás, después de todo.
¿Qué querría de él?, se preguntaba.
Él nunca había sido un hombre que disfrutase de un revolcón indiscriminado y consideraba a los que se marchaban en medio de la noche como unos maleducados. Y, por supuesto, no veía razón para aplicar otro criterio a las mujeres.
Por la mañana, al descubrir que se había ido, se puso furioso, pero se le pasó el enfado al darse cuenta de que ella le había dado algo sin pedir nada a cambio, lo cual en su mundo era muy poco frecuente. Por desgracia, ahora parecía ser como las demás.
—Sí, seguro que no te importa —murmuró, desdeñoso.
—Y si fuera tan cínica como tú. . . —Bella respiró profundamente para controlarse, haciendo un esfuerzo para continuar con más moderación—. No sabía quién eras entonces y la verdad es que me gustaría no haberlo sabido nunca. Pero estaba investigando para un artículo y vi tu foto. . .
—¿Investigando para un artículo?
—Trabajo para el Chronicle.
—¿Eres periodista?
—Sí. . . y bastante buena en mi trabajo, además.
—No lo dudo.
Su expresión irónica no dejaba la menor duda de que el comentario no era precisamente un elogio.
—Veo que no te gustan los periodistas.
Edward sonrió, conteniendo la furia antes de responder con cierto desdén:
—Supongo que es un trabajo estupendo para alguien sin escrúpulos.
El reportero que había entrevistado a la familia de la niña a la que había sacado de un coche en llamas desde luego no tenía ninguno. Porque, sin la menor compasión, y mientras la niña estaba en estado crítico en el hospital, le había preguntado a los padres si se sentían responsables por la ceguera del hombre que la había salvado.
—Pero intento no generalizar y admito que la mayoría de los periodistas que conozco no se acostarían con alguien para conseguir un artículo jugoso —siguió—. Claro que debería haber sabido que no hay nada gratis. . .
Una bofetada resonó en el despacho, la fuerza del golpe haciendo que Edward girase a un lado la cabeza.
Bella, avergonzada por lo que había hecho, se llevó una mano al corazón. Lo había visto todo rojo de repente. . .
Lo que ocurrió esa noche podría no haber significado nada para él, pero no tenía que trivializarlo o hacer que el asunto sonara como un sucio truco porque no lo había sido en absoluto. Y no iba a dejar que la insultara.
Sin embargo, ella nunca había pegado a nadie en toda su vida, no estaba en su naturaleza.
Como no estaba en su naturaleza acostarse con un hombre al que no conocía.
Aquel hombre la sacaba de sus casillas y unas lágrimas de frustración asomaron a sus ojos cuando se echó a reír.
—¿Qué te hace tanta gracia?
Llevándose una mano a la cara. Edward se encogió de hombros en un expresivo gesto.
—Por fin he encontrado a una mujer que no hace concesión alguna a mi ceguera. Si no fueras una manipuladora y una mentirosa, podrías ser la ayudante personal perfecta. O incluso. . . —añadió, bajando la voz— la perfecta amante.
—¡Si eso es lo que estás buscando, entiendo que tengas tantos problemas para encontrar una candidata! —replicó ella—. Y también entiendo que tu prometida te dejara.
Bella lo vio inclinar a un lado la cabeza. No parecía herido por el comentario, pero ella se sintió culpable de todas formas.
—Estaba en el artículo que leí —admitió luego. Y, como todo el mundo, ni por un momento había pensado que la separación hubiera ocurrido antes del accidente que lo privó de la vista.
—Yo estaba en el pasillo cuando Jane. . . ¿habéis arreglado las cosas entre vosotros?
—¿Lo preguntas por interés profesional?
De nuevo, ese tono sarcástico tan irritante.
—Tu vida amorosa no me interesa ni profesionalmente ni de otra manera, pero lo lamento por ti.
¿Qué clase de mujer abandonaba a un hombre porque se hubiera quedado ciego?
Una mujer muy guapa, pensó, recordando a la rubia del vestido rojo. Bella había creído que la antipatía que sintió al ver la fotografía de la joven en el periódico era debido a su parecido con la chica con la que encontró a su novio en la cama. Pero ahora que había visto a Jane en persona debía reconocer que no le hacía justicia; en realidad era mucho más guapa y, curiosamente, más real era su antipatía.
La sinceridad que había en la disculpa hizo que Edward arrugase el ceño.
—¿Qué es lo que lamentas?
—Que te dejase después del accidente —contestó ella—. Aunque lo entiendo, la verdad, porque eres insoportable. ¿Sabes una cosa? Ojalá me hubiera acostado contigo para conseguir un artículo. De ser así me sentiría menos tonta.
—Y si no era por el artículo, ¿por qué te acostaste conmigo?
Bella decidió ignorar la pregunta. Tenía práctica, llevaba ignorando sus propias preguntas durante las últimas doce semanas.
—¿Crees que yo haría público lo que pasó entre nosotros? ¿Crees que querría anunciarle al mundo entero que me acosté contigo? ¿Crees que quiero que mi familia y mis amigos lo sepan? Pues nada podría estar más lejos de la verdad. Me avergüenzo de lo que pasó.
Edward, que había estado escuchando su diatriba con una expresión cercana al aburrimiento, levantó la cabeza, sorprendido, ante la última frase.
—¿Crees que el sexo es algo de lo que avergonzarse?
—¡El sexo contigo sí! He tenido otras relaciones. . . estuve prometida.
«No tendría por qué habérselo contado», pensó luego.
—¿Prometida? —repitió Edward.
—¡Sí, prometida! Y, para tu información, tengo una actitud perfectamente sana con respecto al sexo aunque el día que nos conocimos todavía fuera. . . —Bella no terminó la frase al darse cuenta de que estaba hablando de más.
Pero no debería haberse molestado.
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