Ciegos al amor

Autor: Lily_cullen
Género: Romance
Fecha Creación: 03/11/2017
Fecha Actualización: 09/01/2018
Finalizado: SI
Votos: 1
Comentarios: 11
Visitas: 33839
Capítulos: 13

 

El multimillonario Edward Cullen había perdido la vista al rescatar a una niña de un coche en llamas y la única persona que lo trataba sin compasión alguna era la mujer con la que había disfrutado de una noche de pasión. ¡Pero se quedó embarazada!

Y eso provocó la única reacción que Isabella no esperaba: una proposición de matrimonio. Él no se creía enamorado, pero Bella sabía que ella sí lo estaba. Y cuando Edward recuperó la vista, Bella pensó que cambiaría a su diminuta y pelirroja esposa por una de las altas e impresionantes rubias con las que solía salir. . .

Cuando pueda verla, ¿seguirá deseándola?

 

Los personajes le pertenecen a Stephenie Meyer, esta historia está adaptada en el libro Ciegos al amor de: Kim Lawrence. Yo solo la adapte con los nombres de Bella y Edward.

Espero sea de su agrado. :D

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Capítulo 8:

Hola chicas, como están cómo les fue el fin de semana, espero que bien.

Aquí les traigo el capítulo de hoy!!

Espero que les guste. Nos vemos el viernes.

 

 

Bella levantó una mano y la pasó por la curva de su mentón.

—¿No podríamos irnos a la cama? —sugirió, esperanzada.

Edward esbozó una sonrisa.

—¿Me estás ofreciendo sexo por compasión?

Ella lo pensó un momento y luego, con total sinceridad, contestó:

—Me estoy ofreciendo a mí misma.

Eso pareció sorprenderlo. Más que eso, el poderoso italiano se mostró turbado.

—Isabella. . .

—Parece que no tengo orgullo en lo que se refiere a ti —suspiró Bella. Jamás se había imaginado que se rendiría de manera incondicional a ningún hombre y menos a un hombre como Edward.

No sentía vergüenza en realidad y, además, era consciente de una feminidad de la que nunca había sido consciente en toda su vida. Todo en aquel hombre era una contradicción y también lo eran sus sentimientos por él. El antagonismo y la atracción que sentía por él se había vuelto una mezcla confusa y poderosa. 

—Eres deliciosa —dijo Edward, acariciando su cara con un dedo—. Y estoy deseando estar dentro de ti.

Las eróticas imágenes que despertó esa frase crearon un incendio entre sus piernas. En sus ojos veía su propio reflejo y un deseo alocado tiraba de ella como un canto de sirena mientras el sujetador seguía el mismo camino de la blusa.

—Entonces hazlo —susurró.

—Cásate conmigo.

—¿Quieres dejar de decir eso? La gente no toma ese tipo de decisiones así como así —protestó ella.

—Olvídate de la gente, estoy hablando de nosotros. Vamos a tener un hijo, Isabella, y el niño nos necesitará a los dos.

Era un argumento muy poderoso. Bella luchaba contra sentimientos encontrados, pero su cerebro, normalmente despierto, no parecía funcionar como debiera. Por un lado, lo que decía tenía sentido y no resultaba una idea tan descabellada, por otro, le daba pánico.

—¿Y yo qué? ¿Importa algo lo que yo quiera o lo que yo necesite?

—Me necesitas a mí —dijo Edward. Y, en aquel momento, él la necesitaba a ella. El deseo encendía su sangre, ahogando el sentimiento de culpa.

—¿Un arreglo de conveniencia has dicho?

Una sonrisa de triunfo iluminó las facciones del magnate italiano.

—Hablaremos de eso después. Ahora mismo creo que deberíamos irnos a la cama. ¿Tienes una cama?

—Claro que tengo una cama.

Edward apretó su mano.

—Entonces indícame el camino, cara —dijo, levantándose.

—No he dicho que sí.

—Claro que sí —la contradijo él, con una sonrisa de satisfacción.

Y cuando buscó sus labios, Bella pensó que podría aceptar cualquier cosa que le propusiera.  

 

 

Dos días después, Edward la acompañó al ginecólogo para su primera ecografía.

Y la elegante clínica de la calle Halley no se parecía en nada al hospital público al que ella había imaginado que acudiría.

Controlar los gastos era algo innato en Bella, de modo que se sintió un poco incómoda en tan lujoso entorno, pero Edward insistía en la necesidad de que tuviera los mejores cuidados para el niño y, sabiendo que aquél no era un tema sobre el que fuera a mostrarse flexible, decidió no decir nada. Sería mejor ahorrar energía para otras batallas más importantes.

Además, no imaginaba a Edward esperando pacientemente en la cola de un hospital público. No, seguramente se portaría tan mal que lo invitarían a marcharse.

—¿Por qué sonríes?

Bella volvió la cabeza, sorprendida.

—¿Cómo sabías que estaba sonriendo?

El propio Edward pareció momentáneamente perplejo por la pregunta.

—¿Pero estabas sonriendo?

—Te imaginaba portándote mal.

—Pensé que te gustaba que me portase mal —dijo él, haciéndose el inocente y sin conseguirlo.

—No me refería al dormitorio.

—Yo apenas pienso en otro sitio —sonrió Edward. Y no le hacía falta tener poderes para saber que Bella se había puesto colorada.

 

 

Unos minutos después, Bella supo que los pensamientos de Edward no estaban en el dormitorio.

Había apartado un momento los ojos de la pantalla y, al ver su expresión, se le había hecho un nudo en la garganta. Estaba tan emocionada por lo que veía que se había olvidado de él y de lo que sentiría al oír la descripción de las imágenes del niño. . . imágenes de un niño al que Edward no vería nunca.

Emocionada, apretó su mano. A la porra con el orgullo, pensó.

—Se puede ver su cabecita y el corazón latiendo y. . . —Bella miró a la auxiliar que estaba haciendo la ecografía— ¿eso es la columna?

—Sí.

Edward tragó saliva mientras apretaba con fuerza su mano.

—¿Es un niño?

—¿Quieres saber el sexo, Edward?

—Me da igual que sea niño o niña mientras nazca sano —dijo él usando la frase que miles de millones de padres debían de haber pronunciado antes.

—Bueno, pues por cómo se mueve el niño o la niña, parece que no hay ningún problema —Bella miró a la mujer esperando confirmación, y ella asintió con la cabeza.

—Me alegro.

—En unas semanas podrá sentir cómo se mueve y da patadas. . . sólo tengo que tomar unas medidas para confirmar las fechas.

—Ah, sobre eso no hay ninguna duda —dijo Bella, sin pensar.

—Sí, una noche para recordar —dijo Edward en voz baja.

—No me estoy poniendo colorada, no seas listo.

—Sí te has puesto colorada —replicó él, sin dejar de sonreír.

Después de confirmarle que no se había equivocado con las fechas, la auxiliar los dejó solos y Bella se levantó de la camilla.

—Gracias por dejarme ver a nuestro hijo a través de tus ojos, Isabella.

Ella se inclinó para apretar su mano, saboreando la intimidad del momento.

—De nada. Él o ella es, después de todo, lo que tú y yo tenemos en común. Al menos deberíamos ser capaces de compartir a nuestro hijo.

Edward parecía a punto de decir algo, pero en lugar de hacerlo levantó su barbilla con un dedo. Su habilidad para saber dónde estaba exactamente era asombrosa.

—Y me dejarás ver a nuestro hijo a través de tus preciosos ojos azules.

—Bueno, son azules.

—Jasper se puso muy lírico cuando los describió: de un azul casi violeta. Claro que ahora tú debes recordarme que tienes pecas.

—¿Y tú qué harás?

—Besarte —contestó él.

 

 

* * * *

 

 

Ocho días después de la ecografía llegó el momento de la boda. No tenía sentido esperar más, había dicho Edward. Pero Bella había estado sufriendo ataques de pánico a diario. Podría haber parado el efecto bola de nieve con una sola palabra, pero no lo hizo porque la alternativa significaría muchas cosas; pasar las noches sola, por ejemplo.

Edward y ella habían dormido juntos desde que decidieron casarse, salvo las dos últimas noches porque él estaba en Roma por asuntos de trabajo. Y por la noche no tenía ninguna duda; era de día cuando empezaba a preguntarse si había perdido la cabeza.

A lo mejor también él despertaba preguntándose qué estaba haciendo. Era una posibilidad. ¿Por qué si no la había llamado a las cinco de la mañana?

El porqué de la llamada seguía sin estar claro, pero Bella se había quedado con la impresión de que quería algo, quizá cancelar la boda.

Y seguía preguntándose qué había querido decirle cuando llegó el coche para llevarla al ayuntamiento.

—No es demasiado tarde —murmuró, mirándose al espejo.

Pero sí lo era, había tomado una decisión, se había comprometido. Era lo mejor para el niño. Lo mejor para ella no iba a pasar, imposible; Edward no la amaba.

Descubrir que ella sí estaba enamorada no había sido algo inmediato, pero en algún momento la semana anterior se había dado cuenta de la verdad.

¿Cuándo Edward le puso un enorme zafiro en el dedo y ella tuvo que darse la vuelta para esconder las lágrimas?

¿Cuándo vio una fotografía suya escalando una montaña y pensó que escalar sólo era una de las cosas que la ceguera le había robado y que tenía que enfrentarse cada día a la vida con una valentía y una seguridad que la llenaban de admiración?

Pero unos días antes lo había visto sentado frente a su escritorio, mirando al vacío con una expresión tan distante, tan remota que Bella sintió un escalofrío de aprensión.

«¿Qué esperabas?», le preguntó una vocecita. «No te ama, no va a decirte que está contando los minutos hasta que vuelva a verte. No va a decir que se sentirá solo sin ti».

Pero ella sí. ¿Había sido entonces cuando supo que estaba enamorada de Edward?

Eran todas esas ocasiones y ninguna de ellas porque, en el fondo, era algo que siempre había sabido, pero se negaba a reconocer. Estaba enamorada. Edward Cullen, valiente, cabezota y totalmente insufrible, era el amor de su vida.

Aquél debía ser el día más feliz de su vida, pero cuando llegó a su destino sintió una profunda tristeza. Y no tenía nada que ver con el hecho de que no hubiera invitados. No, había sido su decisión no contárselo a la familia o los amigos.

Su tristeza tampoco era debida a que aquélla no fuera una boda tradicional, sino a la ausencia de algo que anhelaba su corazón: que Edward la amase. Pero eso no iba a pasar.

Edward no la amaba. Pero cuidaría de ella y de su hijo y respetaría los votos que iban a hacer, de eso estaba segura. Porque había descubierto que Edward Cullen no era la persona que describían los periódicos y las revistas, sino un hombre honesto de verdad. Aunque ella nunca tendría un sitio en su corazón.

¿Estaría pidiendo demasiado?, se preguntó.

¿Y qué pasaría si algún día conocía a alguien a quien amase como había amado a Jane? ¿Seguiría amando a la bella rubia?

Bella no podía dejar de torturarse mientras hacían el amor, creyendo que podría estar pensando en ella.

Esos pensamientos la ponían enferma y habían estropeado más de un momento íntimo porque Edward, con su asombrosa percepción, siempre parecía darse cuenta.

Cuando le preguntaba qué pasaba, ella no se lo decía, claro. No decía nada, pero él sabía que estaba mintiendo y la mentira quedaba entre los dos como un muro. Un muro que se disolvía al encenderse la pasión, pero que estaba allí de nuevo cuando se enfriaba.

Bella sabía que, si quería que aquel matrimonio tuviese alguna oportunidad de funcionar, tenía que sobreponerse a sus inseguridades y aceptar que Edward no podía darle lo que ella quería.

Y haría que funcionase, se dijo a sí misma mientras levantaba la falda del vestido para salir del coche.

Jasper, con un aspecto tan agitado como si fuera el novio, estaba esperándola en el vestíbulo del antiguo ayuntamiento.

—Estás guapísima —le dijo.

Bella tocó la falda de su vestido de seda color ostra.

—¿No te parece un poco exagerado?

Su intención había sido ponerse el traje que había llevado en la boda de su hermano. Después de todo, le había costado una fortuna y sólo se lo había puesto una vez.

Pero Edward no estaba de cuerdo e, ignorando sus protestas, había llamado a una exclusiva boutique porque, según él, debía elegir algo adecuado para la novia de un millonario.

Bella no había entrado en la tienda con el propósito de comprar un vestido de novia clásico. Un traje o un vestido blanco, sencillo, le había dicho a la amable dependienta. . . la gente se volvía muy amable cuando había fondos ilimitados, pensaba Bella con un toque de cinismo.

Y a lo mejor no había sido del todo específica porque lo primero que le llevó para probarse había sido el vestido de novia que llevaba puesto en aquel momento.

Era la simplicidad del diseño lo que había llamado su atención. Cortado al bies en estilo túnica y con escote palabra de honor, la tela caía hasta los tobillos abrazando su cintura y sus caderas.

No estaba muy segura sobre lo de llevar los hombros al descubierto, mostrando más escote del que a ella le gustaría, pero la joven le había asegurado que le quedaba perfecto.

Esa admiración podía tener que ver con el precio del vestido, pero al verse en el espejo del probador, Bella había tenido que admitir que era una maravilla.

Y, después de decir que sí al vestido, empezó a decir que sí a otras prendas. Una hora después, una Bella atónita había vuelto a la limusina como la orgullosa propietaria de seis preciosos conjuntos de ropa interior, tres pares de zapatos y un extravagante y carísimo velo de encaje de Bruselas.

—En una boda nada es exagerado —dijo Jasper, viendo cómo el brillo desaparecía de sus ojos. Parecía tan triste que, aunque él no era el tipo de hombre dado a gestos cariñosos, le hubiera gustado abrazarla.

—No es ese tipo de boda —murmuró Bella, mordiéndose los labios.

—Sí, bueno. . . espero que no te importe —dijo él entonces, poniendo en su mano un ramo de violetas—. Es una boda y debes llevar un ramo de novia. Además, el color me recuerda al de tus ojos.

Bella, increíblemente emocionada por el detalle, se llevó las violetas a la cara.

—Gracias, eres muy amable.

—No se puede tener una boda sin un ramo de novia, lo sé porque yo pagué las flores en la boda de mi hermana. Y no sabía el dineral que costaban las flores para una boda de verdad. . . —Jasper se corrigió enseguida—. No lo digo porque ésta no sea una boda de verdad, es que es más sencilla.

—No hay por qué fingir, los dos sabemos que no lo es —dijo Bella.

Jasper se puso serio de repente.

—¿Estás segura de lo que vas a hacer?

Bella no estaba segura de nada salvo de que Edward era el amor de su vida y el padre de su hijo.

—¿Sugieres que salga corriendo?

—Si Edward quiere casarse, dudo mucho que pudieras escapar de él. . . uf, qué horror, ha sonado siniestro. No quería decir eso, sólo quería decir. . .

«Que Edward quiere este hijo a toda costa y yo soy parte del trato».

—Sé lo que quieres decir. Pero no te preocupes, yo sé bien lo que hago. Y si no sale bien. . . bueno, hay una solución perfecta.

—¿El divorcio?

—Esas cosas pasan —suspiró Bella—. Pero no te preocupes, intentaremos que salga bien.  

 

 

Mientras esperaba en la sala donde tendría lugar la ceremonia, Edward pensó que aquélla no era la boda con la que soñaban la mayoría de las chicas.

¿Con qué clase de boda habría soñado Isabella?

No lo sabía porque nunca se lo había preguntado, ni siquiera le había dado tiempo para pensárselo bien. Era evidente que aún estaba en estado de shock por el embarazo y por la pérdida de su empleo y él había explotado implacablemente la situación para obligarla a casarse.

No se le había ocurrido pensar en lo que ella quería, obsesionado como estaba por su hijo. Pero había algo más, algo en lo que no había querido pensar: la necesitaba.

Edward nunca había necesitado a una mujer. Desear sí, necesitar nunca.

El hecho de que estuviera esperando un hijo suyo era muy conveniente porque le ofrecía una excusa para no estudiar lo que había sentido al pensar que aquella mujer podría desaparecer de su vida.

Edward sintió una ola de náuseas.

Se había portado como un canalla, pero reconocer eso no minó su determinación de seguir adelante con la boda.

Sería un marido considerado, se dijo.

Isabella no lamentaría haberse casado con él.

La puerta se abrió sin fanfarrias, sin acompañamiento de música. No había lágrimas, ni flores, ni cabezas que se volvieran para mirar a la novia. . .

Y Edward tuvo que hacer un esfuerzo para no volverse al oír sus pasos sobre el suelo de madera.

Bella recitó sus votos en voz baja y Edward, por contraste, lo hizo bien alto y claro. Sólo cuando el oficiante, un funcionario del ayuntamiento, anunció que podía besar a la novia, volvió la cabeza, sus temblorosos dedos luchando para levantar el velo.

Edward dejó escapar un suspiro, alegrándose ahora más que nunca de no haberle hecho caso al médico.

¿Quién querría estar en el hospital mirando una pared estéril cuando podía mirarla a ella?

Y la miró, grabando en su memoria cada detalle de su rostro ovalado. Había trazado cada contorno con los dedos y sabía que su piel era suave, que tenía una pequeña hendidura en la barbilla y una pequeñísima arruguita en el ceño, entre las cejas. Sabía que su boca era de labios carnosos, hecha para besar.

Lo que no sabía hasta aquel momento era que sus labios fueran del color de las rosas de otoño. No sabía que su piel fuera de porcelana ni había visto las pecas sobre el puente de la nariz respingona, la gloriosa melena pelirroja como una pintura de Tiziano. Y no sabía que sus ojos fueran de aquel azul aterciopelado. . .

Se le hizo un nudo en la garganta. Si despertaba al día siguiente de nuevo en el mundo de la oscuridad, llevaría siempre con él el recuerdo de ese rostro.

Había habido ocasiones durante los últimos días cuando, con ella entre sus brazos, fantaseaba con despertar por la mañana para ver su rostro. Nunca había esperado que ocurriese, pero cuando ocurrió Isabella no estaba allí.

Su primer instinto había sido decírselo. Incluso había levantado el teléfono con intención de hacerlo, de compartir el milagro.

Pero luego escuchó su voz adormilada al otro lado y pensó: ¿y si no era un milagro? Quizá volvería a perder la vista tan abruptamente como la había recuperado. De modo que guardó silencio.

Quería estar seguro del todo. 

Capítulo 7: Capítulo 9:

 


 


 
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