CAPÍTULO 10
Cuando el taxista paró en la puerta del hotel, Bella y Rose sonrieron de alegría. ¡Por fin habían llegado!
Tras pagar al taxista, se dieron una ducha y durmieron encantadas, disfrutando del lujo y el confort que el hotel les ofrecía.
Al día siguiente, tras despertarse pasadas las cuatro de la tarde Bella comenzó a hacer balance de todo lo perdido, mientras tomaban unas cervezas.
—Necesito con urgencia un portátil y un móvil.
—Son casi las cinco de la tarde Bella. Creo que lo tienes difícil.
—Para eso tengo una secretaria —dijo marcando el número de Jessica, que con rapidez tomó nota de todo lo que su jefa pedía y se encargaría personalmente de que llegara a Escocia al día siguiente.
— ¡Qué nivel, chica! —se mofó Rose.
—Necesito reemplazar lo perdido —insistió tras colgar, cogiendo el vaso de cerveza—. Menos mal que suelo tener copia de seguridad de todos mis documentos. Y sobre todo ¡menos mal, que la copia se quedó aquí!
— ¡Ostras, Bella!
— ¿Qué pasa?
—Esta noche juega el Atlético de Madrid contra el Liverpool.
— ¡Qué emoción! —se mofó al escucharla.
— ¡No me lo puedo creer! —dijo divertida—. Tú eras la mayor colchonera de la peña.
—Eso fue hace tiempo —respondió con desgana.
—No me jodas, Bella —y llevándose las manos a la cabeza gritó—. No te habrás hecho del Manchester ¿verdad?
—Eso nunca —sonrió al ver el gesto de su hermana—. Mi vida ha podido cambiar en muchas cosas. Pero papá me enseñó a adorar al Atlético de Madrid y eso es inamovible
—Ufff... menos mal. Por unos segundos temí lo peor. El relamido era del Manchester ¿verdad?
—Sí, pero nunca supo que yo era del Atlético.
—Entonces, qué —se mofó Rose— ¿sufriendo en silencio, como las hemorroides?
—Más o menos —se carcajeó Bella al escucharla—. Oye por cierto, fue una pena que Torres se marchara al Liverpool.
—Calla... Calla... Que menudo disgusto tuvimos en la peña. ¿Cómo lo pudieron consentir?
—Poderoso caballero... ¡Don dinero!
—Pues yo estoy convencida de que Torres volverá. Creo que lleva los colores del Atlético de Madrid grabados en el corazón —asintió Rose, golpeándose el pecho—. Sería genial verlo jugando con Agüero, Pernia, Forlán, Perea, Camacho... ufff... ¡Sería la leche!
— ¿Sabes, Rose? Nunca le haría eso a papá —dijo dando un trago de cerveza.
Su padre había sido el mayor colchonero del mundo. El mayor hombre y el mayor hincha del Atlético de Madrid.
—Hoy juegan en el Vicente Calderón. Seguro que estaría allí —asintió Rose mirando a su hermana—. Oye ¿podríamos ir a verlo?
—Seguro que lo ponen por la tele —indicó Bella con su elegante pijama de Moschino, mientras cogía el mando.
—Por qué no vamos al pub de la otra noche —sugirió Rose—. Seguro que allí es más divertido. Habrá más ambiente.
— ¿Tú quieres que nos linchen? El Liverpool es un equipo inglés, bonita.
—Sí. Pero estamos en Escocia, princesita —respondió Rose.
— ¿Sabes? Llevo tiempo sin disfrutar de un partido como Dios manda —murmuró Bella.
Durante los años que había sido novia de Mike, nunca se le ocurrió decir que era del Atlético. Era su secreto, y más cuando bajaron a segunda.
—Pues ya es hora ¿no crees? —Animó Rose—. Vamos a pasarlo bien. Y, por favor, sé una hincha rojiblanca como papá te enseñó. Olvídate de clases, marcas y categorías por unas horas y disfruta del espectáculo.
Al escuchar aquello Bella sonrió.
¡A la porra convencionalismos!
Era del Atlético de Madrid y aquel partido lo iba a disfrutar, por lo que calzándose sus vaqueros de Dolce y Gabanna, una camiseta blanca de Moschino y la sobrecamisa que días antes Edward le dejó, entre risas, las dos se dirigieron hacia el pub.
El ambiente aquella noche en el Mclean era animado. Bella, al entrar, volvió a arrugar la nariz, olía a cebada. Ver un partido rodeada de gigantes escoceses al principio las intimidó. Pero cuando el Liverpool marcó gol en el minuto 14 y comprobaron que la gran mayoría de los asistentes iban con el equipo español, Rose y Bella camparon a sus anchas.
Con el corazón en un puño, suspiraron aliviadas al ver cómo el Liverpool fallaba un posible gol, y aceptaron la invitación de dos pintas de Guinnes por parte de dos hombres.
—No me gusta nada el ritmo del partido. —Se quejó Rose.
—Pero vamos a ver —gritó Bella, quién tras tres pintas comenzaba a estar chisposa—. ¿Por qué no sacan a Agüero? ¿Qué hace ahí sentado?
—Pobre Simao —suspiró Rose—. Por Dios ¡no dejan de agobiarlo!
A punto del infarto estaban cuando Forlán casi mete un gol. Eso hizo sonreír a los hombres que las habían invitado y que las observaban desde la barra.
— ¡La madre que parió al arbitro! —Gritó se—. ¿Cómo nos puede sacar tarjeta amarilla?
—Se la merecía tu jugador —respondió uno de aquellos tipos acercándose hasta ella—. Se la merecía por tirarse en el área.
—Yo que tu cerraría el pico, amigo —señaló Bella molesta por aquello—. Si no quieres tener problemas con nosotras.
—De acuerdo, española —rió al escucharla, levantando las manos—. De acuerdo.
Segundos después aquellos hombres se presentaron. Sus nombres eran Quentin Spike y Joseph Lindelt. Dos ejecutivos de la General Motors que estaban de viaje de negocios en Escocia pero vivían en Londres.
El primer tiempo terminó, sacando el Liverpool la ventaja de un gol. Bella, que se había desinhibido gracias a las cervezas, fue al baño, la vejiga le iba a explotar. Y tras mirarse en el espejo y ver que parecía una salvaje apenas sin pintar, en vaqueros y con aquella enorme sobre camisa militar sonrió.
« ¡Si la vieran en el trabajo alucinarían!»
Sin saber por qué, pensó en Edward. Le hubiera gustado ver su cara.
«Maldito prepotente», pensó, aunque sintió una pequeña punzada al cavilar que no lo volvería a ver.
A su vuelta, Quentin se acercó hasta ella. Le atraía esa española y no pensaba desaprovechar la oportunidad.
La segunda parte del partido comenzó.
—Hombre. ¡Gracias a Dios! —Aplaudió Rose al ver a Agüero en el terreno de juego—. Menos mal que Aguirre ha despertado.
—No tenéis nada que hacer. El Liverpool como equipo es superior —le susurró Joseph a Rose.
Pero antes de poder contestarle el Liverpool metió otro gol.
— ¿Lo ves? No tenéis nada que hacer —asintió aquel tipo ganándose una oscura mirada de las dos hermanas.
Aunque segundos después, para satisfacción del Atlético de Madrid, el gol se anuló. Algo que hizo saltar a todo el pub de alegría, y en especial a ellas.
— ¡Toma! Eso por listo —gesticuló Rose con el dedo mirando a Joseph.
Tras decir aquello los cuatro comenzaron a reír. Daba igual que no defendieran al mismo equipo. Aquella velada estaba siendo divertida, y Bella estaba disfrutando del partido como llevaba tiempo sin hacer.
— ¿Os apetece otra pinta de Guinness? —preguntó Quentin.
—Sí —asintió Bella—. La verdad es que estoy muerta de sed.
—Iré contigo —Joseph le guiñó un ojo a Rose—. Así traeremos cuatro.
Sin apenas moverse, les vieron alejarse hacia la barra.
—Qué morbazo tienen estos ingleses —se guaseó Rose—. Y yo que pensaba que eran sosos y desnataos.
—Son agradables y correctos —asintió Bella, sin dejar de mirar el partido—. Una estupenda compañía masculina.
Aquellos hombres, al igual que ellas, estaban de negocios en Escocia. Se les veía cultos y educados. Quentin era alto, moreno y con unos impresionantes ojos color avellana. Mientras Joseph era más bajo y con unas pestañas que quitaban el sentido. Ninguno era una belleza. Eran tipos normales. Pero tenían ese algo caballeroso que a las mujeres gustaba.
— ¿Has visto qué sonrisa tiene Quentin? —preguntó Bella a su hermana.
—Es igualita a la de alguien que tú y yo conocemos.
— ¡Ni de coña! —respondió Bella con la lengua más suelta de lo normal—. No le llega ni a la suela del zapato. Quentin es un caballero.
—Bella... Bella... ¡Que no me engañas! —sonrió al ver cómo aquella intentaba disimular—. No he dicho a quién se parece su sonrisa. Pero tú me has entendido. ¿En quién piensas?
— ¡Gollllllll! —gritó Bella sin poder contestar, comenzando las dos a saltar y el pub a vibrar.
Momentos después, el gol se anuló.
— ¡A ése le han untado pero bien! —ladró Bella incrédula por aquello.
— ¡Joder, joder! —gritó Rose enfadada.
Quentin y Joseph regresaron con las pintas.
—Chicas, ¡lo siento! —susurró Quentin al ver sus caras de decepción.
— ¡Tú! —señaló Rose a Joseph, que rió—. No se te ocurra decir nada o te juro que te tragas la pinta.
Estaban tan entretenidas con aquellos dos hombres, y en especial con el partido, que no se percataron de que desde hacía más de veinte minutos dos pares de ojos ceñudos las observaban. Edward y Emmett frente a ellas en la oscuridad, apenas si podían mover un músculo sin pensar qué hacían con aquellos tipos.
— ¡Qué curioso! —Susurró Bella con la voz un poco gangosa—. ¿Eso es un trébol?
—En Escocia es costumbre —aclaró Quentin cerca de su oído—. Dibujar en la espuma de las pintas de Guinnes un trébol. Y en mi familia se dice que quien sorprende con un trébol a una mujer, será bendecido con una estupenda noche de placer.
Bella al escuchar y sentir el aliento de Quentin tan cerca, se encogió. Llevaba meses de abstinencia, sin tener sexo con nadie. A excepción de los besos de Edward. ¡Cómo besaba ese hombre!
Quentin creyendo que aquel gesto confirmaba su noche de placer, agarró a Bella por la cintura y plantó un seco beso en su cuello, que la hizo estremecer, aunque no precisamente de pasión.
Rose, incrédula, miró la cara de su hermana. Estaba borracha, y tenía claro que si pasaba la noche con aquel tipo al día siguiente se arrepentiría. No lo permitiría. Así que con disimulo, grito y miró la televisión.
— ¿Qué coño les pasa hoy a estos? No hacen más que perder balones y destrozar jugadas.
—Hoy no es vuestro día, española, dad gracias a que Torres está lesionado. Os hubiéramos metido cinco goles —señaló Joseph a Rose, quién consciente de cómo la miraba, supo que buscaría en ella algo más.
—Danos tiempo ¡desnatao! —respondió haciéndole reír—. Verás de lo que somos capaces los del Atlético. Además, te voy a decir una cosa. Si mi Torres está en el banquillo, es porque tiene lesionado el corazón. ¿Y sabes por qué?
—No. Dime —susurró acercándose a Rose, que no se retiró. Ante ella tenía el típico polvo de una noche, algo divertido y sin complicaciones.
—En Madrid hay un dicho que dice: «De Madrid al cielo, siendo del Atlético de Madrid, primero». ¡No lo olvides!
—No lo olvidaré —murmuró Joseph leyendo los pensamientos de aquella.
De pronto, sin necesidad de hablar, y conscientes de las necesidades y el deseo de cada uno, se creó algo extraño. Algo que a los dos pares de ojos que observaba entre las sombras no gustó.
—Vamos Forlán ¡vamos! —gritó Bella descontrolada al verle disputar un balón por lo alto.
Y el momento más esperado y ansiado por fin llegó.
— ¡GOLLLLLLLL! —gritaron Bella y Rose, junto con el resto del pub, al ver a Simao batir a Reina en un tiro cruzado.
Pletóricas de alegría comenzaron a saltar. El Atlético de Madrid había empatado. Aquel acontecimiento se convirtió en una marea humana. La gente se abrazaba y felicitaba, momento en el que Quentin abrazó a Bella y la besó. Pero apenas había plantado los labios en ella, cuando un nuevo tirón los separó.
«Qué asco de beso», pensó mareada, cayendo en brazos de otro hincha.
Pero no pasaron ni tres segundos cuando sintió que aquellos brazos que la sujetaban, no la dejaban respirar.
Tras pestañear y percatarse de quién la sujetaba, no supo que decir. Allí estaba el payaso, de nuevo mirándola con su gesto insolente.
Edward, que llevaba parte de la noche observando la chispeante alegría de Bella con aquel tipo, no dijo nada. Los celos le consumían y cuando vio cómo el tipo plantaba sus labios en ella, lo hubiera matado. Así que agarró a Bella de la mano y la alejó de allí para atraerla hacia él. Y ahora que la tenía desconcertada entre sus brazos, atrapó su boca y la devoró sin piedad hasta que ella, a punto de asfixiarse, lo empujó.
—Suéltame, bruto, que me ahogas. ¿Qué haces aquí? —peleó Bella.
—Tengo que hablar contigo —bufó Edward molesto, ansiando algo más que ese beso—. Y tú, ¿qué haces dejándote manosear por ese imbécil?
—No tengo que darte explicaciones —contestó muy digna.
— ¡Eres insoportable! —susurró Edward y sin poder detener su impulso, la volvió a besar, hasta que Bella de nuevo lo retiró. Esa española le estaba volviendo loco.
—No vuelvas a besarme —dijo sin mucha convicción sintiendo que deseaba más. ¿Dónde estaba Rose?
Pero pronto la respuesta llegó hasta sus ojos. Dos pasos más atrás, su hermanita estaba besándose como una desesperada con Emmett que, entregado a la pasión, la cogió en brazos y caminaba hacia la salida del pub...
— ¿Quiénes son esos tipos? —preguntó Edward con gesto serio.
Quentin y Joseph les miraban con curiosidad. Pero no se acercaron. Algo que Edward agradeció. Bastante tenía con pelear con ella.
—Unos amigos —respondió Bella pensando que su hermana y Emmett se iban a asfixiar.
—Despídete de tus amigos. ¡Nos vamos!
—Pero vamos a ver ¿tú eres tonto? —gritó, intentando zafarse de la garra que le sujetaba—. ¡Suéltame! Yo no voy a ningún sitio contigo
—Escúchame —dijo atrayéndola hacia él—. Vas a salir conmigo de aquí.
—Ni lo sueñes. Y menos contigo.
Edward la miró desafiante. Estaba bebida, no borracha. Pero en sus ojos, sus mejillas, y sus palabras, se notaban algunas copas de más.
—Estoy viendo el partido con mi hermana y mis amigos —señaló Bella retándole con las palabras—. Por lo tanto, suéltame ¡payaso!
—El partido ha terminado y yo no voy a marcharme de aquí sin ti.
Al escucharle decir aquello, su cuerpo entero se estremeció. No sabía qué le provocaba aquel hombre, pero su voz y su presencia conseguían que no dominara su propia voluntad. Su tacto y su mirada la excitaban, le calentaba todos sus instintos a unos límites tan insospechados, que se estaba comenzando a asustar. Era tal la lujuria que provocaba en ella, que si no hubiera sido porque él de nuevo habló, allí mismo le habría besado.
—O sales de aquí por tu propio pie —ordenó con voz ronca—, o te saco de aquí como tú ya sabes.
Aquello la despertó.
Adiós lujuria.
¡Hola enfado!
Provocaciones como aquélla la hacían reaccionar. No consentía que nadie le hablara así y menos aquel tipo que ya la había humillado varias veces. ¡Ni hablar!
—De acuerdo, princesita —asintió Edward con una sonrisa triunfal.
Antes de que ella pudiera hacer nada se la echó al hombro provocando de nuevo aplausos en el pub. Aquello se estaba convirtiendo en un ritual. Horrorizada, Bella cerró los ojos y no los abrió hasta que el aire fresco de la noche golpeó su cara. Aunque está vez Edward, antes de soltarla, se aseguró de no recibir ninguna patada.
— ¡Estúpido engreído! —gritó dando un traspiés.
En ese momento Bella se percató de lo borracha que estaba. Todo giraba a su alrededor.
— ¿Estás bien? —preguntó Edward agarrándola, pero ella de un manotazo se soltó.
—Estaré bien el día que te pierda de vista.
Con un incomodo silencio, Edward clavó la mirada en Bella, mientras ella, con la boca abierta, miraba cómo su hermana y Emmett aún continuaban besándose en la esquina de la calle.
—He pensado lo que ayer comentaste —intervino Edward.
— ¿Has pensado? ¿De verdad? ¿Tú piensas? —se mofó, pero rindiéndose preguntó—. Vale ¿qué has pensado?
—Sobre el negocio que le quieres proponer al conde.
Al escuchar aquello Bella rápidamente le miró.
¡Una pequeña luz! Sí. Sí.
Eso era lo que ella necesitaba oír y con rapidez su mente comenzó a trazar estrategias. Pero la pesadez de las pintas Guinnes le dificultaban pensar con claridad.
—Mañana hablaré con él —prosiguió Edward sin apartar sus ojos de ella—. Quizá pueda saber el tiempo que estará fuera. Explícame lo que quieres y yo se lo comentaré.
— ¿Harías algo así por mí? —preguntó sorprendida.
—No lo hago por ti —aclaró Edward sus motivos—. Simplemente cuido los intereses de mi jefe, los intereses del conde.
* * *
Al día siguiente, tras pasar Bella una noche horrible en la que todo le daba vueltas y tuvo que vomitar al final, sobre las cinco de la tarde, bajó a la cafetería del hotel donde habían quedado.
— ¿Dices que no volverá en tres o cuatro semanas? —gritó Bella al escuchar las noticias de Edward.
—Si comienzas a chillarme —respondió Edward—, me levanto y me voy.
—Vale, vale —Bella intentó calmarse.
Schirtufedo, el presidente de TAG Veluer, le había dado casi dos meses. Todavía había tiempo.
—Éste es el contrato ¿verdad? —Edward había cogido los documentos que descansaban sobre la mesa.
Bella asintió.
—Necesito conseguir ese contrato para comenzar a rodar un anuncio publicitario.
—Pues creo que no lo vas a tener nada fácil —indicó Edward revisando las cláusulas.
— ¿Por qué? —preguntó Rose, que hasta el momento había estado taciturna sentada junto a Emmett.
—Voy a ser sincero contigo —señaló Edward dejando el contrato sobre la mesa—. La última vez que rodaron en el castillo, ocurrieron cosas.
— ¿Cosas? —Interrumpió Bella—. ¿Qué cosas?
—Hubo varios desperfectos en el edificio y la productora no quiso hacerse cargo de ellos —señaló Edward.
—Pero nosotros podemos incluir una cláusula que recoja la subsanación y reparación de desperfectos durante el rodaje —insistió, apuntándose aquello en un papel.
—Lo intentaré —aunque la expresión de Edward no era de buen agüero—. Pero repito, no lo vas a tener fácil. El conde cree que la gente que se dedica a la publicidad, al cine, no valora las genuinas cosas de la vida. Piensa que vosotros utilizáis como si fuera de usar y tirar aquello que la gente respeta y cuida toda su vida, sin daros cuenta del trabajo, el esfuerzo y el tesón que hay detrás. Su obsesión es que el castillo de Eilean Donan perdure en el tiempo. Mi jefe está convencido que sois personas superficiales y sin escrúpulos, que con tal de conseguir lo que necesitáis sois capaces de vender vuestra alma al diablo.
—Prefiero no opinar —respondió Bella, consciente de la verdad que encerraban aquellas palabras.
—Entiendo que no quieras opinar —prosiguió Edward—. Tu trabajo es comerle el cerebro a la gente a través de anuncios consumistas y sexistas, que luego son tan falsos como las propias vidas que lleváis.
—Te estás pasando —canturreó Rose al darse cuenta de la cara de su hermana.
—Seamos sinceros, princesita —indicó Edward clavándole la mirada—. Tú quieres conseguir algo que el conde tiene. ¿Verdad?
—Sí —Bella se sintió de pronto acalorada con aquella mirada.
—Entonces debes ser lista y demostrarle que sabes valorar lo que él tiene y adora. Así él, podrá valorar tu empeño y tu trabajo.
Al escuchar aquello Bella se tensó.
¿Qué le estaba proponiendo exactamente?
Porque ni loca. Ella no pensaba arrastrarse para conseguir el contrato. ¿O sí?
— ¿Sabes la diferencia que existe entre vosotras y nosotros? —preguntó Emmett entrando al trapo.
—No. Dímela tú —retó Bella.
— ¡Un momento! —Intervino Rose—. Cuando dices diferencias. ¿Te refieres a que nosotras vivimos en una ciudad y vosotros en el campo?
—Más o menos —añadió Edward mientras, divertido, observaba la manera como Bella se retiraba el pelo de la cara. Estaba preciosa y deseaba besar de nuevo aquellos labios tentadores con la misma pasión que los besó la noche anterior.
—La diferencia radica en las formas —respondió Emmett.
—Y en la humildad y adaptación a cualquier medio —finalizó Edward.
Rose y Bella al escuchar aquello se miraron.
— ¿Qué coño están diciendo estos cromañones? —ahora fue Rose quien habló en español, con ganas de tirarles el vaso a la cabeza.
—Nada bueno —respondió Bella, a quien le estaban entrando ganas de salir corriendo, pero necesitaba el contrato. Ella lo había prometido a sus clientes y a sus jefes.
—Nada de trampas, chicas —regañó Edward al oírlas hablar en español.
— ¿Acaso crees que yo no podría hacer lo que tú haces? —preguntó Rose mirando a un esquivo Emmett, quien al verla aparecer aquella mañana en lugar de saludarla con uno de los tórridos besos de la noche anterior, se había limitado a saludarla con la mano.
—Por supuesto que no —respondió Emmett, dejando volar su imaginación.
— ¿Me estáis queriendo decir que vosotros dos —se mofó Bella—, sois capaces de hacer lo que yo hago, pero que yo no soy capaz de hacer lo que vosotros hacéis? ¡Qué estupidez!
—Te lo estoy demostrando ahora mismo —señaló Edward—. No creo que mi comportamiento sea diferente del de cualquier otra persona que ahora mismo esté sentada en el hotel.
— ¿Vosotras podríais comportaros igual en nuestro medio? ¿En el campo?
—Sois patéticos —gruñó Bella.
—Lo corroboro —asintió Rose gesticulando.
— ¿Sabes, princesita? —prosiguió Edward—Años de trabajo me ha costado obtener el puesto que tengo junto al conde. Como podrás imaginar seguramente estoy acostumbrado a tratar con más gente y quizás de más alto nivel que tú.
—No me hagas reír —se mofó Bella.
—A pesar de tu trabajo como alta ejecutiva y temerario tiburón en el mundo publicitario... ¿Serías capaz de ordeñar vacas, cuidar del ganado, sacar adelante con tus propias manos una granja o valorar una sonrisa? Tú, princesita ¿serías capaz de eso? —preguntó Edward sin dejar de mirarla.
«No. Creo que no», pensó Bella horrorizada.
—Por supuesto que sí —señaló Rose dando un codazo a su hermana.
—Tampoco tiene que ser tan difícil —corroboró Bella consciente de que mentía como una bellaca—. A ver si te crees que es fácil encontrar un eslogan para que una campaña sea líder de ventas. O ganar un premio Adwords de publicidad.
—Permíteme que me ría —sonrió Emmett.
—En referencia a lo que dices —intervino Rose— imagino que hacer cualquiera de esas cosas es como todo, se aprende y punto.
—Acabas de dar con la solución para que el conde valore tu trabajo —indicó Emmett con una sonrisa en los labios.
— ¿Cómo? — preguntó Bella algo confusa.
—Demuéstrale al conde que además de ser una eficaz publicitaria, eres capaz de hacer lo que él tanto valora —señaló Edward—. Demuéstrale que debe confiar en ti y firmar ese contrato.
Bella, al escuchar a Edward, no supo si reír o llorar. Tras años trabajando en la publicidad había tenido que ingeniárselas de muchas maneras para conseguir la firma de contratos. Como la vez que necesito contratar el Circuito del Jarama para un anuncio y el promotor se empeñó en que ella tenía que darse una vuelta con él en aquella pista y en su potente Ferrari. Lo hizo. Aunque provocó que durante una semana no subiera en ningún coche. Si había conseguido sobrevivir a aquello, podría sobrevivir a esto también. Con la diferencia que esta vez serían varias semanas. Pero mejor valía eso que volver a Londres y tener que enfrentarse a los asociados con las manos vacías.
— ¿Qué decides, princesita? —preguntó Edward al verla tan pensativa.
—Dos cosas que espero escuches bien —respondió Bella cuadrándose en la silla—. La primera; no vuelvas a besarme ni a llamarme princesita. ¡Lo odio! Y la segunda, acepto el reto.
— ¡Que Dios nos pille confesados! —susurró Rose, haciendo reír a Emmett.
—En respuesta a lo primero que has planteado —señaló Edward disfrutando de aquel reto de miradas—. Lo siento, princesita, pero no estás en condiciones de exigir nada. Pero teniendo en cuenta que no eres la mujer de mis sueños sino más bien de mis pesadillas, tranquila. Tengo verdaderas preciosidades deseosas de besarme sin yo pedirlo. Y en referencia a lo segundo. Eres valiente y eso me agrada.
—No intento agradarte a ti, tío listo —respondió, consciente de lo que había aceptado y furiosa por lo que había escuchado—. Intento agradar al conde.
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