EL ACTOR Y LA PERIODISTA

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 09/01/2014
Fecha Actualización: 15/08/2014
Finalizado: SI
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Capítulos: 27

Bella, una chica común y corriente, que trabaja, sueña y espera las rebajas para renovar su vestuario, despierta una mañana en la cama del actor más guapo del mundo.

A sus veintiséis años, Bella Swan es periodista, trabaja en una revista de moda y se especializa en entrevistar a estrellas de cine. Por desgracia, el chico con el que vive parece decidido a batir un récord de abstinencia sexual mientras ella escribe un artículo sobre los ligues de una noche. Cuando le encargan que haga una entrevista a Edward Cullen. el actor de moda en Hollywood, tiene ocasión de conocer el auténtico significado de mezclar trabajo con placer. Pero a la mañana siguiente, para su sorpresa, despierta desnuda en la cama de Edward... ¿Cómo ha podido pasar? ¿Qué ocurrirá si su jefa se entera y quiere sacar partido de la "noticia"? Además de recuperar la reputación perdida. Bella tendrá que aprender una gran lección sobre si misma... y sobre el hecho de que no siempre hay que creer en lo que se lee.

 

BASADO EN COMO LIGAR CON UNA ESTRELLA DE CINE DE KRISTIN HARMEL

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Capítulo 25: EPÍLOGO

Epilogo


 

Nueve meses después

Salí del despacho de mi abogado con un cheque en el bolso y muy buenas noticias que me bailoteaban en la cabeza. A Tanya la habían despedido de Mod. El New York Post publicaría la historia al día siguiente: la habían condenado a pagarme cien mil dólares en concepto de daño moral, lo cual, imaginé, le significaría una pérdida significativa para su presupuesto de ropa de diseño.

La victoria sobre Tanya me había hecho sentir triunfadora, y tenía el cheque en mi poder. También me sentía muy bien con mi victoria sobre Mod. Mi abogado ya había deducido sus honorarios, pero me quedaba una suma importante. Ya sabía lo que haría con él. Abrí el sobre y eché un vistazo a la alucinante cifra.

Dos millones cuatrocientos mil dólares.

Era mi parte del arreglo que Mod había ofrecido para evitar la demanda.

A Margaret también la habían despedido. Eso me había hecho sentir un poco mal, porque yo sabía que había creído las mentiras de Tanya y que no me había calumniado intencionadamente. Pero ahora, Esme Platt, la antigua redactora jefe, dirigía la publicación, y ésta había dado el salto en las ventas que Margaret había perseguido durante años.

El día en que la ascendieron, Esme me llamó para ofrecerme mi antiguo puesto, pero lo rehusé amablemente. Me encantaba escribir para Woman's Day, donde no existe esa maliciosa competencia, ni puñaladas por la espalda, ni cotilleos. El personal trabajaba de nueve a cinco y volvía a sus casas con sonrisas en el rostro. Nunca podría regresar a Mod, con independencia de quién la dirigiera.

Cuando mi abogado me llamó para decirme la cifra del arreglo, tarareaba yendo al banco HSBC de Union Square, para completar una transacción que había empezado un mes atrás.

«¿Qué voy a hacer con esta fortuna?» No podía imaginarme siquiera en qué gastarme todo ese dinero. Pero sabía de alguien que podía beneficiarse con un porcentaje, y no había nadie que lo mereciera más.

Cuando salí del banco una hora después, había depositado el cheque en mi cuenta y usado una parte para completar una transacción inmobiliaria. Elizabeth, mi agente inmobiliaria, se encontró conmigo en la agencia de al lado. Juntas, revisamos los documentos y ofrecimos una paga y señal del cincuenta por ciento por The Space, el restaurante del East Village cuyo dueño se jubilaba. Alice me había comentado varias veces que era perfecto para poner el bistro francés que siempre había soñado. Ahora su sueño se hacía realidad. Había sido la única que me había apoyado durante la pesadilla del verano pasado y ésta era la mejor manera de retribuírselo.

Se lo daría como regalo de bodas cuando se casara con Jasper el mes siguiente, en una sencilla ceremonia que se celebraría en Les Sans Culottes.

Después de dejar el banco caminé por Union Square, aspirando el dulce aroma del pan de plátano y del pastel de zanahoria de uno de los puestos del mercado de los granjeros. La sidra hervía a fuego lento en el puesto de al lado, tentadora incluso en el calor de mayo.

Me detuve en el Starbucks del lado este de la plaza para tomar un capuchino. Mientras esperaba en la cola, hojeé ausente el New York Post y fantaseé con que Alice obtenía una crítica estelar de su restaurante en el diario. La palabra «siguiente» desde detrás del mostrador me despertó y bajé el diario para mirar al hombre de gorra y delantal verde que estaba detrás del mostrador.

Pero en vez de pedir mi capuchino, me eché a reír. Histéricamente. El hombre enrojeció.

—¿Qué le puedo servir? —preguntó con formalidad.

—Oh, Dios mío —logré decir. La gente de alrededor me miraba como si estuviera loca, pero no me importó.

El hombre detrás del mostrador era Jacob.

—No es divertido —masculló, ruborizado.

—Pues sí que lo es —dije entre risas—. Supongo que la novela no ha funcionado, ¿eh?

—No —murmuró. Había ganado al menos veinte kilos y la mayor parte se habían depositado en la prominente barriga que le abultaba el delantal. Tenía el cabello demasiado largo y la piel pálida.

—¿Existía esa novela, Jacob? —le pregunté.

—No —admitió con voz casi inaudible.

Me reí de nuevo y me di cuenta de cuan lejos había ido en ese último año, a tal punto que apenas podía recordar haber estado con él. Ya no podía imaginar que hubiera sido parte de mi vida.

—Quiero un cappuccino, por favor —dije finalmente.

—Muy bien —dijo con tristeza. Se volvió para prepararlo y luego me dijo—: Tres dólares y dieciséis centavos.

Le pagué en silencio, ahogando otra risa. Al darme el cambio se detuvo y me tomó la mano izquierda.

—Tienes un anillo de compromiso —dijo lentamente con una expresión extraña en los ojos.

Sonreí.

—Sí —dije—. Estoy comprometida.

Se inclinó para observarlo mejor. La piedra preciosa de dos quilates, con corte princesa y sin fallas, encastrada sobre platino de Tiffany, brillaba en mi dedo anular.

—¿Quién es? —preguntó.

Cogí mi cambio.

—Nadie que conozcas —dije radiante—. Me he alegrado de verte.

Lo dejé mirándome con la boca abierta, mientras me dirigía al otro extremo del mostrador para recoger mi pedido. Salí del Starbucks sin mirar atrás.

Caminaba por Broadway, aún riéndome de Jacob, cuando sonó el móvil en mi cartera. Lo saqué. Miré el identificador de llamadas y sonreí.

—Hola, cariño —contesté.

—Hola —dijo Edward—. ¿Tienes el cheque?

—Sí.

—¿Y has comprado el restaurante?

—Sí. Alice se va a sorprender.

Edward rió y me maravillé por un instante del modo en que el sonido de su voz me hacía sentir bien. Desde la noche del estreno, él había pasado la mayor parte del tiempo en Nueva York y ya no se quedaba en el hotel donde me había despertado, mortificada, casi un año atrás. En sus visitas a Nueva York se apretaba en la cama contra mí y siempre me despertaba entre sus brazos protectores. Me había invitado a Los Ángeles, los pocos fines de semana que no podía moverse de allí, y en diciembre habíamos ido a Atlanta para conocer a mi madre. Pasamos la Navidad en Boston con su madre, su padre, sus dos hermanas. Los quise enseguida y fui sintiendo que ya era un miembro más de la familia.

Edward me había propuesto matrimonio tres semanas atrás, de rodillas en Over the Moon. Su camarera favorita, Marge, me entregó el anillo que encontré en una ración de pastel de queso, mi postre favorito. Habíamos celebrado esa noche con calma, en mi apartamento, con Alice, Jasper y Jay, el barman amigo de Edward. Incluso invitamos a Marge, que vino con aquella caja llena de beicon crujiente, huevos y cebollas con queso. La comida que hizo que todo empezara entre Edward y yo.

Nadie le había dicho nada del compromiso a los medios, aunque había un rumor de que alguien me había visto con un anillo de compromiso. Me sentía como la Jennifer Garner de Edward, lo que era absolutamente ridículo. ¿Quién iba a pensar que algún día a los medios les iba a interesar lo que yo llevara en mi mano izquierda?

—Yo también tengo una sorpresa para ti —me dijo Edward—. Compra Tattletale y fíjate en la página quince.

—¿Tattletale? —dije—. Sabes que no leo esa basura.

—No; confía en mí, esto te gustará. Es un regalo de compromiso de un amigo mío. Llámame cuando lo hayas visto.

—Si insistes... —dije encogiéndome de hombros.

Me detuve en el siguiente quiosco de prensa y cogí el último ejemplar de Tattletale. Me lo llevé y lo hojeé hasta la página quince.

En cuanto llegué allí, el ataque de risa que había comenzado en Starbucks volvió. Una vez más parecía una lunática entre los viandantes, riéndome tan fuerte que las lágrimas se me caían.

El amigo de Edward era George Clooney y le habían dado un anuncio publicitario de una página completa en Tattletale. En él había incluido una horrible foto de Tanya que parecía estar gruñéndole a la cámara. Abajo, en letras mayúsculas ponía: NUNCA HE SALIDO CON ESTA MUJER. GEORGE CLOONEY (ANUNCIO PAGADO).

Todavía me seguía riendo cuando Edward me llamó.

—¡Es la cosa más divertida que nunca he visto! —le dije entre risotadas.

—Lo sé —dijo Edward, riendo también—. Cuando la última semana le comenté a George sobre nuestro compromiso, le conté todo lo que había pasado con Tanya y dijo que era la gota que colmaba el vaso. Ya estaba harto de que ella usara su nombre para llamar la atención. Jura que nunca ha estado con ella.

—Es muy divertido.

—Está bien, cariño. Tengo que seguir —dijo Edward—. Llegaré a las nueve, ¿de acuerdo?

—Te esperaré.

—¿Cena en Swank?

—Muy bien —dije—. Llamaré a Alice y haré la reserva. Que tengas un buen vuelo.

—Gracias. ¿Todavía te siguen esos periodistas?

—Sí —sonreí—. Todos los días.

Había que admitir que era divertido. Cuando trabajaba entrevistando famosos, jamás se me habría ocurrido pensar que un día una turba de periodistas se instalaría delante de mi edificio, preguntándome si el anillo de diamantes de mi dedo anular significaba que Edward Cullen finalmente ya no estaba disponible.

—Debes decírselo —me dijo Edward tras una pausa—. Quiero que lo sepan. Quiero que el mundo lo sepa.

—Yo también —dije.

—No puedo creer que vayamos a casarnos. Creo que nunca había sido tan feliz.

—Yo tampoco.

—Te amo como nunca creí que podría amar.

—Lo sé —dije—. Yo también te amo.

Seguí andando camino a casa. El sol brillaba en la ciudad, bañando las calles con una luz suave. Los taxis pasaban zumbando, los negocios estaban llenos de clientes y la gente pasaba calle arriba y abajo, apresurándose para llegar a sus destinos. Caminé lentamente con una sonrisa, sabiendo que ya no importaba lo que nadie pensara de mí. Mi vida era más perfecta de lo que jamás hubiera imaginado.

Doblé en la esquina de la calle Tres con la Segunda Avenida y la multitud de paparazzi (que se arremolinaban en el portal de mi edificio desde que los rumores sobre mi anillo de diamantes habían comenzado) empuñaron sus cámaras. Hubo gritos de «¡Es ella, ahí está!» y los flashes me cegaron. Repentinamente me encontré en el centro de la tormenta mediática que me había seguido durante semanas.

—Bella, ¿es verdad que te has comprometido con Edward Cullen? —preguntó un periodista, mientras trataba de acercarme a mi portal.

—¿Realmente te ha propuesto que te cases con él? —gritó otro mientras me abría paso entre la multitud.

Me detuve un momento, como siempre hacía, pero algo desconcertada por su atención. Y entonces hice algo que no había hecho hasta entonces.

Me quedé parada allí y sonreí. Con la revista en una mano y mi bolso colgando de la otra, me enfrenté a la prensa que me había acechado un año antes. Y por primera vez en mi vida no me importó lo que ellos pensaran o lo que sus publicaciones pusieran sobre mí.

—Sí —dije finalmente. Todos enmudecieron de golpe—. Edward Cullen y yo nos vamos a casar. Me lo propuso hace tres semanas.

Hubo un breve silencio y entonces vinieron las preguntas en avalancha y los flashes volvieron a atacarme como un conjunto de luciérnagas psicóticas. No me importó, porque me di cuenta de cuan liberador era decir simplemente la verdad. Simplemente ser yo. No tener nada que ocultar, nada de qué avergonzarme.

Hice gestos de que callaran e hicieron silencio.

—Nos amamos mucho —dije, sabiendo que no tenía miedo de lo que pensaran de mí o lo que publicaran sobre mí. Sabía quién era y tenía todo lo que necesitaba—. Y nunca he sido más feliz.

Cuando los flashes destellaron de nuevo, en lo que parecía una demostración de fuegos artificiales, sonreí a las cámaras y supe que por fin todo en mi vida era como se suponía que tenía que ser.

Capítulo 24: CAPÍTULO 24 Capítulo 26: GRACIAS

 
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