Capítulo 10 Bienvenida
Me despierto sobresaltada, porque un gilipollas con cara de contable reprimido pone su maleta en el portaequipajes del grupo de asientos de mi derecha con tal cantidad de ruidos, gestos y ademanes, que parece que llevara cientos de quilates y no unas cinco o seis camisas impolutamente planchadas por su mujer, más cinco o seis calzoncillos ferrys de un blanco tipo anuncio de detergente con micropartículas de lejía, más tres camisetas de tirantes igualmente inmaculadas, más pijama de nailon granate con botones, más zapatillas de fieltro en cuadros azules y granates también, más chaqueta azul marino para el caso de que refresque más de lo previsto, más jersey de cuello de pico gris marengo con dos o tres corbatas rayadas y oscuras, y más la bolsa de aseo de piel marrón con la que le obsequiaría la suegra en la Navidad pasada, aunque fuera su esposa la que le diese contenido a ese continente estándar, rellenándolo con un cepillo de dientes con funda, pasta dental común Licor de algo, y el masaje y la colonia de la misma marca que, seguramente también le regalaría su santísima el día del padre, es decir, el día de San José-Dandy.
¡Ah!, se me olvidaba: el contable reprimido seguro que ha tenido la precaución de incluir en su maleta dos o tres pares de calcetines blancos. ¡Puaggggg!
¿Pero qué estoy haciendo? Ando tan embelesada jugando a hacer radiografías en los equipajes ajenos, que no me he dado cuenta de que me he dormido y despertado justo cuando el tren termina de arrancar, tras una de sus breves paradas. ¡Imbécil! Acabo de perder otra oportunidad para acabar con todo esto. ¿Seré idiota?
¿Hora? ¿Qué hora será? Para comprobarlo, medio adormilada miro el reloj del móvil, y digo reloj del móvil porque desde hace años me niego a oprimir las muñecas con cualquier tipo de armatoste que controle mí tiempo... ¿Pero qué digo, o mejor, en qué estoy pensando? ¿Muñeca?... ¡Socorro, muñeca! Es increíble la relatividad de las cosas: ayer, como aquel que dice, muñeca hubiera sido un sustantivo que inevitablemente habría asociado a la infancia, a esa articulación que une la mano con el brazo o, como colmo de picardía, a Humphrey Bogart. Hoy, en cambio, todo lo que tenga que ver con la palabra muñeca me traslada a otro sustantivo tan atrayente como aterrador: me refiero a las esposas, y no precisamente a las blancas y radiantes que pronuncian síes por los miles de juzgados y altares del país.
Esposas de distintos modelos como los que vi ayer en el sex shop y como esos artilugios que, en vez de asustarme, llegaron a ponerme caliente a través de los relatos y sugerencias eróticas que me regalaba una y otra vez AMOCULLEN. Porque cuando terminaba de azorarme con páginas y páginas de cuerdas, culos, tetas, cubanas, ataduras, látigos, sodomización y esposas, infinidad de esposas, sin ni siquiera preguntarme, siempre se permitió la chulería infinita de afirmar cosas sobre mí, en una época en la que apenas nos conocíamos y aún nos comunicábamos a través de los mensajes privados de la sala de Amos y sumisas.
AMOSCULLEN: Me encanta lo cachonda que estás.
Marta: ¿Y tú qué sabes, idiota?
AMOCULLEN: Yo sé de ti mucho más de lo que imaginas.
Marta: ¿Ah, sí? ¿Y qué sabes?
AMOCULLEN: Que aunque te quejes, te resistas, protestes o intentes evadir el BDSM, te mueres de ganas porque yo te haga sentir lo que nadie antes te hizo sentir. Además, el rollo de las esposas te pone mogollón...
Marta: Mira, guapo...
AMOCULLEN: Gracias por lo de guapo...
Marta: Mira, chulo, ¿sabes una cosa?, como sigas provocándome así voy a tener que matarte, pero no te preocupes, antes te regalaré este epitafio: Sus vacías esposas piden una oración por sus armas...
AMOCULLEN: Jajajajajaja. Reconozco que original eres un rato...
Marta: Puedo ser AMA o in-sumisa, pero no idiota...
AMOCULLEN: Hummmm. Eres mi inteligente sumisa. Inteligente porque no te resistirás a vivir esta experiencia conmigo, y sumisa porque sentirás mucho placer dándole placer a tu AMO que, antes o después, voy a ser yo, por cierto.
Olvido el tema de las esposas y vuelvo a la realidad a través de la pantalla de este minúsculo armatoste al que tuve la precaución de bajar el volumen antes de echar un sueñecito. El móvil me dice tres cosas. Primera: que son las doce en punto, y esto significa, según el folleto en el que se registran las distintas estaciones en las que para el tren Vancouver-Seattle, que ya hace tiempo debimos de pasar por la primera estación de Billingham. Segunda: que sólo hace escasos minutos que paramos o el lugar en donde, supongo, se encontrará el dulce hogar y cómodo, pero modesto chalé adosado, acondicionado con radiadores de tarifa nocturna, del reprimido contable de calzoncillos y camisetas ferrys.
El teléfono también me cuenta alguna cosa importante, y hasta infartante, diría yo. Quiero decir que en el poco tiempo que he estado dormida he recibido un mensaje que no me cuesta asociar a un personaje que vive en Seattle, y al que probablemente ya le estará temblando la fusta en la mano como si tuviera párkinson. Sudo otra vez. Las taquicardias vuelven a mí tras el minúsculo respiro que me he permitido gracias a la breve cabezadita de antes y el aún más breve juego de radiografías de maletas de otros.
Casi no acierto a pulsar las teclas que me conducen a la sección mensajes del teléfono, aunque una vez allí casi me resulta más difícil escoger el apartado de bandeja de entrada y no la bandeja de salida olos mensajes enviados. Noto que mi ritmo cardiaco aumenta cuando por fin atino a pulsar la tecla selec, para ver un mensaje de Cullen:
Tú ya has cumplido tu parte cogiendo el tren. Ahora, a mi manera, yo cumpliré la mía regalándote una sinfonía de orgasmos. ¡Sinfonía de orgasmos! ¡Sinfonía de orgasmos! Desde luego la prepotencia de este hombre no conoce límites, me digo. Primero por creerse capaz, sin conocerme realmente, de regalarme una sinfonía de orgasmos como si tal cosa, y segundo porque ¿cómo ha podido dar por hecho que estoy en este tren? ¿Cómo se atreve a asegurar que al final me he atrevido a cogerlo? En fin, lo mejor será intentar airearme, dentro de lo que las circunstancias me permiten, acudiendo a la cafetería.
A ver, a ver... Debo atravesar tres o cuatro vagones, pero mientras lo hago mi cabeza sigue y sigue como ese conejito de la tele que tenía unas pilas inagotables. Esta vez me da por pensar que cada una de las cabecillas que sobresalen de sus respectivos asientos puede pertenecer a cualquiera de los usuarios del chat. ¿Y si aquel hombre rubio y de mediana edad fuera TEATOCONMEDIAS? ¿Y si la mujer que lo acompaña fuese CINCUENTONA CACHONDA? Y el revisor, por ejemplo, ¿no será AMOABRASADOR? Claro que aquella chica solitaria del fondo, bien podría ser ALBA... ¡Bufff! ¡Pues anda que si el voyeur contable reprimido resultase ser OTEÍLLO!
Todo es loco, lo sé, pero también sé que, aunque exagerado, no es tan descabellado pensar estas cosas... Internet es así, es parte de su milagro: al mismo tiempo y en un extraño puntito virtual pueden encontrarse continentes, nacionalidades y ciudades diversas, y hasta puedes estar ligando, sin saberlo, con el vecino, un sobrino, un hermano y, si te descuidas, con tu pareja real...
Mejor será pedir un café doble, pienso al tiempo que intento abandonar esta idea que me pone más nerviosa que el propio encuentro con el AMO de Seattle. La cafetería está a tope, pero a duras penas consigo hacerme un hueco en el rinconcito de la barra, en donde hace sólo dos horas se amontonaban las revistas de ocio.
— ¡Un café con leche doble y un donut de chocolate, por favor!
— ¡Marchando!
Pensando que necesito azúcar y voy a comerme un rosco ya mismo, las bromas baratas me acechan de nuevo: todo lo que me gusta es ilegal, inmoral o engorda... Claro que, si todo lo que me gusta es ilegal, inmoral o engorda, ¿en cuál de las tres categorías podría encuadrar esta primitiva experiencia virtual, que tiene toda la pinta de convertirse en real? Veamos, veamos, me digo sin dejar descansar ni un segundo a mi ya excedida, aunque recién despejada cabeza. Si acudir a una cita a ciegas con un hombre de Seattle, experto en las artes del sadomasoquismo, no engorda, y tampoco es ilegal, será entonces..., ¿inmoral? ¿Y por qué inmoral?, sigo sin darme tregua. ¿Inmoral? ¡Y una mierda!, concluyo mentalmente, cuando la palabra moral, en este entorno al menos, me suena a empachosa, subjetiva y evangelizadora moralina.
La seriedad vuelve a mí, ayudándome a recordar que, sea como sea, nunca me ha gustado que me cuenten las cosas porque mi naturaleza impulsiva y curiosa, prácticamente desde niña, siempre me ha llevado a experimentarlas en primera persona.
—No, experimentar no es malo —parece que me dice una voz amiga para intentar tranquilizarme.
Supongo que experimentar en sí mismo no puede ser ni bueno ni malo porque dependerá de cómo cada cual viva las cosas que experimenta. Ahora bien: saber por qué en un momento de la vida se siente necesidad de vivir experiencias que, bajo ningún concepto, hubieran tenido lugar en otros momentos, ya es otra cosa...
Mis voces interiores me alertan de un peligro hasta ahora desconocido, al tiempo que precisamente la novedad de la situación es lo que me mantiene activa, nerviosa, expectante y con esa fuerza extraña y apasionante que me conduce a descubrir y vivir todo en mi propia piel. Sobrevivo a las taquicardias que me producen las circunstancias, zanjando mentalmente este acelerón del corazón, cuando de mi boca, y como un susurro, que no distingo si habrá escuchado el pasajero de las camisetas ferrys, sale tan espontánea como inconsciente una frase de Oscar Wilde:
La mejor forma de vencer la tentación es caer en ella. ¡Lo que me faltaba! Parece que a Seattle viaja mi cuerpo pegado a un coro de voces que, para colmo de chulería, se permiten el lujo de rematar literariamente el dilema con una frase de Wilde. ¡Buff!, por lo menos espero que no me haya oído el contable reprimido que, de soslayo, no hace más que mirarme de arriba abajo mientras yo finjo aires de indiferencia, ayudada quizás por la ojeada compulsiva de la revista Paisajes, o la que me permite comportarme como si no me diese cuenta de ese par de ojos que se clavan continuamente en casi todas las partes de mi cuerpo.
Por suerte, y para no perder la poca vergüenza que debe de quedarme, creo que mi vecino está tan embelesado mirándome las tetas que no se ha dado cuenta de que acabo de hablar sola, aunque cuando he vuelto la cabeza para verificar el dato, su aspecto me ha parecido tan repugnante que me ha hecho pensar que esta aventura acabaría antes de empezar, si quien dice llamarse AMOCULLEN me hubiera enviado fotos falsas y su aspecto real fuera como el de este señor que tiene toda la pinta de llamarse Baboso Pérez.
En cualquier caso, y dado que entre frases célebres anda el juego, una idea vuelve a hacerme sonreír. ¿Creerá AMOCullen que voy a Seattle porque me ha pedido que lo haga, o será tan listo como para darse cuenta de que voy porque, en realidad, es a mí a quien le apetecía ir, aunque me mostrase paralizada y como si nunca fuese a atreverme a viajar a su ciudad? ¡Compleja naturaleza la de las mujeres! ¡Compleja naturaleza la mía! ¡Compleja naturaleza también la de una auténtica AMA-zona! ¡Más compleja naturaleza aún la de una buena sumisa! ¡Y complejísima naturaleza la de una sumi-AMA-insumisa!
¡Pobre Cullen! Me pregunto si sabrá que, según un conocido filósofo contemporáneo, todo lo que poseemos nos posee..., y en este sentido y por los siglos de los siglos, las mujeres somos las que en realidad poseemos a los hombres posesivos y, mostrando nuestros encantos, hemos elegido pareja sin pronunciar palabra, aunque ellos crean que nos poseen porque nos han elegido a nosotras... ¡Ilusos!
Creo que ofendido porque no averiguo si será el último o el primero de mi nueva vida, el tren se dedica a poner a prueba mi paciencia y mi capacidad de relax, al tiempo que se decide a pasar por casi todas las tierras de los viejos paisajes. Pensamiento de turno: es tremenda la diferencia que existe entre ellos y yo: árboles milenarios, bosques verdes y frondosas, etcétera, todo monumental, clásico y con una raigambre y una historia que no cabe en los libros. Yo, en cambio, nueva, tan nueva que me siento distinta, rara, y con un alma de mujer recién estrenada...
Porque sigo sin saber quién soy. No me conozco. No sé quién me ha brotado de dentro. No sé qué ser dormía en mí sin yo reparar en que dormía y, yendo aún más lejos, sin ni siquiera darme cuenta de que vivía en mí. Me asusta esta nueva Isabella o la treintañera que parece querer alejarse de la torpeza y ternura típica de su edad, para dirigirse a una especie de país de nunca-jamás.
Entre quién soy, quién era, adónde voy y qué hago aquí, mi cabeza viaja a tanta velocidad que casi me mareo por culpa de estas filosofías de pacotilla, aunque lo del mareo no sea del todo literal, y sí una forma de expresar que no entiendo nada, que no soy capaz de averiguar qué me está pasando, que no controlo esta necesidad de abandonarme al vértigo de la incertidumbre o de la emoción nueva y peligrosa de este juego de seducción, que me ha abierto las puertas del mundo BDSM o esa realidad milenaria y oculta a la vez, para la que ni siquiera encuentro adjetivos aún.
Al tiempo que de lejos se divisa una ciudad, pienso que me estoy dejando arrastrar por una suerte tan incierta como excitante, tan peligrosa como atractiva, tan viva como desconocida y tan inevitable como bulímica de no sé qué, pero siempre voraz de un placer nuevo para mi existencia que, desesperada, se ha decidido a abrir unos cajones que deberían estar sedientos y hambrientos de nutrientes diferentes, chispeantes y llenos de emoción. ¿Será esto una revelación? ¿O una rebelión? ¿Algo se va a revelar en mí o algo se está rebelando en mí? Bufff, el mareo y su neblina difícil de soportar vuelve a mí por culpa de esta cabecita loca que no para, ni aun cuando está parado el tren en la estación de turno.
Parado, ¡se ha parado! Vamos, aprovecha, me dice la voz de antes cuando leo Everett en un letrero enorme, que se encuentra suspendido en una pared de la nueva estación. Date prisa: aún tienes tiempo de coger la maleta, el abrigo y salir de aquí. ¡Rápido! Algo me ata al asiento y me pregunto si esa fuerza es un preludio de los antiguos métodos de tortura que han dado lugar al actual arte erótico del Bondage o, a fin de cuentas, de las ataduras que voy a soportar o a disfrutar dentro de unas horas. Nada de nada. Aquí sigo, incapaz de responderme, y de bajarme...
Me agobio por ello, pero al mismo tiempo intento tranquilizarme tranquilizando a esa voz, diciéndole que siempre hay tiempo para dar marcha atrás, tiempo para bajarme en cualquier otra estación o tiempo para llegar al final y volver a coger el primer tren que salga de Seattle con regreso a Vancouver, tiempo para no acudir a esa cita con AMOCULLEN e incluso, y aunque sea una guarrada, tiempo también para decir que no soy yo, que se equivoca, que me confunde con otra persona...
Sí, eso haré, pienso. Debo dirigirme al hotel Scada, pero puedo quedarme en la puerta observando a quienes entran y salen y, si por casualidad localizo al Cullen que sólo conozco por foto, y no me gusta, pues nada, ¡todo se acabará antes de empezar! O mejor aún: también puedo alquilar una habitación en ese hotel con un nombre distinto...
¡Morbo y precaución mandan!
¡Basta ya!, ¿cómo te atreves a pensar algo así? ¿No le has hecho ya bastante daño a Cullen?, me dice otra de esas voces cordeleras. ¡STOP! ¡Para el colegio que esto va en serio! Debes llegar allí y, en el peor de los casos, ser sincera y decirle al AMO que lo invitas a cenar como a un buen amigo, pero que no te apetece nada más.
¿Me tranquilizan estas opciones o me ponen más nerviosa aún? Ni siquiera lo distingo, quizás porque las nuevas elucubraciones sólo hacen que mi cabeza se cargue con más y más zozobra. ¿Mi cabeza? Pero ¿de verdad tengo cabeza, la he perdido definitivamente o voy camino de perderla del todo? ¡SOCORRO! ¡Ahora las taquicardias! Tic-tac..., tic-tac..., tic-tac..., tic-tac... El ritmo va cada vez más rápido, y llega a un punto que hasta parece que el tic y el tac están deseando juntarse, para hacer explotar a mi corazón.
Este nivel de excitación no me permite analizar qué está pasando o, mejor aún, qué me está pasando. Y menos si tengo en cuenta que llevo sin dormir varios días, a los que hay que añadir ese corazón como de colegiala enamorada, que se mezcla con el de casada perversa que tiene una aventura, y que afloró en mí hace casi un mes; en concreto, cuando tuve la brillante idea de pulsar el botón izquierdo del ratón sobre la palabra CHAT.
Sé que debería relajarme pero es imposible. Y eso que desde que cogí el tren en Pacific Central he intentado llevarme a mí misma de una oreja, si es que esto existe, para dejarme arrastrar y adormecer por su monótono y prácticamente imperceptible cha-ca-cha-ca, y su vaivén dulzón, su ambiente cálido y envolvente, quizás por la excesiva calefacción del tren, y hasta por la extraña y a la vez cotidiana musicalidad de esos pequeños ronquidos que, a destiempo, emanan de la boca de algún viajero que ha tenido la mala suerte de someterse a la falta de estética que supone dormir con la boca abierta.
Lo he intentado, es cierto, pero de ahí a conseguirlo va un abismo, quizás porque ese mismo abismo vive dentro de mí y está tan presente como la excitación que siente una niña cuando llega al colegio por primera vez. ¿Niña? ¿Colegio? Sí, ¡otra vez con lo mismo! A mis treinta y pocos años había asumido que tenía una niña dentro, con su curiosidad, la inocencia, la rebeldía y la picardía, las travesuras y ese toque gamberro que pone a los hombres a mil, sobre todo cuando, sin ser consciente, la delata unaLolita tremenda. Pero lo que aún no había averiguado es que, más que una niña, en mi interior habitaba ese colegio cándido y perverso a la vez, que, sin querer, tanto daño había hecho a Cullen hace sólo unos días...
¿Y si en el fondo todo esto fuese un juego más de este colegio?, me pregunto. Ufffff. ¡Paso palabra!, parece que responden mis ahora televisivas neuronas.
¿Dirección? Es curioso, pero me dirijo hacia el sur cuando creo que es justo lo que he perdido, mi norte. Claro que si en condiciones normales perder el norte es algo malo, dudo que esta vez sea negativo perderlo porque me cuesta creer que sea malo lo que me brota de dentro en forma de pálpitos, o los suspiros que se me escapan a destiempo, o esos desatinos y divertidos despistes como el de haber olvidado en Vancouver tres de los tangas que ayer compré para la ocasión en el sex shop, tras la difícil secuencia de la depilación. Depilación difícil, primero, porque a la peluquera le daba reparo —según decía— meterse en el labio y extender la cera más allá de la ingle, y segundo, porque además sudó tinta intentando captar con ese ungüento pegajoso y caliente parte del vello púbico que apenas había podido crecer desde que lo rasuré entero, sólo cinco días antes, en concreto desde que decidí ser sumisa-sola.
El tren acaba de pasar por Edmonds, pero ni he hecho ademán de apearme, ni me he alterado por no bajarme. ¿Será que estaba embelesada pensando en el sex shop? Porque ésa es otra. ¿A cuento de qué fui ayer al sex shop? No sé: supongo que acudí buscando datos que me ayudasen a entender todo esto o, para variar, a entenderme. De hecho, me compré la revista La buena sumisa que, por cierto, aquí no voy a poder ni abrir. Sobre todo como el contable siga mirándome con ese descaro, que me impedirá encontrar la manera de esconder la soez portada en la que una chica con el culo en pompa y brazos apoyados sobre una mesa, recibe una buena tunda de azotes, al tiempo que su difuminado perfil muestra un gesto de satisfacción casi mística.
De todas formas, pienso que acudí al sex shop porque Cullen, cuando creyó que era su sumisa, ya me insinuó la necesidad de hacer «esta visitita»:
—No olvides que, como parte de tu doma, algún día te ordenaré que vayas a un sex shop.
— ¿Ya estás delirando, AMO? ¿Para qué quieres que vaya a un sex shop?
—Mira, sumi, eres mi sumisa mental, pero eso no quita que no necesitemos «ayuda extra» para poder trabajar con ciertas cosas o practicar algunos numeritos o, simplemente, acercarnos más a ese éxtasis que te prometí.
— ¡Qué corte! Nunca he ido a un sitio de ésos...
— ¡No te preocupes! Cuando llegue el momento te lo explicaré tan bien que te resultará más fácil que ir a un supermercado.
— ¿Sí, eh? ¿Y qué quieres que compre? ¿Un cuarto de azotes, un kilo de arañazos, doscientos gramos de quemaduras, cien de moratones?
—No sufras antes de tiempo. Te haré una lista y te aseguro que no faltarán vibradores de uno y dos extremos, dildos y bolas chinas. ¡Ah, y una fusta!
— ¡La fusta me asusta! ¡Grrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr!
¡Sex shop! ¿Cómo se me ocurre evadirme con eso, justo cuando el tren está dejando atrás Edmonds? ¡Porque lo del sex shop de ayer sí que tiene tela! Allí, situado como si tal cosa en todo el centro de Vancouver y como para que cualquiera te vea merodear por los alrededores. Además, de discreto nada de nada: el recinto está iluminado con un neón rosa que no pasa desapercibido para nadie. Total, que, hasta que por fin me decidí a entrar, miré a un lado y a otro más veces que una paranoica que cree que todo el mundo la persigue.
¡Vaya mundo el sex shop! O mejor dicho, ¡vaya submundo! Oscuro, lleno de hombres solitarios que, desesperadamente, intentan cambiar monedas para ver desnudarse y masturbarse, a cambio de calderilla, a unas mujeres despampanantes tras los cristales opacos de unas cabinas tragaperras; claro que también hay grupos de desmelenadas que se sienten atrevidas cuando compran divertidas objetos obscenos para una despedida de soltera, o parejas curiosas que, medio escondidas, hojean unas revistas pornográficas de fotografía y temática de lo más variada: zoofilia, sumisión, dominación, ataduras, coprofagia, voyeurismo, fetichismo, etcétera, etcétera.
En fin, creo que también acudí al sex shop porque quería comprarme algún modelito sadomaso, por si me atrevía llegar hasta el final de la aventura de hoy. ¡Qué mala suerte! Con lo caros que me costaron los tangas de cuero y lo chulos que eran y voy yo y, ¡zas!, ¡a olvidarlos en el baño en donde anoche me los estuve probando y mirando en el espejo cientos de veces! De todas formas, tampoco debo preocuparme mucho, porque ¡para lo que le gustan a Cullen las bragas!...
En cambio, sí he metido en la maleta el corsé modelo antiguo y de un cuero fascinante que me encantó. ¡Bufff! Me costó un ojo de la cara, pero no tengo nada así en mi armario, y creo que la compra valió la pena porque, además, me sienta mejor que bien. ¡La verdad es que me parece muy favorecedora la ropa BDSM!: con el color negro que tanto me fascina, la plata entremezclada con el cuero, los tacones de aguja superelevados, las medias de rejilla y todos los accesorios que adornan y dan consistencia a esa imagen sexy y agresiva...
No, definitivamente no puedo abrir la revista que compré en el sex shop sin provocar una erección en el contable reprimido, y como no tengo ánimo de liberar las hormonas de nadie, decido entretenerme leyendo los reportajes de la revista Paisajes. ¡Imposible concentrarme! ¡Imposible no terminar analizando otra vez mi horóscopo! VIRGO:
No dejes pasar de largo ningún tren. Hoy corres el riesgo de perder el rumbo si das marcha atrás. Nuevo pensamiento: ¿es que la revista del tren también es cómplice de y con Cullen?
Reparo en el apasionante tema del aspecto esotérico de los planetas y me acuerdo de cómo Carmen, mi excelente amiga astróloga, me avisó hace meses de que este año tenía un tránsito intenso de Plutón. ¿Plutón o Putón?, me pregunto siempre que el recién ninguneado y antiguo planeta sale a relucir. Porque por lo visto, Plutón rige el sexo y las grandes transformaciones del ser. Además, y según la mitología, está simbolizado por el guardián de los tesoros del infierno. ¿Infierno? ¿BDSM? ¿Plutón? ¿Putón? ¡Mi madre! ¿Será todo esto BDSM planetario? No tengo ni idea, pero parece que sí...
En fin, mientras pasamos por otro pueblo pienso en las transformaciones y el sexo plutoniano, para concluir con el dicho: Quien quiera peces que se moje el culo; es decir, que quien quiera conseguir los tesoros del infierno, que baje hasta allí y seduzca a Plutón. Por cierto, ¿estaré haciendo algo parecido con esta aventura? No lo sé, aunque a veces pienso que como me atreva a llegar hasta el final de este sendero BDSM y el guardián del infierno quede seducido por la valentía de mi camino hacia su averno, igual se siente generoso y me enseña sus tesoros...
Después de otro pueblo, y ya cerca de Seattle, el móvil me indica que acabo de recibir un mensaje de Cullen. No es por nada, pero la astrología sigue estando presente en mi cabeza porque casi podría asegurar que AMOCULLEN es Leo. ¿Leo? Sí. ¡Seguro que su horóscopo es Leo! ¡Vaya prepotencia generosa y qué chulería mezclada con seguridad y nobleza muestra el AMO! ¡Qué mensajito!:
¿Qué tal el viaje, sumi? ¡Ánimo! ¡Ya te queda menos! Por cierto, no es indiscreción, pero es urgente que me mandes un mensaje con tu nombre «real», apellidos y DNI. Necesito reservar unos billetes de avión para mañana. ¡Socorro! ¿Está loco este tío o qué? Otra vez lo de siempre: ¿cómo se le ocurre asegurar que me he subido en este tren? Total, desde el lunes no hemos vuelto a hablar, y no puedo comprender por qué Cullen no tiene ni una duda al respecto... ¡Será chulo! ¿Avión? ¡Dios mío!, ¿para ir adónde? Supongo que dará por hecho que, como muy tarde, debo volver a Vancouver el domingo por la noche. ¿O pretende que no vaya a trabajar el lunes y me echen definitivamente? Mucha queja interior, mucha protesta y mucho dilema, pero lo cierto es que nada más pasar aquella ciudad que cuenta con una de las catedrales más bonitas, mi dedo, irreflexivamente, decidió contestar a Cullen:
Gracias, AMO. El viaje es largo pero lo llevo bien. Por cierto, me llamo Isabella Swan y mi DNI es el 52347892A. Respecto a lo del avión, no olvides que debo regresar el domingo a Vancouver porque, de lo contrario, me quedaré sin trabajo. Al poco tiempo, mi misiva obtuvo la correspondiente respuesta:
Encantado, Isabella. Bienvenida a Seattle. Y no te preocupes: ya di por hecho que tu regreso sería el domingo. ¡Hasta pronto! ¡Bufff! ¿Seattle? ¿Ha dicho Bienvenida a Seattle y hasta pronto? ¡Socorro otra vez! Mi cabeza elucubra y no distingue si esta aventura está a punto de llegar a su fin o si es ahora cuando en realidad acaba de comenzar. La idea de bajarme del tren vuelve a aflorarme con fuerza y las taquicardias se hacen dueñas y señoras de mi corazón. Por suerte, parece que a una de mis voces interiores le ha dado por hacer las veces de una buena amiga y quiere tranquilizarme con su mensaje:
Pero vamos a ver, Isabella, ¿qué pierdes? Desdramatiza: lo peor que te puede ocurrir es que te lleves unos azotes, ¿no? Y no es tan grave la cosa: recuerda que, a tu manera, ya has probado el cinturón. Además, sabes que según las «55 reglas de oro de una esclava», no debes rehuir ni oponer resistencia a la disciplina y los castigos que tu Amo y Señor te imponga, por ejemplo «cuando te azote, te fustigue, te golpee, te pellizque, te arañe, te ate, te amarre, te suspenda o te folle...» Y la vocecita, erre que erre:
Vamos, Isabella, piensa por un momento qué le duele más a tu colegio interior: ¿cualquiera de estas manías-cosillas-hazañas de AMOS, o la renuncia de no vivir la experiencia que la vida te presenta sólo por miedo a un látigo y una simple fusta? ¡Ya es hora de eliminar el miedo, Isabella! ¡Ya estás preparada para vencer la conducta de evitación! ¡Ya puedes abandonarte a probar el BDSM! — ¡Pues llevas razón! —digo en voz alta, asustando al contable reprimido que, esta vez, sí me ha escuchado hablar sola como si fuese una esquizofrénica.
¿Seattle? ¿Están los altavoces anunciando la llegada a Seattle? ¿Seattle? ¿Y quién dijo miedo?
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