Capítulo VIII
La televisión empezó con un gran estruendo que me despertó. Miré a la pantalla estúpidamente. Era el canal siete; me levanté y puse el Sinclair. Pedí que me trajeran jugo de naranja y café y me metí bajo la ducha caliente hasta que el dolor de mis huesos desapareció. Cuando salí, encontré encima de una mesita todo lo que había encargado y el periódico de la mañana. Bella continuaba durmiendo profundamente cuando me marché al trabajo.
Las tres pastillas habían hecho su efecto.
Llegué temprano, pero la señorita Fogarty ya estaba allí. Descargué sobre su mesa los papeles que me había llevado a casa y ella me dio el plan de entrevistas para aquel día. Sólo hice un cambio. Cambié a Winant (de ingeniería) para las nueve, pues quería que fuera el primero.
Era un hombre alto, fumaba en pipa y me observaba a través de unas gafas ribeteadas de acero.
—Buenos días, señor Cullen —dijo, poniendo un papel sobre mi mesa.
Recogí el papel. Era su dimisión, tal como había pedido yo el día anterior. Lo miré sorprendido.
—He pensado que puesto que subía aquí —dijo sencillamente— podía entregársela personalmente.
Le sonreí.
—Gracias.
Fogarty apareció con el café. En la bandeja había también una taza para él.
—Atienda a todas las llamadas —le dije, cuando salía.
Tomé un sorbo de café y miré al ingeniero.
—Señor Winant, ¿cómo vamos con el color?
—Hemos hecho toda clase de estudios —contestó.
— ¿Y...?
—Estamos esperando.
— ¿Qué?
—Ver cómo es aceptado —dijo, incómodo—. La NBC...
—No estoy interesado en la NBC —corté—. Lo único que me importa es la Sinclair. ¿Por qué estamos esperando?
—Yo soy ingeniero —dijo finalmente—. No me ocupo de política.
Le sonreí.
—Ahora estamos empezando a entendernos.
Quedó perplejo. Le puse las cosas más fáciles.
—Si le digo que nuestra política ahora es el color, ¿cuándo podemos tenerlo en el aire?
Empezó a mostrar interés.
—Podría tenerlo en toda la red el próximo septiembre.
— ¿Puede obtenerme Nueva York, Chicago y Los Ángeles para Año Nuevo?
—No hay demasiado tiempo.
—Lo sé.
Permaneció pensativo un momento, golpeando su pipa en los dedos. Me miró.
—Si me dan luz verde ahora, puedo hacerlo.
—Hágalo —le dije—. Tiene luz verde.
Se levantó, aliviado.
—Lo tendrá. ¿Quiere saber cuánto costará?
—Si me interesara se lo habría preguntado. Limítese a mandarme el presupuesto. Lo aprobaré.
Se dirigió hacia la puerta. Lo llamé sosteniendo en la mano su dimisión.
—Una cosa más, señor Winant.
—Diga, señor Cullen.
—Me ha dicho usted que estará listo para Año Nuevo, ¿verdad?
—Sí, Nueva York, Los Ángeles y Chicago.
—Muy bien. Usted lo hace; yo rompo esto.
Por un momento permaneció quieto; luego sonrió.
—Considérelo ya roto, señor Cullen.
Me quedé mirando cómo se cerraba la puerta tras él. Tuve la sensación de que lo haría. Lentamente rompí el papel en dos, lo metí en un sobre y escribí su nombre en él. Llamé a la señorita Fogarty e hice que se lo enviara.
Ya era tiempo de formar mi propio equipo y él era tan bueno para empezar como cualquiera.
Casi a la una llamó Emmett.
—Acabo de hablar con mi oficina de la costa. Ya tienen el contrato a punto. ¿Cuándo puedes ir allá para firmar?
—Mañana.
— ¡Estupendo! —exclamó, riéndose—. ¿Quién te da un servicio así? ¡WAM!
—Sí, WAM—dije.
—«World Artists Management» —remachó él con satisfacción.
—Deja de fanfarronear. Ahora estoy buscando el seguro.
—Vamos, Edward, debes de estar bromeando. Con esas películas lo único que necesitas es...
Le corté.
—...Un espectáculo de bandera, algo que cace al público antes de que lo atrapen las otras redes. —Quedé pensativo un momento. — ¿No hay ningún buen artista que quisiera hacer una hora por semana?
— ¡Estás loco! Todos los buenos están ya contratados.
— ¡WAM! Encuéntrame uno.
Colgué el teléfono.
Casi inmediatamente empezó a sonar de nuevo:
—La señorita Sinclair al aparato —dijo Fogarty.
Apreté el botón.
— ¿Bella?
—Te quiero —dijo ella.
—Estás loca... —me reí.
—No, de verdad, te quiero —repitió con un acento de sinceridad en su voz—. Puedes estar seguro. Me gusta tu solidez. Das seguridad.
— ¿Cómo te sientes?
—Estupendamente. Como si me hallara en una fiesta.
— ¿Qué estás haciendo?
—Estoy desayunando en tu cama. Espero que no te importen las migas. Además, estoy mirando la televisión.
Me picó la curiosidad.
— ¿Qué estás viendo?
—Una antigua película de Jane Reynolds. Cantaba realmente bien.
—Sí—dije.
Casi sin darme cuenta desde mi mesa apreté un botón. Salió la TV Sinclair dando un concurso. Apreté otro. En la pantalla apareció un film, El solitario guardabosque. Lo de cada mediodía.
— ¿Qué canal estás viendo?
—No se lo digas a papá —contestó riéndose—. El ABC.
Pulsé dos veces un botón y asomó Jane Reynols, sólo lo suficiente para que la cortaran los anuncios. Quité el sonido.
—Me gusta estar aquí —continuó ella—. Uno de los camareros incluso me ha llamado señora Cullen. A lo mejor no vuelvo a casa.
—Ya —dije, mirando a la pantalla.
— ¿A qué hora vendrás?
— ¿Porqué?
—He encargado una comida especial para nosotros —me explicó—. Caviar, Chateaubriand, patatas soufflées, Dom Perignon, candelabros, todo. —Rió nerviosamente. — Hasta he mandado que me traigan un fantástico «negligée» de una de las tiendas del hotel.
—Pareces muy casera —dije, mientras continuaba mirando la pantalla—. Espero que todo eso no te haya causado demasiado trabajo.
—Ninguno; además ha servido para elevar tu prestigio en un porcentaje muy alto. —A los precios del servicio de habitaciones, no lo podré soportar.
—Ponlo en tu cuenta de gastos; le dices a papá que has tenido que agasajar a alguien muy importante para la red. Un gran accionista. Después de todo, mi madre me dejó el quince por ciento de «Radiodifusión Sinclair».
—Bien, tú ganas; ahora deja el teléfono. Tengo trabajo.
—Te quiero —dijo, y colgó.
Dejé el aparato y Jane Reynolds apareció otra vez. La película tenía unos quince años y ella se encontraba en su mejor época, con unos veinticinco años, pero representando todavía papeles de diecinueve, y tan bien que te lo hacía creer. La pena era que no podía seguir representando siempre los diecinueve.
El tiempo se había cebado en ella. El tiempo y tres desgraciados matrimonios, borracheras continuas, drogas e intentos de suicidio. Siempre suele suceder lo mismo con los artistas: tienen mucho talento y poco a poco vienen los excesos, el deseo de nuevas sensaciones. Es como si en cierto momento alguien les sorbiera el juicio. Naciste con demasiado talento, nena; ahora toma un poco de m... Y ella la tomó toda.
Sus películas estaban anticuadas, había pasado de moda. Ahora había otras de diecinueve años. Pero a pesar de todo su voz continuaba siendo buena. En ocasiones cantaba en fiestas y salas de noche.
El público seguía adorándola y hubiera dado cualquier cosa para verla en persona; pero luego siempre sucedía algo y todo acababa en la primera página de los periódicos. Estaba borracha y no se presentaba; y si lograba llegar hasta el escenario, se encontraba tambaleante y finalmente se aplazaba la representación. Pero aparecían los grandes titulares. Siempre aparecían. Era todavía una estrella, y hasta su bancarrota merecía la primera página.
Yo seguía mirando la pantalla. Continuaba siendo una gran estrella. Estaba descolgando el teléfono aún antes de que cristalizara en mi mente este pensamiento. Una estrella. ¿No era eso precisamente lo que había pedido a Emmett que me buscara?
—Bueno, ¡ahora ya sé que estás loco! —gritó.
— ¿Quién es su agente?
—No tiene —contestó—. A nadie le interesa. Ha estado enredada en pleitos con todos los que ha tenido.
— ¿Qué comisión resulta por una representación de cien mil dólares semanales?
—Diez de los grandes —se apresuró a contestar.
— ¿Por diez mil dólares a la semana, no podrías contratarla?
Hubo un momento de silencio.
—Soy tu «empleado» —me repuso—. Por esa cantidad te contrato a Adolfo Hitler.
Había hablado como un verdadero agente. Por lo menos, se podía confiar en él.
No fui a la comida que Bella había preparado. En cambio, aquella noche volaba rumbo a la costa.
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