Capítulo 8 Luna menguante
Hay quien dice que la luna nueva es el momento ideal para plantar una semilla o iniciar cualquier proceso que debería crecer y dar sus frutos después. Según esta teoría, si la luna es creciente, lo que comenzó y se sembró con la nueva se expande poco a poco hasta llegar al punto álgido que supone la luna llena, o aquel momento en donde todo explota porque llega a su máximo esplendor. No sé si estas conjeturas son ciertas o no, pero sí sé que, al menos en lo que respecta a mi aventura cibernética, las tres fases del satélite se ajustaron como un guante, primero y coincidiendo con la luna nueva, al descubrimiento de la sala de Amos y sumisas; más tarde y con el cuarto creciente, a mi adicción al mundo cíber y a la soltura en el chateo y, finalmente, aunque haciendo el oscuro paréntesis del eclipse, al máximo grado de excitación, influjo y apasionamiento que sentí con Cullen durante la luna llena.
Siguiendo esta lunática secuencia, el significado del cuarto menguante del satélite parece caer por su propio peso: cuando mengua la luna, también decrece, se relaja, diluye, difumina, y hasta desaparece, todo lo que comenzó con la nueva, se desarrolló en el cuarto creciente y alcanzó su cenit con la luna llena.
Desgraciadamente, mi proceso con Cullen no fue una excepción y el cuarto menguante hizo de las suyas, aniquilando y arrasando todo con fuerza de tornado rabioso. Porque después de escribir esos diarios en los días en que la luna llena parecía tener intención de empezar a mermar poco a poco, tuvo lugar ese momento en el que metí la pata hasta tal punto, que esta relación acabó casi tan fulminantemente como empezó.
Me produce una tristeza infinita recordar la etapa que tuvo lugar ayer, como aquel que dice, aunque nunca sería justo medir esta historia en tiempo real: primero, por el inevitable aspecto cibernético de la cuestión y, segundo y principal, porque la relatividad del elemento tiempo se ha hecho más que patente, cuando me ha llevado a vivir en menos de un mes cosas que otras personas no vivirán en toda una vida.
Creo que el pasado 8 de marzo le dije a Cullen que sería su sumisa porque mi intuición me avisó de que ÉL ya estaba cansado de aleccionarme y pasar casi todas las horas del día con una mujer que, pese a tanto afán por aprender y saber, nunca iba a dar su brazo a torcer. Hasta aquí debió llegar mi escasa inteligencia, mi intuición o mi también escasa psicología: a utilizar, quizás no conscientemente, la única y torpe manera que encontré de evitar que terminara la fantástica relación que mantenía con él.
Me equivoqué y mucho porque, aunque lo sabía de sobra, en aquel momento olvidé que Cullen no era un usuario más del chat, de esos que, momentáneamente, creían que su interlocutor era quien él deseaba encontrar. ¡No, por favor, Cullen no era así! Cullen era un AMO de verdad que buscaba a su sumisa con seriedad de BDSM.
Dejándome llevar por la excitación de haber descubierto el mundo del Bondage, la Dominación, el Sadismo y el Masoquismo y, por descontado, viviendo con una intensidad desmedida nuestros coqueteos cibernéticos, hice mucho daño, sin ánimo de hacerlo, entreteniéndome con algo que para ÉL era religión. Me comporté como una niñata que se sentía satisfecha jugando a hacerle creer que era quien él quería, pero sin atreverme a serlo en la vida «de verdad».
Cometí el error, cobarde error, de decirle que sería su sumisa, meterme en el personaje, intentar comportarme como tal y escribir un diario portador de unos datos que sólo eran reales en mi potente imaginación. Una imaginación, por cierto, que me gastaba la loca y mala jugada de llevarme a participar en esta fascinante historia de un modo tan intenso que, sin distinguir y darme cuenta de la diferencia, aquel juego llegó a parecerme real.
Porque es cierto que nunca depilé mis partes íntimas, me arranqué las bragas o me puse aquella falda negra, pero no es menos cierto que cuando escribía el diario o le rebatía a Cullen las órdenes, no tenía intención alguna de mentirle porque «mi colegio interior» creía en verdad que ya había cumplido aquellos mandatos, o bien no me iba a hacer ninguna gracia cumplirlos.
Cuando al poco tiempo eché la vista atrás pensé, en definitiva, que mi comportamiento había sido como el de un niño cualquiera que termina creyéndose el personaje que recrea con sus juegos. Claro que, además de intentar explicar mi actitud con la teoría del maldito «colegio interior», durante el cuarto menguante del satélite no dejé de buscar otras explicaciones sobre lo ocurrido: ¿me había atrapado la magia cibernética hasta el punto de no distinguir la diferencia entre el juego y la realidad? ¿Era el mundo virtual mucho más real de lo que parecía? ¿Tenía el ciberespacio unas implicaciones que no se podían asimilar fácilmente? ¿O es que me había enajenado tanta novedad sadomaso?
Imbécil, ilusa, torpe, falsa, irresponsable, inmadura, egoísta e hiriente sin pretender serlo... Me merecí todos y cada uno de estos adjetivos, cuando Cullen, que no era ningún imbécil, me tendió una trampa en uno de esos momentos en los que me encontraba desinhibida, sin corazas y abandonada a las delicias del relax de un fin de semana en el campo. Un mensaje de móvil el domingo 12 de marzo inició esta horrorosa cuenta atrás:
— ¿Qué hace mi sumi? —preguntó Cullen en esa pantalla minúscula.
—Tu sumi pasea por el campo y monta en bici, AMO.
—En pantalones vaqueros, supongo...
—Claro, AMO. Durante el finde tenía libertad para ponérmelos, ¿no?
—Sí, sumi, pero ten cuidado de que la cremallera no te agarre por los pelos...
—Jajajajajajajajaja. ¿Y para qué crees que se inventaron las bragas?
¡Increíble! ¡Qué trampa tan absurda! Porque AMOCULLEN, retorcido, precavido, controlador y posesivo como cualquier otro AMO, pudo ver a través de un simple mensaje de móvil una farsa que, para colmo de ironías, en mi imaginación nunca lo fue, aunque mi respuesta dejase más que claro que ni me había depilado el coño, ni me había quitado las bragas.
El móvil dejó de avisarme de mensajes entrantes durante unos minutos que se me hicieron eternos. Supongo, en fin, que mi respuesta enmudeció al AMO, tanto como su mudez generó después la mía, al tiempo que una ráfaga de lucidez me avisó de la metedura de pata. Pero ya estaba hecho. Ya estaba todo dicho, salvo el último mensaje de Cullen que me dejó absolutamente perpleja: Búscate a otro idiota a quien puedas engañar.
A partir de este momento, le envié un sinfín de mensajes que nunca tuvieron respuesta, como tampoco fueron respondidas las múltiples llamadas a un teléfono que, si Cullen no desconectó, al menos para mí dejó de estar operativo.
Que fui idiota está claro, pero que no hubo mala intención, también. Pensé además que, de nuevo sin querer, debí de tocar a Cullen algunas fibras de relaciones pasadas o de fracasos de otros tiempos. Y lo creí porque, aunque para él tuvo que resultar horroroso constatar que mi pubis seguía teniendo vello y además iba cubierto con las bragas de rigor, podría haber hablado conmigo, siquiera para intentar distinguir si nunca había cumplido ninguna orden o si, como excepción, me puse ropa interior ese día y nada más. No sé: supongo que intuyó mi mentira, precisamente porque AMOCULLEN... era ¡Sapiens!
Al mismo tiempo que sentía un tremendo dolor al reparar en que todo se acabó por culpa de mis mentiras, poco a poco también fui consciente de la gravedad de esa farsa a la que, en medio de esa inocencia mezclada con éxtasis, nunca le di la importancia que en realidad tenía. Me refiero a que, una vez más, los archivos de BDSM que Cullen me envió en su día sirvieron para ayudarme a entender, según otra de las 55 reglas de oro de una esclava, por qué la mentira rompía la complicidad entre el AMO y la sumisa y daba lugar al final de la relación sadomaso:
Confiesa a tu Amo y Señor todo aquello que realices en contra de su voluntad, incluso los pensamientos negativos. Sé transparente porque la mentira o el engaño significarían el fin de tu servidumbre. ¡Se acabó! ¡Todo se acabó por culpa de mi engaño!
No fui consciente entonces, pero si no me había enamorado —cosa que todavía hoy dudo—, al menos sí me había dejado llevar por una situación tan adictiva como el amor, y de una complicidad tan abrumadora con AMOCULLEN que, cuando se acabó la historia de un plumazo aquel domingo 12 de marzo, sentí el mismo vacío, la tristeza y el abismo que se siente cuando la vida nos asalta con el asfixiante desamor, tan típico de los finales tristes de cualquier relación.
En los primeros días de la semana entrante, no tuve ánimo para ver a amigos o para estar con Marc, y hasta más de una vez me sorprendí llorando, vagando y buscando sin encontrar a Cullen por el ciberespacio de los chats calientes. Además, por las mañanas, seguía infartándome cada vez que el letrero naranja y el casi imperceptible ding-dong del Messenger me avisaba de que AMOCULLEN acababa de encender su PC, aunque ni ÉL me hacía un solo comentario, ni yo me atrevía a decirle nada.
Con la luna menguante, y no es metáfora, me sentí enferma: al fin y al cabo, había estado tan excitada anteriormente que además de casi no comer, llevaba cerca de tres semanas durmiendo poco y mal. ¡Todos los síntomas de una mujer enamorada y yo sin darme cuenta! Torpe otra vez..., idiota otra vez..., niñata una y otra vez...
La menstruación, tan lunar como esas fases del pálido satélite que parecían haberse instalado en mi vida con una exactitud meridiana, contribuyó a esta situación de desgaste, debilidad, apatía y tristeza profunda. Mi nostalgia fue tan intensa que me llevaba a desear, con todas mis fuerzas, que ¡ojalá Cullen durmiese a mi lado y me abrazase la tripa!, para calmar un dolor que aparentemente era de ovarios, aunque en el fondo estuviese situado en lo más profundo de otras vísceras. Más necesitada de cariño que nunca, no entendí por qué pese a tantas y tantas carencias, ni siquiera dejé que me abrazara Marc, ¡y eso que estaba deseando hacerlo!, aunque la incongruencia me llevó a suponer que no lo consentí porque en realidad no podía abrazarme Cullen, a quien yo sí quería que lo hiciera.
El proceso de agotamiento y dolor físico culminó con un catarro de los que hacían época. Dos días sin poder ir a trabajar; dos días sin poder dejar de soñar con ÉL, sin poder dejar de pensar en ÉL, sin poder dejar de sufrir por el daño que le había hecho y sin poder dejar de sorprenderme por culpa de los nuevos pensamientos que me asaltaban en medio de un proceso febril.
Entre estos pensamientos que aterrizaban en mi cabeza de continuo, me puso el vello de punta aquel que, de repente, me llevó a desear los azotes de Cullen como única manera de calmar mi malestar interior. De pronto, me imaginé sufriendo en mi propia piel unos latigazos brutales que, más que hirientes, a la larga me resultaban placenteros, y hasta redentores de una culpa que no me cabía en el alma. Mi fantasía, imparable como casi siempre, también me llevó a recordar por enésima vez nuestros rifirrafes sobre el tema de los azotes:
— ¡Salvaje!, ¡insumisa! Porque no estás cerca de mí, que si no...
— ¿Qué harías, AMO? ¿AMO-ratarme? AMOr-dazarme? ¿Azotarme?
—No lo dudes: de la venda en los ojos y los azotes no te libraría nadie.
—Jajajajajajajaja. ¿Ves las ventajas que tiene ser insumisa? ¡De menuda se ha librado mi cuerpo!
—No entiendes nada: tu cuerpo no se ha librado de algo malo, se ha perdido algo estupendo, que no es lo mismo...
Evoqué estos diálogos, junto a una frase relacionada con el dolor que me había llegado a través de aquellos archivos: De todas las ventanas para comunicarte con tu Amo, el dolor es por la que entra más luz. Ya es hora de que comiences a abrirla. De repente, sentí unas ganas locas de abrir esa ventana para comunicarme con Cullen... A su vez, la necesidad de calmar el horrible malestar que me brotaba de dentro me hizo presa de un impulso difícil de digerir con la razón. Porque sin ser consciente de ello, me sorprendí con el cinturón en la mano y los pantalones vaqueros desabrochados y bajados a la altura de los pies para, al instante siguiente y como un niño torpe que hace equilibrios cuando empieza a andar, intentar también manejar ese instrumento de cuero que me resultaba totalmente desconocido, respecto de otras funciones que no fueran las de adornar mi cintura.
Para mi sorpresa intenté darme, como buenamente pude, algo parecido a unos azotes entre la nalga y el muslo derecho. Los golpes fueron casi imperceptibles al principio, pero no sé qué fuerza interior hizo que, pese a notar un escozor molesto, y hasta una especie de quemazón dolorosa y picante, mi mano enloqueciera y no pudiera dejar de manejar, cada vez con más ritmo y más fuerza, ese gusano que normalmente era un simple ornamento de mis pantalones vaqueros. ¿Cómo podía ser? ¿Por qué los azotes me dolían y me proporcionaban plenitud a la vez? ¿Cómo era posible que quisiera hacerme daño si el dolor siempre va parejo de una conducta de evitación? ¿Por qué, en vez de evitarlos, aquellos golpes parecían liberarme de algo? ¿Acababa de descubrir que el masoquismo vivía en mí?
No fui consciente de por qué paré aquella frenética secuencia de golpes que iban siendo más y más certeros, pero cuando lo hice y me quedé estupefacta con esa extraña reacción que me marcó la piel con esas líneas rojas, que se superponían unas con otras sobre mi nalga blancuzca, no pude hacer otra cosa que temblar. Temblé porque me sentí como una monja de clausura que, tras azotarse para aliviar sus malos pensamientos, consigue deshacerse de ellos gracias a unos golpes de correa o a una mayor opresión de cilicio. Temblé también porque de pronto me vi aliviada y tan satisfecha como si acabase de tener un buen orgasmo, seguido de esa inigualable sensación de plenitud y liviandad que sólo producen los éxtasis apoteósicos.
Pero, sobre todo, temblé porque mi cabeza volvió al acecho: ¡Dios mío! ¿Qué he hecho? ¿Será cierto que soy sumisa? ¿Cómo puede ser? ¿Cullen llevaba razón? ¿Llevaba razón yo, al pensar que desde antiguo la culpa se eliminaba con el dolor? En esos momentos de malestar interior, ¿ese dolor es más satisfactorio que cualquier otra cosa? ¿Es el sadomaso «una lavadora del alma»? Ya no daba para mucho, aunque mis escasas y limitadas neuronas sacaron fuerzas de flaqueza para leer otra de las ya famosas reglas de oro la esclava, y verme reflejada como en un espejo en ese texto que tanta relación guardaba con la iniciativa de azotarme:
Ser obediente consiste, es obvio, en obedecer, en hacer aquello que el Amo ordena. Pero no debe convertirse en un mero automatismo despersonalizado. Los Amos valoran especialmente cuando la sumisa pone interés en realizar bien lo ordenado, cuando incluso toma la iniciativa para satisfacer los deseos con gran empeño o cuando la sumisa se adelanta a la orden. ¡Cuando la sumisa toma la iniciativa y se adelanta a la orden! ¿Cómo podía asimilar que acababa de hacer las dos cosas? ¿Cómo entender y entenderme sin que AMOCULLEN me explicara lo que acababa de ocurrir a través de un simple cinturón?
Una vez más, gracias a los recuerdos, mi cabeza se ocupó de evocar un diálogo con Cullen, al tiempo que no dejaba de analizar con minuciosidad de microscopio la psicología, la emotividad y el ánimo de los seres dominantes y los dominados, la figura del AMO y la sumisa y el sadismo y el masoquismo tanto del mundo virtual, como de la vida real:
—Vivimos a cientos de kilómetros. ¿No ves que no puedo ofrecerte nada? —recordé cómo le había dicho a Cullen en aquellos momentos en los que todavía no había conseguido arrancarme el sí.
—La gente cree que el BDSM es sólo sexo duro. Es más, hay quien, en su incultura, hasta lo confunde con malos tratos, violencia de género y todas esas cosas horribles...
—Jajajajajaajajajaaja. Pobre Cullen: harto de incomprensión sádico se fue con sumi-sa o su-misa a otra parte... —dije, haciendo uno de esos infinitos juegos de palabras que, respecto a este tema y sin saber por qué, me asaltaban cada dos por tres.
—Hablo de cosas tan serias como los malos tratos. ¿No ves que la cosa no es para bromear?
—Vale, vale: perdona... Y no te preocupes por mí: hasta ahí llego y sé que no tiene nada que ver una cosa con otra. En la intimidad de la cama y mientras todo sea consentido entre dos, cualquiera puede hacer lo que le venga en gana.
— ¡Cierto! La clave está en el consentimiento mutuo, y ya te dije que nunca puede haber BDSM si no es SSC, ya sabes: Sano, Seguro y Consensuado.
—Ya.
—Pero aún hay más. También te he dicho que el BDSM es una filosofía de vida, ¿no?
—Sí, creo que más de mil veces, AMOOOOOOOO —contesté nuevamente con guasa.
—Pues en esa filosofía de vida, aunque es estupenda la posibilidad de materializar físicamente el BDSM con todo tipo de ritos, estética y artilugios, aún es más excitante la dominación y la sumisión mental.
— ¿Cómo? ¿No te estarás refiriendo a un cometarros puro y duro?
—Llámalo como quieras, pero no olvides que en la cabeza están las claves de nuestros comportamientos, nuestras tendencias, nuestras inercias. Te aseguro que no hay nada más sublime que poder fundirse con alguien a nivel mental, con el alma, con lo que, precisamente, nunca se ve: ¡ése es auténtico sadomaso!
— ¿A nivel mental? ¿Ves como el sadomasoquismo es de-mente?
—Puedes reírte y hacer todos los juegos de palabras que quieras, pero estoy seguro que la sumisión mental es la que, de momento, tú puedes ofrecerme. Por ejemplo: yo me excito con el mero hecho de ver que escribes un diario todos los días para mí, pensando que nuestros cerebros se funden o que nuestra complicidad crece cada vez más y, poco a poco, te obligo a hacer cosas que tú nunca hubieras hecho.
— ¡Barbie sumisa al habla!, ¿dígame? Por cierto, AMO, ¿te das cuenta de que no podrías practicar tu particular cometarros sin las nuevas tecnologías?
—Pues sí, la verdad: Internet, el correo electrónico, el móvil, la cam, el Messenger..., todos son medios que un AMO del siglo XXI debe utilizar en el camino de la dominación mental...
—Lo malo es que como se vaya la luz o se te rompa el ordenador, el mundo sadomaso se volverá oscuro por narices: oculto y forzosamente oscuro, diría yo. En fin, AMO, ¿qué podrías decirme de una sumi? ¿Cuál es su-misión? —pregunté con otro juego de palabras.
—Una sumi es feliz haciendo lo que su AMO quiere que haga. Es como si deseara cederle el control de su vida o como si le entregara parte de su voluntad.
— ¡Sí claro! Y el AMO siempre tiene razón o lo dice tu AMO y punto redondo... No cuentes conmigo, Cullen.
—Ya, pero una cosa es la literatura del «yo soy tu AMO» y otra cosa es lo que, por descontado además de eso, un AMO debe ser.
— ¿Y qué debe ser?
—Debería ser tu amigo, tu aliado, tu apoyo. Alguien en quien confíes, alguien a quien cuentas tus más íntimos secretos, alguien a quien le lloras cuando nadie puede verte llorar, alguien a quien puedas pedir consejo, alguien a quien siempre tendrás contigo...
—O sea que..., ¿los AMOS se enAMOrannnnnnnnnnn?
—Por supuesto. Y los AMOS también lloran...
—¡Jajajajajajajajajajajaja!
—Los AMOS son hombres antes que nada, y te diré algo: si tienen la suerte de encontrar a «su sumi», nada ni nadie será tan importante para ellos como su sumisa. La sumisa es su tesoro. Es más: sé que tú, aunque oculto todavía, serás mi gran tesoro. Hummmmmmmmmmm: eres guapa, divertida, inteligente y, sobre todo, una buenísima sumisa...
Lloré de nuevo recordando a Cullen cuando reparé en la absurda naturaleza humana que sólo nos permite valorar las cosas después de haberlas perdido. Puede que este pensamiento llegara a mí, quizás porque sentía más profundamente que nunca un vacío insolente que me invadía por dentro; es más: precisamente aquel vacío fue el que me ayudó a entender, ¡por fin!, todo lo que sentía Cullen y lo que le bullía por el alma cuando decía que le faltaba el complemento que daba sentido a su existencia. Un complemento que nada tenía que ver con naranjas que debían amputarse y partirse por la mitad, para después pasar la vida en una alienante búsqueda de otra mitad diferente. No, Cullen se refería a la necesidad de ser siempre un ente entero y pleno, pero con una personalidad que podía crecer y expandirse hasta alcanzar el éxtasis si tenía la suerte de encontrar a su complemento, del mismo modo que un botón cobraba su verdadera razón de ser complementándose con el ojal.
Volví a asustarme elucubrando sobre la naturaleza de mis pensamientos, sobre todo porque si seguían por este camino me harían llegar a una conclusión que no sé si tendría el valor de asumir. ¿De verdad era sumisa? ¿Tantas vueltas y giros de vida para esto? ¿Cómo podía admitir que era sumisa si mi rebelde y salvaje interior sólo me permitía pronunciar la palabra insumisión? Definitivamente, el ser humano posee varios frentes abiertos que, al mismo tiempo, hablan idiomas diferentes: la razón dice una cosa, el corazón se expresa con otros ritmos y, finalmente, el sexo puede moverse con otro tipo de parámetros. En fin. ¡Qué hermosa es cualquier historia cuando esos tres focos se ponen de acuerdo! En lo que a mí respecta, pensé que mi corazón e incluso mi sexo parecían decir que sí a AMOSCULLEN, pero mi cabeza y su encorsetada razón lo negaban rotundamente, aunque ni con mis continuas negativas dejaba aquel AMO del norte de estar al acecho:
—Mira: te he dicho mil veces que mi intuición no suele fallarme en estas cosas, y sé que tú eres sumisa. Además de las mejores, por eso, como las mejores, no te dejas atrapar por cualquiera.
—Y yo también te he preguntado mil veces en qué te basas para decirme algo así...
—Quieres saber todo lo que un amo te puede enseñar. Crees que estás jugando, pero en el fondo necesitas aprender para luego dar. Todo esto y mucho más me demuestra que quieres ser sumisa, pero también, como a las mejores, te cuesta dar el salto. Sé que cuando lo des, nadie podrá pararte. Te entregarás como ninguna otra se podrá entregar a un AMO.
—Buffffff. No sé si excitarme, escaparme o llorar...
—Espero que ese día llegue y recuerdes las palabras de este humilde AMO: VIVE, NO TE ENCIERRES, VIVE LA VIDA. Conócete y lánzate a disfrutar de aquello que en el fondo te da placer. Disfruta de servir a tu AMO.
—Sí, claro... Y yo me chupo el dedo: ahora me vienes con humildades y consejos de lobo con piel de cordero...
—Voy a hacer como que no he leído nada y te repetiré lo único que importa: el día que por fin te decidas, yo sé que harás muy feliz a quien sea tu AMO, pero eso sí, tiene que ser el mejor. Nunca te perdonaría que no fuera el mejor...
— ¿Ah, sí? ¿Y cómo puede una novata como yo distinguir, primero, si es sumisa y, segundo, que ese AMO es el mejor?
—Jajajajajajajajaja. No te preocupes por eso: lo sabrás, te aseguro que lo sabrás. Ya verás cómo, cuando llegue tu momento, lo sabrás.
—Ahora soy yo la que no me río: quiero saber por qué se puede saber. ¿Aparecerá con un letrero en la frente, con un clavel en la solapa o con el periódico debajo del brazo y como preparado para ser reconocido en una cita a ciegas?
— ¡Joder con la niña! Además de bromista, todo lo quiere saber al mismo tiempo...
—Porfa, AMO, dímelo...
—Está bien: el día que tu cueva palpite pensando en él, escuchando su voz, leyendo sus mensajes o recibiendo cualquier orden u otra cosa que venga de él, entonces sabrás que ése es tu AMO.
Mi cueva palpitó recordando a Cullen, hasta el punto de que me pareció sentir el latir de un corazón loco y su tic-tac de diástoles y sístoles repartidas entre mis labios mayores y menores, el clítoris y la vagina. Recordé entonces otro de los apartados de las 55 reglas de oro de una esclava que, una vez más, parecía describir a la perfección todo lo que yo estaba sintiendo por Cullen:
Demuestra a tu AMO sin ninguna reserva que estás hambrienta de su pene y de su fusta. Venerarás los instrumentos con que tu Amo y Señor te someta a su disciplina con la misma reverencia con que adorarás su pene. Pensar desaforadamente en el pene y la fusta de Cullen me excitó con tal intensidad que no pude evitar desear hacerme una paja con todas mis fuerzas, recordando la primera que él, otra vez cibernéticamente hablando, me guió y ordenó hacerme según la iba leyendo por el PC de mi trabajo el día 8 de marzo, al segundo siguiente de haberle dado mi falso sí.
Fui a mi ordenador, lo encendí y, entre los archivos guardados, busqué ese diálogo erótico que tuvo lugar tras mi afirmación impostora, justo cuando él debió de sentirse con derecho a llamarme mi sumi, perra, zorra, puta u otros piropos que, en vez de molestarme, me hacían gracia y hasta llegaban a excitarme, o justo cuando también me había ordenado ir al baño no a quitarme, sino a arrancarme de un tirón las bragas.
Sólo hice dos cosas después de encontrar aquel archivo que era uno de los pocos recuerdos que me quedaban de él. Creo que lo guardé en su momento para, cuando estuviese sola, recrearme con cada una de las líneas que daban consistencia a la conversación y a una paja cibernética que entonces no fui capaz de asimilar. Leí esas líneas, pero al mismo tiempo, ¡y esta vez de verdad!, intenté ir obedeciendo cada uno de los mandatos que contenían, aunque reconozco que en esta ocasión tampoco me fue posible cumplir la totalidad de aquellas órdenes eróticas...
— ¿Ya te has arrancado las bragas?
—Sí.
—Bien. Tu AMO te lo agradece, pero cierra la llave del despacho.
—Jajajajajajaja. ¡Más me vale! Ya lo había hecho.
—Bien, ahora baja tu pantalón y abre bien tus piernas.
— ¿Perdón?
—He dicho que abras bien las piernas, sumi. Acaricia los labios de tu cueva, pero sólo los labios.
— ¿Cómo dices? ¿No has desayunado bien? ¿La preprimavera te está trastornando?
— ¿No sabes leer? Lo que lees es lo que es... Quiero que te acaricies hasta que tu coño chorree: acaríciate tu ombligo, y de ahí a tu culo, y de tu culo, a tu ombligo, pero deteniéndote en los labios... ¡Ah!, y con la otra mano agarra tu clítoris. Agárralo con dos dedos y tira con fuerza del clítoris como si quisieras arrancarlo para entregárselo a tu Amo. Tira con fuerza...
—..............................................................
—No dejes de subir y bajar tu mano. Tira con fuerza de tu clítoris... ¿Cómo está tu coño, sumi?
—..............................................................
—Sigue tirando de tu clítoris, y mete dos dedos en tu culo. De un solo golpe. ¡Vamos, sumi!
—¡Nooooooooooo! Eso jamássssssssssssssssssss.
—Mételos en tu culo... ¡Vamos! ¿Por qué no?
—Me da ascooooooooooo. ¡Y seguro que debe de doler un montón!
—Bien: entonces intenta con cuidado sólo un dedo...
—He dicho que nooooooooooooooooooooo.
—Vamos, sumi: no pares de tirar de tu clítoris. ¿Has metido un dedo en tu culo?
—Nooooooooooooooooooooo.
—Coge flujo vaginal y utilízalo de vaselina para meter un dedo en tu culo y dos dedos en tu coño. Luego sácalos de tu coño y vuelve a tu culo y de tu culo a tu coño, sin parar de tirar de tu clítoris. Vamos, sumi: fóllate para tu amo y tira fuerte de tu clítoris. Con fuerza, sumi.
—...........................................................
—Sigue del coño al culo y del culo al coño. Abre bien tu culo para que te entren dos dedos. Así, sumi, así: fóllate el coño con dos dedos y el culo también.
—Para yaaaaaaaaaaaaaaaaaa. He dicho que lo del culo, ¡noooooooooooooooooo!
—Vamos, sumi, fóllate bien para tu amo, compláceme, fóllate con fuerza... Clava hasta el fondo tus dedos y no dejes de ir del culo al coño y del coño al culo...
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—Quiero que sigas follándote sin descanso, sumi. Vamos: arranca tu clítoris y dáselo a tu AMO.
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—Vamos, sumi: dale tu placer al AMO, dale a tu amo lo que le pertenece, dale tu placer, sumi...
—...........................................................
— ¡Vamos!
—............................................................
— ¡Vamos!
—............................................................
— ¡Ahora!
—............................................................
— ¡He dicho ahora!
—..............................YYYYYYYYYYYYaaaaaaaaaaaa.
—Bien, sumi, bien: me gusta que mi sumi se corra para su amo.
—Buffffffffffffffffffffffffff.
— ¿Qué pasa, sumi?
—:.......................................................
—Eh, sumi: ¿qué pasaaaaaaaaaa? ¿Por qué? ¿No te ha gustado, sumi?
—Sí.
— ¿Y qué creías? ¿Que sólo sabía escribir?
Recrear aquella paja y atreverme a vivirla en la realidad me gratificó con creces. Y no sólo porque mi orgasmo acababa de ser más verdadero que nunca, sino porque me sentí como si hubiera cumplido con mi conciencia, tras haber aprobado una especie de asignatura pendiente.
Después de mi auténtico, pero solitario éxtasis, me di cuenta de tres cosas: primera: lo de arrancar el clítoris, evidentemente era una simple metáfora de mal gusto, aunque no dejaba de mostrar el afán autoritario y posesivo de Cullen que, quizás como otros sádicos, necesitan saberse propietarios de una de las joyas más valiosas del cuerpo de una mujer. Segunda: Cullen era un claro ejemplo de aquella obsesión por el placer anal que existe en las relaciones sadomasoquistas, y de la que tanto me había hablado. Tercera: yo seguía siendo muy desobediente respecto a ¿cómo llamarlo?, ¿eterno asunto culo, quizás? Sólo sé que no hubo manera de cumplir las órdenes relativas a ese tema y a otros mandatos de Cullen, porque seguían resultándome repulsivos cuando los leí en aquel archivo:
—Bien, ahora vete acostumbrando a una cosa: cuando limpies tu coño, lo harás siempre con tu mano.
— ¿Cómo?
—Y cuando te hayas limpiado el coño limpiarás tu mano con tu lengua. Limpiarás con tu mano el coño y con tu lengua, tu mano...
— ¿Perdón? ¿El orgasmo te ha trastornado? No esperarás que cada vez que haga pis...
—Jajajajajajajajajajajajajajajaja. No te preocupes, ¡por ahora no!
— ¿Cómo que por ahora? ¡Qué jodidamente sádico eres!
—Sólo cuando te masturbes. Necesito que te vayas acostumbrando al sabor de ciertos fluidos corporales.
—Puaggggggggggggg. ¡Qué asco!
—Por eso, por eso... Nunca se sabe si lo cíber puede convertirse en real algún día...
—Con razón me decías que el BDSM es un mundo aparte.
—Bien, lo has hecho muy bien: ahora relájate. ¿Tuviste un buen orgasmo? ¿Crees que tu amo sirve para algo más que para escribir?
—Sí, te lo aseguro, AMOchulo: te aseguro las dos cosas... Aunque te desobedecí en una cosa.
—Tu culo, lo sé, pero poco a poco iremos acostumbrándolo a ser follado y verás cómo luego no te dolerá... Recuerda que en el mundo sado, se valora mucho el placer anal.
— ¡Socorro! Eso me da pavor... Verás, es que no te hice caso porque...
—Lo sé. Sé que no lo hiciste.
— ¿Por qué lo sabes? ¿No estarías debajo de mi mesa?
—Jajajajajajajajajaja... Lo sé porque tu culo aún no acepta ni medio dedo, ¿me equivoco?
—Oye, deja ya de espiarme, ¿eh?
—Jajajajajajajajajajaja. No te preocupes: con el tiempo lo harás porque juntos haremos ejercicios para eso.
—Pues ahora tengo dos opciones: o desaparezco al tiempo que digo SOCORRO, o como que ni pienso en esos ejercicios que vendrán como anillo al dedo, ¿vale?
—Jajajajajaja. Vale, no lo pienses. Pero por ahora, sólo por ahora.
Como esta vez tampoco le hice caso en lo de limpiarme con la lengua, me tranquilicé pensando que de sumisa, lo que se dice de sumisa, yo no tenía más que esa raíz sintáctica que coincide con la palabra in-sumisa. El problema es que ni mis nuevas evasiones mentales revestidas de gramática pudieron evitar que las palabras de Cullen siguieran retumbando en mi cerebro como ráfagas de ametralladora:
—La verdadera sumisa es la que disfruta dando placer a su AMO...
— ¿Aunque sea a través del dolor?
—Sí, sobre todo a través del dolor. Ya te dije que yo he visto cómo más de una se ha desmayado de placer o cómo ha llegado a correrse sólo con el hecho de sentir el látigo alrededor de su cuerpo, aunque todavía nadie lo había hecho caer sobre él.
— ¡Joder, no puedo evitarlo! Eso me sugiere un epitafio.
— ¿Un epitafio?
—Imagínate esta tumba: RIP, RIP, RIP, ¡Hurra! Bueno, o si lo prefieres, esta otra: ¡Ay si hubiera sabido que en esto consistía matarse a polvos!
—Jajajajajajajajajajajajajaja.
—Perdona, Cullen, perdona: ya sabes que cuando me pongo nerviosa me da por decir tonterías.
—Al margen de tus bromas, te diré que la mezcla de ese dolor con el placer de estar dando placer es lo que la conduce al éxtasis.
— ¿Y a la inversa?
—Por supuesto: el sádico del AMO, y no importa que lo llames así, causa dolor porque a él le gusta, pero sobre todo porque sabe que a través de ese dolor, va a hacer muy feliz a su sumisa.
— ¡Ea!: Y fueron felices y se hicieron cicatrices...
— ¡Eres la repera, sumi! ¡Eres la repera!
Todo me resultó hermoso y retorcido a la vez. Hermoso porque el objetivo de la relación entre un AMO y una sumisa era llegar a niveles de confianza y sinceridad mutua que parecía ser la clave de todo o de complicidad, complementación y éxtasis, que rara vez se daría en otro tipo de relación. Pero también es cierto que todo me pareció retorcido. Sobre todo cuando recordé una duda ya antigua: si, por ejemplo, a una sumisa le gusta que le acaricien el clítoris, ¿el AMO que quiera satisfacerla se lo acaricia para darle placer, o precisamente para darle placer haciéndola sufrir, deja de acariciárselo?
La compleja naturaleza de la sumisa volvió de nuevo a mí, a través de uno de los ya famosos y familiares archivos:
Las sumisas son mujeres sexualmente complicadas: necesitan de un nivel de excitación y activación muy altos para lograr el placer. Sin embargo, una vez que encuentran un Amo que sepa someterlas, lo alcanzan a un nivel casi místico... Después de leer aquel texto, volví a llorar porque sentí con una intensidad escalofriante que una parte de mí, que hasta hacía poco me había hecho sentir completa y bella, había desaparecido dejándome huérfana del único ser que podía conducirme a ese misticismo.
La palabra compensación me atormentó y me llevó a cuestionarme otra vez si Cullen u otros AMOS curaban complejos o equilibraban una baja autoestima a fuerza de dominación, control y posesión. Y más preguntas: ¿los hombres con complejo de polla pequeña utilizarán coches o motos estrambóticas y cada vez más llamativas y grandes según esa relación inversamente proporcional al tamaño de su miembro? ¿Los más agresivos, gritones y maleducados tendrían problemas relacionados con este escabrosillo asunto? Y los AMOS muy pegones, ¿eran así porque tenían una polla enana?
Abandoné estas cuestiones absurdas, no sin antes detenerme en un breve intento de análisis de la psicología de una sumisa y, al contrario que en el caso del AMO, también pensé en su soledad anímica o en la posible prepotencia de una esclava que, para equilibrar su personalidad, necesita liberar esa culpa inconsciente a costa de ser humillada. En fin, creo que fue inevitable intentar zanjar este asunto a través de tres conclusiones. Primera: el gilipollas de mi jefe, con su prepotencia, su comportamiento ególatra y narcisista, su endogamia, sus voces y sus humillaciones a la mayoría de los trabajadores de la editorial necesitaría varios AMOS y AMAS para que le bajaran sus humos. Segunda: ¡lo que darían en la editorial por verlo desnudo y a merced del látigo, los tacones de aguja y el cuero de una auténtica Dominatrix! Buff, ¡qué personaje tan fascinante el de una Dominatrix! Conclusión maestra (y fuera bromas): quien ha sido prepotente necesitará compensar su prepotencia y su ego con humillación, en tanto que quien se siente humillado pedirá a gritos dominación.
¿Y yo?, me pregunté. ¿Quién soy yo? ¿Cómo soy? O mejor dicho, ¿cómo he sido realmente? Después de mucho pensar, mi particular moraleja me dejó algo más que perpleja: la prepotencia medio inocente, pero no por ello menos dañina, que derramé sobre Cullen al jugar con el BDSM fue la que me llevó a pensar con todas mis fuerzas que, en ese preciso instante, me excitaría más que nada darle placer a costa de ser humillada o de lo que fuera necesario, con tal de eliminar mi malestar logrando su bienestar.
A partir de esta deducción, lo demás cayó por su propio peso: mi casa fue testigo de cómo dormí y anduve desnuda y descalza por sus pasillos, o de cómo preparé la ropa para el día siguiente y, puesto que ya había terminado con la regla, acudiría al trabajo sin bragas, con una falda negra y pantis opacos con camisa del mismo color. ¡Y sin pendientes ni maquillaje, claro! Durante tres días y sin que ni siquiera Cullen lo supiera, me comporté como aquella sumisa-sola que, en las fases de luna nueva y creciente de mi chateo, apareció junto al opuesto nick de AMA-zona.
Para mi sorpresa, la insumisa que se escurría de las órdenes de un AMO a través del juego y la risa se convirtió en una extraña sumisa-sola. ¿Me daría la soledad alguna posibilidad de saber quién era?
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