Capítulo X
Me di la vuelta en la cama y me quedé mirándola. Ella abrió los ojos.
—Buenos días —le dije.
Sonrió.
— ¡Feliz 1965!
La besé.
— ¡Feliz 1965!
Tomé el teléfono y pedí que me pusieran con el servicio de habitaciones.
— ¿Qué quieres para desayunar?
Hizo una mueca.
—Simplemente café.
—Yo me muero de hambre —dije, y pedí un montón de cosas.
—No serás capaz de comerte todo eso —me dijo.
—Ya lo verás.
Subí sobre ella, apretándola con mi peso contra la cama. Sus brazos se enrollaron alrededor de mi cuello y juntaron mi cara con la suya. Su boca tenía todo el dulzor de la mañana.
— ¿Qué hubieras hecho si yo no hubiera venido? —me preguntó.
—Nada. Estar solo.
Apoyó su cara contra mi mejilla mientras me susurraba:
—Me siento tan bien, tan ardiente, tan querida... —cambió de postura y me miró a los ojos—. Estoy tan llena de ti...
—Mira, si continúas hablando de esa manera, creo que todo va a comenzar de nuevo.
—No me asustas —exclamó sonriendo—. Me encanta.
Iba a besarla, cuando sonó el teléfono.
— ¡Cuernos! —exclamé.
Saltó de la cama.
—Querías desayunar.
La llamé cuando iba a meterse en el cuarto de baño, y ella se volvió.
—Estás preciosa, ¿sabes?
—Vete a desayunar —dijo riendo—, no quiero ser la responsable si te mueres de hambre.
Me puse la bata y fui a abrir la puerta. Me tomé el jugo de naranja antes de que acabaran de poner el mantel.
Casi había terminado los huevos con jamón cuando apareció ella envuelta en una toalla y con el pelo mojado por la ducha; la miré con la boca llena e hice un gesto para indicarle que se sentara. Así lo hizo y se sirvió una taza de café; permaneció en silencio hasta que hube terminado el último trozo de pastel.
—Veo que no bromeabas —dijo cuando dejé sobre la mesa el tenedor y el cuchillo.
—Ya te he dicho que tenía hambre. —Me serví una nueva taza de café. — Ahora me siento mejor.
Ella cogió su taza de café.
Me levanté y subí la persiana. La habitación quedó inundada por la luz del sol.
—Hace un día estupendo y ante nosotros tenemos un largo fin de semana de tres días. ¿Por qué no nos vamos a algún otro sitio?
— ¿Adónde? preguntó ella.
— ¿A Palm Springs?
—Demasiado aburrido.
— ¿Las Vegas?
—Demasiado ajetreado.
— ¿Al mar? Podríamos ir a La Jola y alquilar una canoa.
—Me mareo sólo con mirar las olas —repuso.
—Entonces, ¿qué es lo que te gustaría hacer?
— ¿Y por qué tenemos que hacer algo? —me preguntó sonriendo—. ¿Por qué no nos quedamos aquí y nos limitamos a hacer el amor?
—No hay nada mejor. Bien, si eso es lo que quieres, vístete.
— ¿Para qué? —en su voz había una nota de sorpresa.
—Si eso es lo único que vamos a hacer durante los tres días, tengo un lugar para hacerlo, que es mucho más romántico.
Di la vuelta al coche hacia la avenida y llegamos al aparcamiento. Bajé del coche.
—Vamos.
Me siguió hasta la puerta principal, saqué una llave y abrí.
—Vamos hacia abajo —le expliqué.
Nos paramos en el dormitorio, en el primer plano y dejé la maleta en la que habíamos metido lo necesario para el fin de semana. Apreté el botón y se abrió el techo.
Ella se tiró sobre la cama y levantó la vista. El sol doraba su cuerpo.
— ¡No puedo creerlo! —exclamó.
—Esto sólo es el principio.
Apreté los otros botones y la cama empezó a moverse, mientras se encendían y apagaban los distintos televisores alrededor de la habitación. Por fin, desconecté los diversos botones y todo permaneció inmóvil.
—Ya es suficiente por el momento. Déjame que te enseñe el resto de la casa.
Bajamos las escaleras, hasta llegar a la sala. Apreté un interruptor que había en la pared, y las cortinas se corrieron. La ciudad de Los Ángeles yacía a nuestros pies; abrí la puerta corrediza de cristal y salimos fuera. La pequeña piscina oval brillaba bajo el sol.
— ¡Qué maravilla! —exclamó ella mientras se quitaba los zapatos y se sacaba el vestido por la cabeza. Se metió en el agua y al cabo de unos momentos volvió a aparecer en la superficie; parpadeó y volviendo su cara hacia mí, preguntó: — ¿De quién es esto?
—Mío —contesté.
Empezó a nadar de espaldas hacia mí, y su desnudo cuerpo resplandecía y parecía más blanco en el agua azul. Sacó fuera los brazos y se apoyó en el borde.
— ¿Cuánto hace que la tienes?
—Unos cinco años.
— ¿Y quién vive aquí?
—Nadie.
Estuvo en silencio durante un rato.
—No lo entiendo, ¿teniendo una casa como ésta por qué vives en el hotel?
—No estoy preparado para instalarme aquí; en el hotel tengo todo el servicio que necesito. —Empecé a quitarme la camisa. — Una noche probé de pasarla aquí.
— ¿Y qué...?
—Estaba demasiado vacío. —Me quité los zapatos y los shorts. Fui corriendo hasta la piscina, y uniendo mis manos por encima de la cabeza, me zambullí.
— ¡Huy, huy, huy! —dijo ella riéndose.
Entre el sistema para calentar el agua y el sol que hacía, el agua estaba caliente; salí a la superficie, pero no la vi. Al cabo de un momento, su cuerpo, bajo el agua, parecía una sombra blanca que se me acercaba; me cogió por la cintura y empezó a mordisquear mis riñones; nos hundimos y volvimos a salir para respirar, formando a nuestro alrededor un torbellino de espuma.
— ¡Hey! —dije riéndome—. ¿Sabes que puedes ahogarte si te dedicas a hacer cosas como ésta?
— ¿Conoces mejor manera de morir?
Cuando se puso el sol estuvimos comiendo patatas al horno y carne que había comprado mientras veníamos hacia aquí en un mercado de Sunset. Mas tarde, pusimos en marcha el tocadiscos y nos estiramos frente a la chimenea.
— ¿Cómo te sientes? —le pregunté mientras me volvía a ella con una copa de brandy calentado.
—Estupendamente —repuso. Dio un sorbo a la bebida—. ¿Me parezco algo a tu esposa?
Me quedé extrañado.
— ¿Qué te hace preguntarme eso?
—Una vez, ayer noche, gritaste su nombre. Bella, ¿no es eso?
—Sí. Se llama Bella.
— ¿Te la recuerdo?
Miré a través de mi copa de brandy. Era oscura y dorada; removí el líquido.
—En cierto modo.
— ¿Por ejemplo?
—Sobre todo en algunas actitudes. No podría decirte exactamente en cuáles. En el modo de mirar la vida y enfrentarte a ella. Bella también era una persona que quería sentirlo todo, probarlo todo.
— ¿Y lo logró?
—No. Por otra parte, nadie lo logra.
Se quedó silenciosa. Luego tomó otro sorbo de brandy.
—Yo sí.
Más tarde aquella noche, cuando nuestra piel parecía prolongación de cada uno de nosotros, me miró a los ojos.
—Quiero ver el cielo —dijo.
—Hará demasiado frío ahora por la noche —repuse.
—No me importa, tú me darás calor.
Me incorporé y di el interruptor. El frío aire de la noche nos envolvió. La luna iluminaba su cara, pintándola de un blanco pálido.
Ella llevó mi cabeza a su pecho.
—No te muevas —me dijo. Luego, con las sábanas, cubrió nuestros cuerpos—. Ahora da la vuelta a la cabeza y mira arriba.
Era un hermoso espectáculo. La luna y las estrellas decoraban el aterciopelado azul de la media noche.
—Es como si voláramos, ¿verdad? —susurró.
—Sí.
Se abrazó a mí con fuerza.
—Te quiero.
Me lancé sobre ella, profundamente y ella empezó a gemir, como si quisiera absorberme por completo.
—Entrégate por completo a mí.
Así fue durante todo el fin de semana. No abandonamos la casa más que para ir al mercado a comprar comida, vino y whisky.
El lunes, traje del hotel el resto de mis pertenencias, y nos trasladamos a la nueva casa.
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