Capítulo VI
—Quieren seis millones de dólares por todo el lote —dijo Emmett—. Voy a dejarlo correr.
—De acuerdo.
Me miró a través de la mesa.
—A Black no va a gustarle eso, estaba seguro de que íbamos a cerrar el trato.
—No sé por qué. Yo nunca le hablé de trato.
—Dice que tú le hiciste una promesa cuando él estaba en el estudio, y que por lo tanto aún tienes una obligación. —Encendió un cigarrillo. — La verdad es que se encuentra en un mal trance y busca dinero desesperadamente.
—Eso es problema suyo.
—Hale me ha dicho que los abogados están al tanto de la cancelación del acuerdo y que si no llegamos a un compromiso, lo procesarán.
—No lo procesarán —dije yo.
— ¿Qué te hace estar tan seguro?
—Jacob no admitirá que está ahogado, y puede derribar murallas si sus acreedores se enteran de lo desesperado de su situación.
Me puse en pie.
—Algunas de las películas no son tan malas —dijo.
Me enfadé.
—Tú eres el presidente de la organización. Cómpralas o no las compres. Lo que quieras. Pero decide tú mismo. Ese es tu trabajo.
Se quedó pensándolo.
—Está bien —dijo encaminándose hacia la puerta.
—Emmett —llamé.
Se paró y se volvió hacia mí.
—No estoy enfadado con Jacob —le aclaré—. Lo aprecio, pero no por ello voy a perjudicar los intereses de la compañía.
—Comprendo —me contestó al tiempo que salía.
Zumbó el intercomunicador y apreté el botón.
—La señorita Darling en el número cuatro.
Tomé el teléfono.
—Hola, Darling Girl.
— ¿Qué piensas hacer a la hora de comer? —me preguntó.
—Lo siento, tengo una cita.
— ¿De negocios o de placer?
—De placer.
—Te mataré si vas con otra muchacha —me dijo con vehemencia.
—Ha venido mi tía desde Cape.
— ¿Sííí?... —dijo sarcásticamente—. Y me imagino que la llevarás a «The four Seasons», ¿no?
—Exacto. ¿Cómo lo has adivinado?
—Te odio —exclamó, y colgó el teléfono.
Me había sentado en una mesa al lado de la piscina y ya iba por el tercer whisky. Tía Esme llegó con retraso. Tenía que habérmelo imaginado. Cuando venía a la ciudad, no resistía la tentación de pasar por «Saks», en la Quinta Avenida. Terminé mi bebida e hice una señal al maître. Como por arte de magia apareció al cabo de un instante el cuarto whisky. A este paso, para cuando llegara tía Esme, estaría completamente borracho. Miré hacia la entrada; estaba vacía. De pronto noté una mano en mi hombro y me volví.
— ¡Ojalá te haga esperar! —dijo Darling Girl en un fiero susurro.
Sin darme tiempo a contestar, ya iba tras el maître y se colocó en una mesa justo enfrente. Pidió algo de beber y yo le hice una mueca burlona. Me sacó la lengua.
— ¿Conoces a esa joven? —me preguntó tía Esme.
Pegué un salto; no la había visto llegar.
—En cierto modo —repuse y le di un beso en las mejillas.
El maître le sostuvo la silla y ella tomó asiento. —Tráigame un Martini muy seco y frío —ordenó, y acto seguido echó un vistazo a Darling Girl. Luego se volvió hacia mí—. Es muy guapa, pero se tiñe el pelo y tiene la nariz operada.
Me quedé mirándola, sorprendido.
— ¿Cómo lo sabes?
—Lo del pelo es fácil —aclaró con desdén—, y nadie nace con una nariz tan perfecta.
Sonreí. Tía Esme andaba cerca de los setenta y no se le escapaba nada.
—Me ha crecido barba de tanto esperarte —le dije.
—He pasado por «Saks».
Le trajeron lo que había pedido y levantando el vaso, lo acercó al mío; los hicimos chocar.
— ¡Con todo mi amor! —me dijo.
— ¡Con todo mi amor! —contesté.
Probó su bebida.
—Está muy bueno. —Tomó otro sorbo y luego dejó el vaso. — ¿Te van bien las cosas?
—Sí, ¿por qué me lo preguntas?
—He leído algo en el periódico acerca de que la TV Sinclair tiene un nuevo presidente, y pensé que quizá te habían despedido.
Me reí.
—No es eso; tenía demasiado trabajo, y por ello coloqué a otra persona allí—.
—Una compañía no puede tener dos presidentes —dijo con irrefutable lógica—. Hasta eso llego. Ahora dime la verdad, jovencito, porque si ya no trabajas allí, voy a vender mis acciones.
—No tienes que hacer eso.
Se lo expliqué, y al poco rato lo comprendió.
—Bien —exclamó—, estoy contenta de que hayas tomado esta decisión; trabajabas demasiado.
—Verdaderamente, no.
—Estás muy delgado.
Esto ya lo había oído en otras ocasiones.
—He perdido dos kilos esperándote.
Tomó un sorbo de su Martini.
—Tienes que casarte de nuevo. ¿A qué esperas? Ya no eres tan joven, ¿sabes?
—Estoy buscando a la chica adecuada, alguien como tú.
— ¡Esa es un pendón! —dijo desdeñosamente.
—¡Tía Esme! ¿Dónde has aprendido a hablar así? —le pregunté estupefacto.
—Bueno, allí, en Cape, tampoco es que estemos en el fin del mundo. También tenemos televisión.
—Está bien. —Llamé para que nos trajeran el menú.
El camarero se acercó a la mesa y dejó un papel a mi lado.
—Es de parte de la señorita —me susurró con un ligero movimiento de cabeza.
Miré la nota.
« ¿Cenamos esta noche? Si no estás demasiado enfadado. M.»
Escribí mi respuesta y se la di al camarero, que volvió a la mesa de ella.
— ¿No sería más sencillo que la invitaras a comer con nosotros? —preguntó tía Esme.
—Si yo hubiera querido que comiera con nosotros, ya te la hubieras encontrado en nuestra mesa cuando llegaste.
—Me tomaré otro Martini —dijo mi tía con empeño—. No tienes por qué hablarme de esa manera.
—Está bien. Le diré que venga.
Iba a levantarme, pero al mirar hacia su mesa, vi que se había marchado.
—Mira lo que has hecho... —ahora tía Esme estaba de su lado—. Probablemente le has amargado la comida, y has hecho que se marchara.
La miré fijamente y con perplejidad.
—Edward, no has cambiado nada, sigues siendo tan mal educado como cuando eras chiquillo.
Dando un suspiro me arrellané en mi asiento y pedí otro whisky.
—Esta vez, doble —ordené.
— ¿Está enamorada de ti? —preguntó tía Esme.
— ¿Quién?
—La chica esa que has logrado que se marchara.
—Tú te crees que todas las muchachas que hablan conmigo forzosamente tienen que estar enamoradas de mí... —dije—. Además yo no he hecho que se marchara.
—Edward, conozco tu reputación. Allí también leemos los periódicos.
Estaba empezando a aburrirme.
—Ya lo sé, y además también tenéis teléfonos, gas y electricidad.
Tía Esme se me quedó mirando.
—Realmente la muchacha te gusta.
En su voz había una nota como de descubrimiento.
—No he dicho eso.
—No hace falta que me lo digas. Puedo verlo yo misma.
Me escondí tras mi vaso de whisky.
— ¡Edward!
— ¿Di, tía Esme?
—Si ella te gusta, si realmente te gusta, no intentes escapar. —Su voz era suave. — No tengas miedo.
Eran casi las once cuando al fin Emmett abandonó mi despacho. Desde luego, no había perdido la tarde.
Trajo un proyecto sobre el show de rock que prometía dar buen resultado.
—Me he pasado toda la tarde al teléfono con Ángel. Ese chico conoce bien la música de teatro. Le he dicho que empiece por ver lo que puede contratarse por la costa; los mejores conjuntos americanos se encuentran allí, en Los Ángeles y en San Francisco. La semana qué viene pienso mandarlo a Nashville, para ver cómo está allí la cosa.
—Me parece bien —dije.
—Eso ya marcha. —Empezó a recoger los papeles. — Quiero encontrar una persona que pueda estar en contacto con las compañías de discos y las publicaciones musicales; de esta manera estaremos al tanto de las novedades.
—También necesitarás un buen productor —dije.
Asintió.
—Ya he estado pensando en ello, pero todavía no he encontrado el hombre.
—Quizá yo te lo pueda proporcionar. Bob Andrews.
Emmett quedó sorprendido.
—Pero él no es productor, es disc—jockey.
—Claro, es el disc—jockey número uno de todo el país —dije—. La juventud lo adora. Piensa que él fue quien lanzó aquí a «Los Beatles» y a Elvis Presley, y además hay otra ventaja, tiene contrato exclusivo con nosotros.
Realmente era mucho más que eso, pues gracias a él éramos la estación de radio número uno de toda Nueva York, y antes de que empezara a trabajar para nosotros todo eran pérdidas.
—Me gusta la idea —dijo Emmett.
—Haré que te llame mañana.
— ¿Y qué sucederá si no le interesa? —Preguntó Emmett—. Donde está es el número uno; quizá no quiera cambiar.
—Seguro que querrá. Durante dos años me ha estado insistiendo para que nos metiéramos en el negocio de discos o bien compráramos una compañía. Si vamos a poner música en espacio preferente, seguro que le encantará.
—Teníamos que haber hecho eso hace tiempo —añadió Emmett—. ¿Sabes lo que está logrando RCA con Elvis, y Capitel con los Beatles?
—Lo sé.
—Ya está todo —dijo.
Terminó de recoger todos los papeles que había traído y los metió en una cartera.
—Estoy rendido; ahora mismo me voy al hotel y dormiré un poco.
Apenas se había marchado, empezó a sonar el teléfono. Dejé que sonara un rato, hasta que recordé que Fogarty ya había salido. Entonces, descolgué.
Un torbellino de voces, ruido y música penetró en mi oído.
— ¿Edward?... —su voz era tranquila y lenta.
— ¿Di, Darling Girl?
—Estoy en las nubes...
— ¿Hay algo de nuevo en eso?
—No. De verdad. Estoy a las últimas. He estado viajando toda la noche.
No dije nada y durante unos momentos reinó el más completo silencio. A pesar del enorme ruido, podía escuchar su respiración.
— ¿Edward? ¿Estás ahí todavía?
—Sí.
—Edward, ¿por qué no me has llevado esta noche a cenar?
—Tenía trabajo —repuse.
—Te habría esperado.
—Parece que no lo pasas mal.
—Te echaba de menos —dijo—. Estaba sola. Estaba en casa, sola, fumando marihuana y llorando. Tuve que salir.
—Parece una gran fiesta —añadí.
— ¿Quieres venir a recogerme aquí, Edward? Necesito estar contigo.
Yo estaba dudando.
—Por favor...
—De acuerdo —dije mientras buscaba un lápiz—. Dame la dirección.
Era un viejo local situado en un piso entre las calles Veintiocho y la First Avenue, y ya desde la calle pude oír el gran alboroto, y desde la entrada, percibir el olor. El ruido se hizo más fuerte y el olor más denso cuando llegué al piso alto. El último tramo fue una carrera de obstáculos por las parejas entregadas a su asunto sin poner atención a los demás ni a mí mismo cuando tuve que pasar por su lado o por encima de ellas.
— ¡Hombre! Llegas tarde —me dijo un chico con el pelo muy largo que se encontraba en la entrada—. Tendrás que esforzarte para alcanzarlos. Cinco dólares, por favor.
Le puse el billete en su mano abierta y él me dio un cigarrillo de hierba.
—Enciéndelo y anímate —me dijo.
Si desde fuera había creído que se oía un gran alboroto, comparado con el estallido de ruidos del interior, era puro silencio. Durante unos momentos permanecí parado en el estrecho recibidor, hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Toda la batahola provenía de una habitación que se encontraba al fondo, y hacia allí me encaminé. Cesaron los fuertes sonidos y se apagó la luz totalmente cuando llegué a la puerta.
Pude notar la gran excitación de la gente que se agitaba a mí alrededor, y allí me quedé, intentando vanamente ver algo en medio de aquella oscuridad.
Desde el ángulo más apartado de la estancia, se oyó una brillante voz de barítono: «Y ahora Dan Ranee presenta su última obra de arte viviente, como una anticipación al Nuevo Año. Está hecha con pasta de chocolate, confitura de fresa, mermelada de naranja, almíbar de menta y por supuesto... el fantástico cuerpo de ¡Marianne Darling!».
La potente música y los focos aparecieron al mismo tiempo. Parpadeé por unos momentos. Luego la vi.
Estaba de pie encima de una mesa en el centro del cuarto, sosteniendo un cartel sobre su cabeza y de espaldas a mí. Su cuerpo estaba cubierto por una furiosa mezcla de colores de jarabes y confituras que empezaban a deshacerse. Lentamente, comenzó a darse la vuelta.
La multitud pareció volverse loca. Rompieron en aplausos y rugidos de aprobación. Luego empezaron a apretujarse alrededor de la mesa. Por encima de la música, pude oír su voz:
— ¿Qué os pasa, chicos? ¿No sabéis leer?
Se estaba riendo desafiante, moviéndose al compás de la música.
El letrero que sostenía sobre su cabeza decía simplemente una palabra:
¡COMEDME!
Sus ojos se cruzaron un instante con los míos y se clarificaron. Pero ella estaba muy lejos y ya había hecho su ofrecimiento. Se nublaron de nuevo y me sonrió vagamente.
— ¿No es precioso? —gritó.
Finalmente se derrumbó la mesa y ella cayó rodando al suelo, y desapareció en medio del griterío de la gente que se lanzó sobre ella.
Cerré los ojos y luché contra la náusea que se apoderaba de mí. Luego me di la vuelta, salí del apartamento y corrí escaleras abajo hasta la calle. Apoyé la frente en la fría piedra del viejo edificio de la esquina y vomité hasta la primera papilla.
Allí estaba Bella... ¡Siempre Bella!
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