Capítulo V
Emmett llegó de los Ángeles en el «Red Eye». Con ello logró estar en el aeropuerto Kennedy a las siete de la mañana y a las ocho y cuarto sonaba el timbre de mi apartamento.
Ella se levantó como un cohete. Sus ojos estaban asustados y abiertos de par en par. Se tapó completamente con la sábana.
— ¿Quién es?
—Tómatelo con calma —repuse—. Esta es mi primera cita para hoy.
Me levanté y me puse la bata.
— ¿Tardarás mucho rato?
—Unas dos horas.
—Oh...
—Puedes dejarte ver cuanto te apetezca —le dije—. No tienes por qué esconderte.
—Volveré a dormir y si se marcha antes del mediodía, ven a mi lado,
— ¿Y si no?...
—Lo mataré y a ti te arrastraré hasta la cama.
Terminada su amenaza, se tapó la cabeza con la sábana y yo me dirigí a la puerta.
Emmett estaba nerviosísimo; incluso las pastillas que había tomado en el avión no le habían servido de nada. Durante todo el desayuno no paró de levantarse y sentarse.
— ¿O sea que el viejo no ha hecho ni la menor objeción?
—En absoluto —repuse sonriendo—. En realidad parece contento respecto a todo.
— ¿Sabe que soy judío?
—Imagino que sí. Hay muy pocas cosas que se le pasen por alto.
— ¡Dios mío! —Exclamó con respeto—. ¿Te das cuenta?... Un chico judío presidente de la TV Sinclair, cuando diez años atrás ni siquiera podíamos encontrar trabajo en este país.
—Mañana el mundo —le dije.
Se me quedó mirando, y luego, bruscamente se dejó caer en una silla.
—Me flaquean las piernas.
—Necesitas más café —dije, mientras le llenaba de nuevo su taza.
—Pronto estaré bien. Sólo es que ha sucedido tan de prisa... Cuando ayer me llamaste por segunda vez, y me diste la noticia, no podía creerlo.
— ¿Lo crees ahora?
Me miró y luego asintió.
—Sí, ¿y sabes lo que me ha convencido?
Negué con la cabeza.
—La nieve —me aclaró—. Cuando bajamos para aterrizar, vi la nieve y supe que era cierto.
—La noticia sale en los periódicos esta mañana —le dije—. Estás citado para comer con Sinclair a las doce y media, en el «Veintiuno», y a las dos y media tendrá lugar una reunión con el personal para que conozcas a los jefes de departamento.
— ¿Asistirás?
—A la comida, no; pero sí iré a la reunión.
—Te lo consultaré todo a ti.
—No—repuse.
—Entonces, ¿a quién? —preguntó, extrañado.
—A nadie —contesté mirándole fijamente—. Ahora eres la cabeza de la red, el jefe de la organización. Tú tomas las decisiones. Lo único que te pido es que me mantengas informado.
—Suponte que fallo.
—Eso es asunto tuyo —le dije—. Pero no fallarás. Cometerás errores, pero apuesto a que habrá más cosas bien hechas que mal.
—Eres muy amable, Edward. —Abrió una cartera que había traído consigo y sacó unos cuantos papeles. — Durante el viaje he estado estudiando el programa y se me han ocurrido algunas ideas. ¿Quieres conocerlas?
Asentí.
—Las dos primeras cosas que voy a notificarte no te van a gustar.
—Dilas de todos modos.
—Voy a cancelar el resto de programas especiales, pues se miren como se miren, no creo que resulten nada buenos; hasta que logremos cambiar los shows, voy a las películas —hizo una pausa y me miró.
— ¿Y la otra?
—Ángel Pérez —me dijo—. Ya sé que no te gusta, pero es brillante, duro y ambicioso. Quiero que él sea mi vicepresidente ejecutivo.
No dije ni media palabra.
—Ya te he dicho que no te gustaría.
—Y no tiene por qué gustarme a mí —repuse—. Tú eres el que tiene que vivir junto a él; pero eso sí, vigila siempre a tu espalda.
—Si no sé cuidarme de mí mismo, entonces no merezco este puesto.
—Está bien; ¿Qué mas?
Luego empezó a quitar tres de mis programas favoritos.
—Son viejos y pesados; hace ya de tres a cinco años que los estamos dando, y se les nota el tiempo. Me gustaría suprimirlos ahora mismo, pero como no tengo otros para reemplazarlos, tendré que hacerlo poco a poco, empezando por «Hollywood Stardust».
Este programa era un show en directo, es decir, íbamos a las casas de las estrellas y se hacía desde allí; cuando empezamos, hacía cuatro años, era algo formidable, pero había comenzado su decadencia. La verdad es que tampoco había a mano tantas verdaderas estrellas.
— ¿Qué piensas poner en su lugar?
—Un espacio de rock para la gente joven —contestó—. Ya sabes, grupos de rock, baile, efectos luminosos, cantidad de chicas en minifalda, planos atrevidos, mucho ruido...
—Me estás hablando de espacios preferentes —le dije—, no del normal.
—Es cierto. Pero si la ABC puede lograr un show de espacio preferente con Lawrence Welk, nosotros deberíamos ser capaces de encontrarlo con la juventud. ¿Qué te parece?
— ¿Y eso qué importa? —le sonreí burlonamente—. Como te he dicho, tú tomas las decisiones.
—Bien, de acuerdo. Y ahora, ¿qué hay del trato con Black?
—Cuando llegues a tu oficina, encontrarás una copia de la propuesta, estúdiala y luego hablaremos.
Se puso en pie.
—Ahora vuelvo al hotel a asearme y luego iré a la oficina.
Le acompañé hasta la puerta.
— ¡Hasta la tarde, y buena suerte...!
Permanecí allí hasta que llegó el ascensor, y luego volví al apartamento y me serví otra taza de café. De pronto me sentí viejo; no hacía tanto tiempo que me había encontrado en el mismo lugar en que Emmett se veía ahora. Todo el entusiasmo, los planes, las esperanzas..., todo ello ya no podría atraerme nunca más. Todo se había convertido en duro y seco. Por primera vez empecé a apreciar el papel de Carlisle en la compañía. Alguien tenía que estropear las cosas de cuando en cuando para arreglarlas.
— ¿Se ha ido ya?...
Su voz me llegó desde la puerta del dormitorio.
Me volví; había abierto un dedo de puerta y estaba escudriñando por la rendija.
—Sí —contesté.
—Estupendo.
La puerta se abrió por completo y ella entró en la salita. Se había enrollado una toalla a modo de sarong y su piel aún estaba húmeda de la ducha.
—Estaba empezando a creer que no se iba a marchar.
— ¿Quieres café? —le pregunté.
— ¿Tienes jugo de piña?
Asentí.
—Está en la nevera.
Abrió una lata, y vertió algo de líquido en un vaso lleno de hielo; luego tomó una botella de vodka y llenó el vaso hasta el borde. Bebió con avidez.
—Está buenísimo. —Me alargó el vaso. — ¿Quieres probarlo?
—No.
Se encogió de hombros y bebió de nuevo.
— ¿Qué hora es?
—Cerca de las diez.
— ¡Mierda!... Tenía una audición esta mañana, y me he olvidado por completo. —Se sentó y tomó el teléfono. — ¿Te importa que haga una llamada?
—Adelante; entretanto, yo me afeitaré.
Cuando salí del cuarto de baño, ella se había vuelto a la cama. A su lado, sobre la mesa, había un vaso con jugo de piña.
—Mi agente se ha encabronado porque no he asistido.
— ¿Era un buen trabajo?
—Un anuncio, pero de todos modos tampoco lo habría conseguido. Buscaban alguien tipo Sandra Dee y yo no soy de este estilo.
Desde luego era cierto.
Se me quedó mirando.
— ¿Vas a irte ahora a trabajar?
—No, hasta después de comer.
— ¡Estupendo!
—Se tumbó boca abajo.
Me acerqué a la cama y me incliné hacia la chica. Pegó un salto al darle yo un manotazo y se volvió a mirarme. En sus ojos había una rara expresión.
— ¿Por qué has hecho eso?
No contesté nada.
Empezó a sonreír lentamente y luego se tumbó boca abajo.
—Hazlo otra vez —dijo—, me gusta.
Cuando volví a mi despacho, después de haber presentado a Emmett a todos los jefes de departamento en la sala de conferencias, me encontré a Sinclair, sentado allí esperándome. Se me quedó mirando.
—Deberías beber algo —me dijo. Nos acercamos al mueble bar y preparamos dos bebidas—. ¡Salud! —dijo.
Bebimos.
— ¿Cómo te sientes? —me preguntó.
—Como si hubiera abandonado a mi primer hijo.
Asintió.
—Ahora ya sabes lo que sentí yo.
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