Capítulo II
Los años te traen. Los años te apartan. Yo lo había pasado todo. Había estado subiendo la montaña, durante tanto tiempo, que se había convertido en hábito. Pero si mi carrera se hacía un poco más lenta, a todo el mundo le parecía que ya estaba empezando a resbalar. Tenía, pues, que subir otra vez.
Yo no culpaba a Carlisle. El tenía su trabajo: observar su maquinaria con ojo crítico, para vapulear, si las cosas no marchaban bien. Y yo era el único allí a quien vapulear. Yo era el encargado.
— ¿Quién sabe que he venido?
—Me imagino que a estas alturas toda la oficina —contestó—. Cuando he salido, había luz en muchos despachos; quieren estar preparados para mañana.
—No pienso ir mañana —repliqué—; haré y recibiré todas las llamadas desde aquí. Que coloquen el aparato auxiliar.
Me comprendió al momento. Yo tenía un montaje especial, dotado de múltiples líneas, conectado con mi oficina. Las llamadas me llegaban como si me encontrara en el despacho, y por supuesto la persona que hablaba conmigo nunca sabía que yo no estaba allí.
— ¿Quieres algo más?
—Sí, procura mantener a Sinclair alejado de mí. No me interesa hablar con él.
— ¿Y si insiste?
—Le repites exactamente lo que te he dicho. Ya soy demasiado viejo para andar jugando, y él debería pensar igual de sí mismo.
Me entregó el resto de mensajes que había para mí y luego cerró su cuaderno de notas. La acompañé hasta la puerta, y la ayudé a ponerse el abrigo. Se quedó mirando con una rara expresión.
— ¿Estás bien, Edward?
—Claro, ¿por qué?
—No sé, me pareces un tanto extraño, como si todo esto no te importara demasiado.
—Estoy algo aburrido de esto. He hecho este recorrido demasiadas veces.
—Te sucede algo más...
—Puede que esté cansado. Mañana por la mañana ya estaré bien.
No añadió nada más.
—Buenas noches, Edward.
Cerré la puerta tras ella, y volví al bar. Me preparé otra bebida, y me senté. Fogarty no era tonta. Ella me conocía quizá mejor que yo mismo. Podía ser que hubiera notado en mí algo de lo que yo no me había percatado.
Bebí lentamente, y empecé a revisar el montón de notas que ella me había dejado.
Perdí el sentido del tiempo, y cuando empezó a sonar el timbre de la puerta, tal vez había pasado media hora. Terminé de repasar la última nota y me levanté a abrir.
Me encontraba muy lejos cuando abrí la puerta; pero la muchacha que estaba ante mí me volvió rápidamente a la realidad. Su pelo era largo y de un tono rubio oscuro, la cara de forma ovalada y los ojos de un extraño color azul violeta con cuatro pestañas falsas. Llevaba un corto abrigo de lince, y los copos de nieve a él adheridos parecían una decoración. Su nariz era respingona y al sonreír descubría unos pequeños y blancos dientes iguales y un sensual labio inferior.
—Hola —dije.
—Soy Marianne Darling —contestó—. Pero para hacértelo más fácil puedes llamarme «Darling Girl».
Sonreí burlonamente.
—Está bien, pasa, «Darling Girl».
Cerré la puerta y la ayudé a despojarse del abrigo. Llevaba un traje de punto como trenzado y unas botas de color púrpura (como el traje) que le subían por las rodillas hasta medio muslo. Había por lo menos un palmo de carne blanca desde lo alto de las botas al fondo del traje; y por el modo como se pegaba a ella comprendí que no llevaba nada debajo.
Avanzó por el cuarto y se entretuvo en mirarlo todo. Yo me paré en seco y le pregunté:
— ¿Qué te parece?
Se volvió hacia mí.
—Me gusta; es varonil y sobrio.
— ¿Qué te apetece beber? —pregunté, conduciéndola hasta el bar.
— ¿Qué es lo que tú tomas?
—Whisky.
—Tomaré lo mismo. Simplificará las cosas.
Vertí el líquido en su vaso, y añadí algo más en el mío.
Levantó su vaso hacia mí.
— ¡Chin, chin!
Bebimos. Vio en el bar el vaso de Fogarty, que había quedado marcado de carmín.
—He llegado demasiado pronto —dijo—, no ha sido mi intención interrumpirte.
—No has interrumpido nada. Mi secretaria ha venido a darme unos recados.
— ¡Oh!
Tomé el montón de papeles y los coloqué sobre el escritorio cerca de la ventana. Ella había venido tras de mí, y se quedó mirando por la ventana. Nevaba.
—Desde aquí la vista es preciosa —dijo.
Miré también.
—Sí. —Casi había olvidado lo bonito que era todo esto. Me volví hacia ella: — Mira, ponte cómoda, yo voy a ducharme, pues me noto sucio del viaje.
—De acuerdo.
Se acercó al bar y yo entré en el dormitorio.
Me quité la ropa, la dejé sobre la cama y me metí en la ducha; empezó a caer sobre mi cuerpo el agua caliente y el bramido del agua comenzó a calmarme los nervios. No sé cuánto rato permanecí allí, hasta que de pronto oí que me llamaba.
— ¿Qué ocurre? —pregunté gritando.
—Está sonando el teléfono. ¿Quieres que conteste?
—Hazlo, por favor —chillé.
Momentos después se abrió la puerta del cuarto de baño.
—Es de la costa, de parte de Emmett Savitt —me dijo.
Cerré el agua y corrí la puerta de la ducha.
—Pásame el teléfono que se halla en la pared.
Ella estaba dudando.
Se lo señalé.
Continuó mirándome con aire de duda.
— ¿No es peligroso? He oído decir que...
Me reí.
—No puede pasar nada.
Me lo dio cautelosamente, y yo lo tomé.
—Emmett.
— ¿Quién es esa muchacha? Tiene una bonita voz...
—No la conoces —dije—. Bueno, ¿qué has averiguado?
—Mucho más de lo que nos figurábamos. Se metió en un jaleo y los bancos se le echaron encima; están dispuestos a quitárselo todo. La semana pasada ordenó a Jasper Hale que transfiriera todo lo que pudiera a la televisión, por lo que pudiera pasar.
— ¿Y esto nos perjudica en algo a nosotros?
—Hale todavía tiene amigos en la oficina central. Tú ya tienes preparadas veintiséis programaciones, y aun en el caso de que él quisiera eliminarte, siempre existirían esas veintiséis películas para proyectar.
—Está bien.
— ¿Quieres algo más? —preguntó.
—Por el momento no. Mañana te llamaré.
Me acerqué de nuevo a la puerta de la ducha, le pasé el teléfono a ella, y oí el chasquido que se produjo cuando ella colgó. Cerré la puerta y abrí los grifos.
A través de los cristales opacos, podía adivinar su silueta, que el traje púrpura hacía que se convirtiese en una rara imagen. Estaba de pie y sin moverse.
— ¿Es que algo va mal? —le pregunté.
—No. Solamente estoy mirando.
— ¿Mirando?
—Sí, a ti —repuso—. Me produces un extraño efecto a través de los cristales. Parece como si te hallaras en todas partes.
Cerré los grifos.
—Mira, será mejor que me pases la toalla, antes de que se te ocurra hacer algo temerario.
—Bueno, eso ya lo he hecho y en dos ocasiones: una al pasarte el teléfono y la otra cuando te estaba mirando.
—Pásame la toalla.
Me envolví en ella, y tomando otra que se encontraba en el perchero, empecé a secarme.
—Yo te secaré la espalda —se ofreció.
Le lancé la toalla, y con mano firme y segura empezó a pasármela.
—Oye, ¿no eres japonesa?
— ¿Es que lo parece?
Se abrió la puerta del cuarto de baño, y apareció Ángel, con una mueca en la cara.
—Estupendo..., veo que ya os habéis conocido.
—Prepárate algo de beber, en seguida voy —le dije.
—De acuerdo —dijo, y desapareció.
Le quité la toalla.
—Tú también.
Hizo una mueca.
—Creía que te iba a ayudar a vestirte...
Me reí a la par que la empujaba hacia la puerta.
—Vamos, «Darling Girl», ya soy lo suficientemente mayorcito, me visto solo.
Cuando volví junto a ellos, estaban reunidos en torno al mueble bar, y después de saludar a la chica de Ángel, me preparé algo para mí.
— ¿Alguno de vosotros ha cenado? —pregunté.
Ángel negó con la cabeza.
Miré a las muchachas.
— ¿Adonde os gustaría ir?
— ¿Hay algún problema con el servicio de habitaciones? —preguntó «Darling Girl».
—No, ninguno —contesté.
—Entonces, ¿por qué salir a pelearnos con la nieve? Podemos quedarnos aquí confortables y calentitos —dijo—. Podemos hacer lo que queramos, ¿no?
Ángel empezó a reírse.
— ¿Qué te dije, jefe? ¿No es un encanto?
En tanto que descolgaba el teléfono, me la quedé mirando.
—Puede que sí —contesté.
Pude notar cómo se ponía algo ruborizada y en aquel momento llegó hasta mí la voz de la telefonista.
—Póngame con el servicio de habitaciones —le dije.
La comida no resultó nada mal, por lo menos la carne estaba buena; y cuando Ángel empezó a hablar de negocios lo paré.
—Mañana. Ya habrá tiempo para eso.
El camarero empezó a levantar la mesa, y durante unos momentos permanecimos en silencio. Luego, Ángel se levantó.
—Vamos, Faith, ya es hora de que nos vayamos —dijo dirigiéndose a su chica.
Yo no hice ningún movimiento para impedirlo. Después de que se fueron, ella continuó en el mismo lugar. Estuvimos observándonos fijamente sin decir palabra.
— ¿En qué piensas? —preguntó finalmente.
—No lo entiendo —dije—. ¿Por qué te ha dado tan fuerte?
—Quizá me gustas.
—Te repito..., ¿por qué?
—Es una larga historia; algún día te la contaré.
Se levantó y se encaminó hacia el dormitorio.
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