Capítulo VIII
—Tenemos que coger al tigre por la cola —dijo Edward—. Tenemos que meternos en la producción nosotros mismos, si no, estamos a merced de cualquier compañía cinematográfica.
—Nosotros no nos dedicamos al negocio de películas —interrumpió Carlisle Sinclair—. Nos dedicamos a la radiodifusión.
—Nosotros somos el negocio de películas —afirmó Edward—. Y el de periódicos, de publicaciones, de fútbol y de béisbol y hasta de política. Tenemos tanto que hacer como cualquiera en la elección de Kennedy.
Sinclair lo miraba sin decir palabra.
—Quiero decir, Carlisle que nos dedicamos a las comunicaciones, y esto abarca todas las demás cosas. Nuestra pequeña pantalla de veintiuna pulgadas alimenta a un mundo que tiene el apetito de mil tigres, y si no los proveemos de suficiente alimento, pronto no quedará ni para nosotros.
El viejo removió los papeles que tenía sobre su escritorio y se puso a mirarlos. Minutos después, levantó la vista hacia Edward.
— ¿Qué crees que debemos hacer?
—Debemos empezar por introducirnos en el negocio de películas —dijo Edward—, y existen dos maneras de acercarnos a él: levantar nuestra propia compañía, o comprar una.
—Me imagino que ya has pensado cuál.
Edward asintió.
—La «Trans—World».
—Creía que tu amigo iba a tomar posesión de ella.
—Muy al contrario. Realmente Jacob es productor y vendedor más que hombre de negocios.
— ¿Qué te hace pensar que estarán dispuestos a vender?
—He estado estudiando sus balances de los últimos cinco años. Hace cuatro que no tienen beneficios y sus pérdidas suman cerca de veinte millones de dólares. Su principal valor lo constituye el stock de películas, que se calcula en ciento cincuenta millones.
— ¿Cuántas acciones tienen en el mercado?
—Tres millones y pico, a veintidós aproximadamente. Si les ofrecemos treinta dólares por acción, creo que podremos conseguir el control en una semana. La dirección se echó a dormir. Lo que tienen y nada es lo mismo.
—En total podría ser noventa millones de dólares —dijo Sinclair.
—No hace falta que sea en efectivo —dijo Edward—, podemos ofrecerles acciones.
—No, no tengo intención de esparcir mis acciones. Si llega a hacerse, será en efectivo.
—Eso es cosa tuya; tú eres el dueño.
De pronto el viejo le sonrió.
—Entonces, ¿por qué me coaccionas así?
Edward le devolvió una cálida sonrisa.
—Quizá porque no apareces demasiado por la oficina, Carlisle, y cuando vienes te ves abocado a tener que tomar una grave decisión.
Sinclair se echó a reír.
—Nunca te detienes, ¿verdad?
Edward no dijo nada.
—Haz que el departamento jurídico examine el asunto —añadió Sinclair—. Pueden venir complicaciones con la ley antimonopolio.
—Ya se están ocupando.
— ¿Y qué hay respecto a las pérdidas de la distribución de la «Trans—Wolrd»? ¿Afectarán a nuestros beneficios sobre las películas?
—Así sería si también nos la quedáramos —dijo Edward—, pero lo que realmente me interesa es el stock y el estudio. Me desharé de la distribuidora.
— ¿Tienes idea de a quién le podría interesar?
Edward asintió.
— ¿A quién?
—A Jacob Black —contestó—. Sueña en convertir Samarkand en una de las principales redes distribuidoras, y lo que le hace falta es una organización ya hecha.
— ¿Qué te hace creer que le interesará? —Preguntó Sinclair—. Tal como me lo pintas nos vamos a quedar con la flor de la harina.
—No, no es eso. Necesitamos un distribuidor para las películas que hagamos, y ninguno de los dos saldrá perjudicado; puedo asegurarte que él es el mejor vendedor de la industria.
—Aparte de uno.
Edward se lo quedó mirando.
— ¿Quién?
—Tú —contestó Sinclair riéndose mientras se levantaba—. A veces me pregunto por qué me molesto siquiera en venir.
—Sabes perfectamente que si no lo hicieras no serías feliz —le dijo Edward.
—Creo que tienes razón —contestó Sinclair pensativo—. Con el tiempo dejaré esto y tú te ocuparás de todo.
Edward sabía a qué se refería. En la sociedad había una edad obligatoria de retiro.
—Entretanto, sigue por aquí; te necesitamos.
—Gracias —Sinclair volvió a su silla—. En los periódicos de esta mañana salías con esa actriz italiana tan guapa. ¿Es algo serio?
Edward lo negó.
—Sólo es una amiga.
—Creo que en alguna ocasión oí que era la amiga de Jacob Black.
Al viejo no se le escapaba nada.
—Puede que lo fuera.
—Espero que no sea nada que pueda estropear tu amistad con Black; especialmente si tienes planes para trabajar con él. Siempre he pensado que es más peligroso tontear con la amante de un amigo que con su esposa.
Carlisle no estaba del todo equivocado. Cuando volvió a su despacho se encontró con una llamada de Jacob.
A través del cable pudo escuchar su potente voz.
— ¡Tú, capullo!... —exclamó riéndose—. ¡Te dedicas a revolcarte con mi chica...!
Jacob no parecía enfadado.
—Por lo menos tienes que admitir que me he comportado como un caballero. He esperado hasta que te has cansado de ella.
La voz de Jacob se hizo seria.
—Es una buena chica, Edward. Tú le harás bien, necesita a alguien como tú.
—Basta de charla, Jacob, Rose no es el motivo de esta llamada.
—Resulta que me ha surgido un pequeño problema en mi trato con la «Trans—World». He terminado las cinco películas de ellos, estoy a punto de empezar las cinco mías, y ahora me vienen con que los últimos seis meses han sido malos, y que tienen que poner las nuevas películas en explotación...
—No me digas más —cortó Edward—. Craddock ha puesto una cara muy larga y ha explicado lo preocupado que estaba, pero que resulta que los muchachos del Este...
— ¿Entonces conoces al hijo de...?
—Sí.
— ¿Por qué no me avisaste?
— ¿Por qué no me pediste consejo?
Durante unos minutos, Jacob se quedó callado, y por el teléfono pudo oírse su fatigosa respiración.
—Se hacen cargo del setenta y cinco por ciento del negativo y quieren que yo aporte el otro veinticinco por ciento.
— ¿A cuánto asciende?
—Por mi lado, alrededor de unos seis millones y cuarto por las cinco películas. Dave Diamond me va a dar cuatro, y el resto me lo darás tú.
— ¿Cuándo tendré las películas?
—Tres años después del estreno en el país.
—De acuerdo, trato hecho; pero con una condición.
— ¿Cuál?
—La próxima vez te enteras mejor de las cosas, lee la letra menuda. Craddock ya hizo este trato en otra ocasión; su cláusula favorita de escape, y claro, nunca se imaginó que pudieras aparecer con el dinero.
—Despediré a mi abogado —dijo Jacob.
Lo primero que vio al entrar en el apartamento fueron las maletas de ella que estaban en el vestíbulo. Se preparó algo de beber y conectó la televisión para enterarse de las noticias.
Cuando se abrió la puerta del dormitorio, que se encontraba tras él, no volvió la cabeza.
—No pensé que llegaras tan pronto a casa —dijo—. Jacob ha llamado. ¿Has hablado con él?
—Sí.
—No pareció sorprendido de que me encontrara aquí.
— ¿Por qué tenía que sorprenderse? Tu llegada a este lugar no fue precisamente un secreto.
—Mi intención no era la de causar problemas entre vosotros dos.
—Y no los has causado. Me ha llamado para cuestiones de negocios
—Será mejor que me vaya ahora. Tengo plaza en el avión que sale para Roma a las nueve —hizo un gesto de desamparo—. Lo siento.
— ¿El qué?
—El haberte decepcionado —su voz quedó ahogada.
—No estaba decepcionado, sino sorprendido.
—No lo entiendo —dijo ella.
—Con todo lo que sabes, no sabes nada del amor. De lo que tienes miedo es de dejarte llevar por tus sentimientos.
—Quizá sí —le dio la mano, al estilo europeo—. Adiós, Edward Cullen.
El no hizo movimiento para tomar su mano.
—No huyas.
—No huyo; vuelvo a casa.
—Es lo mismo. Te vas ahora y seguirás sin encontrar lo que buscas. Siempre estarás asustada.
Durante un rato estuvo en silencio, observando su cara.
— ¿Quieres decir que deseas que me quede, a pesar de lo de anoche?
—Sí.
— ¿Porqué?
Edward levantó la vista.
—Porque creo que podemos querernos, y eso es una cosa demasiado extraordinaria para perderla aún antes de que comience.
Se echó de rodillas frente a él y apoyó la cabeza en sus piernas.
—Edward Cullen —dijo—. Creo que ya estoy enamorada de ti.
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