Capítulo VII
Edward llegó a su apartamento después de medianoche, y el teléfono estaba sonando. Descolgó.
— ¿Diga?
Un acento algo raro sonó en sus oídos.
— ¿Edward Cullen?
—Sí.
—Me dijiste que te llamara cuando volviera a Nueva York.
—«Chica italiana», ¿cuándo llegas?
—Estoy en Nueva York, en el aeropuerto. Mi avión acaba de aterrizar.
— ¿Has terminado la película?
—Sí, ayer. Esta mañana he tenido que repetir unas escenas; si no, hubiera llegado más temprano.
— ¿Sabe Jacob que te has marchado?
—No —vaciló—. He pensado que sería mejor que me fuera secretamente. He intentado llamarte antes, pero nunca estabas.
— ¿Ha ido algún coche a recogerte?
—No —contestó—. He decidido marcharme esta mañana, y mi doncella se ha quedado para terminar de empaquetar mis cosas; luego vendrá.
—Estaré con el coche ahí dentro de media hora. —No te preocupes, tomaré un taxi.
—No olvides que eres una estrella, «Chica italiana», los taxis son para la gente normal.
Se rió.
—Entonces esperaré en la salita de «United Airlines».
El colgó el aparato, y cogió el teléfono interior. —Dígale a mi chófer que deseo hablar con él... —Titubeó. — No, dígale que me espere, que ahora bajo.
La prensa y los innumerables fotógrafos le indicaron dónde estaba ella. A pesar de la hora tardía parecían salir de todas partes. Estaba sentada en la baranda, y esto les daba la oportunidad de fotografiarle las piernas, y su corta falda parecía así más diminuta todavía.
El esperó pacientemente detrás de toda aquella multitud.
Ella lo vio y le saludó.
— ¡Edward Cullen!...
Se volvieron a mirarlo, y dejaron camino libre para que pudiera acercarse; Rose abandonó la barandilla y se tiró a sus brazos. Se besaron, y los flashes se dispararon como fuegos artificiales.
—Otra vez, por favor —gritó un fotógrafo—. Mi cámara se ha atascado.
Ella se lo quedó mirando de una manera interrogativa.
Él sonrió burlonamente.
— ¿Por qué no?
Repitieron el beso para el fotógrafo, y luego Edward se volvió hacia ellos.
—Por mí podría continuar toda la noche, pero la señorita Barzini ha hecho un largo viaje y está cansada.
Empezaron a caminar y algunos reporteros los siguieron.
—el Hay idilio? —preguntó uno de ellos.
—Somos antiguos amigos —repuso él.
— ¿Cuánto hace que se conocen? —preguntó otro.
— ¿Qué les parece un mes?
Se rieron. El equipaje ya estaba en el coche, y el chófer les abrió la puerta.
Primeramente entró ella y a continuación lo hizo Edward.
— ¿Piensa estar aquí mucho tiempo? —preguntó otro periodista.
Ella le sonrió.
—Todavía no he decidido nada.
Edward hizo una señal al chófer y el vehículo comenzó a deslizarse, alejándose de los reporteros. Luego apretó el botón para cerrar el cristal que los separaba del conductor, y en cuanto estuvo cerrado se volvió hacia ella.
—Bien venida a Nueva York, «Chica italiana».
Durante unos momentos ella se lo quedó mirando. Luego habló:
— ¿Me lo dices de verdad?
—Sí.
—Te creo —repuso—. Es extraño.
— ¿Qué es lo que encuentras extraño?
—Estoy tan acostumbrada a no creer lo que la gente me dice..., en cambio a ti te creo. —Lo miró a los ojos. — ¿Sabes? Desde la noche en que cenamos juntos no veía la hora de terminar la película; en lo único en que pensaba era en venir aquí para estar contigo.
El no decía nada.
— ¿Me crees? —preguntó ella.
Edward asintió.
— ¿Por qué no dices nada?
—No lo sé —repuso él en tono de duda.
Ella tomó su mano y se la llevó a los labios.
—Yo tampoco —susurró ella contra la palma de la mano.
Se apretó contra él y su calor lo envolvió como si se encontrara en el interior de un horno, deshaciéndolo en aquella vehemencia.
—Edward —gritó—. Estoy perdida..., hay todo un mundo que nunca había conocido y estoy asustada.
El se sumergió en aquel fuego.
—No tengas miedo —le susurró—. Estás conmigo. Abandónate.
—No —gritó de pronto mientras frenéticamente intentaba separarse de él, golpeándolo en hombros y pecho.
El la atrapó contra la cabecera y poniendo todo su peso sobre ella apoyó el antebrazo contra su cuello, hasta casi cortarle la respiración. Ella luchó intentando darse la vuelta y retorciéndose, pero él iba aumentando la presión poco a poco, y de repente, cuando ella empezó a tener dificultad, él se paró.
Lo miró fijamente, con la boca abierta, respirando con dificultad.
—Me habrías matado —le dijo suavemente y con cierto respeto en la voz—. No eres como los otros.
Su cuerpo inmóvil comenzó ahora a moverse, obedeciendo a un impulso incontenible; se notó crecer, y poco a poco fue decayendo. Estaba abrazada a él, respirando rítmicamente.
— ¿Te gusta esto? —preguntó ella.
—Sí.
Ella asintió, segura otra vez de sí misma.
El se contuvo.
—Conoces todos los trucos, ¿verdad, «Chica italiana»?
Rose sonrió. Repentinamente él se apartó y levantándose de la cama se quedó contemplándola.
Ella lo siguió rápidamente y le puso su mano en la boca.
—Mi fuerte y precioso gallo... —le susurró—. Déjame que haga el amor.
Por unos momentos permaneció de pie notando la dureza de sus dientes en él, y poco a poco le levantó la cara y se la quedó mirando.
A través de la línea transcontinental le llegó la voz de Roger Cohen.
— ¿Jacob?
—Sí —contestó con irritación. Estaba empezando a arrepentirse de haberlo tomado de nuevo.
— ¿Sabes dónde se encuentra tu chica esta mañana? —le preguntó sarcásticamente.
—Claro que lo sé —repuso Jacob con enfado—. Rose está en el Hotel Beverly Hills. Ayer terminamos de rodar.
— ¡Pues sí que lo sabes bien! —Exclamó Roger—. ¿Entonces cómo se entiende que en los periódicos de esta mañana haya salido su fotografía al lado de Edward Cullen, en el aeropuerto de Ildewild?
— ¿No está...? —la voz de Jacob denotaba incredulidad.
— ¿Quieres que te mande los recortes?
—Está bien, está bien, te creo. —Permaneció callado y luego habló de nuevo: — La muy asquerosa...
— ¿Y qué hay de las películas que tenemos que hacer con ella?
—Las hemos cancelado. Dice que aquí no es feliz.
La voz de Roger fue tomando un tono salvaje.
—Eso es estupendo. Has hecho las cinco películas para la «Trans—World», y para nosotros ninguna. Ni siquiera la de ella. También se la has dado a ellos.
—El millón y cuarto que he obtenido no hará ningún mal a nuestra compañía.
— ¿Cuánto crees que podemos aguantar sin películas para distribuir? Nuestros gastos en la actualidad sobrepasan los quince mil dólares por semana. Si no producimos algo rápidamente podemos cerrar.
—Estoy trabajando en unas nuevas ideas —repuso Jacob—. Precisamente estoy .esperando que me llegue la aprobación de la oficina de Craddock.
— ¿Cuánto tardará eso?
—Hoy lo sabré; se trata sólo de formalidades.
—Espero que las ideas sean buenas —dijo Roger.
Por unos momentos, Jacob se sintió furioso al colgar el teléfono. Debía habérselo imaginado. Ella había empezado a cambiar desde la noche en que cenó con Edward. De todas maneras podía habérselo dicho.
Luego sintió cierto alivio. Tenía que ser así. Por un tiempo ella lo había tenido en la noria y él no veía manera de escapar. El estaba bien para una cosa rápida y golpes sueltos; pero una relación larga era demasiado para él.
Se alegró de ser demasiado viejo para eso.
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