Capítulo 5 Eclipse
En medio de esta excitación continua que tuvo lugar en la fase de luna llena, tampoco le faltó a este lunático proceso BDSM su correspondiente, ¿cómo llamarlo?... ¿Eclipse lunar? Sí, eclipse lunar puede ser una buena expresión aunque, en términos menos metafóricos, lo lógico sería decir que nuestra divertida y didáctica relación casi estuvo a punto de desaparecer por culpa de mis miedos. La oscuridad apareció en el momento en que EL MAESTRO, solícito ante mi voracidad de saber y conocer cada vez más cosas, me envió unos archivos sobre BDSM que me hicieron llorar de verdad. Es más, aún me dan ganas de hacerlo si recuerdo el nudo que se me instaló en el alma, cuando leí cosas que me resultaron tan atroces como que una esclava firmara un contrato, renunciando completamente a su voluntad.
Un contrato, por cierto, que casi me aprendí de memoria de tanto y tanto leerlo, en busca de una explicación que me ayudase a comprender algunos hechos inasimilables para mí:
Por el presente documento, al que reconozco valor contractual, me entrego plenamente a mi Amo, Dueño, Señor y Maestro y acepto servirle como esclava y sierva por todo el tiempo que él requiera mis servicios. Es bajo mi identidad legal que firmo al pie del presente documento, cuyo contenido acepto en su integridad de forma plenamente consciente, sabiendo y aceptando que en cada uno de sus artículos se establecen normas propias de una relación BDSM y que mi condición dentro de este marco de relaciones no será otra que la de una obediente sumisa a merced de los deseos de mi Amo y Señor. Lo que leí no era un juego de niños: era un contrato en toda regla que, aunque supongo que no tendría validez legal, sí gozaría del respeto y toda la seriedad del mundo en el entorno BDSM. Porque a partir de ese contrato que firmaba la esclava con su auténtica y primitiva identidad, voluntariamente también renunciaba a aquella identidad para poder convertirse en una propiedad de ese AMO y Señor:
Por este mismo acto renuncio por completo a mi anterior identidad, que repudio, y paso a llamarme «esclava», «zorra», «perra», «puta», o como mi Amo y Señor desee llamarme. ¿Renunciar? ¿Voluntariamente? Cuando reparé en el asunto del nombre, entendí perfectamente por qué Cullen me llamaba una y otra vez zorrita, puta y perrita. Entonces me asusté de verdad, por mucho que en otro de los archivos se ensalzara una y otra vez a las sumisas y la labor que llevaban a cabo, hasta el punto de elevar su entrega, al menos según ese texto titulado El arte de la entrega, a la categoría de arte.
¿Pretendía Cullen hacerme llegar a esos extremos?, me preguntaba una y otra vez. Porque a partir de la firma del contrato, el AMO podía utilizar a la sumisa como le viniera en gana, y la gana del AMO podía manifestarse de muchas formas: desde usarla como felpudo, mueble, cenicero, hasta cagarse y mearse encima y hacerle comer los excrementos, pasando por controlar sus deposiciones, hacerla dormir en el suelo, interrumpirle el tiempo de sueño o marcarla con un hierro candente al tiempo que la obligaba a hacer todas las labores del hogar, sin dejar, claro está, de ser un objeto sexual que podía ser utilizado en la manera, tiempo y forma que el AMO quisiera.
Por cierto, no sé por qué, pero de lo que leí se me quedó especialmente grabado el fetichismo de los tacones de aguja y la feminidad de los corsés, aunque me sorprendió mucho más la puesta del collar, quizás porque también me pareció un rito iniciático o puesta de largo de la sumisa...
Para las puestas en escena, tu Amo y Señor decidirá las prendas que debes lucir en cada situación. Por regla general se consideran imprescindibles un collar de perro y zapatos de salón o sandalias que estimulen su fetichismo. Cualquier otra prenda no deberá dificultar el acceso inmediato de tu Amo y Señor a tus orificios. Por eso están prohibidos los pantis y se recomienda que los bodis, corsés, etc., dejen los pechos al descubierto y los realcen. No entendía nada, quizás porque el proceso de «entender» tiene un innegable carácter mental y yo no estaba para racionalidades. Más bien al contrario: una víscera escondida en algún rincón de las tripas vomitaba mi repulsión y mi consecuente malestar, que parecía agravarse cuando me percaté de que, tras firmar en aquel contrato, la sumisa parecía haber pasado a la categoría de esclava... ¡Esclava! ¿Quién era una esclava en BDSM? ¿Qué la diferenciaba de una sumisa? ¿Por qué uno de esos archivos se titulaba Las 55 reglas de oro de una esclava?
Mi niña interior se encontraba atormentada y saturada por su interminable secuencia de ¿por qué? ¿por qué? y ¿por qué?, pero, a su vez, el horror que le brotaba de dentro tampoco le permitía acosar a Cullen en busca de respuestas a ese sinfín de interrogantes y como si nada hubiese ocurrido.
En aquel momento, y matizo expresamente lo de aquel momento, todo me pareció patológico, enfermizo y, por descontado, repulsivo, abominable y hasta delictivo y contrario a los derechos fundamentales de las personas. Me resultaba imposible parar la cabeza y dejar de elucubrar por qué un ser humano tiene necesidad de subyugar a otro de esta manera, o por qué el contrario necesita que lo anulen y lo subyuguen así. Y lo de la subyugación no era teoría porque una de las 55 reglas de oro de una esclava trataba el tema del emputecimiento o el ofrecimiento de la esclava a otros AMOS, a cambio de dinero. ¿Cómo podía ser? ¿No era esto un claro ejemplo de prostitución y proxenetismo?
Pero, por otro lado, lo cierto es que la esclava no acudía con engaño a prestar su cuerpo a cambio de un precio que cobraba su AMO... ¿Acaso Cullen no me había repetido mil veces que el BDSM siempre se corresponde con las iniciales SSC porque nunca hay BDSM, si no es Sano, Seguro y Consensuado? ¿Es que la idea de «Sano» y «Seguro» es distinta en el mundo sado que en el mundo «no sado»? Y por otra parte, ¿podría decirse que la idea que tienen los AMOS de sexo consensuado es hacer que alguien renuncie a su voluntad para emputecerla después?
¡Nada! Sólo sé que, por más que me esforzase, era incapaz de entender nada...
Por si fuera poco, todo el intríngulis sobre el emputecimiento, las extrañas prácticas consensuadas y otros asuntos igualmente difíciles de asimilar se legalizaban al sellarse con la firma de la esclava y un distintivo de humillación muy especial: la orina que el AMO derramaba sobre ella como símbolo de aceptación de su nueva sumisa. ¡Desde luego! Ya sabía que el BDSM tenía una estética peculiar y estaba repleto de símbolos, pero de ahí a que la firma del AMO consistiese en una buena meada, ¡iba un abismo!:
Y como prueba de aceptación de todo lo estipulado en el presente documento y de mi entrega y sumisión absoluta a mi Amo, Dueño, Señor y Maestro, me entrego hoy totalmente a él, arrodillada le expreso mi sumisión besando sus pies y lamiendo sus genitales, e inscribo mi nombre de sumisa a continuación. La conformidad de mi Amo y Señor a este pacto me será dada en el momento en que él derrame su orina sobre mi cara. Lo mirase como lo mirase, era imposible entender nada. Porque una cosa es que se adopte el rol de mandar y azotar, en tanto que otra persona adopta el de obedecer y dejarse azotar, pero otra muy distinta era todo aquello que me parecía horroroso y patológico, aunque reconozco que siempre me confundía el matiz de la voluntariedad y el acuerdo de ambas partes, quizás porque precisamente el acuerdo era lo que diferenciaba este extremo del BDSM de otras situaciones tan inaceptables como los malos tratos, por ejemplo.
Miles de ideas se cruzaban por mi mente. Estaba frente a un caso que me inspiraba cierto respeto, aunque desde el fondo de mi ser lo aborreciera, entre otras razones porque, siempre que no se haga daño a terceros, cualquiera puede hacer lo que le dé la gana y pactar lo que quiera con otro en la intimidad de su dormitorio. Hasta ahí llegaba, y hasta ahí creí que cualquier persona debía llegar siempre. Sin embargo, la plena aceptación de esa intimidad erótica no me impedía seguir planteándome miles de cosas. Por ejemplo, ¿tanto vacío existiría en el mundo emocional de un AMO, que sólo ejerciendo autoridad, maltrato, humillación y subyugación a estos niveles y sobre otros, podía colmar aquellas lagunas? ¿Podría decirse que cuanto más cruel era un sádico, más complejos arrastraba? ¿Había sido una persona a quien habían maltratado en la infancia y por esta razón liberaba su rabia subyugando a su esclava? ¿Su trabajo le generaba tanta adrenalina y estrés que las relaciones «no sadomaso» le resultaban sosas? Un artificiero, por ejemplo, ¿después de desactivar una bomba necesitaba calmar aquella adrenalina con un látigo, porque no era capaz de equilibrar sus hormonas haciendo el amor como todo el mundo? ¿Las mazmorras del BDSM, el mundo sadomaso en sí y sobre todo este tipo de acuerdos resultaban tan ocultos precisamente por el temor de no ser comprendidos por los no sadomaso, al igual que ocurrió en su época con el marqués de Sade? ¿Aunque las relaciones BDSM habían existido siempre, no arrastraban también ese halo de misterio para evitar que recayese sobre quienes las practicaban la misma acusación de locura o libertinaje que condujo a Sade, primero a un psiquiátrico y, en sus últimos días, a la cárcel de la Bastilla?
Y respecto a la esclava, ¿se sentiría tan culpable de algo, que sólo anulándose y sometiéndose así podía liberarse de su culpa? ¿Una jefa mandona, retorcida y déspota, equilibraba su tiranía laboral dejándose humillar y obedeciendo los mandatos de otros? ¿O una esclava era tan solitaria y vulnerable, que con tal de que alguien la tuviese en cuenta, aunque fuese a costa de consentir recibir malos tratos físicos y psíquicos, era capaz de aguantar todo eso y mucho más? Y si así fuera, ¿no parecía una especie de secta aquella unión sadomaso? ¡Qué rara era una esclava!, pensaba una y otra vez. Es más, ¿por qué querrá formar parte de una secta de uno?
También me planteaba la opción de que todo podía ser un juego más o una fantasía que, aunque rebasaba casi todos los límites, no dejaba de ser un anhelo erótico que dos personas, en un momento dado, decidían hacer realidad a través de un acuerdo. Cuando elegía esta opción, me tranquilizaba si además leía otra de las reglas de oro que aludía expresamente a las fantasías como esclava:
Si deseas satisfacer plenamente tus fantasías de esclava, debes concentrar todas tus energías, absolutamente todas, en adorar, complacer y obedecer ciegamente a tu Amo, tu único Dueño y Señor. La verdad es que lograba calmarme en momentos muy puntuales, pero la mayoría de las veces ni leyendo aquella estipulación que hacía referencia a una inocente y simple fantasía, conseguía serenidad por mucho tiempo. Más bien al contrario: analizar como una psicóloga de pacotilla aquel extremo del BDSM sólo me conducía a una zozobra imposible de calificar. Y ello por no hablar de mi particular conclusión, nuevamente relacionada con una salida del alma-rio: el Bondage, la Dominación, el Sadismo y el Masoquismo llevado hasta aquellos términos que siempre habían de pactarse ¡voluntariamente!, podía funcionar entre los contratantes —y al menos me pareció que aquí residía el intríngulis de la cuestión— a modo de purificación de culpas, purga y superación de complejos o sentimientos dañinos o, en otras palabras, como una limpieza del alma, sin más...
Pese a que casi era para mí un imposible, intenté no juzgar, quizás para poder conocer, aprender y, sobre todo, para no sufrir en exceso; pero también es cierto que tenía pleno derecho a repudiar la situación y, de paso, a despedirme de Cullen diciéndole que ni quería, ni podía ser nunca una esclava, por mucho que él se hubiese empeñado en decir que yo era sumisa.
Además, le dije que no quería hacerle perder el tiempo porque, con seguridad, él buscaba otras cosas que jamás podría darle. Insistí en que ÉL se había equivocado conmigo, y yo llevaba razón desde el principio: nunca podía ser sumisa porque en otro de los artículos del contrato se hacía hincapié en que la obediencia ciega de una sumi era su principal virtud. ¡Y una porra!, pensé. Vamos: que ni siquiera jugando estaba dispuesta a decir sí buana o beeeeeeee como si fuese una cordera y, en definitiva, entrar por el aro de un montón de cosas que había leído en aquellos archivos:
Una de las características fundamentales de una buena sumisa es la obediencia. La obediencia es la manifestación conductual de la necesidad que tiene la persona sumisa de sentirse controlada. Ese sentimiento de que «alguien organiza su vida», de «pertenecer a alguien», de «no pertenecer a sí misma», es la base sobre la que descansa la virtud de la obediencia. ¿Organizar mi vida? ¿Pertenecer a alguien? ¿Sentirme controlada? Pero si en treinta y dos años no ha podido hacer eso ni mi madre, ¿cómo va a venir ahora alguien que se haga llamar AMO a atarme corto? Todo en mí eran dudas y rechazo, pero curiosamente y siguiendo con esa simbiosis tan nuestra, sentí que Cullen sufrió con mi dolor y se identificó con la cantidad de miedo que estaba aterrándome y paralizándome hasta el punto de no querer saber más de ÉL. En cierta manera, creo que también se sintió herido por el hecho de que yo generalizase al pensar que él era un AMO, y como a todos los AMOS, sobre todo después de leer los archivos que me envió, también tenía que faltarle un tornillo. Cullen me repitió una y mil veces que, si bien es cierto que cualquier AMO fantasea con el hecho de tener una esclava, no era menos cierto que ÉL catalogaba como de juzgado de guardia algunas de esas prácticas, y ese extremo del BDSM que quedaba resumido con los números 24/7, es decir, una esclava para veinticuatro horas, los siete días de la semana.
— ¿Y del Estatuto de los Trabajadores ni hablamos, no? —le pregunté.
— ¿Por qué lo dices?
—Pues porque una esclava 24/7 ni siquiera descansa los domingos.
—Jajajajajajajajajajaja. ¡Ésta es mi sumi alegre! —respondió Cullen.
Además de ese humor ácido que emanaba de mí como única manera de sobrellevar una situación del todo insostenible para mi corazón, intenté ser lo más receptiva posible y escuchar de nuevo las aclaraciones de Cullen. El AMO de Seattle me explicó con claridad aquella realidad, diciéndome que ÉL, ni de broma, quería algo así para su vida, aunque como AMO que era fantasease a veces con ello. Simplemente había pretendido complacer mi curiosidad voraz, enviándome toda la información que tenía al respecto: desde el extremo más ligth del BDSM, hasta el que yo acababa de leer.
— ¿Sabes? Existen muchos tipos de sumisión. Existe la dominación física y la dominación mental, pero también existe la esclavitud. Todo lo que te envié es BDSM de esclavitud, y sé que tú jamás llegarás a eso. Lo sé y soy consciente de ello desde el primer día que hablé contigo. En cambio, también soy consciente de que eres una estupenda sumisa mental y sobre todo física, si se diera la ocasión.
—Deja ahora ese rollo, por favor.
—De verdad, siento mucho que te hayas sentido tan mal. No era ésa mi intención.
—Lo sé, pero no puedo evitarlo. De verdad que intento no juzgarlo, pero no lo entiendo.
— ¿Qué no entiendes?
—No entiendo casi nada, pero lo que más me atormenta es no saber qué mueve al alma humana para llegar a esos extremos...
Gracias a Cullen recordé que en la vida todo es cuestión de grados, y situarnos en unos u otros en determinados momentos depende de cosas que el resto de las personas no deberíamos juzgar, por muy difíciles, desconocidas y hasta deleznables que nos parezcan algunas realidades, elegidas libremente por los demás. Supuse que en estos grados influye el hecho de que el ser humano necesita inventarse la vida cada día para vibrar, romper sus rutinas o esas inercias que nos matan poco a poco. Supuse también que en uno de esos momentos de hastío anímico y emocional, alguien podía toparse con el BDSM o un mundo lleno de símbolos, de estética y de pautas de comportamiento que no conoce. Y, entonces, ¡zas!, la curiosidad se dispara porque ha encontrado algo que le hace vibrar y le engancha como a un mosquito que revolotea ante un imán luminoso, y termina atrapado entre esas luces de neón.
Supuse además que aquella vibración interior le hace husmear por ahí y acercarse más y más, hasta que un día decide probar y se revela, para su sorpresa, una parte que dormía dentro, quizás porque todos tenemos dentro de todo, aunque sólo nos atrevamos a tirar las corazas necesarias como para descubrir un solo aspecto de nuestro interior... Y ahí, justo en ese instante, es posible que comience ese carrusel que gira alrededor de distintas etapas y grados, de la misma manera que, cuando, por ejemplo, se empieza a fumar, llega un momento en el que ya no vale un cigarro, y se necesita otro y luego otro y más tarde muchos más porque la novedad del principio se ha convertido en rutina otra vez. En este amplio abanico BDSM, volví a suponer que de una primera cita en la que se descubre que el dolor y el placer están tan unidos como el amor y el odio, porque te pegan y te excitas o te sodomizan y te excitas mucho más, hasta las lecturas sobre la esclavitud que me habían herido en algún rincón de no sé dónde, sólo hay grados...
Pero eso sí, yo era libre de aceptarlos o repudiarlos y de rechazar, si así me lo pedía el alma, ese extremo radical del arte de las ataduras, la dominación, la disciplina, el sadismo y el masoquismo...
Ese punto de inflexión se fue deshaciendo poco a poco con más conversaciones, información, tiras y aflojas y, sobre todo, con aclaraciones continuas a mis infinitos ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué? Aclaraciones que partieron de las básicas diferencias entre AMO y AMA, AMO-AMA y sumisa-sumiso, sumisos y esclavos, sádico y masoquista, etcétera, hasta llegar a la descripción minuciosa de experiencias extremas vividas por Cullen como, por ejemplo, la de pactar con una sumi su enjaulamiento durante un fin de semana en una mazmorra BDSM, por no hablar de otros castigos o «correctivos» que siempre conseguían dejarme con la boca abierta... Algunas veces, ciertos matices, extremos y peculiaridades que iba conociendo alcanzaban tal nivel que, según decía Cullen, formaban parte del sobresaliente que sólo se merecen los alumnos aventajados... En definitiva, y como venía siendo habitual en él, en ningún momento faltó el cariño y la paciencia de Cullen para explicarme, como si fuera una niña que está aprendiendo a leer, todo tipo de detalles.
Reconozco que quizás por mi fascinación ante el significado de los símbolos, la estética y las señales, de entre esos detalles me encantó el análisis del trisquel o el emblema del BDSM. De lejos, era fácil asociarlo con el distintivo del yin y el yang pero, en realidad, se trataba de un círculo dividido en tres, y no en dos partes. Tres triángulos curvos, ondulados y de borde metálico que, a su vez y a modo de botón antiguo, estaban taladrados por un agujero que dejaba entrever el fondo.
—Un símbolo, del tipo que sea, nunca tiene adornos gratuitos —comenzó a explicarme Cullen, haciendo acopio de su didáctica paciente—. Por ejemplo, en BDSM, el círculo significa la unión de una comunidad, cuyos miembros se preservan y resguardan entre sí.
— ¡Vaya, todo queda en casa! Pero «esta casa redonda» está dividida en tres partes, ¿o no?
—Claro. No olvides que el número tres es mágico en muchos entornos. Para empezar, en el mundo BDSM, el número tres alude a las distintas versiones del ARTE: Ataduras y Disciplina, Dominación y Sumisión y Sadismo y Masoquismo.
— ¡Ahhhhhhh! ¿Y el número tres no tendrá algo que ver con aquello que me dijiste sobre las prácticas SSC, Sanas, Seguras y Consensuadas?
— ¡Estupenda deducción! Por supuesto que tiene que ver con eso, aunque también tiene que ver con los tres roles que admite el BDSM: AMOS y AMAS, sumisos y sumisas y switches.
—Y los puntos situados en cada una de las tres partes del círculo, ¿qué significan?
—En un trisquel, no hay simples puntos, sino huecos. El fondo ha de verse siempre a través de esos agujeros que, para algunos, no son más que la muestra del terrible vacío interior que sufre quien no ha encontrado a su complemento.
— ¿Y para ti?
—Para mí también. Recuerda que yo no busco a una sumisa, sino a mi sumisa. No busco una mujer, sino a la mujer con la que podré sentirme completo, igual que ella podrá sentirse completa cuando me encuentre a mí. Botón y ojal, ¿recuerdas?
—En fin, cambiemos de tema, ¿existen más significados en el trisquel?
— ¡Claro! Hay quien dice que el hecho de que el círculo sea metálico alude a las cadenas, a la posesión, a la propiedad. Para otros, no es casualidad que, tras ese marco metálico, el fondo sea negro. En fin, ¿te había dicho que el negro es el color del BDSM?
— ¡Vaya! Me temo que hoy tampoco me voy a acostar sin saber algo nuevo...
Sus ilustrativas enseñanzas, además de cariño y admiración, me producían una ternura infinita, sobre todo cuando no escatimaba fuerzas para proporcionarme todo tipo de respuestas a mis miles de dudas sobre el mundo del sadomasoquismo; dudas que o bien guardaba escondidas desde hacía años en algún baúl del inconsciente, o bien me iban surgiendo a lo largo de tantas y tantas novedosas y fascinantes conversaciones.
Parece que el punto de inflexión, además de evaporarse con el cariño, la paciencia, esa tierna protección que tanto me gustaba, y la didáctica creativa de Cullen, quedó eclipsado totalmente con nuestro habitual sentido del humor. Me gustaba, más que nada, imitarlo dando órdenes:
—Cullen: ¿Cuántas veces tengo que decirte que yo no soy sumisaaaaaaaaaaaaaa? ¿No te das cuenta de que esto parece una lucha libre?
—Ya ves, tengo la espalda llena de arañazos y me gusta más hacerlos a que me los hagan —comentó EL MAESTRO, mostrando estar de acuerdo con mi afirmación.
—Ya, ¿y cuándo te los hacen? Ya imagino lo que pasa si te los hacen.
— ¿Qué? —preguntó aquel AMO expectante.
—Que empezarías a decir: perrita, te vas a enterar. Eso no me lo haces dos veces. Necesitas una buena doma, zorrita... ¡Y no sabes que estás ante el mejor domador de fieras del mundo!
—Jajajajajajajajajajajaja. Sería algo más fuerte, pero más o menos...
— ¡Tú no sabes a quién acabas de arañar, putita, tú no lo sabes!
—Lo siento, cuando ya tengo sumi, nunca la llamo con diminutivos.
—Vale, matizo. Mira, puta: es la última vez que haces lo que has hecho. ¿Entiendes? ¿Ah, no entiendes? ¡Pídeme que te lo explique!
—Lo siento otra vez, pero no se pide... La sumisa siempre ruega al AMO.
— ¿Rogar? ¡Pero qué jodidamente egocéntricos sois los AMOS de BDSM!
—Sería algo así como: ¡Suplícame que te lo explique, puta perra de mierda!
— ¡Vaya! Me temo que he sido benévola —dije, ironizando para disimular mi estupor.
—Y otra cosa, perrita: generalmente los azotes, caen en la segunda frase.
—O sea que te cae el golpe encima, encima que te dan un golpe. ¡La leche!
—Nunca mejor dicho, perrita, nunca mejor dicho.
Definitivamente, aquel punto de inflexión que eclipsó nuestra historia dejó de existir gracias a la paciencia, la ternura y el cariño de Cullen. Paciencia, ternura y cariño que formaba un tándem perfecto si a esas cualidades se unían mi curiosidad, receptividad, inocencia, morbosidad y agradecimiento.
Eso sí. Todo el lote siempre estaba cubierto de ironía, ingenio y mucho sentido del humor.
|