Capítulo IV
Esta vez, en cuanto entré en el vestíbulo, me conocieron. Las dos chicas de la recepción miraron y me sonrieron.
— ¡Buenos días, señor Cullen! —dijeron casi a coro.
— ¡Buenos días! —contesté.
El celador del día anterior apareció por detrás del mostrador.
—Buenos días, señor Cullen —dijo—. Aquí traigo la llave de su ascensor. Le voy a enseñar cómo funciona.
—Gracias, señor Johnson.
Sonrió, satisfecho de que recordara su nombre. Lo seguí hasta la parte posterior del corredor. Había otro ascensor situado al lado del que utilicé la primera vez. Sacó una llave del bolsillo y la puso en el lugar donde normalmente está el botón de llamada, le dio la vuelta y, así que las puertas se abrieron, penetramos en él,
—Lo único que tiene que hacer —dijo—, es apretar el botón de «Arriba», no hay parada hasta su piso. Vuelva a hacer lo mismo, al revés, cuando vaya a bajar.
Asentí. Sonriendo le pregunté:
— ¿En éste no hay timbre?
—No, señor —respondió con una expresión sincera—. Solamente en el del señor Sinclair; lo hizo instalar el año pasado cuando un maniático apareció con un revólver.
Esperé un momento, pero no dijo más. Me pregunté qué habría hecho Sinclair que lo había puesto en peligro de ser asesinado. Me dio la llave.
—Sus visitas serán conducidas a las salas de recepción de los ejecutivos en el piso cuarenta y siete —me aclaró—. Desde allí tomarán otro ascensor que los conducirá hasta su piso. Ese ascensor siempre es atendido por un ascensorista, los demás del edificio los maneja el propio usuario. El suyo tiene sólo tres llaves, una para usted, una para la señorita Fogarty, su secretaria, y la tercera permanece siempre en la recepción principal —apretó el botón y las puertas se abrieron nuevamente—. ¿Necesita que le explique algo más?
—Sólo una cosa. ¿En qué piso está mi oficina?
En su cara se reflejó cierta sorpresa.
—En el cincuenta, por supuesto, señor.
—Gracias, señor Johnson —dije, y apreté el botón de «Arriba».
La señorita Fogarty me estaba esperando a la puerta del ascensor. Alta y delgada, en el final de sus años veinte; tenía los ojos pardos y el pelo brillante de un castaño rojizo pulcramente recogido detrás de la cabeza con un lazo negro. Llevaba un modelo Dior, sencillo y negro, con una aguja de oro en el hombro.
—Buenos días, señor Cullen —dijo—. Soy Sheila Fogarty, su secretaria número uno.
Le tendí la mano diciéndole:
—Buenos días, señorita Fogarty.
Su mano estaba fría y ligeramente húmeda. De pronto me di cuenta de que debía de ser tan nerviosa como yo. Empecé a sentirme mejor. Le sonreí y ella me devolvió la sonrisa.
—Permítame que le enseñe todo esto —dijo.
Cuando se volvió, advertí que tenía un bonito trasero y que las costuras de las medias le caían rectas sobre unas soberbias piernas y delgados tobillos.
—El trazado de este piso es exactamente igual al del señor Sinclair, que se encuentra en el piso de encima. La de usted es la única oficina con varios departamentos.
La seguí por el corredor; todo era blanco, embellecido únicamente por cuadros. Alguien con evidente buen gusto había gastado una fortuna al seleccionarlos. Si no me equivocaba, había algunos Miró y Picasso auténticos.
Notó mi asombro, y me dijo:
—Todos los cuadros pertenecen a la colección particular del señor Sinclair.
Abrió la primera puerta que encontramos a nuestro paso.
—Esto es la sala de proyección —me explicó.
Eché un vistazo. Era lujosa y de buen gusto. Cabrían unas veinticinco personas en confortables sillones. Moví apreciativamente la cabeza, cerró la puerta y me condujo a la habitación contigua.
—Esto es la sala grande de conferencias —me explicó.
En la mesa cabían unas veinte personas.
—Entre ésta y la pequeña sala de conferencias hay una cocina con un cocinero permanente cada día para la comida, por si quiere comer aquí.
En la sala pequeña de conferencias cabrían unas diez personas y era como una miniatura de la otra. Volvimos atrás, hacia el ascensor.
—Aparte de la sala general de recepción —me explicó— existen otras tres salas de espera, para que sus visitas nunca aguarden juntos —abrió una puerta—. Todas se parecen mucho.
También eran iguales a la que había visto en el piso de arriba. Una serena chica rubia estaba sentada en el escritorio, en la zona de recepción. En cuanto nos acercamos se puso en pie.
—Esta es su recepcionista, la señorita Swensen —dijo la señorita Fogarty—. Señorita Swensen, el señor Cullen.
—Encantada de conocerle, señor Culen —dijo la rubia sonriendo.
Le devolví la sonrisa. También ella era una copia de la chica de la oficina de Sinclair.
—Igualmente, señorita Swensen.
Cruzamos la sala de recepción y, abriendo otra puerta, dijo:
—Esta es mi oficina.
Allí se encontraba otra muchacha que alzó la vista al entrar nosotros. Se levantó cuando nos acercamos.
—Esta es Ginny Daniels, mi ayudante; su número dos. Señorita Daniels, le presento al señor Cullen.
—Me alegro de conocerle, señor Cullen —dijo, sonriéndome.
Como todas, salida del mismo molde, lo único diferente era su pelo negro. Por un momento pensé que Sinclair las había manufacturado para su uso particular.
—Señorita Daniels —dije, y nos dimos la mano.
Sus manos no eran tan húmedas como las de la señorita Fogarty. Por otro lado, tenía mucho menos que perder. Sólo era la número dos.
—Existen dos entradas a su despacho —me explicó la señorita Fogarty.
Me indicó una puerta que se encontraba al lado de su mesa.
—Esta desde nuestra oficina, y otra directa desde la sala de espera. Sus visitantes serán introducidos por esa segunda a menos que usted ordene lo contrario.
No dije nada.
Abrió la puerta de mi despacho y me dejó pasar en primer lugar. Durante unos segundos permanecí parado; era casi una reproducción del de Sinclair. Las mismas diez ventanas a cada lado y el mismo panorama. Sólo encontré una diferencia: el despacho parecía nuevo, impoluto y sin usar.
— ¿Quién ocupaba esto antes? —pregunté.
Quienquiera que hubiera sido, había desaparecido sin dejar el más leve rastro.
—Nadie —contestó—. Por alguna razón, no sé cuál, este despacho ha estado vacante desde que nos trasladamos aquí hace cuatro años.
La miré furtivamente y luego me dirigí hacia el escritorio, y me senté tras él. Sinclair tenía que ser un tanto raro; nadie prepara oficinas como aquélla y luego no las usa.
— ¿Le apetece una taza de café? —me preguntó.
—Gracias —contesté—. Solo y un terrón.
Desapareció. Volvió al cabo de un segundo, y puso la bandejita con el café sobre mi mesa. Observé todos los detalles mientras lo servía. Al menos él hacía las cosas con estilo. La porcelana era de «Wedgwood», y las tenacillas que ella usó para poner el terrón eran de plata.
— ¿Así? —preguntó.
Me llevé la taza a los labios.
—Estupendo —dije.
Nuevamente me sonrió.
—En el cajón central de su mesa —me dijo— encontrará dos folletos. En uno hallará todos los datos personales de la señorita Swensen, la señorita Daniels y los míos. Desde luego queda entendido que hemos sido asignadas a su oficina provisionalmente. Si tiene usted alguna preferencia o quiere hacer algún cambio lo comprenderemos perfectamente.
—No hay problema —dije—, me ha gustado todo lo que he visto hasta ahora, y no tengo compromisos.
Ella sonrió.
—En el otro folleto hay una lista de los ejecutivos más importantes. El señor Sinclair personalmente me encargó que le recordara a usted que releyera esa lista, pues a las diez y media hay una reunión en su sala de conferencias, para presentárselos a usted.
—Gracias —dije.
La señorita Fogarty iría muy bien; tenía tacto y estilo; no había dicho: «para presentarme a ellos».
—Ahora, si me lo permite, le enseñaré el mecanismo del despacho —dio un rodeo a la mesa y se puso a mi lado; pude notar su suave y fino perfume—. El teléfono es el normal de director, con diez líneas interiores. Las exteriores se obtienen marcando el ocho o el nueve; por supuesto nosotras podemos hacerlo en su lugar. Aparte tiene dos líneas directas para su uso personal y también intercomunicadores directos con cada uno de nuestros escritorios.
»En la pared de enfrente verá tres pantallas de televisión. La primera está conectada a nuestra propia red, y proyecta siempre el programa corriente. Las otras dos son aparatos normales y pueden captar todos los canales. Se manejan por medio de estos botones que se encuentran al lado de su teléfono. En el interior de la pared hay un bar que puede abrirse mediante este botón.
Lo apretó y se abrió el bar. Estaba provisto para servicio inmediato. Me quedé extrañado y con la cabeza hice un gesto de aprobación.
—A la derecha del bar hay una puerta. Es la entrada desde la recepción y está controlada eléctricamente; puede cerrarse desde nuestras mesas o la suya. A la izquierda del bar hay un cuarto de baño privado. Es completo, con vestidor, ducha, sauna o vapor húmedo; incluso hay un pequeño dormitorio por si le apetece descansar.
Me levanté, fui hacia el cuarto de baño, abrí y entré. Contenía todo lo que había dicho, y más. Con una instalación así no había razón para irse uno a casa. Regresé al despacho.
El teléfono empezó a sonar. Ella lo cogió.
—Oficina del señor Cullen—me miró y dijo—. El señor Sinclair, para usted.
Me pasó el teléfono y desapareció.
— ¿Señor Sinclair?
—Un momento, que se lo paso —dijo la voz de su secretaria.
Se oyó el clic.
— ¿Se encuentra a gusto, señor Cullen?
—Desde luego, gracias —contesté.
Se rió ahogadamente.
—Recuerde eso cuando se vaya a quejar de que el vecino de arriba hace demasiado ruido. Recuerde que fue usted el que pidió esa oficina.
Me reí.
—Lo recordaré, señor Sinclair.
—Le agradeceré que venga a mi despacho unos minutos antes de la reunión de las diez y media. Quiero presentarle a Jasper Hale antes de que nos encontremos con los demás.
—Estaré a las diez y veinte.
Jasper Hale era un profesional. Aceptó su sustitución sin rencor. Su apretón de manos fue firme.
—Encantado de conocerle, Edward—dijo enérgicamente.
Durante unos segundos me estuvo estudiando lleno de confusión. Luego se volvió hacia Sinclair.
—Tenía la impresión de que era mucho más joven.
En la cara de Sinclair pude notar la misma extrañeza. Yo me limité a sonreírles.
—En este negocio se envejece rápidamente.
De pronto Sinclair se dio cuenta y en sus ojos asomó una expresión divertida; incluso de cierto respeto.
—Desde luego, usted sí —dijo—. A veces en una noche.
El no lo sabía; pero había sucedido aquella mañana, hacia las ocho. Después de ducharme y mientras terminaba de abotonarme la camisa, había aparecido en la salita.
—Hola, compañeros —había dicho alegremente—. ¿Alguno de vosotros ha pensado en pedir el desayuno?
— ¡Miradlo! —había dicho Jack desde el sofá en que estaba tumbado—. Se pasa toda la noche mareándonos con sus preguntas, luego se ducha y aparece tan campante y fresco como una rosa. ¿Cómo lo has logrado? ¿Píldoras secretas?
Le hice un guiño.
—Vida sana, diría yo.
—Es la juventud —dijo Joe Griffin, su jefe de información—. Ni siquiera aparenta edad suficiente para votar, y mucho menos para ser presidente de una de las grandes cadenas.
Me volví para mirarlo. El había puesto el dedo en la llaga. Mi verdadero problema no provendría de lo que yo pretendiera hacer sino de las cabezas grises que me mirarían y dirían que no era más que un joven bocazas. Me di la vuelta y cogí el teléfono. La única manera de apaciguarlos era parecerme a ellos.
En la barbería no había nadie que pudiera hacerme lo que yo quería, pero sí podía lograrlo en el salón de belleza. La promesa de cincuenta dólares hizo que una muchacha viniera volando.
Era una atractiva morenita que llevaba una bata rosa. Traía un estuche de maquillaje y mascaba chicle.
Había penetrado en la estancia con expresión perpleja.
—Un pajarito me ha dicho por ahí que una señora se quiere poner algo de gris en el cabello.
—Te ha dicho bien; sólo que no es una señora, sino yo.
Por poco se traga el chicle.
—No quiero oír más. ¿Están locos? Me largo. Son unos chorlitos.
Saqué el de cincuenta y lo aireé ante sus ojos.
—Hablo en serio. No se vaya.
Me miró fijamente.
— ¿Adónde va y qué pretende hacer con eso? Queda un muchacho tan bonito con ese pelo castaño...
—Voy por un trabajo muy bueno —le dije seriamente— y todos creen que soy demasiado joven para obtenerlo. Ahora no querrá hacerme perder mi gran oportunidad, ¿verdad?
—Claro que no —dijo dubitativa mientras echaba una ojeada al cuarto—. Yo no sería capaz de hacer una cosa así.
—Lo único que tiene que hacer es ponerme unas mechas grises, no muchas, de modo que parezca algo mayor.
—De acuerdo. Creo que lo podré hacer.
—Adelante, pues —le dije, mientras la conducía al cuarto de baño.
Cuando volví a la salita, cuarenta minutos después, ya estaba vestido y preparado para ir a la oficina.
— ¡No puedo creerlo! —dijo Jack levantándose del sofá.
Todos me rodearon.
— ¿Qué os parece? —les pregunté.
Emmet movió la cabeza.
—Ahora tienes que ser el mejor —dijo—. Verdaderamente no pareces mayor, pero te da cierta grave autoridad. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Lo comprendía perfectamente. Los toques de gris que ella había puesto en mi cabello iban bien con mis ojos. Continuaba pareciendo joven, pero ya no tanto.
—Bueno —dije encaminándome hacia la puerta—, ya es tiempo de ir a la arena.
—Espera un momento —dijo Emmett mientras me daba el libro de los informes—. ¿No lo quieres llevar contigo?
Hice una mueca.
—Vamos, «profesor», ¿desde cuándo dejan llevar libros al examen?
Estaba equivocado respecto a una cosa. Las oficinas no estaban duplicadas. La sala de conferencias de Sinclair era más grande que la mía. Había veintiocho personas alrededor de la mesa. Anduve despacio y les di la mano uno a uno, intentando enlazar sus nombres con lo que había leído la noche anterior. Salió bastante bien. Mi memoria resultó mejor de lo que había creído. Todos estuvieron muy profesionales. Yo podía verlos estudiándome; pero ninguno desentonó. No me iban a dar ninguna facilidad, se quedarían allí quietos hasta ver por dónde soplaba el viento.
Pasados diez minutos, Sinclair salió de la sala tras una trivial observación sobre dejar solo al equipo para que se conocieran. Hale salió con él.
Ahora había en la sala un silencio tan espeso que realmente se podía cortar. Yo estaba sentado solo en la cabecera de la mesa. Y así es como me sentía. Solo.
Miré alrededor de la mesa. Es curioso cómo una cosa tan sencilla como el cabello gris me ayudaba a igualar la partida. Deliberadamente empecé a hablar en voz tan baja que tuvieran que esforzarse para oírme.
—Se están ustedes preguntando muchas cosas acerca de mí, como yo de ustedes. No nos conocemos. Pero en los próximos meses nos descubriremos mutuamente. A algunos de ustedes les caeré bien; a otros, no; pero esto no tiene importancia. Lo que importa es que «Sinclair Televisión» salga de la profundidad donde se encuentra. Lo que importa son las estadísticas. Esta es la norma por la cual los mediré, y por la que ustedes me medirán.
Hice una pausa. Todos me seguían observando.
—En Washington, cuando se elige un nuevo presidente, éste puede escoger a todo su gabinete. Me gusta eso. Es una verdadera democracia.
Ahora todos estaban tensos; llegábamos al fondo del asunto.
—Espero que cada uno de ustedes presente su dimisión efectiva para el treinta y uno de enero y deseo tenerla en mi escritorio mañana por la mañana.
Se oyó un explosivo suspiro colectivo. Esperé un momento para que se tragaran lo que acababa de decir. Luego, les eché un cabo.
Me puse de pie.
—Mi secretaria está preparando un programa de entrevistas. Pienso hablar individualmente con cada uno de ustedes, para revisar los problemas de sus respectivos departamentos. Muchas gracias, señores.
Bajé a mi oficina. A los diez minutos se había formado una infernal confusión; Sinclair recorría mi despacho arriba y abajo, hecho una furia.
— ¡Los ha despedido a todos! —exclamó—. ¿Cómo diablos piensa que funcione la red? ¿Con usted solo? Ni aun usted puede hacerlo.
Le sonreí:
—Los dioses descienden del Olimpo...
Estas palabras lo calmaron. Se quedó mirándome.
— ¿Qué quiere decir?
—Me habían dicho que usted nunca descendía de su piso. —Inició una sonrisa. — Déjeme poner las cosas en su punto —continué—. Les he pedido su dimisión para enero; pero no he dicho que vaya a aceptarla.
Se echó a reír:
—Realmente les ha dado un susto.
—Esa ha sido mi intención —añadí.
—Juega usted fuerte.
—Esto no es cosa de niños. Lo dije cuando prometí que levantaría esta red.
—Está bien —dijo al cabo de un momento—. Usted juega —echó una mirada al reloj—. He reservado una salita privada para comer. Quiero que conozca al Consejo de directores. Además, he ordenado a «relaciones públicas» que organice para usted una conferencia de prensa, para el viernes.
—Lo de la comida bien —dije—, pero lo del viernes, imposible. No estaré aquí —le di tiempo para que lo digiriera—. Tiempo habrá para conferencias de prensa, cuando haya algo que decirles. Por el momento no tengo nada.
— ¿Dónde estará? —me preguntó.
—En Los Ángeles.
— ¿Qué diablos tiene que hacer allá que sea más importante que estar aquí?
Le miré fijamente a los ojos.
—Voy a tratar de arrancar los sábados noche para nosotros.
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