Capítulo II
—Ya puede pasar, señor Black—le dijo la secretaria mientras abría una puerta que conducía a la oficina interior— El señor Craddock le está esperando.
—Gracias.
Entró Jacob y la puerta se cerró tras él suavemente. Permaneció de pie.
Craddock se levantó rápidamente, con la mano tendida.
—Buenos días, Jacob. Estoy muy contento de que hayas venido.
Jacob le dio la mano. De la manera como se había expresado Craddock, parecía como si Jacob hubiera tenido que recorrer mil kilómetros para venir a verlo, cuando realmente sólo había tenido que cruzar los estudios.
—Buenos días, Rory.
Craddock salió de detrás de su mesa. Se quitó las gafas y las dejó sobre un montón de guiones, con el único propósito de que Jacob se fijara en ellos. Este mordió el anzuelo.
— ¿Has leído todo eso? —preguntó.
Craddock asintió modestamente.
—Es parte de mi trabajo. No puedes llegarte a imaginar la cantidad de porquerías que tengo que leer a lo largo de la semana, hasta encontrar algo que valga la pena. A veces pienso que necesitaría otro par de ojos.
Jacob estaba francamente impresionado.
—Yo nunca he podido hacerlo; no tengo paciencia.
—Este es mi trabajo —repitió Craddock; luego, apretó un botón del intercomunicador.
— ¿Diga, señor Craddock?
—Nos vamos arriba —dijo éste—. Tome todas las llamadas.
—Sí, señor Craddock. Que aproveche...
Craddock se volvió hacia Jacob.
— ¿Tienes hambre?... —lo condujo hacia la escalera de su comedor particular.
—Siempre tengo hambre —contestó Jacob—, pero ahora estoy a dieta.
Comenzó a subir delante de Craddock, y llegaron a una pequeña terraza encristalada convertida en comedor. Desde ella podía verse todo el estudio.
—Todo el mundo hace régimen —repuso Craddock sonriendo—. Por eso tenemos dos menús: el de dieta y el normal.
— ¿Qué diferencia hay?
—El normal consiste en un grueso bistec con patatas fritas y ensalada con Roquefort. El de dieta, en una hamburguesa muy delgada con requesón y rodajas de tomate.
— ¡Ahhh!, ¡qué mierda! —Exclamó Jacob—. Tomaré el normal.
Un mayordomo de color les hizo una gran reverencia.
—Señor Craddock, señor Black, señores... ¿Me hacen el favor de expresarme qué les apetece como aperitivo?
—Yo lo de siempre —dijo Craddock—, jerez seco.
Jacob se quedó mirando al mayordomo.
—Yo tomaré whisky con hielo —luego se volvió hacia Craddock—. Aquí terminó mi dieta. ¡Al diablo con ella!
Craddock sonrió.
—No te lo creerás —continuó Jacob—. Pero he calculado que durante los últimos diez años he perdido doscientos kilos con la dieta. Entonces, ¿por qué sigo pesando noventa?
El mayordomo volvió con las bebidas en una bandeja. Jacob tomó la suya.
— ¡Salud!
— ¡Salud! —repitió Craddock.
Bebieron.
— ¿Puedo atreverme a interrogarle cómo quiere que se le haga el bistec, señor Black? —dijo el mayordomo haciendo una reverencia.
—Poco hecho —contestó Jacob.
—Muchísimas gracias, ilustre señor... — Y haciendo otra reverencia, desapareció hacia la cocina.
Jacob se volvió a Craddock.
— ¿Dónde ha aprendido a hablar de esta manera?
Craddock se rió.
— ¿Te acuerdas de las películas de Artur Treacher? Bueno, pues creo que Joe las vio todas.
Se dirigieron a la mesa.
—He oído decir que El Arco de Washington marcha muy bien...
—Sí, no va mal —asintió Jacob.
— ¿Tienes en el estudio todo lo que necesitas? Servicios, cooperación...
—No podría ser mejor —contestó Jacob.
El mayordomo colocó la ensalada ante ellos, y Jacob empezó a comerla vorazmente. Craddock se limitó a juguetear con ella. Nunca comía ensalada, pues la consideraba demasiado fuerte para su estómago.
—Supongo que te estás preguntando por qué te he llamado esta mañana —dijo Craddock.
Jacob asintió, sin decir palabra, ya que tenía la boca llena.
—Estamos muy contentos de tenerte aquí en la «Trans—World», y nos hemos estado devanando los sesos tratando de hacer mayor nuestra sociedad.
Jacob lo miró, pero siguió sin hablar.
— ¿Sabes que ahora eres uno de los tres productores a los que el público conoce por su nombre?
— ¡No! —dijo Jacob, negando a la vez con la cabeza.
—Sólo te puedo nombrar a otros dos: Hal Wallis y Joe Le vine. El resto son únicamente conocidos por los del oficio.
—Nunca había pensado en ello —dijo Jacob.
—Pues es cierto y lo has logrado con unas pocas películas, y en pocos años; en cambio, ellos han pasado toda su vida trabajando en esto.
Jacob no contestó.
—Estamos interesados en los otros asuntos que debes de andar imaginando —añadió Craddock.
—Estoy buscando otras cosas —dijo Jacob—, pero aparte de El Ganador no tengo nada definitivo.
—Es lástima —su voz parecía sincera—, nos gustaría hacer más.
El mayordomo apareció ahora con los bistecs, y Jacob, al momento, miró el suyo. Humeante, fuego lento de carbón, encima una ajustada mezcla de mantequilla y perejil. La boca se le hizo agua. Empezó a cortarlo; estaba poco hecho y tierno a la vez.
— ¿Nunca has pensado en producir películas para alguien más, aparte de tu propia compañía?
Jacob negó con la cabeza.
—Sería una manera de llenar tu tiempo —continuó Craddock—, mientras se lleva a cabo lo de la tuya.
—Realmente no soy un productor —empezó a decir Jacob.
Craddock se rió.
—Si tú no eres un productor, me gustaría tener diez más como tú.
Jacob seguía en silencio. Todavía no sabía qué es lo que Craddock se llevaba entre manos, pero el bistec estaba estupendo, y, ¡qué diablo!, él estaba dando una patada a su dieta de régimen.
— ¿Qué tienes en la cabeza? —preguntó finalmente.
—Puede que me esté equivocando —dijo Craddock—, pero se me ha ocurrido la idea de que con los muchachos que tenemos en el Este podríamos hacer un trato de diez películas.
— ¿Diez películas? —Jacob estaba sorprendido.
Craddock asintió.
—Haces cinco películas para nosotros y te financiamos cinco a ti. En las nuestras te pagaremos el doble por emolumentos de productor de lo que sueles cargar en las tuyas, y además el cincuenta por ciento de los beneficios. En tus películas, haremos como hasta ahora, sólo que reduciremos nuestra parte de los beneficios al veinticinco por ciento en la distribución extranjera en lugar del cincuenta por ciento que ahora percibimos.
Jacob terminó su bistec.
—Es una idea interesante.
—Yo creo que es muy práctica —dijo Craddock— y ventajosa para ambos.
Jacob asintió. Había algo interesante en lo que había dicho Craddock. Doscientos cincuenta mil dólares por película para el productor era mucho dinero. Y sin sudarlo. No tendría que ir cazando derechos ni guiones. Sólo tendría que dirigir el rebaño. De todos modos todo dependía de los guiones. No podía permitir que le endosaran muertos.
— ¿Podré escogerlo todo? —preguntó.
—Por supuesto —respondió Craddock—. Nunca se nos ocurriría pedirte que hicieras algo contra tu gusto. Podrás recusarlo todo: guiones, director, reparto... Ni hace falta decirlo.
— ¿Tienes ya algo pensado?
Craddock asintió.
—Tengo dos grandes guiones ya preparados. Lo único que necesito es un buen productor. Uno es del Oeste, y podría ser para Gary Cooper; y el otro para un actor al estilo de Jackie Gleason. En buenas manos, las dos películas podrían conseguir un premio.
Jaco se lo quedó mirando. Con actores así, ninguna película podría resultar un shlock. Pero esos actores eran demasiado buenos y demasiado caros.
—Mira —dijo Craddock—, te mando los guiones, los lees y volveremos a hablar del asunto.
—Buena idea.
Apareció el mayordomo y después de hacer una reverencia, dijo:
—Y ahora, caballeros, señores, para postre tenemos un delicioso pastel de manzana caliente con vainilla y helado de chocolate, a la mode.
Jacob al oír esto no pudo aguantarse.
—Venga ese pastel —dijo.
Sólo hasta después de finalizada la comida y cuando se dirigía por la calle del estudio a su despacho, no se dio cuenta de que ni por un momento había mencionado Craddock la noticia de la mañana.
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