Capítulo XII
Eran más de las diez cuando Denise cerró la puerta tras ellos. Puso el cerrojo de seguridad y se quedó apoyada en la puerta. Al cabo de un momento se dirigió a la sala de estar.
Todavía quedaba algo de hielo en la cubeta. Quizás una bebida la animaría. Puso hielo en un vaso, se sirvió un poco de whisky y le añadió agua, y mientras empezaba a paladearlo, puso en marcha la televisión. Luego se acercó al sofá y se tiró sobre él. La pantalla empezó a cobrar vida, pero ni siquiera se dio cuenta. No era lo mismo sin Jacob. Nada era lo mismo sin él.
Durante toda la cena habían evitado hablar de él, por lo menos hasta el final, y fue Roger quien lo mencionó.
— ¿Cuándo vuelve Jacob? —había preguntado.
—No lo sé. Está intentando acelerar el montaje y el registro de sonido.
— ¿Va bien?
—Jacob dice que sí.
—Espero que así sea —había añadido Roger flemáticamente—. Por los niños si no por otra razón.
Fue Ana, siempre un poco estúpida y sin tacto, la que llevó la conversación al tema que durante todo el rato habían estado evitando cuidadosamente.
— ¿Dónde está tu anillo de prometida? —preguntó directamente.
Casi sin darse cuenta, Denise se miró su vacío dedo, y luego levantó la vista hacia ellos. Había estado muy orgullosa del diamante de diez quilates que Jacob le había regalado tras el éxito de Icaro. En raras ocasiones se lo quitaba, e incluso a veces dormía con él.
—En una casa de préstamos —dijo. Luego, de un modo desafiante, añadió—: Junto con el reloj de pulsera de diamantes y la alianza. Necesitábamos el dinero.
Roger se la quedó mirando, luego a su mujer. Después de un momento, dirigió de nuevo sus ojos a ella.
—Ese dinero no os habrá durado mucho tiempo —dijo.
—Claro que no.
— ¿Cómo os las arregláis ahora?
Por unos momentos, Denise dudó.
—Nos las vamos arreglando.
Desde luego eso era verdad, si no se tenía en cuenta que ya debían dos meses de alquiler, al carnicero y a la tienda de comestibles.
—Los padres de Jacob nos han mandado algo de dinero desde Miami —añadió. Los padres de él se habían retirado allí hacía unos años, cuando vendieron la sastrería.
Torpemente, Roger metió la mano en un bolsillo de su chaqueta, extrajo de él un cheque y lo puso ante ella. Denise lo miró. Estaba a su nombre y por la cantidad de cien mil dólares.
Su voz no era muy firme cuando preguntó:
— ¿Para qué es?
—Eres mi hermana —contestó él con voz ronca— y no me gusta verte con dificultades.
Denise luchó para apartar las lágrimas que acudían a sus ojos, y por encima de la mesa le devolvió el cheque.
—No.
El la miró sorprendido.
— ¿Por qué no? Podría cubrir todos los cheques de Jacob que andan por ahí y sería el fin de vuestros problemas. De este modo quizá podría volver a casa y no tener que andar escondiéndose en Italia.
—Si quieres ayudar a Jacob —dijo ella—, tendrás que dárselo a él. Si acepto esto de ti, nunca me lo perdonaría.
—No puedo hablar con Jacob, y tú lo sabes —repuso Roger—. No hace falta que le digas que te lo he dado yo; puedes inventar que se trata de algo que te faltaba cobrar del testamento de papá.
Ella negó con la cabeza.
—No puedo hacerlo. Nunca le he mentido antes y no voy a empezar ahora.
—Estás loca... —empezó a decir Ana.
— ¡Cállate! —dijo Roger con rapidez. Recogió el cheque y de nuevo lo guardó en su bolsillo. Luego miró al reloj—. Tenemos que marcharnos. Casi es la hora de comer el pequeño.
Se levantaron y ella los acompañó hasta la puerta. Esperó mientras Ana se ponía el abrigo de visón.
—La cena ha estado deliciosa —dijo ésta, al tiempo que le daba un beso en la mejilla.
—Dale un beso al bebé de mi parte —correspondió Denise. Luego se volvió hacia su hermano—: Gracias; sabes que te lo digo de corazón.
El asintió tristemente.
—Está bien... Por cierto —añadió como si acabara de acordarse—, he pagado el alquiler y las cuentas atrasadas; por lo tanto no tienes que preocuparte por ese lado.
— ¿Cómo te enteraste?
—Has olvidado que el contable que trabaja para Jacob también trabaja para mí.
Terminó el programa y cuando iban a empezar las noticias de última hora, el teléfono empezó a sonar. Saltó del sofá, y corrió al aparato. Hacía una semana que no sabía nada de Jacob.
— ¿Diga?
Se oyó la voz de la telefonista.
—El señor Black, por favor; conferencia.
—El señor Black no se encuentra en casa. Yo soy la señora, ¿puedo ayudarle en algo?
— ¿Se le puede encontrar marcando algún otro número? —preguntó la telefonista.
Intervino otra voz. Era de hombre, y creyó reconocerla.
—Está bien, hablaré con la señora Black —se oyó que decía—. ¿Qué tal, Denise? Soy Edward, Edward Cullen.
—Edward...
— ¿Cómo estás?... ¿Y los niños?
—Todos estamos bien —contestó ella—. Jacob no está aquí, está en Italia.
— ¿Sabes adonde puedo llamarlo? —Preguntó Edward—. Es muy importante.
—Está en el hotel Excelsior de Roma. Si no lo encuentras allí, prueba en los Estudios «Cinecittá». Están montando allí la película.
— ¿Cómo va saliendo?
—Jacob dice que será una gran película.
—Estoy seguro —dijo él—. Me gustó el proyecto desde el primer momento, en realidad te llamo por eso. Creo que tengo un negocio para él.
—Espero que así sea —dijo ella.
Entonces se rompió el dique, y sin poderse reprimir, empezó a llorar y de sus labios, casi sin darse cuenta, salió toda la historia. Su lucha contra Roger, lo mal que estaban de dinero, las prisas para terminar la película antes de que los acreedores se lanzaran contra ellos.
El la escuchó en silencio, dejando que se desahogara.
— ¿Por qué no me llamó Jacob al encontrarse en dificultades?
—No lo sé. Ya conoces a Jacob. Fue su orgullo lo que le llevó a reñir con Roger. Quizá fue eso; quizá no quería que supieras que tenía dificultades. Quizá no quiso molestarte porque tú tienes tus propios problemas...
—Eso es estúpido —exclamó Edward—. ¿Para qué sirve tener amigos si no los llamas cuando los necesitas?
Denise permanecía ahora silenciosa.
—De todos modos, deja de preocuparte —prosiguió él con calma—. Todo va a arreglarse.
Había algo en su voz que le dio confianza.
—Ahora me siento mejor, Edward; siento haberme desmoronado así.
—Olvídalo —dijo él—. Por cierto, ¿todavía haces aquel brust flanken (carne ritualmente pura del costillar de la res), con rábano picante?
—Sí.
A pesar suyo, Denise se rió de la manera como pronunciaba las palabras en yiddish.
—Estupendo —dijo él—, te llamaré en cuanto vuelva a Nueva York, y me invitarás a cenar.
Se oyó un chasquido en el teléfono y colgó. Luego, apagó la televisión y se fue al dormitorio. Edward acababa de decirle que todo iría bien, y así sería. Lo sabía, lo presentía. Por primera vez en varias semanas pudo dormir sin necesidad de tomarse ningún somnífero.
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