Capítulo X
El pequeño avión dio una nauseabunda sacudida en un bache sobre las montañas, cuando empezaron a bajar en dirección al pequeño campo de aviación de Palermo. El piloto soltó un taco en italiano mientras ajustaba el estabilizador; y volviéndose hacia Carlos, le explicó algo rápidamente.
Carlos asintió y dirigiéndose a Jacob, que se encontraba sentado tras él, le dijo:
—El piloto pide disculpas por la sacudida; me dice que hace tiempo que no lleva aviones de este tipo y le falta un poco de práctica. Generalmente pilota grandes Constellations. Pero que no nos preocupemos, pues para cuando volvamos a Roma mañana, ya habrá hecho algo de práctica.
Jacob todavía sentía el bajón en el estómago, y el mal gusto de bilis que le subió con la brusca bajada.
— ¡Vaya momento para decirnos eso! —exclamó—. Me tienen sin cuidado las prácticas que haga mientras las haga solo, no conmigo en el avión.
Se oyó algo por radio y el piloto respondió. El avión inició una ancha curva circular por encima del mar.
— ¿Qué pasa ahora? —preguntó Jacob nerviosamente.
—Nada —repuso Carlos—. Estamos esperando para aterrizar.
— ¿Qué va a hacer? —Preguntó Jacob—. ¿Hacernos aterrizar en una barca de pesca?
Carlos se rió y miró hacia abajo. Era un brillante día soleado, y el mar, de una tonalidad azul clara, estaba en calma. Por todas partes se veían velas de pequeñas embarcaciones. Enfrente estaba Palermo, que parecía cocerse en el calor del verano. Limpiamente el avión pasó entre dos montañas, y bajó al campo.
Jacob lanzó un profundo suspiro cuando las ruedas tocaron el suelo. Luego rodaron hasta el pequeño edificio.
Carlos se volvió a mirar a Jacob.
—Habrá un coche esperándonos para llevarnos al hotel. Podrás darte una rápida ducha antes de que vayamos al sitio.
— ¿Por qué no vamos ahora? —preguntó Jacob.
—No serviría de nada —dijo Carlos—. Es la hora de la comida y no habrá nadie trabajando.
El sitio era un pequeño pueblo entre montañas a hora y media de viaje desde Palermo, por una estrecha y serpenteante carretera. Atravesaron la plaza del pueblo con su vieja iglesia, y en pocos minutos llegaron al lugar.
Jacob parpadeó. Momentos antes hubiera podido jurar que se encontraba en el siglo dieciséis; tan viejo parecía todo: gentes y casas.
Pero aquí, por todas partes había remolques mayores incluso que las cabañas del pueblo, grandes focos, reflectores y generadores. Allí, en el campo frente a él y dirigida hacia una pequeña cabaña estaba la enorme cámara Mitchel, protegida del sol por una cubierta negra.
El conductor paró su pequeño Fiat detrás de uno de los remolques. Se inclinó hacia delante y dio unos golpecitos en el tablero, como para felicitarlo por haberlos llevado hasta allí.
—Va bene —exclamó.
Jacob descendió del vehículo y echó una ojeada a su alrededor. Al otro lado de la carretera, en una explanada, algunos hombres estaban jugando a boccie, otros se habían tirado en el suelo, a la sombra. La mayoría, con los sombreros colocados sobre la cara, estaban durmiendo. Los que estaban despiertos se volvieron a mirarlos con perezosa curiosidad. Hacer más hubiera sido un gran esfuerzo con aquel calor.
—Ahí está el remolque de Nickie —dijo Carlos, adelantándose.
Jacob lo siguió y subieron unos pequeños escalones; el interior estaba oscuro y fresco; la primera habitación se había convertido en oficina y contenía dos mesas y una máquina de escribir. Estaba vacía. Carlos llamó a la puerta de la segunda estancia.
— Eh, Nickie. ¿Estás despierto?
Se oyó dentro un forcejeo, y al cabo de un momento salió una muchacha.
— Signor Luongo… — saludó.
Fue a una de las mesas, se sentó tras de la máquina de escribir y empezó a peinarse.
Momentos después salió Nickie. Llevaba pantalones ajustados y camisa sport, pero iba descalzo y sus ojos estaban cargados de sueño. Sonrió en cuanto vio a Jacob.
— ¡Ah, Jacob! Esto es un placer inesperado — dijo mientras le daba la mano.
Jacob la estrecho.
— Se me ha ocurrido acercarme por aquí para ver qué tal andaban las cosas.
Nickie le miró.
— Todo va bien; quizás un poco despacio, pero estamos logrando una estupenda película.
— La película es buena — dijo Jacob. No dijo que estaban retrasados de la previsión; ya habría tiempo para eso —. Me gustaría echar un vistazo por ahí.
— ¡Estupendo! — exclamó Nickie.
Volviéndose a la muchacha le dijo unas rápidas palabras. Ella asintió, y cuando se marcharon volvió a su máquina de escribir.
— Esta es la pequeña casa donde viven «Las Hermanas» — explicó Nickie, mientras avanzaban hacia la cámara —. Hemos quitado el techo para poder filmar mejor el interior. Es una casa de verdad.
Jacob miró a su alrededor. Al otro lado de la carretera continuaban con las boccie.
— ¿Por qué no están trabajando? — preguntó.
—Esperan que el director los llame para la próxima toma — dijo Nickie.
— ¿Qué es lo que le ha hecho parar? — preguntó Jacob.
— Voy a enterarme.
Nickie cambió algunas palabras con uno de los hombres que se encontraban a la sombra, al lado de la cámara. Luego se volvió hacia Jacob.
— Esperan que cambie la posición del sol. Falta otra media hora.
— ¿Qué diablos hacen ahí esos grandes reflectores mientras se pierde el tiempo esperando que cambie la luz? — preguntó Jacob.
Un segundo después, lo único que podía oírse era el zumbido de un motor que al cabo de un momento no se escuchó más. Sin mirar a su alrededor, Pierangeli levantó la mano.
—Avanti —dijo con voz tranquila, y bajó la mano bruscamente.
Se abrió la puerta y en ella apareció la hermana más joven llevando un cubo lleno en la mano. Tiró el agua sobre los escalones. Empezaba a marcharse, cuando oyó un ruido. Levantó la vista.
Jacob se volvió y siguió su mirada. Rose entraba por la puerta de la cerca de piedra. Algo había en su aspecto, en su manera de caminar, en sus caderas, piernas y cimbreantes pechos. Nadie necesitaba que se lo dijeran. Todo el mundo lo veía sólo con mirarla.
Jacob desvió la mirada y la dirigió al hombrecito que permanecía de pie al lado de la cámara. Bajo amplio sombrero de alas, lo único que se veía de aquel hombre eran sus ojos; lo observaban todo. Todo. Como la cámara lo ve todo.
Jacob hizo un gesto a Carlos, y ambos se encaminaron al otro lado de la calle, donde pudieran hablar sin molestar.
—Vamos —dijo Jacob—, volvemos a Roma.
—Pero yo tenía entendido que íbamos a pasar la noche aquí —dijo Carlos.
—No hace falta —respondió Jacob—. Tienen su manera de trabajar. Quizá sea lenta, o quizá yo no la entiendo. Quizá cueste unos céntimos más. Pero saben lo que hacen, y vale la pena.
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