Capítulo VIII
—Me gustaría que te compraras unos trajes —le dijo una noche cuando se sentaban a cenar.
— ¿Para qué? Poco antes de casarnos me hice varios. Están en buen estado.
—Sí —repuso ella—, para un buhonero, no para un importante hombre de negocios.
—Estoy en el negocio de películas —dijo él—, y los que estamos metidos en esto, no nos vestimos como los demás.
—De acuerdo, si eso es lo que quieres. Si te gusta tener la apariencia de un hombre bajo y gordo...
—Soy bajo y gordo —dijo Jacob, y así se dio por terminada la conversación.
Eso creía él. Hasta que se dirigió a su armario a la mañana siguiente.
Volvió a la habitación.
— ¿Dónde diablos están mis trajes? —gritó.
—Estás gritando y eso no es bueno para la salud.
— ¿Y consideras bueno pasearme desnudo? ¿Qué has hecho con ellos?
—Los he dado al «Ejército de Salvación».
Jacob se quedó sin palabras.
—Además, he reservado hora en el sastre —añadió—, para las diez de esta mañana. Iré contigo.
—De acuerdo, de acuerdo, pero, ¿qué me pongo entretanto?
—El traje que llevabas ayer.
Encargaron media docena de trajes, tres oscuros y tres azul marino, y todos del mismo estilo. Hasta él tuvo que admitir que quedaba mejor con los nuevos trajes. Los nuevos zapatos, con tacón arreglado, que lo elevaban ligeramente, tampoco le parecieron mal.
Días después, ella se dio la vuelta en su escritorio de la pequeña oficina que ambos compartían y esperó a que él terminara de gritar por teléfono al empresario del cine de Oklahoma.
—No hace falta que grites —dijo ella suavemente—. Un poco más, y te podrías ahorrar el costo de la conferencia.
— ¿Qué esperas que haga? —chilló—. Cuando el hijo de... intenta sacarme dos de los grandes.
—De nuevo estás gritando, y que conste que estoy a un paso.
—Claro que grito; estoy enfadado.
—También puedes estar enfadado sin levantar la voz —dijo ella—. Y la gente te respetaría más —se puso en pie—. No te hace falta berrear para que la gente te escuche. Eres un hombre con éxito, un hombre importante. Te escucharán aunque susurres.
Salió de la oficina y él la estuvo contemplando hasta que llegó a la puerta. Ese era el problema con las mujeres, nunca estaban satisfechas hasta que conseguían cambiarlo a uno. A pesar de todo, quizá tenía razón, como había sucedido con los trajes. Nada costaba probarlo y si no daba resultado, siempre estaba a tiempo para volver a los gritos.
Aquella noche, cuando estaban en la cama, se volvió hacia ella.
—Tenías razón.
— ¿En qué?
—En lo de gritar —le dijo—. Verdaderamente no me hace falta; era una costumbre, creo yo. Puede que lo hiciera para demostrar que soy el dueño.
La atrajo hacia él. Ella lo apartó.
—Hay algo más de lo que quería hablarte.
— ¿No puedes esperar hasta después? —Preguntó como un niño pequeño—. Ahora me apetece...
—De eso quiero hablarte. Después te quedarás dormido.
El se incorporó, encendió la lámpara y se quedó sentado.
— ¿De qué se trata? —preguntó, mirándola.
Ella comenzó a enrojecer.
—No puedo hablar de eso con esta luz y contigo mirándome de ese modo.
— ¿Quieres que me vaya al cuarto de al lado, y hablamos por teléfono?
—No bromees, es cosa seria.
—No bromeo. Dímelo ya.
Ahora ella estaba completamente roja. Bajó los ojos.
—Eso es precisamente: eres tan impaciente... siempre tienes tanta prisa.
— ¿De qué diablos me estás hablando?
Ella se lo quedó mirando.
—Hace seis semanas que estamos casados —dijo en voz baja— y sólo he tenido... dos orgasmos.
— ¿Por qué no me lo dijiste antes? A lo mejor necesitas que te visite un médico, puede que algo vaya mal.
—Nada va mal —respondió—. Lo que sucede es que... bueno, siempre tienes tanta prisa... Pim, pam, pum... Preparado, dentro, acabas, fuera, duermes. Luego me paso la noche medio despierta tratando de adivinar lo que sucede.
—No hay nada que adivinar. Lo que tienes que hacer es terminar antes.
—No puedo —repuso con voz desdichada—. Lo que tienes que hacer es darme más tiempo.
— ¿Cómo quieres que haga eso? Ya me conoces. Una vez que empiezo, no hay forma de parar.
—Quizá deberías pensar en otras cosas cuando empiezas a notarte demasiado excitado.
—Si pienso en otras cosas, pierdo la erección.
—Leí en alguna parte que si, por ejemplo, contaras para ti, nos ayudaría.
—No sé —dijo él con duda—. ¿Tenías el mismo problema con él?
Sabía a quién se refería.
—Nunca logré tener un orgasmo con él —dijo honradamente—. Antes de tener tiempo de pensar en ello tuvo que marcharse.
Jacob se quedó silencioso.
—No pretendo herirte, cariño —dijo ella buscando su mano—. Te quiero, y lo sabes.
—Te quiero —dijo él, mirándola— y quiero hacer lo mejor para ti. Lo intentaré.
Apagó la luz y volviéndose hacia su mujer, empezó a besarla. Ella puso la cabeza de él en su pecho.
— ¿Va todo bien? —preguntó Jacob.
—Maravilloso —contestó ella.
Permaneció apretada contra él hasta que todo hubo terminado. Luego, quedaron silenciosos y una cierta languidez empezó a invadirla. Notó la respiración de Jacob en su mejilla, y abrió los ojos.
La estaba mirando.
— ¿Ha ido mejor?
Denise asintió.
— ¿Nunca lograste estar así con él? —su pregunta tenía un tono de orgullo.
—No, nunca —contestó.
Continuaba mirándola, luego su cara esbozó una sonrisa.
— ¿Qué te parece si la próxima vez me pongo a cantar? —preguntó—. No estoy muy fuerte en aritmética.
Para cuando nació Jacob Júnior, a finales del siguiente año, habían comenzado una vida confortable. Entre el cine y la compañía de distribución alcanzaban los cincuenta mil dólares al año, y había logrado una buena reputación en su profesión como especializado en un determinado tipo de películas. Películas de relleno, solían llamarlas. Los temas eran casi siempre un tanto extraños, y a simple vista no parecían tener una gran salida comercial, pero él se las arreglaba para que la mayoría dieran resultado. Solamente había una dificultad en el negocio: ninguna de las películas tenía suficiente popularidad en la atracción de público para que pudiera irrumpir en el mercado general.
Allí era donde tenía él que introducirse para ganar de verdad. Diecisiete mil cines contra los pocos centenares con los que trabajaba. A nadie confió sus ideas y ambiciones, ni a la misma Denise, que por aquella época se encontraba muy ocupada con los dos niños. Secretamente, observaba y estudiaba el mercado, y luego un día del año 1955, decidió dar el gran paso. Traspasó el cine que poseía, y trasladó la compañía de distribución a unas pequeñas oficinas situadas en Rockefeller Center. La televisión había puesto a la industria del cine en un aprieto y provocaba verdadero pánico. Habían desaparecido las grandes facturaciones por todo el país, y los cines estaban realmente amenazados de muerte.
Su razonamiento era sencillo: lo que le había dado resultado en pequeña escala debía darlo en un mercado más amplio. La promoción bien dirigida, la publicidad y la adecuada explotación, más aún que la película misma, atraerían a la gente a la taquilla. Pero tenía que ser el tipo apropiado de película, que captara a toda clase de público, a los jóvenes y a los viejos. Y tenía que ser un tipo de película que se prestara a la clase de publicidad detonante que pensaba darle. Y eso ya sabía dónde encontrarlo.
En Italia. Los productores italianos habían montado en la Cuadriga de Ben—Hur, una vez la MGM hubo finalizado su nueva versión. Se habían aprovechado de multitud de escenarios, fondos y utillaje reunidos para aquella película, y él había oído de algunas que estaban en producción, las cuales podían servir para su plan. Lo único que necesitaba era dinero.
Denise invitó a cenar a Roger y a su nueva mujer.
|