Capítulo V
Estaba sentado incómodamente en la parte trasera de la sastrería que su padre poseía en el Boulevard del Sur, mientras el viejo empezaba a cerrar la tienda. De cuando en cuando le miraba su padre, y movía la cabeza, murmurando:
— ¿Qué le diré a tu madre?
Pasaba ya entonces de los treinta y cinco años, pero sus padres tenían la habilidad de hacer que se creyera un niño. Nada importaba que fuera ayudante del gerente del Cine Roxy, allí en la ciudad, ni que su salario fuera de noventa dólares a la semana, más que cualquiera del barrio. Lo único que importaba era su última mishegoss (locura).
Su padre echó la última llave y ambos se encontraron en la calle.
—Abróchate bien —dijo el viejo—, este viento te va a matar.
Jacob se quedó mirando a aquel hombre encorvado, y luego se abotonó la chaqueta. Ambos empezaron a andar hacia casa.
Su padre le detuvo de golpe y se quedó mirándole cara a cara.
—No te dije nada cuando se te ocurrió que ya no querías ser abogado, después de todo el dinero que tuve que gastar en tus estudios, ¿verdad?
Jacob asintió con la cabeza.
—Cuando tu madre quiso obligarte, le dije: «Déjale, es un hombre. Tiene derecho a escoger su camino.» Incluso cuando te metiste en ese loco negocio del cine, ¿dije que no? «Que tenga suerte —dije—, si eso le gusta, buena suerte.»
Jacob no contestó.
—Cuando no quisiste casarte con aquella muchacha de Greengras, a pesar de que su padre te ofrecía veinte mil dólares para que abrieras tu propio gabinete, ¿intenté hacerte cambiar de idea? No. Dije: «Es un muchacho americano y tiene derecho a casarse con quien quiera. Mientras no comparezca en casa con una shiksa (mujer joven no hebrea) está bien. Esto no es nuestro viejo país...
Jacob continuaba con la boca cerrada.
—Pero ahora ya pasa de la raya —continuó su padre—, ahora ya no te puedo dar mi consentimiento. Ahora no puedo decir a tu madre: « ¡Déjalo!». Se trata de algo demasiado estúpido.
Habían llegado a su casa y entraron. En el patio flotaban los mismos olores que cuando era pequeño. Era viernes por la noche. Sopa de pollo. Empezaron a subir las escaleras que conducían al apartamento.
—No es como si fueras joven. No tienes que ir, y antes de que te llamen ya habrás pasado de la edad.
—Por eso, precisamente, Pa —dijo Jacob—, si no voy ahora, luego será demasiado tarde. Y no me aceptarán.
—Oh..., ¿y eso lo consideras una gran tragedia? —Dijo su padre, parándose en un rellano y dándole una palmada en el pecho para dar más énfasis a sus palabras—. Y, ¿qué es lo que perderás? La posibilidad de que te peguen un tiro en la cabeza o algo peor. Te llamas Jacob. Deja la guerra para los goyim (los no hebreos) ellos sirven para eso. Tú quédate en tu casa y ocúpate de tus asuntos.
—Exactamente, Pa —dijo él—. Soy judío y ése es mi asunto. Si nosotros no somos los primeros en querer destruir a Hitler, ¿quién va a hacerlo por nosotros?
—Pero, ¿y tu trabajo en el Roxy? ¿Cómo sabes que te lo guardarán para cuando termine la guerra?
—No tiene importancia, Pa, de todos modos pensaba dejarlo.
Habían llegado a la puerta del apartamento. Su padre sacó la llave. Antes de abrir la puerta se volvió a Jacob.
— ¿Quieres decir que tendremos que devolver el pase del Roxy?
Jacob sonrió. A eso había venido a parar. La única cosa de la que su madre podía presumir ante los vecinos, era que podía entrar en el Roxy sin pagar, siempre que le viniera en gana.
—No lo creo, Pa, ya me preocuparé de eso.
Quería guerra y la tuvo. Ni siquiera hubo de esperar hasta llegar a los campos de batalla de Europa. Para él empezó el tercer día de su entrenamiento, en el Fuerte Bragg.
Eran las seis de la mañana y hacía casi una hora que estaban formados, bajo la helada lluvia de aquel amanecer de primavera. Finalmente rompieron filas para ir a desayunar. Se apresuraron en medio de la lluvia hacia el comedor. Cuando iba a entrar, le empujaron, y a su lado una potente voz exclamó:
—Apártate, judío, bastante hacemos yendo a hacer tu guerra por ti, por lo menos deja pasar delante.
Se paró, y bloqueando la entrada, se volvió hacia el hombre que había hablado. Tres soldados se encontraban detrás de él y al punto reconoció su manera de mirar; no en balde se había pasado la vida en el este de Bronx.
— ¿Quién de vosotros ha dicho eso? —preguntó con fiereza.
Los tres se miraron y el mayor dio un paso adelante. Su voz era fría y cortante.
—He sido yo, judío.
No terminó de hablar. Jacob no le dio ocasión. Le pegó un rodillazo en la parte baja. El GI, casi sin respiración, se inclinó hacia delante, retorciéndose. Jacob cruzó las manos apretándolas fuertemente, las levantó como un mazo, y golpeó rabiosamente el cuello del soldado exactamente detrás de una oreja. El hombre volvió a caerse hacia delante y Jacob le dio esta vez con la rodilla en el pecho. El soldado cayó de espaldas en el barro, y se quedó tumbado boca arriba sin sentido.
Sucedió tan rápidamente que los otros se quedaron petrificados, mirando. Jacob se volvió a ellos.
— ¿Quiere algún otro hacer mi guerra por mí?
— ¿Qué pasa en esa condenada fila? —gritó una voz autoritaria.
Se pusieron en firmes, cuando el teniente se acercó a ellos. Este se paró bruscamente al ver al soldado caído.
— ¿Qué diablos pasa aquí?
Todos permanecieron en silencio, todavía en firmes.
—Descansen —exclamó—, ¿qué ha ocurrido?
Nadie habló. Se volvió entonces hacia Jacob.
—Tú, ¿qué ha pasado?
Jacob tropezó con su mirada.
—Resbaló en el escalón, señor, y se ha dado un golpe en la cabeza.
Para entonces, el soldado que se encontraba en el suelo empezó a moverse. Sus amigos acudieron a ayudarle. El teniente los miró.
—Llévenle al dispensario —dijo; luego se volvió hacia Jacob—. ¿Cuál es su nombre, soldado?
—Black, señor, Jacob Black.
—Venga a verme dentro de treinta minutos —dijo, girando sobre sus talones y desapareciendo sin darle tiempo a saludar de nuevo.
Media hora después, Jacob estaba frente al escritorio en posición de firmes.
—Descanse, soldado —dijo el teniente.
Jacob se quedó en descansen.
— ¿Dónde ha aprendido a luchar así?
Jacob lo miró.
—Señor, me eduqué en una dura vecindad.
El oficial miró los papeles que tenía sobre la mesa.
— ¿Qué está haciendo aquí, con esa clase de gente? ¿Por qué no se alistó para los cursillos? Usted tiene todas las cualidades que dice el formulario 20.
—Señor, pensé que ésta era la forma más rápida para combatir contra los alemanes.
El teniente asintió, volvió a revisar los papeles y de nuevo se dirigió a Jacob.
— ¡Es un idiota...! —dijo.
Ante él escribió algo en una hoja de papel, le marcó un sello y alargándosela a Jacob, dijo:
—Firme.
Jacob se le quedó mirando.
— ¿De qué se trata?
—He aprobado su instancia para el cursillo de oficial —dijo el teniente—. No supondrá que voy a dejarlo aquí después de lo que hoy ha sucedido. Esos tipos lo matarían, antes de que llegara a pelear contra los alemanes.
En menos de dos horas, Jacob dejaba el campamento y se encontraba en un autobús. Notaba cierto alivio; tres días en el Ejército lo habían convencido. Ser soldado raso no era gran cosa.
Poco después de tres meses, se encontraba de permiso en casa. Sobre su bien cortado uniforme brillaban los dorados galones de segundo teniente.
Su madre le echó un vistazo y rompió a llorar.
— ¿Qué te han hecho? Estás tan delgado...
Estaba fuerte, macizo y musculoso. Pesaba setenta kilos, lo menos que había pesado desde que tenía veinte años y lo menos que pesaría el resto de su vida.
Pasó tres años en ultramar, y nunca vio un alemán, nunca llevó un arma de fuego, y nunca disparó un tiro. De alguna manera habían descubierto que sabía manejar un proyector y se pasó toda la guerra proyectando películas a tropas hartas de batallas en zonas de recreo y descanso.
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