Capítulo III
Salió de la ducha y se envolvió en el inmenso albornoz que hacía las veces de toalla de baño. Las bebidas ya estaban preparadas, se sirvió un whisky, se acercó con él a la ventana y se puso a contemplar el panorama.
Se podía divisar la Embajada americana y un trozo de la Vía Véneto, que daba la vuelta hacia la parte antigua de la ciudad.
El timbre del teléfono lo hizo volver a la habitación y se apresuró a descolgar.
— ¿Diga?
— ¿Míster Black? Soy Carlos Luongo.
Su fuerte acento de Brooklyn resultaba inconfundible.
— ¿Carlos Luongo? ¿Tengo acaso el gusto de conocerle?
—No, señor Black, pero yo a usted sí. Usted es un productor americano que ha venido a Italia para ver algunas películas.
—Está bien informado —dijo Jacob—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Me puede dar trabajo —contestó Carlos.
— ¿Para hacer qué?...
—Lo que quiera —la voz de Carlos era seria—. Puedo ser su traductor, chófer, guía, agente de negocios, secretario y rufián. Tengo experiencia. Dos años de ayudante del jefe de producción de Ben Hur, un año en ventas y publicidad de Columbia y dos años en «Cinematográfica Italiana». Buenas referencias. Además, soy honrado. No soy de esa clase de tipos que lo dejarán sin un céntimo si no lleva siempre las manos en los bolsillos.
— ¿No es italiano?
—Sí, lo soy, pero me eduqué en los Estados Unidos y antes de la guerra vine aquí con mis padres; entonces tenía dieciséis años. Me enrolé en el Ejército norteamericano, cuando la invasión.
—Está bien —dijo Jacob—. Me gustaría verlo.
Casi no había colgado Jacob el aparato, cuando sonó el timbre de la puerta y apareció Luongo. Era alto y delgado, con el pelo rubio y un poco escaso.
Se dieron un fuerte apretón de manos y permanecieron observándose.
— ¿Cómo ha sabido tantas cosas de mí? —preguntó Jacob.
—El ayudante del director es cuñado de la muchacha con la que vivo. Me llamó nada más enterarse de quién era usted.
—Si usted es tan bueno como dice, ¿cómo se entiende que no trabaje?
—Los italianos tienen preferencia.
—Pero acaba de decirme que es italiano —dijo Jacob.
—Lo soy —repuso Carlos—, pero mi pasaporte es americano, mi padre se nacionalizó.
—No sé qué hacer —dijo Jacob vacilante.
— ¿Por qué no me prueba una semana? Pasado este plazo, si no está satisfecho de mi trabajo, lo dejamos correr. No pido mucho. Trabajaré por cuarenta mil liras a la semana.
Jacob se quedó pensándolo Realmente no era gran cosa, unos ochenta dólares.
—De acuerdo —dijo.
—Gracias, señor Black —dijo Carlos sonriendo.
En aquel momento el teléfono sonó y sin la menor vacilación Carlos lo descolgó. Siguió una rápida conversación en italiano. Luego, tapó el micrófono con la mano y dijo:
—Es un productor que quiere mostrarle una película.
— ¿Cuál?
—Se titula Muchacha alocada.
— ¿Vale la pena?
—No. Desde hace dos años está intentando deshacerse de ella; las compañías más importantes no la han querido.
—Dígale que no me interesa.
Carlos dijo unas palabras por el teléfono y colgó.
—Quizá podría ayudarle más si me dijera qué es lo que anda buscando —dijo a Jacob.
—Una gran explotación de películas en color. Quiero también una buena cantidad de grandes producciones, películas de época, y por supuesto desnudos. En pocas palabras, algo que no me cueste caro y que provoque sensación en los Estados Unidos.
—De acuerdo —dijo Carlos—, ahora ya sé cómo va el asunto. Es posible que pueda ayudarle; conozco a un tipo que ha puesto cuatrocientos de los grandes en una película de época que se llama Icaro. Es la leyenda de aquel joven griego que quiso volar como un pájaro, pero las plumas de cera se le derritieron al sol. Tiene todo lo que usted quiere y el productor está hundido. Cogerá lo que usted le dé.
—Ya me gusta —dijo Jacob—. Localícelo por teléfono, y concierte una proyección para mí.
Carlos se sacó del bolsillo una diminuta libreta de direcciones, la abrió y dejándola al lado del teléfono llamó a la centralita y pidió el número.
— ¿Le apetece tomar algo? —preguntó Sam.
—No, gracias —contestó Carlos, al mismo tiempo que se tocaba el estómago—. Tengo una úlcera —aclaró.
Sam le sonrió burlonamente.
—Ahora veo que es completamente americano.
Así fue como empezó todo. Jacob tuvo suerte, pues Carlos resultó ser tan eficiente como había dicho. Compraron Icaro a buen precio y luego hicieron otro buen negocio adquiriendo la continuación: Las alas de Icaro. Fue entonces cuando Jacob le dio una gratificación de mil dólares y le aumentó el sueldo a doscientos semanales. Le nombró directivo de la nueva compañía italiana situada en una pequeña oficina de la Via Véneto, y Carlos se consagró a él para siempre.
La habitación estaba a oscuras y de pronto notó la presión de una mano sobre su hombro. Se volvió.
—Son casi las ocho —dijo Carlos—. Rose llegará de un momento a otro.
— ¡Caramba! —Exclamó Jacob—. Será mejor que vaya a ducharme —y saltó de la cama—. Reserva una mesa en «Capriccio», para la cena.
—He ordenado que la suban aquí —dijo Carlos.
Jacob se le quedó mirando.
— ¿Tú crees que es una buena idea? No se trata de una cualquiera, ¿sabes?
—Bueno, es una artista italiana —dijo Carlos sencillamente.
— ¿Y Nickie?
—Ha sido idea de él, ¿no?
Jacob no contestó y se dirigió hacia el cuarto de baño.
—Cuando llegue, la entretienes hasta que me haya vestido.
—De acuerdo —dijo Carlos—. Me llevaré a Roger a cenar, a la vuelta de la esquina, en «Gigi Fazzi»; por si nos necesitas.
Rose llegó con una hora de retraso y Jacob estaba ya bastante borracho. Se había sentido tan nervioso como un adolescente, y empezó a beber un whisky tras otro y ahora veía el mundo de color rosa.
Cuando se oyó un ligero toque en la puerta, se puso en pie, balanceándose un poco. Carlos abrió y ella penetró en la estancia.
A Jacob casi le cortó la respiración y al instante se notó terriblemente sobrio. Ella le producía ese efecto. Era increíble. Su completa belleza y femineidad, le causaba un dolor físico en el estómago. Se dirigió directamente a él. Jacob le besó en las mejillas, y todo él quedó invadido por el perfume que emanaba de la actriz.
—Jacob, estoy tan contenta de que no estés enfadado conmigo...
Jacob sonrió.
— ¿Quién puede enfadarse con una mujer tan bella?
Ella le devolvió la sonrisa.
—Te estás convirtiendo en un verdadero italiano.
Se acercó a la mesa.
— ¡Champaña y caviar!... —exclamó. Como una niña pequeña, tomó una cucharilla y se llevó un poco de caviar a la boca—. ¡Está delicioso!
No pareció darse cuenta de la desaparición de Carlos y Roger. Todavía al lado de la mesa, tomó dos copas de champaña, y acercándose a Jacob, le tendió una.
— ¡Brindemos, Jacob!
Aunque odiaba el champaña e incluso el vino de cualquier clase, tomó la copa y preguntó:
— ¿Porqué?
—Por la película que vamos a hacer juntos.
Bebieron. Bajó el vaso y se quedó mirando a Jacob.
—Estoy muy contenta.
—Yo también.
En aquel momento sonó el teléfono y él lo cogió; había pedido a primera hora de la tarde una conferencia con Nueva York, para hablar con Edward Cullen, y se la daban por fin ahora.
—La pasaré al dormitorio —dijo—, si me permites un momento...
Ella asintió y él se encaminó al otro cuarto y tomó el teléfono.
—Edward...
La voz de la secretaria dijo:
—Un momento, señor Black, ahora se pone.
Se oyó un chasquido, y al cabo de un segundó la voz de Edward.
— ¿Qué tal la pasta por ahí, Jacob?
—Todavía no he tenido tiempo de probarla —contestó—. Te he llamado para preguntarte qué te parece el guión.
— ¿Las Hermanas?
—Sí...
—Plato fuerte, pero me gusta. Lo que me preocupa es Rose Barzini. Para actuar desnuda es formidable, pero ¿será buena actriz?
Jacob levantó la vista y notó que la puerta se movía levemente.
—Espera un momento —dijo, y puso el teléfono sobre la cama.
Se dirigió hacia la puerta y la abrió de repente. Rose casi cayó dentro de la habitación. Se quedó mirándolo con una expresión confusa.
El sonrió y tomándola de la mano, la llevó consigo al cuarto. Se sentó en la cama y de nuevo tomó el teléfono.
—Perdona, Edward, ¿qué decías?
— ¿Estás con alguien? —preguntó.
—Sí.
— ¿Puedes hablar?
—Sí —contestó—. ¿Qué me decías de Rose?
Separó un poco el auricular para que ella pudiera oír lo que Edward tenía que decir.
—Como te decía, si resulta buena actriz, todo irá bien; pero hay que animar esa película. Algo de sexo de verdad, y nada de imágenes insulsas.
—Si lo resuelvo como quieres, ¿podrías hacer lo que te pedí?
—Ahora me resulta imposible, Jacob. Ya conoces al consejo de directores. Una vez que tengas la película, ya será otra cosa.
— ¿Podrías darme un compromiso de cuatrocientos mil dólares?
—Lo máximo que puedo darte son doscientos cincuenta mil, siempre que el guión nos guste. Desde luego todo depende de la visión final de la película.
— ¿Y si te dijera que estoy convencido de que obtendrá un Premio de la Academia por su actuación en esta película?
—Si se entrega por completo a su trabajo, lo creo. ¿Vas adelante con ese asunto?
—Sí. Después de todo, ¿no me dijiste que dejara los negocios de shlock (desperdicio) por algo respetable?
—De acuerdo, «Padre Judío» —dijo Stephen riéndose—. Cuenta conmigo.
—Por trescientos —dijo Jacob.
—Trescientos —repitió Edward riéndose—. Buena suerte, y dale una de mi parte a la chica que estoy oyendo respirar por el teléfono.
El teléfono quedó en silencio, y él colgó. Miró a Rose.
— ¿Qué te ha parecido?
— ¿Quién era? —preguntó ella.
—El presidente de una gran compañía americana.
— ¿Qué pasa que nadie me cree capaz de actuar como una buena actriz? —Preguntó con enfado—. Creen que sólo soy cuerpo...
—No hay nada malo en eso.
—Pero tarde o temprano se darán cuenta de su equivocación. Mira Sofía Loren o Lollobrigida, también son consideradas buenas artistas.
—Y también lo serás tú, —dijo Jacob, calmosamente— después de esta película.
Su rabia, había desaparecido de golpe.
— ¿De veras crees eso, Jacob?
Asintió éste.
— ¿Y que ganaré el Premio de la Academia?
Fue entonces cuando comprendió que la tenía en el bolsillo.
—Si haces todo lo que te diga...
Dramáticamente se puso de rodillas ante él.
—Haré lo que quieras, Jacob, tú eres mi mentor, mi guía... —dijo mientras escondía la cara en su regazo.
Su reacción hacia ella fue tan rápida que le sorprendió a él mismo. Ella volvió su cara arriba hacia él, sonriendo, Jacob notó como a su pesar se estaba sonrojando.
—También soy un hombre —exclamó.
—Por supuesto —dijo ella con calma—. Todos sois primeramente hombres...
|