Capítulo 3 Camas
Cuando la luna creció y llegó más o menos a la mitad de su esférica dimensión, a fuerza de haber chateado infinidad de horas al día y mantenido conversaciones variopintas y más desinhibidas y sueltas cada vez, fui capaz, además de no perderme ni una sola línea de lo que se decía en la sala, de simultanear charlas en varios privados. La rapidez de conversaciones, personajes y temas llegó a tal punto en esta etapa, que llegué a reírme de mí misma porque me sentía como una ludópata, concretamente como una binguera que podía estar al tanto de infinidad de cartones, sin obviar ni un solo número y sin perder las riendas del juego.
Creo que me excitaba más que nada la capacidad creativa del chat y de muchos de estos usuarios a los que, paradójicamente, imaginaba con vidas grises y tristes, aunque como por arte de magia conseguían transformarlas en picantes, dialogantes y excitantes, gracias a los prodigios de la informática y del anonimato que salpicaba cada rincón del cibersexo.
Definitivamente, con el cuarto creciente del satélite, la fluidez, el enganche a las conversaciones múltiples, el vicio y el descaro alcanzaron tal intensidad que no sólo descubrí cientos de aspectos personales y hasta más de un secreto confesado por alguno de los usuarios habituales que entraban en aquella gran familia internauta, sino que, además, mis variopintas identidades, tan anónimas como camaleónicas y chispeantes, me condujeron a volar más alto cuando me atreví con el más difícil todavía.
Me refiero, claro está, a la osadía de jugar a echar un sinfín de polvos cibernéticos, tanto con hombres como con mujeres o, mejor dicho, con personas que aparecían con nicks masculinos o femeninos, y a veces hasta neutros tipo pereza, crueldad o invasión, o a quienes dejaba compartir mi cama internauta, sólo si me presentaba como pecado o con mi nick preferido en el ámbito de tanta ambigüedad.
¡Jugar a los polvos cibernéticos!, ¿a quién se le ocurre?
La verdad es que durante esos días, y tanto metafórica como literalmente hablando, me lo pasé más que bien. Es más: creo que ni soñando hubiera podido imaginar que podía asaltarme algún que otro calentón a través del chat. Y es que por muy surrealista que pueda parecer, me imbuía tanto en las conversaciones y me metía tan de lleno en el rol que representaba en un momento dado, que la interacción con el otro usuario llegó a veces hasta el punto de que jugando a seguir las órdenes de dime qué ropa llevas puesta, quítate los vaqueros, tócate aquí, ahora acaríciate allá, alcancé más de un orgasmo real gracias a los mandatos erótico-cibernéticos de un desconocido.
Me pregunté más de una vez qué era lo más excitante e increíble de esta historia, aunque nunca lo llegué a averiguar en su totalidad. Supongo que por todo y un poco de todo era la respuesta correcta: abrir el PC al tiempo que imaginaba quién me apetecía ser en ese instante e inventar rápidamente una identidad distinta de la mía; gozar, de repente, con la posibilidad de tener otro sexo, otra edad, otra vida; jugar con estos elementos hasta casi creérmelos de verdad; conectar con un desconocido partiendo de esas premisas que me hacían olvidar mi propia realidad; llegar al nivel de intimidad de revelación de secretos, anhelos, edad, medidas, situación, etcétera, sin miedo al juicio ni al prejuicio; seducirnos a través de unos roles falsos pero muy reales en la imaginación de ese momento; calentarnos poco a poco y seducirnos como si fuera un juego de niños; vibrar viendo cómo alguien está escribiendo y dirigiendo un polvo que quería regalarme sin más; seguir las pautas en la vida real a fuerza de creerme una y otra vez la historia; tener un orgasmo auténtico y no sólo cibernético o de esos que siempre van acompañados de las divertidas onomatopeyas +++++++++, sigueeeeeeeeeee, mmmmmmmmmm, aaaahhhhhhhh, yaaaaaaaaaa; despedirnos como dos buenos amigos que se han dado un revolcón en una noche loca, y hasta tener el cinismo de fumar el cigarro de después, sin dejar de sorprenderme por todo lo que acababa de pasar...
¿Y más tarde? Más tarde, tan incrédula como sorprendida, analizaba lo ocurrido y llegaba, entre otras muchas, a una conclusión: mientras siga existiendo soledad y necesidad de vibrar con la imaginación, tanto los chats, las páginas web o los blogs sobre sexo, e incluso los teléfonos eróticos, serán negocios espectaculares... Desde luego: ¡y la mayoría de los españoles preocupados por el paro!
Hablando de trabajo y de paro: es evidente que durante este mes lo único que de verdad he traducido han sido las frases del chat, aunque pienso que para poder adentrarme en esta etapa cibernética que ha asolado mi vida ha debido de influirme el hecho de que no me entrase ningún trabajo nuevo, en unos días en los que aún estaba intentando eliminar la saturación de la última traducción sobre La verdadera historia de Ana Bolena. También me pregunto si junto a otras razones de índole emocional y afectiva, pulsé el botón «chat» para intentar olvidar al déspota barrigudo de Enrique VIII y a las pobres mujeres que tenían más de cinco dedos y terminaban sus vidas, sólo por respirar, recluidas en torres, quemadas en hogueras y degolladas o torturadas con métodos diversos. ¡Eso sí era sadismo y lo demás tonterías!
Claro que lo de las lecturas de la editorial ya es otra cosa... Y no lo digo porque deba emitir informes de lectura de varios manuscritos que ni siquiera he comenzado a leer y que, sucesivamente y a lo largo de este mes, se han ido apilando en mi despacho y hasta en mi casa... Lo digo, sobre todo, porque cada vez que he ido al despacho por la mañana para recoger los plúmbeos ensayos y novelas de los esperanzados autores noveles, en vez de leer o llevar a cabo la actividad por la que se supone que me pagan, me he dedicado a chatear e incluso, y sobre todo tras haber conectado con AMOCULLEN, a cosas más graves o más descaradas que un inocente intercambio de frasecitas a través de Internet... ¡Y eso que los fluidos no entran por la red, que si no...!
Creo que ya debía encontrarse bastante avanzada la media circunferencia del satélite, cuando viví en mi propia piel la inocuidad de estas conversaciones y me asaltó una especie de filantropía y ánimo de buena voluntad. Entonces me dio por, ¿cómo llamarlo?..., ¿hacer milagros eróticos? Sí, hacer milagros eróticos puede ser una ilustrativa expresión para describir mis espontáneos deseos de hacer felices a algunos usuarios del chat, a través de ese extraño entramado que me permitía dejarme follar sin problemas o follar a más de uno, a costa de hacer creer durante el tiempo que duraba el chateo de turno que yo era quien él o ella quería que fuese o que, en definitiva, era esa persona que, en sueños, imaginaban encontrar. Todo parecía perfecto: ellos felices gracias a la imaginación, y yo contenta de haber hecho la gran obra del día, jugando a que no podía dejar de imaginar una frenética sucesión de juegos. ¡Y sin condones, sin contagios, sin necesidad de esforzarme en parecer perfecta metiendo la tripa, sin comprar ropa interior nueva, sin identidades y sin el menor riesgo!
Solitario, por ejemplo, apareció cuando estaba chateando como ramera. Sin saber muy bien cómo ni por qué, ramera empezó a preguntarle por qué era solitario, qué le pasaba, cómo estaba ahora, dónde vivía o qué edad tenía. En un abrir y cerrar de privados, ramera se convirtió en una especie de psicóloga de solitario o, para quien lo prefiera, una prostituta a la antigua usanza, de aquellas que, tras la barra del bar, escuchan al cliente, lo aconsejan, calman sus penas o se brindan como un hombro en el que llorar y un pañuelo para sus lágrimas. Por cierto, las de solitario me parecieron muchas, quizás demasiadas porque, con sólo veintipocos años, me contó que se le había partido la vida en dos por culpa de un grave accidente de tráfico. Según decía, chateaba mucho porque se aburría, ya que se encontraba de baja laboral desde hacía más de quince meses y tenía que soportar esa rehabilitación diaria que se le hacía más cuesta arriba cada vez que recordaba cómo había perdido a su novia y a esos amigos que, al final, resultaron no serlo porque le dieron la espalda a él y a su enfermedad.
Cuando ramera salió con aquello de: No te preocupes, solitario, hoy y sin que sirva de precedente, te lo voy a hacer gratis, me sorprendí de cómo acababa de reaccionar aquel alien totalmente desconocido para mí o, quizás y con una expresión más precisa, esa personalidad que, pese a vivir en mi interior, no había podido ver la luz hasta entonces. ¡La bomba! Definitivamente, tanto la liberación como la esquizofrenia vital que generaba el chat eran la bomba. Ramera no dio tiempo a que solitario se expresara más que con aquellas onomatopeyas eróticas que siempre me han hecho mucha gracia. Y no porque él no quisiese hablar-chatear, sino porque ella no cejó en el intento de escribirle unas pautas que, con toda seguridad, solitario siguió a pies juntillas en la vida real:
—¿Me has dicho que estás en una silla de ruedas frente a la ventana, no?
—Sí.
—Bien. ¿Sientes cómo me acerco por detrás y giro tu silla para ponerte frente a mí? Estás sorprendido y muy excitado porque ves que, al ritmo de la música erótica que suena en tu equipo, me voy quitando el top negro de cuero que hace juego con mi minifalda, y me quedo solamente con mi tanga negro de encaje, el sujetador también de encaje negro que realza mis tetas turgentes y redondas, y esas sexys medias de rejilla que tanto te gustan cuando me pongo los zapatos de aguja...
—Hummmmmmmmmmmmmmm.
—Me suelto el pelo. Lo libero de esa coleta que me colgaba por la espalda y aparece ante ti una melena de leona, negra, rizada y salvaje que casi me llega a la cintura.
—Jooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo.
—Empiezo a besarte la nuca, las orejas, el cuello y escucho tus pequeños jadeos que se van mezclando con una respiración ya entrecortada.
—Puuuuuuuuuuufffffffffffffffffffffffffff.
—Mientras te desabrocho la camisa, sigo besándote la cara y la nuca hasta que me centro en tu boca. Saco mi lengua y dibujo tus labios con ella; los rodeo de saliva primero, lentamente, y después, con fruición, los engullo y relamo una y otra vez...
—Hummmmmmmmmmmmmmmmm.
—Me dirijo a tu camisa; esa camisa que casi rompo y convierto en harapos para poder besar, acariciar y hasta arañar tu torso desnudo, fuerte, joven, bien formado y con esas formas de hombre que tanto me excitan.
—¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿??????????????????????????
—No puedo evitarlo y te acaricio, sin dejar de besarte la boca, cada vez con más y más pasión.
—¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿??????????????????????????
—Tú no puedes moverte, pero no importa. Cojo unas tijeras afiladas, largas y frías que tienes sobre la mesa y me agacho ante ti, mostrándote mi espalda y mi culo respingón. Primero te quito los zapatos, después los calcetines y, un segundo más tarde, sientes el frío cosquilleante de las tijeras sobre la parte interna de tus piernas y de tus muslos. ¿Lo notas? Te estoy cortando los pantalones, dibujando un corte recto y preciso que llega ya hasta tu entrepierna.
—¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿???????????????????????
—Allí me detengo y, con cuidado, sorteo las formas cóncavas y convexas que se esconden tras tu bragueta, para seguir con los dos cortes de tijeras hasta tu cintura. He rajado de arriba abajo tus pantalones y la tela sobrante la abro por los laterales para dejarte al descubierto tus piernas y tu pelvis o esa parte de tu cuerpo que está delatando tu polla erecta, dura como una piedra e insolente porque ha decidido subir y asomar por encima de los calzoncillos...
—+++++++++++++++++++++++++++++++++
—Me pongo de rodillas y frente a ti, empiezo a lamer tus pies, dedo a dedo, despacio, recreándome en cada apéndice y abriendo mi boca para que seas capaz de ver lo que soy capaz de hacer con ella, al tiempo que tú, sin poder aguantarlo, te tocas la polla con impaciencia.
—Hummmmmmmmmmmmmmmmmmmmm.
—Cuando termino con los pies, sigo recorriendo tus piernas con mi lengua, mientras utilizo las manos para coger tu polla y empezar a hacerla subir y bajar como tú sabes...
—+++++++++++++++++++++++++++++++++
—Llego a tu pelvis y cojo de nuevo las tijeras, porque, con mucho cuidado, voy a hacer dos cortes verticales en tus calzoncillos, para dejar frente a mí lo único que debe quedar a la vista...
—+++++++++++++++++++++++++++++++++
—¡Aquí está el tesoro! Lamo tus huevos despacio, los meto en mi boca y dejo que mi lengua juegue con ellos mientras te acaricio el torso desnudo. Al rato, paso de los huevos a la punta de tu polla, dura como una piedra, erecta como un obelisco y a punto de reventar...
—+++++++++++++++++++++++++++++++++
—La engullo, la lamo, la rodeo con mi lengua. No paro: por los laterales, por arriba, por abajo y de arriba abajo la oprimo con mi boca para hacerla bailar al son que marcan mis labios.
—Puffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffff.
—Estás a punto de reventar, quieres derramarte y oprimes mis tetas con fuerza, dándome una idea que antes no se me había ocurrido...
—¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿¿??????????????????????????
—Me quito el sujetador y veo cómo la lujuria es una clara expresión en tu cara. Saco tu polla de mi boca y me elevo e inclino ante ti para poder poner tu polla entre mis tetas, hacerle un nido en medio de las dos y excitarme cuando veo que tus jadeos se han convertido en aullidos.
—Joooooooooooddddddddddddddddddeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeerrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr.
—Pongo las manos al lado de mis pechos y tú los oprimes también con fuerza hacia el centro, hacia tu polla. Casi me rompes las tetas de tanto apretarlas hacia el centro y de tanto subirlas y bajarlas cada vez más deprisa, más deprisa y más deprisa, en tanto que mi lengua sigue lamiendo tu torso desnudo.
—++++++++++++++++ uuuuuuuuuuuuuuuuuu me voy a irrrrrrrrrrrrrrrrr.
—Rápido, cada vez más rápido: arriba, abajo, arriba, abajo... Tu polla está a punto de reventar. Tu polla ya no puede resistir mucho más ni ese ritmo frenético, ni esa cadencia salvaje de arriba y abajo. ¡Vamos, vamos! Dame lo que guardas, ¡vamos!, dame lo que tienes escondido y está deseando salir... ¡Vamos!
—Aggggggggggggg yaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa sssssssííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííííí.
—¡Eso es! Así, muy bien... Salpicando mi pecho y mi cuello de semen caliente. Eso es, todo tu semen esparcido entre mis tetas y mi cuello, dejando ese olor a sexo salvaje por toda la habitación... Eso es, mi amor, eso es...
—...........................................................
—¿Solitario, estás ahí?
—.......................................................
—¿Solitarioooooooooo?
—.......................................................
—¿Solitarioooooooooo? ¡Eeeeeeeeeeeeeoooooooooooooooo!
—Buffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffffff.
—¿Te ha gustado, solitario?
—Ni te lo imaginas, ramera, ni te lo imaginas. Gracias...
—No hay de qué. Me encanta que te sientas bien. Por cierto, ¿te hace ese cigarrito de después?
—Jajajajajajajajajajajaja. Entendido... Gracias otra vez.
—De nada. Un beso para ti, solitario, ¡y suerte!
—Un beso, ramera, suerte y gracias.
Pese a lo que acababa de ocurrir con solitario, por aquellos días de luna creciente mi nick como Clau fue mucho más habitual que ramera y que todos los demás. Clau, además de ser una gamberra empedernida, era aguda y blasfema porque sacaba a relucir su vida como su-misa en el convento de clau-sura en el que la obligaban a orar de rodillas todo el tiempo y a oprimirse los muslos con el cilicio. Clau era divertida, rápida hasta desbancar a la velocidad misma creando juegos de palabras desternillantes, y una expansiva sin límites, que disfrutaba arrancando carcajadas diarias a casi todos los usuarios de la sala o quienes, por cierto, la saludaban con efusión y como esperando a que ella se conectase para empezar con aquella especie de risoterapia virtual.
Nunca entendí la razón, pero cuando notaba que mi mente era rápida, ácida y más aguda con Clau que con los otros nicks, resultaba inevitable pensar que, al menos en cierta manera y aunque me sonara a dualidad y desdoblamiento puro y duro, cada nick albergaba un ser con su personalidad correspondiente. ¡Esquizofrenia y magia de chat! Pese a la agudeza de ese otro alien llamado Clau, he de decir que siendo ella o estando poseída por ella, porque aún no distingo la diferencia, me llevé una gran sorpresa cuando ALBA, otra de las usuarias habituales, me pidió permiso en la sala general para enviarme un privado. Le dije que sí, claro, arrancando nuevas carcajadas con mi explicación: ¿Así que esta pecadora me pide ir al confesionario? ¡De rodillas, hermana!: haz un acto de contrición, y ya te dirá Sa-cerdote en su-misa cuál será tu penitencia, pero del cilicio no creo que te libres...
Abrí el privado enviado por ALBA, enterneciéndome a la vez que no daba crédito a lo que leía:
— ¿Sabes que estoy enamorada de ti?
— ¿Cómo? Pero ¿qué dices? Si no me conoces, no sabes quién soy ni cómo soy...
—Para empezar, sé que eres mujer y a mí me van las chicas, pero, en concreto, me gusta tu sentido del humor, tu chispa y tu ingenio...
—Son todo bromas, ALBA, ya sabes que son todo bromas...
—Bueno, pero entre broma y broma, ¿tengo alguna posibilidad? No sabes el tiempo que llevo soñando con echarte un polvo cíber...
—Te lo agradezco, ALBA, pero ya quisiera yo que me fueran también las chicas...
— ¿Qué quieres decir?
—Pues primero que no habría que conformarse con el 50% de posibilidades, y segundo, que esta amputación erótica me parece un desperdicio. Porque dime tú: Si el mundo es yin y también yang, ¿no es absurdo tener que elegir entre Jane y Tarzán?
—Jajajajajajajajajajaja. ¿Lo ves? ¿Cómo no voy a querer hacerte el amor?
—En serio, ALBA: tendría que estar ciberborracha o yo qué sé.
Durante segundos hubo un silencio y, la verdad, pensé que ALBA acababa de llevarse una decepción que, si soy sincera, en el fondo de mí ser no terminaba de entender: ¡que todo es mentira!, ¡M-E-N-T-I-R-A! ¿No se darán cuenta de que aquí nada existe? ¿O soy yo la que no me entero de que el chat, con su vestido virtual, es más real y serio de lo que parece?
Nunca solucioné aquel dilema. Sólo sé que me equivoqué y me sorprendí gratamente cuando el mensaje privado enviado por ALBA se llenó, de repente, de divertidas y minúsculas copas o esos dibujillos que, junto a labios carnosos que simulaban besos, flores o caras de decepción, alegría o hastío, que también aparecían a menudo tanto en la sala como en los privados, siempre que el usuario de turno pulsase el botón con el que se dibujaban esos logotipos.
—Bébetelas, hazme el favor. Yo te invito —comentó ALBA casi ordenando.
—Jajajajajaja. ¿No querrás emborracharme? —contesté cuestionando la evidencia.
Sin dejar de sorprenderme porque esa barrera entre lo real y lo virtual se difuminaba continuamente, acepté la proposición de ALBA pensando que, al igual que todo lo demás, era parte del juego. Un juego en el que aquella supuesta mujer pronto me demostró que si su sexo no era femenino, al menos sí era una persona tierna y tremendamente envolvente, tanto que terminó por no importarme el dato del sexo de quien quería hacerme el amor a través de un chat. Porque ALBA, con cinismo virtual si es que esto existe con o sin virtud, comenzó a amarme —según decía—, derramando feminidad, erotismo, ternura y una belleza inimaginables en otros ambientes más fuertes o tan agresivos como la propia sala general de Amos y sumisas, por ejemplo.
Mi amante, con una creatividad tan desbordante que ya la quisiera para sí más de un escritor famoso, empezó su juego sin dejar de escribir frases hermosas, y recreando un ambiente de velas, música suave y olor a inciensos varios. Después me tapó los ojos con una venda y empezó a desnudarme despacio, muy despacio, al tiempo que recorría mi cuerpo con plumas y rosas frescas.
No daba crédito a lo que leía: esta vez parecía la protagonista cibernética de Nueve semanas y media o aquella mujer a la que también vendaron los ojos, quizás con ánimo de despertarle el resto de los sentidos. ALBA intentó avivarme el olfato, el gusto, el oído y el tacto con todo tipo de cosas: sabores, olores, frío, calor, bella música, silencios, contrastes variados, comidas, líquidos, sólidos o flores, muchas flores que mi amante cíber, después de haberme tumbado en una cama con sábanas de seda, no dudó en volver a pasar suavemente por todo mi cuerpo, deteniéndose con alevosía en mis intimidades para friccionar de arriba abajo la abertura vertical, y terminar presionando ese botoncito tramposo y juguetón, quizás para evitar a golpes de rosas que se escapara de sus pétalos...
Lo de después llegó solo: ALBA se empeñó en no separar su cabeza de mi entrepierna, al tiempo que se masturbaba y llegaba al orgasmo a costa de imaginarse que succionaba todos mis jugos.
Esta vez no llegué a excitarme en, para entendernos, el mundo real, pero sí es cierto que aquel polvo con ALBA fue una de las experiencias más hermosas de esta época de chat. Una experiencia que me mantuvo expectante y a punto de llorar cada vez que, en la pantalla de mi ordenador, podía leer las sugerencias eróticas de ALBA a través de frases que parecían hermosos versos.
Sí, es cierto que me lo pasé bien, realmente bien, en la fase creciente de la luna, pero también es verdad que en la vida nada es eterno, y la excitación del cibersexo no fue una excepción. Porque a medida que la luna se iba colmando con ánimo de dibujarse casi entera, yo también me fui saturando de analizar la sala de Amos y sumisas y las situaciones personales de esos usuarios enganchados a unas conversaciones que, al menos en el sentido literal de hablar o permitir que saliese la voz por la garganta, nunca lo eran. Me cansé también de escuchar-leer sus problemas y, en definitiva, de hablar-teclear con desconocidos durante casi todas las horas de mis días. Sentí con claridad este cansancio cuando, de repente, me asaltó una frustrante responsabilidad, culpa y esa innegable sensación de pérdida de tiempo que se acrecentaba cuando miraba la ya inmensa pila de manuscritos sobre los que nunca informaba a la editorial, porque ni siquiera había empezado a leerlos.
Sin embargo, creo que lo peor de todo es que también me saturó jugar-follar a y con distintos personajes del chat porque me habían agotado los desbarres de los kamikazes y otros sujetos con alegóricos nicks tipo EN-VERGA-DURA, quizás porque ya no me producían sorpresa o risa ni los creativos y casi insultantes nombres con los que aparecían, ni ese sinfín de privados que me enviaban para azotarme y encularme, cibernéticamente hablando, a todas horas.
Justo cuando la luna se llenó del todo, el chat me había hastiado a tal nivel que estuve a punto de abandonarlo. Aun así, el aburrimiento no consiguió frustrarme porque reparé en el aspecto positivo de lo que me había ocurrido en esos quince días: acababa de tener una nueva experiencia, y podría decir muy alto que ya no me moriría sin haber probado el cibersexo, o esa paradójica comunicación que surge por una incomunicación y una soledad alarmante que, sólo por unos momentos, se deshace gracias a la libertad y la desinhibición creativa que proporciona el anonimato.
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