Capítulo II
Apreté nuevamente el timbre. Podía oír el tocadiscos a toda potencia; pero ella seguía sin contestar.
Empujé la puerta, y se abrió. Nada más entrar me golpeó un humo fuerte, acre y dulzón. Bastaba cruzar la habitación para sentir el efecto. Abrí rápidamente las ventanas que daban a la terraza y paré el tocadiscos. Con el repentino silencio me zumbaron los oídos.
—Bella —grité.
No hubo respuesta. En ese momento pude oír su nerviosa risa. Me dirigí al dormitorio y me quedé parado ante la puerta abierta.
Estaba desnuda, sentada en el suelo en mitad de la habitación con un pitillo de marihuana entre los labios. En pie sobre ella se encontraba un negro alto y joven.
El me vio antes que ella. Empalideció.
Bella se volvió hacia mí.
— ¡Edward! —me reprochó—. ¡Lo has asustado!
—Lo siento —dije, y entré en la habitación.
El muchacho se echó atrás. Su voz temblaba al preguntar:
— ¿Eres su marido?
Negué con la cabeza.
— ¿Su novio?
—No seas tonto, Raúl —dijo ella secamente—. Sólo es un amigo.
Ella se volvió a mirarme y empezó a reír nerviosamente de nuevo.
Saqué dos billetes de mi bolsillo y se los entregué al muchacho.
— ¡Lárgate!
No creo que tardara un minuto en salir del apartamento. Cerré la puerta tras de él y volví al dormitorio.
Ella se había echado sobre la cama.
— ¡Vístete! —le dije duramente—. Tenemos una cita.
De pronto empezó a llorar. Apretó la cara contra la almohada, para ahogar sus sollozos.
Me senté en la cama y le apoyé la cabeza contra mi hombro. Bella estaba temblando.
—Tengo miedo, Edward —susurró—. Estoy tan asustada que me voy a morir. Si me hacen daño, moriré. Estoy segura; no puedo resistir el dolor.
—Nadie va a hacerte daño, nena —le dije suavemente.
—He estado ahí sentada toda la mañana, pensando en eso, y si Raúl no hubiera venido me hubiera tirado por la ventana. —Se contuvo la respiración. — Me parece que me voy a marear.
La levanté de la cama, la llevé al cuarto de baño y le sostuve la cabeza mientras vomitaba en la pila. Al poco rato ya no quedaba nada en ella. Se estremecía. Le puse un traje por encima y continué sosteniéndola hasta que se calmó.
—Ya estoy bien —dijo.
La miré. Estaba pálida, pero sus ojos estaban serenos.
—Lo que tienes que hacer ahora es ducharte y vestirte. Tendré café preparado para cuando acabes.
Cuando yo salía del cuarto de baño me paró:
— ¿Has conseguido el trabajo, Edward?
Asentí con la cabeza.
—Estoy contenta.
Me quedé al otro lado de la puerta hasta que oí correr el agua de la ducha; luego me dirigí a la cocina a preparar el café.
Las salas de espera de los hospitales son iguales en todas partes. Para cuando bajó el doctor ya me sabía de memoria el letrero de la pared:
ESTE ES UN ACREDITADO HOSPITAL DE LA CRUZ AZUL
Todavía llevaba el equipo de operar. Echó un vistazo, y observando que esperaba más gente, me señaló con la cabeza.
—Baja a mi despacho, Edward.
Lo seguí a un cuarto pequeño forrado de paneles de roble, cerró la puerta cuidadosamente y se volvió hacia mí.
—Ya puedes dejar esa expresión angustiada. Está perfectamente.
Me quitó un gran peso de encima.
— ¿No hay problemas?
—Ninguno —dijo, encendiendo un cigarrillo—. Hasta lo hemos registrado en los libros. Una simple resección de fibroides. La tendremos aquí esta noche; pero podrá marcharse por la mañana.
— ¿Puedo usar el teléfono?
Asintió y yo hice la llamada prometida.
Cuando terminé de hablar me miró interrogativamente.
— ¿Su padre?
Asentí.
—Le tiene miedo —me dijo—. Por otra parte, es una chica atemorizada. Tú pareces la única persona en quien confía.
—Sí... —contesté.
—Allá arriba se entera uno de muchas cosas —prosiguió—. El pentothal les suelta la lengua. Al principio dijo que se sentía como si hubiera fumado marihuana, luego añadió que ya no sentía miedo y que sólo le desaparecía la angustia cuando estaba drogada o contigo.
No dije nada.
—Conozco a un buen psiquiatra. Si logras persuadirla para que lo vaya a ver, quizá le haga bien.
Lo miré fijamente. Conocía a Bill desde mi infancia; pero ésta era la primera vez que lo estaba considerando como médico. Me preguntaba qué era lo que les sucedía a los médicos, que siempre terminaban queriendo adoptar el papel de Dios.
—Posiblemente —expliqué— la única razón por la que confía en mí es porque me cuido sólo de mis propios asuntos y nunca he intentado decirle lo que debe hacer.
Se encogió de hombros.
—Lo siento. Creía que eras su amigo.
—Lo soy. Mi idea de la amistad es estar aquí. No importa el motivo. No para regañarla, criticarla o intentar dirigirla. Sólo estar aquí.
—Pero sólo es una chiquilla.
—Tiene veintidós años —repuse— y su mente ya estaba desarrollada mucho antes de que yo la conociera; y, como todo el mundo, tiene derecho a escoger su camino.
— ¿Aunque ese camino sea la destrucción de sí misma?
—Aun así —dudé por unos momentos, luego añadí—: ¿No comprendes, Bill, que la única manera de ayudarla es que ella me lo pida? De otro modo yo sería como todas las demás personas que ha conocido en su vida.
Permaneció silencioso, pensando en mi teoría y finalmente dijo:
—Quizá tengas razón.
— ¿Puedo verla?
—Desde luego. Está en la habitación número veinte, en el segundo piso; pero no te estés demasiado rato, necesita descansar.
—No estaré.
—Por cierto —añadió—, ahora que todo está en orden, ¿es de la Cruz Azul?
Me eché a reír:
—No lo sé; pero lo dudo. Mándame la cuenta a mí. Ya me preocuparé de que se te pague.
También él se rió.
—Gracias, Bill —dije, y empecé a subir la escalera.
Cuando entré en el cuarto semioscuro parecía dormir. Su pelo negro enmarcaba la delgada y pálida cara, y pude ver unas sombras en torno a sus ojos cerrados. Me quedé de pie, observándola.
Abrió los ojos, y su marrón metálico parecía brillar en la blanca cara. Con cariño adelantó su mano hacia mí.
— ¡Hola, Edward! ¿Has esperado? Estoy contenta.
Le cogí la mano. Estaba fría y la noté frágil.
—Ya te dije que me quedaría —me senté al lado de la cama—. ¿Cómo te encuentras?
—Me duele un poco —repuso—, pero no demasiado. Me han dado algo y ahora estoy empezando a despertarme —se llevó mi mano a los labios—. Después de esto, ¿crees que podré volver con alguien?
— ¿Quieres una cita? —dije, riéndome—. Creo que te la podré dar para la semana que viene.
—No bromeo, Edward —afirmó, impetuosamente.
—Yo tampoco.
De pronto pude notar cálidas lágrimas sobre mi mano.
—Edward, la próxima vez quiero un bebé. Esto es una terrible pérdida... No quiero pasar por ello de nuevo.
Permanecí silencioso. Su voz quedaba casi ahogada por la almohada.
— ¿Te casarás conmigo? Seré una buena esposa. Te lo aseguro.
Puse mis manos en su cara y la volví hacia mí.
—Ahora no es ocasión de hablar de eso —dije con suavidad—. Acabas de pasar un mal momento. Volveremos a hablar cuando estés mejor.
Sus ojos buscaron los míos.
—No cambiaré de idea.
Le sonreí.
—Eso espero —dije. Luego me incliné y la besé en los labios—. Ahora procura descansar.
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