Capítulo XIII
En algún lugar estaba sonando el teléfono.
En medio de la oscuridad intenté cogerlo, pero dejó de sonar antes de que lo lograra. Oí una suave voz que estaba susurrando por el. Abrí los ojos.
Ella colgó el aparato, y se volvió hacia mí.
—Vuelve a dormir —dijo dulcemente.
— ¿Quién era? —pregunté.
—De tu despacho. Les he dicho que estabas durmiendo.
— ¿De mi oficina? —exclamé ya completamente despierto—. ¿Pues qué hora es? —Mediodía.
Me quedé mirándola.
— ¿Por qué no me has despertado?
—Estabas cansado —dijo sonriendo—. Estabas durmiendo como un niño.
Me levanté.
— ¿Qué diablos pusiste en la ensalada? ¿Seconal?
Se sentó.
—No hacía falta. Te bebiste una botella de vodka y dos botellas de champaña tú sólito.
—No lo recuerdo.
—Te quedaste completamente atontado, en la mesa. Tuve que llamar al servicio para que me ayudaran a llevarte a la cama.
— ¿Hay algo de café? —pregunté.
—Sí, en la mesa del comedor. Ahora te lo traigo.
Me metí en el cuarto de baño. Al salir, me la encontré con una bandeja sobre la que había una humeante taza de café. La cogí de su mano y empecé a beber, despacio.
—Me sentará muy bien, pero necesito algo más para ponerme a tono. Trae una botella de coñac que encontrarás en el bar. Me observó mientras lo ponía en el café. —Ahora bebes más de lo que solías.
La miré en silencio.
—Es verdad. No soy la más indicada para hablar.
—Está bien —dije—. Ahora deberías descansar.
—Buen consejo. ¿Por qué no lo tomas tú? —se me acercó—. Has estado trabajando demasiado.
—Tengo un montón de cosas en la cabeza.
—Estás equivocado. Tú no has ganado. Ha ganado él.
— ¿A qué te refieres?
—Ahora bebes más y haces menos el amor. Es la característica del gran ejecutivo.
No dije nada.
—Me podía haber ahorrado la molestia —dijo—. Me he puesto el nuevo negligée. Lo tenía guardado desde la última vez que estuve aquí; pero tampoco en esta ocasión ha servido de nada.
Observé cómo se metía en el cuarto de baño y cerraba la puerta. Luego bajé la vista hacia la taza que tenía en la mano. Tenía razón. Hacía ya tres meses. Desde que obtuve el nuevo trabajo. Dejé la taza sobre el aparador y cuando ella salió del cuarto de baño, me encontró de nuevo en la cama.
— ¿Qué te ocurre? —Me preguntó, con repentina preocupación—. ¿No te encuentras bien?
—Nunca me he sentido mejor.
Al cabo de un momento se encontraba arrodillada al lado de la cama, y cogiéndome la cara entre sus manos, la iba cubriendo de rápidos besos.
—Te quiero, te quiero, te quiero —me iba diciendo entre uno y otro.
—No te pongas tierna —le dije, mientras la subía hacia mí.
Eran las dos y media de la madrugada cuando paré el coche frente a la casa de tía Esme; la luna, típica de invierno, reverberando sobre la nieve convertía la noche en día.
—No se ve ni una luz —dijo Bella mientras caminábamos sobre la nieve hacia la puerta principal—. Le vamos a pegar un susto de miedo, despertándola a esas horas.
Me acerqué y cogí la llave de su escondite en el marco de la puerta.
—Seguro que no se entera de nuestra llegada hasta que bajemos mañana por la mañana —dije.
De su pequeño despacho salía al vestíbulo un poco de luz.
—Seguro que, como siempre, te equivocas —exclamó tía Esme, desde la puerta.
Me dio un gran abrazo y por un momento sentía la misma sorpresa de siempre al notar que no era tan alta como yo la solía imaginar. No sé por qué, siempre se imagina uno más altas a las personas de más edad. La besé.
— ¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —preguntó.
—En coche, desde Nueva York.
— ¿Con este tiempo?
—Hace ya rato que ha dejado de nevar y la carretera está limpia.
Se volvió hacia Bella y le tendió la mano. —Soy Esme Cullen —dijo—. Y mi sobrino no ha cambiado nada desde que era niño. Conserva sus malos modales.
Bella a su vez le dio la mano.
—Soy Bella Sinclair y tengo mucho gusto de conocerla. Edward me ha estado hablando de usted durante todo el viaje.
—Mentiras seguramente —dijo, pero se podía notar que esta observación le había complacido—. Debéis de estar helados —añadió—. Voy a prepararos algo de té.
—Con ron, tía Esme—dije—. Si es que no has olvidado tu propia receta.
Por la mañana estuvimos paseando sobre la nieve por la playa. Brillaba el sol y reverberaba como diamantes en la nieve. Volvimos a la casa, a la hora de comer, con las caras rojas y radiantes. Tía Esme estaba en la puerta.
—Han llamado cinco veces de Nueva York.
La miré.
— ¿Qué les has dicho?
—Que no estabas aquí.
—Estupendo. Si vuelven a llamar les dices que no me has visto ni sabes nada de mí.
— ¿Es que algo va mal, Edward? —preguntó.
—En absoluto. Lo que sucede es que quiero estar alejado del trabajo por un tiempo. Necesito unas vacaciones.
— ¿Y tu trabajo?
—Lo conservaré.
Tres días después ya estábamos hartos de nieve, así que nos marchamos a Boston y tomamos un avión para las Bermudas. Pasamos un largo fin de semana gozando del agua y del sol. Por primera vez en tres meses, lograba dormirme sin preocupaciones. Finalmente regresé a mi despacho el lunes por la mañana.
La señorita Fogarty me siguió a mi despacho, tambaleándose bajo una montaña de papeles. Los puso sobre mi mesa.
—Tiene muy buen color, señor Cullen.
—Gracias. He estado unos días al sol. ¿Cómo va todo?
Hizo una mueca.
—Ha sido de pánico. Nadie sabía dónde estaba usted y creían que yo lo sabía pero que no quería decírselo.
—Siento mucho haberle dificultado las cosas.
—Es mi trabajo. Les dije que soy su secretaria, no su niñera.
—Buena chica...
Me señaló los papeles.
— ¿Por dónde quiere empezar?
Eché una ojeada al montón, luego los recogí y los tiré a la papelera. La miré.
— ¿Qué le parece esto para empezar?
—Estupendo —contestó, sin ningún aturdimiento. Luego, miró su agenda—. Ahora pasemos a las llamadas telefónicas. Emmett quiere que usted lo llame nada más llegar; Gilligan...
—Olvide esas llamadas.
Me levanté y me encaminé hacia la puerta. Sin quererlo, la pregunta salió de sus labios.
— ¿Adonde va?
—Arriba.
Su cara mostró sorpresa cuando aparecí en su oficina. Había pasado ante sus secretarias sin decir palabra.
—Ahora iba a llamarlo —me dijo, y tendiéndome una hoja de papel, añadió—: ¡Mis felicitaciones!
No miré el papel que yo tenía en la mano.
—Nos hemos apoderado de la noche del sábado. Hemos conseguido un promedio de más de un treinta y ocho por ciento de espectadores la segunda semana —me dijo—. Creo que ha logrado su objetivo.
Puse la hoja sobre la mesa, sin mirarla.
—No, señor Sinclair —dije—, usted ha logrado su objetivo.
—No lo entiendo.
—Tampoco yo antes, pero ahora sí —dije—. Y no me gusta nada. Abandono.
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