BDSM

Autor: kdekrizia
Género: + 18
Fecha Creación: 10/10/2012
Fecha Actualización: 16/02/2014
Finalizado: SI
Votos: 47
Comentarios: 148
Visitas: 95206
Capítulos: 15

Fic recomendado por LNM

ADVERTENCIA

Este fic es para mayores de 18, contiene lenguaje fuerte y explicito sobre el sexo, esta bajo su discresion quien lo lea, si no te gusta mejor no pases a leer.

 Isabella es trabajadora, treintañera, hiperactiva, freelance, divertida y ávida de experimentar la vida. Su curiosidad la lleva a un mundo totalmente inédito para ella: los chats eróticos. Lo que en principio comienza como un merodeo divertido por distintas salas acaba convirtiéndose en algo más en el momento en que conoce a AMOCULLEN, un usuario con el que habla habitualmente acerca de su forma de entender el sexo y del que recibe continuas insinuaciones sobre la posibilidad de fantasear con una relación de dominación entre ambos. Aunque Isabella es reticente, poco a poco comenzará a conocer las reglas de un mundo que acaba por no ser tan descabellado como le parecía y a cuestionarse sus propios límites.

¡Triste época la nuestra!

 Es más fácil desintegrar un átomo, que un prejuicio.

 (ALBERT EINSTEIN)

 Basado en  La Sumisa insumisa  de Rosa Peñasco

 es una Adaptación del mismo

Mis otras historias:

 

El Heredero

El escritor de sueños

El escriba

Indiscreción

El Inglés

Sálvame

El affaire Cullen

No me mires así

El juego de Edward

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Capítulo 11: Conocernos

Capítulo
11
Conocernos

 

Seattle me ha recibido con un solecillo primaveral, mezclado con un chirimiri refrescante y cálido. Sin duda, el tiempo es de las cosas más relativas que existen, y yo estoy de suerte, porque hace quince días en esta zona se registró uno de los peores temporales del invierno, y por culpa de la nieve estuvieron cerca de una semana con problemas de comunicación, uso de cadenas y carreteras heladas.

Si hubiera querido, el taxista a quien he preguntado por el hotel Scada podría haber hecho el negocio del día, por ejemplo dándome más vueltas que a una peonza sin que me hubiese enterado nunca, pero el hombre de mi norte, con una honradez que a veces me cuesta percibir en la capital, me ha dicho que sólo estaba a unos diez minutos andando. Tras agradecerle la información, he optado por ir caminando y empaparme con plenitud del ruido, el olor, la gente, los colores, el ambiente, la casi imperceptible lluvia y el tímido sol que ha salido hoy.

El paseo ha valido la pena porque por el camino me he encontrado una lencería con muy buena pinta y, a sólo unos minutos antes de la hora de cerrar, he entrado para comprarme tangas nuevos. Definitivamente, una cosa es que Cullen me ordenase quitarme las bragas cada dos por tres, y otra muy distinta, ¡haber olvidado mi ropa interior en Vancouver! Los nuevos hilos dentales no son de cuero como los del sex shop de ayer, pero me hacen juego con los sujetadores de encaje negro, que sí he traído. Por cierto, me he puesto tan contenta por haber solucionado el espinoso asunto bragas-tangas, que casi me paso de largo el hotel.

¡Ah!, otra cosa: espero que Cullen no ande merodeando por aquí. Supongo que es listo como para darse cuenta de que necesito estar sola, calmar el estrés de este viaje que sólo por los pelos ha llegado al final, descansar un poco, darme un baño de espuma, arreglarme tranquila antes de una cita a ciegas y coger fuerzas para aguantar la nueva etapa de este Tour BDSM.

Aunque me imaginaba un hotel antiguo, histórico y decadente en el casco antiguo, de esos que aún conservan suelos de madera que crujen y altos techos fantasmagóricos, he de decir que éste tiene un aspecto estupendo: luminoso, funcional, diáfano, cómodo... ¡Ah!, por cierto: el número 321 de la habitación me ha parecido una especie de cuenta atrás: ¡Vamos, 3..., preparada, 2..., lista, 1..., y YA! ¿No es de risa?

La habitación parece muy cómoda y también es amplia y funcional, aunque apenas me ha dado tiempo a recrearme en detalles, porque me ha dejado de piedra el bellísimo y espectacular ramo de flores que descansa sobre la enorme cama de dos por dos metros. Pero no, no se trata de cualquier ramo. Es más: no lo había visto en la vida, salvo en algunas películas sobre la guerra de secesión americana... ¿Cómo se llama esta flor? No, no es exactamente una flor, es..., ¿cómo? ¿Seguro? ¡Sí!, ¡es la planta del algodón!

Mi cabeza vuelve a turbarse por la infinidad de sentidos que encuentro en este detalle que viene de un AMO que, forzosamente, ha debido de estar merodeando por aquí. ¿Pero por qué algodón? La rama es marrón oscura, casi negra, y con el algodón blanco inmaculado causa un contraste como de cielo e infierno, bien y mal y, en términos BDSM, de sumisa vestida de negro durante su periodo de doma, con la ya esclava propiedad de su AMO a la que, simbólicamente, cubren con una túnica blanca. Por otro lado, también es sorprendente la aridez de unas ramas nudosas y cortantes que, a la vez, generan la calidez, suavidad y sensación de nube y cielo del algodón. ¿Qué pretende Cullen haciéndome recordar la secesión? ¿Desea que piense en la esclavitud? ¿Intenta decirme que la liviandad, luminosidad y calidez del algodón sólo se consigue tras haber pasado por los nudos de las ramas y el dolor de las espinas? ¿Querrá comentarme algo con respecto a las heridas y las curas? ¿Estaría pensando en el dolor de las heridas y en la luz y el amor casi divino que surge con su curación? Porque los nudos asustan, pero sin las ramas nudosas, nunca se daría ese regalo de nube o ala de ángel, que representan las tiernas bolillas de algodón.

Dejo las elucubraciones sobre el sentido de la hermosa planta que hay sobre mi cama, para echar un vistazo en el baño de la habitación. ¡Qué bien, tiene yacusi! Ya sé quién se dará un baño esta tarde... Pero, un momento, un momento: vuelvo a la habitación y veo que sobre la cama, además de la planta del algodón, hay un sobre de formato antiguo cerrado con lacre rojo, sobre el que alguien, y no hay que ser adivina para averiguar de quién se trata, ha estampado un sello con el trisquel que simboliza el mundo BDSM. Bebo agua y me enciendo un cigarro para intentar leer la misiva de Cullen lo más tranquila posible. Por cierto, la carta está escrita con pluma, en color negro y con una impoluta letra apaisada que se me antoja tan antigua como representativa de la meticulosidad y el perfeccionismo de AMOCULLEN.


Querida sumi: ¡Una vez más, bienvenida a mi tierra! Supongo que el viaje habrá sido agotador y quiero que mi sumi esté fuerte y bella para que, cuando por fin nos veamos, disfrutemos de nuestra gran asignatura pendiente. No es una orden y puedes decirme si te parece bien o prefieres otro plan, pero he pensado que querrás estar sola, así que, si te parece, nos vemos esta tarde a las ocho en un sitio del centro que se llama El Torreón (tendrás que coger un taxi). Consejo: relájate todo lo que puedas porque nos espera una noche muy larga. Por cierto, no te asustes si en el armario de la derecha ves una gran maleta negra de ruedas. Es mía y te exijo que ni la toques (esto sí es una orden). ¡Ah, se me olvidaba!: en el cuarto de baño encontrarás un paquete. Sé que cuando lo abras te sorprenderás y hasta puede que te acuerdes de algunos de mis parientes, pero tu AMO te ordena que utilices el producto en cuestión y sigas estrictamente las instrucciones del envase. Te recuerdo, querida sumisa-insumisa, que es bueno que confíes en tu AMO. Piensa que es muy importante «tu completo relax», para poder llevar a cabo ciertas prácticas que son indispensables en este viaje hacia el éxtasis que emprenderemos juntos este fin de semana. Mordisquitos en tus pezones y ¡hasta pronto, zorrita!
Felicitando mentalmente la intuición de Cullen porque era cierto que me apetecía estar sola, acudí al armario de la derecha y verifiqué que una enorme maleta negra, a modo de okupa, reposaba tranquila invadiendo prácticamente toda la base de ese habitáculo, empotrado en la pared. Por un momento, mis ganas de desobedecer la orden de Cullen fueron más fuertes que el miedo a los correctivos del AMO, hasta el punto de que llegué a sentir la misma zozobra que una curiosa princesa de cuento que, por abrir el baúl prohibido, sufre después un fulminante castigo divino. Pero no lo hice: contuve mi curiosidad y no abrí esa maleta porque desvié la atención de la víscera cotilla, acudiendo al baño para ver qué nueva me tenía preparada EL MAESTRO.

Como no me esperaba nada bueno de algo respecto a lo que el propio Cullen ya me avisó que no me iba a hacer ninguna gracia, desembalé con saña el paquete envuelto con papel de estraza marrón, y..., y... ¿Cómo? ¿Pero cómo se atreve? ¿De verdad esto es un...? ¡No puede ser! ¿Un enema? ¡Joder, sí, es un enema! ¡Y encima me lo envuelve como si fuera un regalo! ¡Cago en...! Bueno, no..., ¡mejor no me cago en nadie!, pensé, grosera ante los evidentes efectos del nuevo regalo. ¿Será posible? ¿Cómo que tu AMO te ordena que utilices el producto en cuestión y sigas estrictamente las instrucciones del envase? ¡Tendrá cara, el tío! Y encima se atreve a decir, como si tal cosa, piensa que es muy importante «tu completo relax» para poder llevar a cabo ciertas prácticas...

Tras los minutos de protesta de rigor, leí a conciencia aquellas instrucciones, al tiempo que me aliviaba recordar que no hay mal que por bien no venga, quizás porque el enema era una señal inequívoca de que a Cullen no le iba el rollo escatológico. ¡Sí, claro que sí! El efecto de una lavativa es, precisamente, provocarlo primero, para evitar después ese puntito skat, o como creo que en el mundillo BDSM denominan en abreviatura el escabrosillo «y digestivo» asunto... Bueno, reconozco que AMOCULLEN es lo suficientemente listo como para saber que necesito pasar ciertos trances a mi aire y, sobre todo, para intuir que, bajo ningún concepto, pasaría por compartir con nadie el... ¿cómo llamarlo? ¿Momento-caca quizás? ¡Pues eso!

Casi a las cuatro de la tarde, decidí bajar a la cafetería del hotel para picar algo, «antes de relajarme» en todos los sentidos, claro. Tenía el estómago cerrado y un sándwich y un zumo de tomate me proporcionaron la energía que necesitaba; terminar de dar el último bocado y subir de nuevo a disfrutar de mi soledad, la reflexión y el fantástico yacusi de mi habitación fue parte de la misma secuencia.

Deshice la maleta con mimo y extendí mis cuatro trapos sobre la cama porque no hacía más que dudar sobre la ropa que me iba a poner por la tarde. ¡El ánimo dirá!, pensé; después me quité los vaqueros y las botas rojas que venían aprisionando mis pies desde las siete de la mañana, y me tumbé desnuda en el extremo de la cama en donde no estaba extendida mi ropa.

Creo que dormí como un bebé alrededor de hora y media...

Me desperté aturdida y con esa extraña sensación que no permite saber dónde estás ni qué haces en un lugar concreto, aunque esa desorientación, por suerte, suele durar sólo unos segundos. Atención: Me llamo Isaella, dije como si acudiera por primera vez a una reunión de alcohólicos anónimos. Estoy aquí, en Seattle, porque he venido a conocer a AMOCULLEN y, si tengo valor, a dejarme llevar y practicar con ÉL BDSM, en busca de no sé qué éxtasis...

Conecté el hilo musical del hotel para desperezarme y relajarme a través del canal de música clásica que me apetecía escuchar, mientras saboreaba el café con leche que pedí al servicio de habitaciones. Café, cigarro y recuerdo del mismo párrafo de la carta de Cullen Tu AMO te ordena que utilices el producto en cuestión y sigas estrictamente las instrucciones del envase... No sé si seré AMA, sumisa, switch, nada de nada o un poco de todo: sólo sé que al minuto siguiente ya estaba releyendo las malditas instrucciones de un enema que, al final, me atreví a utilizar después de la cafeína y la nicotina anterior. Pasé el trance como buenamente pude y me tumbé de costado, tal y como recomendaba aquel prospecto, esperando a que el producto hiciese su efecto. Y lo hizo, ¡vaya si lo hizo! En menos que canta un gallo, ¡ya estaba estrenando el baño de la habitación 321 del hotel Scada!

Salvo por ese escabroso y escatológico momento, el resto de la tarde fue muy agradable: desde la sensación de liviandad que se instaló en mi cuerpo después de la lavativa, el fantástico yacusi que disfruté escuchando música clásica al tiempo que me hacía efecto una mascarilla facial y hojeaba, ¡por fin!, La buena sumisa, la leche hidratante perfumada con la que, a conciencia, embadurné todo mi cuerpo antes de cubrirlo con colonia y desodorante del mismo perfume que la crema, la prueba y oteo en el espejo del efecto que hacían en mi culo los nuevos tangas, las eternas dudas sobre la ropa interior y exterior que me pondría, el moldeado y secado del pelo que al final dejé lacio y suelto para que me resbalara por los hombros y hasta media espalda, la minuciosidad con la que me di pintalabios rojo, rímel y eye liner negro y, sobre todo, el disfrute de aquella renovada sensación de cosquillas en el estómago, como de primera cita amorosa...

Cuando salí del hotel para pedir un taxi, en el espejo del ascensor me vi guapa con la minifalda vaquera, la estrecha y marca-tetas camisa negra de picos grandes sobre la que mi pelo, ligeramente rojizo, tanto resalta y las botas fashion que compré en las rebajas del pasado enero.

El Torreón se encontraba en el casco antiguo de Seattle y me pareció un lugar desconcertante y hermoso a la vez, porque el inmueble parecía un castillo medieval situado en pleno centro de la ciudad. Ya eran las ocho y diez cuando entré tímidamente, aunque enseguida me desinhibí paseando por el enorme recinto y observando las distintas barras, colocadas en diferentes plantas, rincones y hasta reductos tipo pasadizo. Al final, cuando decidí relajarme al amparo de la discreción que me brindaba uno de estos rinconcitos y pedirme un refresco de té, hierbabuena y limón, sonó el móvil avisándome de un nuevo mensaje de Cullen: A tu AMO le encantaría que te quitases el abrigo.

¡Bufff! ¿Estaba escondido en algún rincón? ¿Podía verme y yo a ÉL no? ¿Pero dónde estaba? ¿No se habría disfrazado? Por más que miraba por todos los lados, ¿por qué no podía encontrar a nadie que coincidiese lo más mínimo con el hombre de la foto? ¿Y si todo era parte de su juego y en realidad no había llegado todavía? Me quité el abrigo de cuero negro y lo dejé en un taburete, presa del sorprendente abismo interior o esa especie de silencio que me envolvió por tanto y tanto aturdimiento, pese a que todo lo que me rodeaba era bullicio y buena, aunque estridente, música.

Imbuida en la burbuja de ese personal y autista silencio, pude abstraerme de Cullen durante escasos minutos, aunque «mi limbo particular» quedó interrumpido cuando, por detrás, alguien que no me permitió girarme para verle la cara agarró fuertemente y con violencia mi cintura para, a sus anchas, dedicarse a exhalar su aliento de hombre, lamerme, posar su boca húmeda, besarme y hasta mordisquearme por el cuello y las orejas.

La química se puso a funcionar y, rápidamente, me envolvió el olor de ese desconocido-conocido Cullen, excitándome sin ni siquiera haberle visto el rostro, ni cuando me soltó la cintura con la mano izquierda que al instante utilizó para taparme los ojos, al tiempo que, con la derecha, me giraba el torso como si fuese una muñeca. Agarrada, o más bien aprisionada por el talle con una fuerza tan asfixiante como excitante, y ciega frente a un hombre del que sólo pude intuir que contaba con estatura  alta y peso medio, me abandoné a los abrazos y besos de un AMO que no dejaba de amarrarme cada vez con más y más fuerza. Creo que me excitó tanto la falta de visibilidad, que participé activamente en la escena rodeándolo con mis brazos y, aunque ya los tenía tapados por su mano, cerrando los ojos al tiempo que mi boca y mi lengua, descaradas y desinhibidas por completo, se decidieron a lamer, besar, meterse entre los dientes, dibujar lentamente con saliva los labios de Cullen y morder a mi opresor.

No sé cuánto tiempo duró esta situación. Ni siquiera sé en qué momento Cullen se relajó y dejó de taparme los ojos al percatarse de que yo, absorta con esos morreos, que con toda seguridad habrían borrado hacía mucho mi pintalabios rojo de larga duración, no los abriría aunque estuviesen libres de vendas humanas. Tampoco sé cuándo el AMO de Seattle, casi con la misma fuerza con que antes oprimió mi cintura, comenzó a apretarme las nalgas atrayéndome más y más hacia él, hasta el punto de aprovecharse de la inexistente distancia que había entre los dos para hacerme notar su sexo irreverente y apuntador en mi pubis expectante, o cuando, sin remilgos de ningún tipo, sus manos decidieron posarse sobre mis tetas, portadoras de unos pezones duros como piedras, o cuando quizás un punto de lucidez le avisó de su incapacidad para mantener las formas y disimular, y me agarró con rudeza de una mano, al tiempo que con la otra hurgaba en el bolsillo de su pantalón, sacaba un billete de cinco euros que depositó en la barra para pagar el refresco sin esperar el cambio, cogía mi abrigo del taburete y me sacaba casi a rastras del efímero torreón, camino de no sé dónde.

¡Era mi héroe! Sin saber la razón y mientras le seguía entre los oscuros pasadizos de ese castillo medieval con dirección a la salida, sentí que ese hombre al que todavía no le había visto la cara o escuchado en directo su voz, ¡era mi héroe!

Un minuto después, ya en la calle, Cullen y yo nos miramos fijamente, sonriendo, descubriéndonos y asintiendo a todo lo que acababa de ocurrir un poco antes.

Lo cierto es que me gustó mucho más en persona que en la foto: tenía un actual y cuidado corte de pelo que, con sus canas repartidas por la sien y el flequillo, le hacía tremendamente atractivo; me pareció más delgado que en aquella fría instantánea, y su estilo y carisma me sedujeron cuando vi que ese hombre vestía con mi color preferido de la cabeza a los pies: pantalones vaqueros negros, modernos zapatos de cuero con cordones y calcetines también negros y una camisa, por cierto muy parecida a la mía, color cucaracha. Los ojos azules detrás de las gafas redondas me avisaron de esa pasión autoritaria que había vivido en la barra del castillo medieval, aunque llegué a sorprenderlo con un gesto tierno cuando posó mi abrigo sobre los hombros, y hasta con un rictus más que lujurioso cuando intentaba abrir la puerta de su coche negro con cara de pelirroja: te vas a enterar...

No sé si me iba a enterar o no, pero sin lograr entender por qué, subí a ese coche sin rechistar, sin preguntar y sin inmutarme. Una vez dentro y como sintiéndose protegido por ese pequeño habitáculo rodante, un emocionado Cullen ¡habló por fin!:


—Joder, sumi: Sabía que no me equivocaba. ¡Eres todavía más hermosa de lo que me imaginé! ¡Siempre supe que eras tú! ¡Mi sumi eres tú!

— ¡Bufff! Sin etiquetas, AMO. Por favor, sin los agobios de siempre. Ayúdame a abandonarme y a vivir el momento, sin darle cancha a mi loca y analítica cabeza...

—No creas que voy a arriesgarme otra vez a que todo acabe antes de empezar. Hoy no voy a presionarte con lo de ser o no ser, en fin..., ya me entiendes. Hoy, y sólo por hoy, sólo quiero amarte y amarte y amarte. Lo que seas o dejes de ser, lo descubrirás tú solita, cuando lo tengas que descubrir...

— ¡Buffff! Gracias, AMO.

—Hummmmmmmmm. ¡Cómo me pone que me llames AMO! Por cierto, ¿tienes hambre?

—Jajajajajajajaja... ¡Vaya cambio de tercio, AMO! No, no tengo hambre.

—Mejor. Después picaremos algo y así no perdemos tiempo. ¡Bufff!: Tenemos tantas cosas que hacer...


Cullen arrancó el coche sin, por supuesto, decirme hacia dónde se dirigía, aunque, una vez más, no había que ser adivina para averiguar que el hotel Scada sería nuestra siguiente y única parada. No me equivoqué, pero reconozco que me sorprendió la sugerencia de Cullen de tomar esa copa que casi ni siquiera me dio tiempo a probar en El Torreón. Volví a pedirme un refresco de té con limón y hierbabuena y hasta esa chocolatina que, expuesta tras la vitrina, me recordó que me vendría muy bien una pizca de azúcar. EL MAESTRO se rió con ese impulso infantil y chocolatero, e incluso creo que se recreó viendo cómo, inconscientemente y hasta con mala educación, mi colegio interior y exterior hizo que me chupara los dedos cuando el dulce se terminó.

Creo que queriendo evitar la profundidad del tema BDSM y sus roles de dominación y sumisión, durante unos minutos charlamos sobre el clima, los lugares de interés o el número de habitantes y la calidad de vida de Seattle, aunque ni aun queriendo podíamos detenernos mucho en trivialidades porque, al menor descuido, ya estábamos abrazándonos y besándonos de nuevo. A mi cabeza le dejé poca capacidad de maniobra, pero me dio tiempo a elucubrar que la noche, además de estupenda, sería larga por culpa de esta química que jugaba a hacer de nosotros pegamento.

Por cierto, me sorprendió la nueva sugerencia de Cullen, sobre todo porque tuvo lugar a costa de interrumpir uno de esos besos medio pornográficos que, sin querer, nos hacían enseñar las lenguas salivosas al camarero y a cuantos nos miraran en ese momento.


—Termina tranquila la copa, yo te espero en la habitación.

—Pero...

— ¡Sin pero! Sube dentro de media hora. ¡Es una orden!

— ¡Ya empezamos! ¿No decías que esta noche no importaba lo de ser o no ser?

—Sí, pero sólo respecto a ti y a tus líos erótico-existenciales. Yo tengo muy claro lo que me mueve por dentro. En fin, ¡tienes treinta minutos, sumi! ¡Ah!, y llámame AMO.


¡Que me maten si entiendo algo! ¿Pero no me había dicho que hoy, y sólo por hoy, no importaba lo de ser o no ser AMA, switch, sumi o nada de nada? ¿Acaso no hizo hincapié en que sólo quería amarme, amarme y amarme? Debe de ser que Cullen va de AMO por la vida las veinticuatro horas del día porque no lo entiendo, de verdad que no lo entiendo. En fin. ¿Qué hora será?... El móvil me dice que son las..., ¿cómo? ¿Las once ya? ¡Pero si hace nada que habíamos quedado y sólo eran las ocho!

Me sorprendió de nuevo la relatividad del tiempo, porque transcurre más fulminante que deprisa cuando la pasión, la química y el deseo deciden juntar a dos personas. Eso sí: mientras mi filósofa de pacotilla me acechaba de nuevo con pequeños sorbos de té, hierbabuena y limón, mi vejiga también decidió anunciarme el paso de esas horas que me habían parecido segundos. Decidí entonces enviarle un mensaje a Cullen: De acuerdo, AMO. Subiré en treinta minutos, pero te advierto que yo también necesito mi tiempo para pasar al baño. La minúscula pantalla del teléfono pronto se iluminó con una chulesca, y ya típica, misiva de AMOCULLEN: Tranquila, sumi. Tu coquetería ya me había hecho contar con el momento baño.

A las once y media en punto cogí el ascensor para dirigirme a la tercera planta del hotel Scada, dando pequeños botecitos en el interior porque me hacía pis y ya no aguantaba mucho más. Por cierto, el espejo del artefacto corroboró que no me había equivocado nada de nada, pensando que mi pintalabios rojo de larga duración había pasado a mejor vida.

Tres toques con los nudillos y «¡alguien!» abrió la puerta de la que, se supone, era «¡mi habitación!». Y digo «se supone» porque el ambiente era tan lúgubre que no pude reconocer ese cuarto, ni la cara de ese portero de noche llamado Cullen, aunque tenía tanta prisa por pasar al baño, que no me perdí en análisis absurdos sobre el porqué de ese ambiente tétrico. Allí, en ese reducto en donde aún quedaban restos de espuma en la bañera que sólo unas horas antes me había relajado tanto, me fumé tranquila un cigarro antes de volver a poner en marcha mis trucos de mujer, tras la necesaria y liberadora micción: lavado a conciencia de mis partes íntimas, cepillado de dientes con dentífrico líquido mentolado, un toque de pintalabios de larga duración que no duraba nada, cepillado del pelo, colocación del sujetador de encaje negro que Cullen me había subido por encima de las tetas y, sobre todo, desodorante y colonia refrescante sobre el cuello y las muñecas.

Asustada, expectante, tímida y resuelta a la vez, por fin me decidí a salir del baño, animada quizás por el hilo musical del hotel que Cullen había activado, para deleitarme con envolventes, románticas y grandiosas óperas, cuyo volumen subía preocupantemente con los solos, cada vez más agudos, de una conocida soprano.

¡Increíble! Casi me echo a llorar cuando vi que la oscuridad de mi habitación había dado paso a un ambiente cálido y medio sacrílego y eclesiástico, por ese sinfín de enormes cirios beige que estaban repartidos por todo el cuarto y que, de soslayo, hasta me permitieron ver la maleta negra de Cullen, medio abierta en un rincón. La maravillosa música unida al gesto de las velas me conmovió tanto que, otra vez impulsivamente, abracé a Cullen y comencé a besarlo por el cuello, la cara, los labios y el interior de cada diente y encía de su boca, buscando encontrarme con su lengua con ánimo de no separarme de ella en toda la noche...

Cullen también me correspondió con su lengua, lamiendo, y mordiendo después, cada trocito de piel que encontraba libre de ropa. Pero EL MAESTRO fue mucho más generoso en lo que respecta a la utilización de las manos, porque no tardó ni un segundo en subirme la minifalda y apretarme las nalgas, abrir con furia mi camisa rompiendo los botones para no tener que molestarse en sacarlos del ojal correspondiente, apretarme las tetas sin perder tiempo en acariciarlas, pellizcarme los pezones con una presión que me llevó a quejarme de dolor y de placer más de una vez, darme la vuelta, abrazarme por detrás y como en la barra del bar del centro, restregarme su polla aún protegida por los pantalones vaqueros, meterme los dedos en la boca, extraer saliva y dibujarme cálidas y artísticas líneas sobre los labios, agarrarme del pelo y presionar mi nuca para hacer que me inclinase sobre la cama, meter su mano bajo mi tanga para presionar con sus dedos el coño, y hasta la entrada del ano, arrancarme con furia ese tanga negro que había comprado al mediodía en la lencería local, regalarme, mientras seguía en esta posición de indefensión, unos manotazos en el trasero, ya desposeído de mi falda vaquera y la minúscula ropa interior, que iban a dejar la palma de su mano dibujada en mi nalga, presionar mi espalda con una mano para impedirme izarla, al tiempo que, con la otra, hábil y rápido, se desabrochó el cinturón, lo sacó de sus pantalones y empezó, para mi sorpresa no sorprendida demasiado si es que eso existe, a atizarme unos latigazos que no hacían sino ponerme cada vez más y más cachonda, pese a que el maldito cuero picaba, escocía y me dolía más que nada.

— ¿Te gusta lo que te hago? —preguntó un rabioso y excitado Cullen.

—.................................

—Vamos, responde: ¿te gusta esto, sumi?

—Sí —dije retraída.

—Eres una maleducada y tengo que castigarte mucho para que aprendas —dijo Cullen al tiempo que me golpeaba con el cinturón más y más fuerte—. Debes decirme: Sí, AMO. Gracias, AMO. Por favor, sigue así, AMO. ¡Vamos, zorra!, di lo que debes decir.

—.................................

— ¡Vamos, contesta!

—Sí, AMO —contesté tímidamente.

— ¿Cómo has dicho? Vamos, sumi: ruégale a tu AMO lo que tu coño y tus nalgas te están pidiendo a gritos.


Las sensaciones me resultaron tan fuertes que mi castradora cabeza no encontró ni siquiera un momento para hacer de las suyas y analizar o pensar. Sólo sé que me asombré cuando me vi solicitando más y más latigazos, o pidiéndole permiso a Cullen para comerme su polla, o rogándole desesperada que me follara sin piedad, al tiempo que de nuevo recordaba, y ¡por fin entendía!, una de las principales 55 reglas de oro de una esclava, que antaño me produjo rechazo y ahora, al menos en ese preciso instante, parecía estar escrita a mi medida:


El poder y la autoridad de tu Amo y Señor te infunden temor y respeto. Su sabiduría y su perverso refinamiento te fascinan. Estás orgullosa de pertenecerle y tu máxima satisfacción es comprobar que usarte le produce más placer cada día.
—Gracias, AMO. Pégame más, AMO. Quiero comerme tu polla, AMO. Tu placer es mi placer, AMO. Por favor, fóllame, AMO.


Veneré los nuevos latigazos de cinturón, cada tirón de pelo y todos los manotazos que sufrían mis nalgas, al tiempo que mi coño se calentaba como un horno que pide a gritos pan. Me sentí como la más guarra de las guarras, pero no tuve tiempo de plantearme si me convertía o no en sumisa el hecho de que me encantase rogar, pedir permiso, pronunciar la palabra AMO cada tres por dos, o la evidente sensación de sentirme dominada y a merced de un hombre rabioso que, en cuestión de segundos, mutaba su violencia erótica en una ternura sin igual. Porque cuando rogué a Cullen que me follara sin piedad, el rocambolesco AMO  me dio la vuelta, colocándome cara a cara y frente a ÉL. Me despertó un cariño inmenso cuando observé los ojos vidriosos de Cullen, aunque no distinguí si ese asomo de brillo se debía a una excitación de lobo que ya rebasaba todos los límites, al hecho de que yo, dejándome llevar por mi propia fogosidad, la novedad o mi afán de juego, había empezado a entrar por el aro de su mundo BDSM, o a las dos cosas.

Con un gesto entre delicado y sátiro a la vez, mi AMO cambió de tercio totalmente y empezó a tratarme como si en vez de su puta fuera una niña a la que debía cuidar y proteger: me acarició los cabellos al tiempo que me besaba los lóbulos de las orejas y hasta los ojos, bajó la minifalda a su lugar correspondiente, la desabrochó y la dejó caer al suelo, me quitó la camisa y el sostén que se encontraba de cualquier manera, excepto intentando sujetar las dos montañas de la talla 95 sobre las que, en teoría, debía situarse, me vendó los ojos, me tumbó suavemente sobre la cama y allí me dejó, ciega y a punto de llorar de emoción, de expectación, de placer o de no sé qué, durante unos instantes en los que tardó unos minutos en volver junto a mí, para besarme y acariciarme como si fuese su tesoro más preciado.

Sin quitarme la venda de los ojos, Cullen me cogió con suavidad la cabeza para incorporarme en la cama y obligarme, dulcemente, a que me sentara en el borde. Abrió mis piernas y situó su cuerpo en medio de las dos, poniendo en mi boca su polla erecta, ya libre de pantalones y calzoncillos. De nuevo me encantó el gesto, y saboreé aquel miembro con olor a jabón, mezclado con perfume de feromonas, como si se tratase del único y más preciado manjar de la tierra. Mi lengua trabajó más que en los sueños eróticos que tuve con Cullen tan a menudo, y creo que me excitaba cada vez más por el hecho de no poder ver nada de lo que estaba pasando. A su vez, el tacto de mis manos sobre las nalgas de Cullen que no dejaban de presionarlas con ánimo de atraerlo hacia mi boca, el olor y maravilloso sabor de su polla erecta y, sobre todo, los preciosos y preciados jadeos que salían por la boca del AMO, me llevaban a venerar internamente el sexo de aquel hombre y desear con fervor de novena religiosa que me follara pronto, muy pronto. Pero no lo hizo: parecía que Cullen alargaba lo que mi cuerpo pedía a gritos desde hacía tiempo, disfrutaba negándomelo o estaba aplicando aquella máxima de impedir que la sumisa se corriese sin el permiso expreso del AMO.

De repente, Cullen cogió mi mano y la situó en mi coño para que me hiciera una paja, cuyo orgasmo final, precedido de unos jadeos que tendrían que haberse escuchado en todas las plantas del hotel, coincidió con la que él, sin quitarme la venda de los ojos, se hizo tras sacar la polla de mi boca para terminar eyaculando sobre mi pecho. Sólo pude pensar una cosa tras los chorros de semen caliente que me regaron como si fuera una planta ansiosa de agua: me sentía tan sumamente bien que, a partir de ese momento, yo también agradecería infinitamente a ese AMO y Señor cada uno de sus desprecios, de sus castigos, de sus humillaciones y de sus azotes, porque todo eran etapas de un camino que me conduciría hacia la virtud.

AMOCULLEN me quitó la venda de los ojos y se tumbó a mi lado sin dejar de observarme emocionado, y pleno de ternura. Durante un tiempo estuvimos besándonos y mirándonos sin pronunciar palabra, sin reconocer la evidencia, sin poner etiquetas de AMOS o AMAS, y sin dejar de sonreír por esa complicidad que «en la vida real» acababa de multiplicarse, respecto de la que ya intuimos cuando nuestra relación sólo era cibernética, primero y, telefónica, después.


—Mi sumi está hermosísima y llena de luz.

—Gracias, AMO: ¡tú sí que estás hermoso!

— ¡Tengo un hambre atroz! —Dijo Cullen, interrumpiendo aquella escena romántica con asuntos relacionados con la intendencia del estómago—. ¿Pedimos algo? El servicio de habitaciones funciona también por la noche, aunque a estas horas seguro que sólo nos pueden servir cosas frías. ¿Qué te parece?

— ¡Estupendo! ¿Qué tal una copita de vino, AMO?

—Hummmmmmmmmmm. ¡Hecho, sumi!


Fui al baño mientras Cullen hizo la llamada de rigor, y el hecho de ver en el espejo mis nalgas rojas como tomates, lejos de molestarme, se me antojó como el trofeo y la prueba de mi lujuriosa noche loca y desenfrenado sexo, repleto de esos «pelos y señales» que antaño tanto temí...

Cuando volví a la habitación tras una breve y refrescante ducha rápida, una mesita plegable vestida con mantelitos impolutamente blancos, y portadora de vino, jamón serrano y queso manchego, reposaba sobre la cama que antes había sostenido nuestra desaforada libido.


— ¡Qué buena idea lo de pedir algo de comer, AMO!

—Pues la de pedir vino no se queda atrás. ¡Salud, sumi!

— ¡Salud, AMO!


Terminamos de devorar los víveres ibéricos con más voracidad que antes habíamos devorado otras cosas, pero justo tras el último bocado, Cullen retiró la mesita de la cama para tumbarme en ella con la misma ternura de antes. Creo que se aprovechó del abandono que me proporcionó aquel relax para, a traición, esposarme al cabecero de la cama. Mis protestas no impidieron que EL MAESTRO acudiera al baño y regresara de allí con varias toallas, cuchillas de afeitar desechables y una palangana llena de agua jabonosa. Es más: parecía que él respondía a mis protestas subiendo más y más el volumen de las óperas que minutos antes habíamos dejado casi al mínimo para cenar con tranquilidad. Y llegó un momento en el que ya no protesté, aunque una sátira sonrisa de Cullen me hizo pensar que ese AMO había resurgido de sus cenizas como el ave fénix.


—No quiero follarte sin el rito iniciático que te mereces.

—No te entiendo, AMO. No te entiendo...

—Pronto lo entenderás, sumi. Muy pronto lo entenderás.


Mio babbino caro cantaba la soprano a todo volumen, cuando Cullen me abrió las piernas con suavidad, haciéndome doblar las rodillas al tiempo que colocaba las plantas de mis pies sobre el colchón, a modo de turbadora visita al ginecólogo. El mimo y el cariño se le escapaba en cada gesto, como aquel en el que rompió el precinto que envolvía a una nueva, pero a la vez, brocha de barbero de las de toda la vida, para mojarla en el agua jabonosa de la palangana y posarla después por cada rincón de mi sexo, ya expuesto a su merced. Es cierto que hacía poco más de veinticuatro horas que la peluquera me había depilado con cera, pero pese a que le di permiso para que entrase también en los labios, faltaba la fina ristra de pelillos rizaditos que tapaba mi más íntima abertura.

Después del fascinante momento del jabón y el consecuente recreo de Cullen posando la brocha por cada rincón de mi sexo, extendiéndola y hasta haciéndome unas cosquillas más que sospechosas, tuvo lugar el rasurado. Mi AMO cogió con la mano derecha una cuchilla de usar y tirar, pero no dudó en utilizar la izquierda para acariciar y masturbar la misma parte del cuerpo que acababa de enjabonar.

Me excité con la depilación casi más que con la larga secuencia que habíamos vivido antes de cenar. Porque Cullen se detenía en cada rastro que dibujaba la maquinilla sobre mi pubis, tanto como se detenía en la presión de mi clítoris con su pulgar o en la penetración de mi vagina con los dedos índice y corazón que, a modo de brújulas, hurgaban por ese túnel cálido, y cada vez más húmedo, en busca de un punto que lleva por nombre la letra G. Los suspiros, rebeldes y ya descontrolados de nuevo, se volvían a escapar de mi boca cuando, sin sacarlos del coño, mi AMO presionaba los dedos como queriendo atraerlos hacia sí, o cuando me propiciaba, y no sé si queriendo o sin querer, unos casi imperceptibles cortes en el monte de Venus al dibujar pequeños puntos de sangre, artísticamente mezclada después con el jabón. Volví a desear con todas mis fuerzas que AMOCULLEN me follara con todas las suyas, y la verdad es que en el momento que se levantó y acudió al baño a tirar el agua jabonosa de la palangana, pensé que, ¡por fin!, Santa Lujuria, San Orgasmo, o quienquiera que fuese, había escuchado mis súplicas.

Cullen volvió del aseo con agua limpia que, cuidadosamente, echó sobre mi nuevo sexo de aspecto juvenil, pero secándolo después, con minuciosidad de madre preocupada por el culito de su bebé. Al instante siguiente me quitó las esposas, me agarró las manos levantándome con ímpetu de la cama, y me sujetó mientras me besaba desesperadamente una y otra vez, para terminar el que fue su último beso con otro giro espectacular:


— ¡Date la vuelta, perra! Y ponte a cuatro patas.

—Sí, AMO —contesté sin que ÉL pudiera ver cómo me relamía, sólo de pensar en lo que podría ocurrir con aquella postura.


La polla dura de Cullen entró en mi vagina que, más que hambrienta, parecía bulímica de ella. Fue de golpe, sin piedad y con esa brusquedad que nos gusta a las mujeres cuando la ternura y un extenso calentamiento previo han dado paso al deseo de un erotismo violento. Sentí cada sacudida y cada embestida de Cullen en lo más profundo de mí, y mi placer, generoso, quiso regalar a mi AMO todos mis líquidos para deleitarlo a ÉL y a su miembro con un íntimo brindis.

Más, más y más... Cada vez más brusco, cada vez más fuerte, cada vez más profundo... Tanto que mis susurros se convirtieron en jadeos ordinarios, y hasta en un aullido desgarrador que salió de mi boca cuando Cullen, aprovechando lo que yo sentí como cenit de mi delirio, se decidió a regar mi trasero con un lubricante pastoso y frío, para terminar haciéndome un daño atroz en el momento en que decidió introducir en mi culo uno de los dedos de su mano derecha.

No me dio tiempo a pensar, y mucho menos a catalogar las intensas emociones y diversas sensaciones que me asaltaban con las embestidas de Cullen, con su maldito dedo haciéndome ese daño terrible que, inexplicablemente y por segundos, quería convertirse en placer, o con los nuevos manotazos en las nalgas que, con la izquierda, me propinó ese pulpo-AMO. Entre tanto aturdimiento, parece que mi inconsciente decidió no dejarme atrás porque, aprovechando la libertad de mi mano derecha, la pasé debajo de mi cuerpo, agarré los huevos de Cullen y los anillé como queriendo ahorcarlos con mis dedos pulgar e índice.

Sólo me dio tiempo a pensar una cosa: junto con el tema azotes, Cullen acababa de cumplir una de sus promesas de antaño, y yo, en un momento en que me sentí reventar por dentro, pude recordarla al tiempo que un orgasmo apoteósico parecía buscarme con obcecación:


—Dime: ¿has sentido alguna vez una doble?

— ¿Estás loco? ¿Doble? ¿Pero cómo iba a soportar el mundo a otra insumisa como yo?

—Jajajajajajajajajajajaja. Me refiero a si has sentido una polla en tu culo y otra en tu coño; bueno, o algo que las sustituya, claro...

—Te odio. Te odio porque sabes que acabas de dejarme con la boca abierta. Pues no, no he sentido una doble y me maldigo por la respuesta. Primero porque me lo he perdido, y segundo, porque sé que encima te pone más.

—La sentirás, no te preocupes que la sentirás.

— ¿Es una amenaza?

—No, es una sentencia.


Ya no pude aguantar más y grité. Grité y volví a gritar, desaforadamente, sin poder evitarlo y sin poder parar de hacerlo:


—Me mueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeerrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrroooooooooooooooooo.

— ¡Espera, sum!: Espera el orgasmo de tu AMO...

—Date prisa, AMO, date prisa: Me mueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeerrrrrrrrrrrrrrrrrooooooooo.


¡Menos mal que ese AMO no me hizo esperar más que unos segundos! Es más, creo que mi grito fue el impulso que necesitó para, más que calentarse, abrasarse definitivamente y sucumbir en los brazos de ese orgasmo espectacular que nos abrigó al unísono.

Nunca me había pasado algo así: el grandioso éxtasis vino acompañado de un llanto tan desgarrador como paradójico, porque nada me dolía ni me hacía daño, sino todo lo contrario: me sentía plena, liviana, bella, feliz y luminosa por dentro y por fuera, aunque me era imposible dejar de llorar.


—Niña, mi niña —dijo de nuevo un paternal Cullen, sin dejar de abrazarme con ternura.

— ¿Por qué, AMO? ¿Por qué?

— ¿Por qué, qué?

— ¿Por qué si me siento tan feliz no puedo dejar de llorar?

—Porque has llegado al éxtasis...


Algunos de los cirios ya estaban apagados cuando me abandoné, sin remedio, a las delicias de un sueño profundo, muy profundo. Sólo recuerdo vagamente que AMOCULLEN me arropó y se quedó a mi lado un tiempo, abrazándome y velando mi sueño durante unos minutos en los que, al oído, me adormecía diciéndome cosas muy hermosas.

Más tarde, y cuando Morfeo casi no me permitió escuchar lo que me susurraba, Cullen prefirió marcharse con su enorme maleta, y dejarme tranquila para poder descansar con plenitud.


—Duerme, sumi, duerme. Descansa todo lo que puedas porque mañana te espera un día fascinante, pero muy duro. No te preocupes por nada: yo seré tu despertador. ¡Hasta mañana, mi niña!

Capítulo 10: Bienvenida Capítulo 12: Puesta de largo

 
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