Fuente: www.lavanguardia.es
El filme invierte la dialéctica sexo y amor habitual desde la revolución sexual | '(500) días juntos' impugna el género romántico con ánimo de refundarlo
El género de la comedia romántica para adolescentes –en el que el nuevo fenómeno planetario son los vampiros pospúberes de Luna nueva– ha sido, junto con el terror, uno de los más rentables de Hollywood desde que la industria descubrió, allá por los años 60, que la mayor parte de sus clientes acaba de entrar en la edad de los picores. Tiene la ventaja de unos costes limitados (ni ambientación de época, ni grandes efectos especiales, ni actores de gran caché) y un potencial de rentabilidad muy alto.
Continúa...
Pero la serie de vampiros para adolescentes (entiéndase el término en femenino plural, aunque sea palabra epicena) presenta una novedad notable: una moral sexual premoderna. Que la dirija Chris Weitz, productor de American Pie (1999) y productor de sus dos secuelas –comedias basadas en el irrefrenable deseo adolescente de desvirgarse–, casi parece un sarcasmo de los productores.
Luna nueva mantiene intactas las características neorrománticas de su predecesora, Crepúsculo (que, a diferencia de lo que ocurría en los años ochenta, son mucho más que la estética) y las lleva al extremo.
Como en un ripio decimonónico, la serie creada por Stephenie Meyers invita a las jovencitas a un romanticismo necrófilo, el de quien ama más la ausencia que la presencia, quien prefiere el regodeo del rechazo que la celebración de la correspondencia, el de quien ama la piedra fría del cementerio, los cipreses, la lluvia y la languidez, acaso la enfermedad. Y la castidad, ya que es un amor mórbido –lo muerto, lo pálido, lo inconsumable– que sólo podría consumarse con el matrimonio.
El sexo, que en este lado del mundo pasó de ser un tabú religioso a convertirse en un mito progre y romántico sin pasar por la normalidad –lo demuestra el debate sobre la regulación de la prostitución, que atribuye al comercio del sexo cualidades de dignidad distintas al comercio de la conciencia de, por ejemplo, un publicista que loa un producto en el que no cree–, se empata en esta serie con el vampirismo: una enfermedad, una condena, una maldición placentera.
La irrupción del fenómeno Crepúsculo –según los libreros, casi exclusivamente femenino, lo que se entiende también viendo el reparto de las películas– no supone una novedad estructural. El esquema de la chica mona pero no mucho, abiertamente pasiva agresiva, que, sin hacer casi nada más que languidecer, domestica a la bestia, un guapo de mentón con instintos animales y corazón de oro, tiene más años que el jabón Lagarto. Es la posición en la que coloca al sexo y al amor, invirtiendo el esquema en vigor en el género desde la emancipación sexual de la mujer en los setenta, lo que es rompedor.
Esta serie no es la primera que revisa los cánones del género de adolescentes enamorados, pero sí es la única que lo hace de forma contracontemporánea –si se excusa el palabro–. Véase que la notable Nick y Nora, una noche de música y amor (2008), de Peter Sollet, planteaba un minúsculo relato de fin de semana en el que el jovencito juega sus cartas sin grandes ambiciones románticas: quiéreme hoy, que mañana es tarde. El sexo es amor, al menos mientras dura.
Sin embargo, la más audaz novedad en los últimos meses, (500) días juntos (2009), de Marc Webb, hace lo contrario, impugna el género: las penas amorosas del protagonista son la penitencia por haberse creído las canciones pop y las comedias románticas. Y a la vez, como hizo Sin perdón con el western, lo destruye y lo ensancha, haciéndolo contemporáneo, rebasando la puesta al día a que lo sometió Nick Hornby hace una década.
El amor no existe, sostiene el protagonista (Tom / Joseph Gordon Lewit), es un invento, una trampa para incautos que se creen lo que ven en la tele, en el cine, en una novela de tapa oscura y rosas rojas, en una canción de Belle and Sebastian.
El amor no existe –postula– pero yo muero de amor. Su amada (Summer / Zooey Deschanel) le quiere y se entrega al sexo con él (aquí no hay desfloraciones celebradas) con la misma naturalidad con la que le quiere: hoy, sí porque sí, y mañana, a lo mejor no me apetece que me llames. Lo que, por cierto, es una reivindicación de la autonomía de una mujer contemporánea que ha naturalizado su relación con el sexo.
Así que, entre el amor rimado del XIX –Por una mirada un mundo, por una sonrisa un cielo, por un beso... yo no sé qué te diera por un beso (en Bécquer, como se ve, el sexo se salía de cuadro)– que ofrece Luna nueva, y el descreimiento de (500) días..., al género no le faltan reinventores, aunque ansíen destinos narrativos que son como los dos sexos, opuestos.
|