Bella se apoyó en la encimera y lo observó mientras comía. Lo hacía lentamente, de forma casi mecánica. No dejaba entrever si le gustaba la comida, pero aún así, continuaba comiendo. Lo que realmente le sorprendió fueron los exquisitos modales europeos que demostraba. Ella nunca había sido capaz de comer de ese modo, y fue entonces cuando comenzó a preguntarse dónde habría aprendido a utilizar el cuchillo para mantener la pasta en el tenedor, y evitar que se cayera. —¿Había tenedores en la antigua Macedonia?— le preguntó. Edward dejó de comer. —¿Disculpa?— —Me preguntaba cuándo se inventó el tenedor. ¿Ya lo utilizaban en...?— *¡Estas desvariando!* Le gritó su mente. *¿Y quién no lo haría en esta situación? Mira al tipo. ¿Cuántas veces crees que alguien ha actuado como un imbécil y ha acabado devolviendo la vida a una estatua griega? ¡Especialmente una estatua con ese cuerpo!* No muy a menudo. —Creo que se inventó a mediados del siglo XV— —¿En serio?— preguntó ella —¿Tú estabas allí?— Con una expresión ilegible, alzó los ojos y a su vez le preguntó: —¿A qué te refieres, al momento en que inventaron el tenedor o al siglo XV?— —Al siglo XV, por supuesto— Y pensándolo mejor, añadió: —No estabas allí cuando se inventó el tenedor, ¿verdad?— —No— Edward se aclaró la garganta y se limpió la boca con la servilleta. —Fui convocado en cuatro ocasiones durante ese siglo. Dos veces en Italia, una en Francia y otra en Inglaterra— —¿De verdad?— Intentó imaginarse cómo debía ser el mundo en aquella época —Apuesto a que has visto todo tipo de cosas a lo largo de los siglos— —No tantas— —¡Oh, venga ya! En dos mil años...— —He visto mayormente dormitorios, camas y armarios— Su tono seco hizo que Bella se detuviera y él continuó comiendo. Una imagen de James se le clavó al corazón. Ella sólo había conocido a un imbécil egoísta y despreocupado. Pero parecía que Edward tenía más experiencia en ese terreno. —Cuéntame entonces, ¿Qué haces mientras estás en el libro, te tumbas y esperas que alguien te convoque?— Él asintió. —¿Y qué haces para pasar el tiempo?— Edward se encogió de hombros y Bella cayó en la cuenta de que, en realidad, no demostraba poseer un gran número de expresiones. Ni de palabras. Se acercó a la mesa y se sentó en un taburete frente a él. —A ver, de acuerdo con lo que me has dicho tenemos que estar juntos durante un mes, ¿qué tal si nos dedicamos a charlar para hacerlo más agradable?— Edward levantó la mirada, sorprendido. No podía recordar la última vez que alguien quiso conversar con él, excepto para darle ánimos o hacerle sugerencias que lo ayudaran a incrementar el placer que les proporcionaba. O para pedirle que volviera a la cama. Había aprendido a una edad muy temprana que las mujeres sólo querían una cosa de él: esa parte de su cuerpo enterrada profundamente entre sus muslos. Con esa idea en la mente, paseó lentamente la mirada por el cuerpo de Bella, deteniéndose en sus pechos, que se endurecieron bajo su prolongado escrutinio. Indignada, Bella cruzó los brazos sobre el pecho y esperó a que él la mirara a los ojos. Edward casi soltó una carcajada. Casi. —A ver— dijo él utilizando sus mismas palabras. —Hay cosas que hacer con la lengua mucho más placenteras que charlar: como pasártela por los pechos desnudos y por la garganta— bajó la mirada hacia el lugar donde, aproximadamente, quedaría su regazo a través de la mesa. —Sin mencionar otras partes que podría visitar— Por un instante, Bella se quedó sin habla. Y después le encontró la gracia al asunto. Y un momento más tarde empezó a ponerse muy cachonda. Como terapeuta, había oído cosas mucho más sorprendentes que ésa, se recordó. Sí, claro, pero no lo había dicho una persona con la que ella quería hacer otras cosas aparte de hablar. —Tienes razón, hay otras muchas cosas que se pueden hacer con una lengua; como, por ejemplo, cortarla— le dijo, y se regodeó en la sorpresa que reflejaron sus ojos. —Pero soy una mujer a la que le gusta mucho hablar, y tú estás aquí para complacerme, ¿verdad?— Su cuerpo se tensó de forma muy sutil, como si se resistiera a aceptar su papel. —Es cierto— —Entonces, cuéntame lo que haces mientras estás en el libro— Bella sintió como sus ojos la atravesaban con una intensidad tan abrasadora que la dejó intrigada, desconcertada y un poco asustada. —Es como estar encerrado en un sarcófago— contestó él en voz baja. —Oigo voces, pero no puedo ver la luz ni ninguna otra cosa. No puedo moverme. Simplemente me limito a esperar y a escuchar— Bella se horrorizó ante la simple idea. Recordaba el día, mucho tiempo atrás, en que se había quedado encerrada accidentalmente en el armario de las herramientas de su padre. La oscuridad era total y no había modo de salir. Aterrorizada, había sentido que se le oprimían los pulmones y que la cabeza empezaba a darle vueltas por el miedo. Chilló y pataleó contra la puerta hasta que tuvo las manos llenas de moretones. Finalmente, su madre la escuchó y la ayudó a salir. Desde entonces, Bella sentía una ligera claustrofobia debido a la experiencia. No podía imaginarse lo que sería pasar siglos enteros en un lugar así. —Es horrible— balbució. —Al final te llegas a acostumbrar. Con el tiempo— —¿De verdad? — no estaba muy segura, pero dudaba que fuese cierto. Cuando su madre la sacó del armario, descubrió que sólo había estado encerrada media hora; pero a ella le había parecido una eternidad. ¿Qué se sentiría al pasar realmente una eternidad encerrado? —¿Has intentado escapar alguna vez?— La mirada que le dedicó lo decía todo. —¿Qué sucedió?— preguntó Bella. —Obviamente, no tuve suerte— Se sentía muy mal por él. Dos mil años encerrado en una cripta tenebrosa. Era un milagro que no se hubiera vuelto loco. Que fuera capaz de sentarse con ella y hablar. No era de extrañar que le hubiese pedido comida. Privar a una persona de todos los placeres sensoriales era una tortura cruel y despiadada. Y entonces supo que iba a ayudarlo. No sabía muy bien cómo hacerlo, pero tenía que haber algún modo de liberarlo.
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