Amante mediterráneo (+18)

Autor: EllaLovesVampis
Género: Romance
Fecha Creación: 26/06/2013
Fecha Actualización: 26/06/2013
Finalizado: SI
Votos: 9
Comentarios: 9
Visitas: 31305
Capítulos: 13

 

 

Edward Anthony Cullen conocía muy bien a las cazafortunas, por eso cuando conoció a la hermosa Isabella Swan en aquella isla griega, decidió no decirle quién era él realmente. Después de todo, lo único que deseaba era acostarse con ella cuanto antes y cuantas veces fuera posible.

AVISO:Adaptación de libro con el mismo titulo de la autora Maggie Cox.

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Capítulo 10: Capítulo 10

Edward apartó el montón de sábanas revueltas, se levantó de la cama, y lanzándole una breve mirada por encima del nombro, dijo:

—Voy a buscar algo para beber.

La cintura de los vaqueros le quedaba baja, y enfatizaba su figura de caderas estrechas; Isabella recorrió con una mirada hambrienta su espalda desnuda, y no pudo evitar que volviera a encenderse en su interior una llama de deseo. Hacer el amor con aquel hombre era adictivo, y su cuerpo entero resplandecía y palpitaba de placer. Era difícil creer que su esposa le hubiera sido infiel, seguramente la mujer no estaba en sus cabales; si Edward fuera suyo...

Apartó aquel pensamiento de inmediato, porque sólo haría que sufriera aún más; él no era suyo, y seguramente jamás lo seria. Si complacía a sus padres y a Eleazar Denali, quizás en un par de meses estaría casado con la desvergonzada Tanya, y dos familias griegas increíblemente ricas unirían su poder mediante aquel matrimonio.

Isabella se dio cuenta de repente de que, si Tanya resultaba ser su hermanastra, ella viviría atormentada al saber que el hombre al que amaba estaba casado con una pariente suya. Sintió que una punzada de dolor le atravesaba el pecho al pensar en aquello, y salió de su ensoñación al recordar lo que Eleazar le había contado.

Tras ponerse bien los tirantes del vestido, se levantó también de la cama, tomó del suelo las braguitas de algodón que él le había quitado con abandono, y esperó a que Edward desapareciera en la otra habitación antes de ponérselas apresuradamente.

Se calzó las sandalias, que dejaban los dedos de los pies al descubierto, y lo siguió hasta la pequeña cocina; mientras él sacaba una botella de zumo de la nevera, fue incapaz de apartar su ávida y admirativa mirada de su hermoso torso desnudo y su serio perfil. Cuando él se volvió hacia ella, Isabella se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja, consciente de su desarreglo, y preguntó:

—¿Puedo utilizar el cuarto de baño?

—Por supuesto —contestó él.

Edward no sonrió, y ella supuso que a pesar de haber hecho el amor, aún no la había perdonado. No sabía cómo convencerlo de que no estaba planeando nada ilícito, y parecía que sus propios principios se habían vuelto en su contra. Se había enfadado con Edward porque no le había dicho toda la verdad sobre su trabajo, porque había hecho que creyera que era un simple fotógrafo, y sin embargo ella no le había explicado todas las circunstancias que rodeaban su vida. De hecho, le había contado muy poco de sí misma, así que no era de extrañar que él sospechara de sus motivos.

—Por favor, ¿podríamos hablar cuando salga? —sugirió tentativamente.

Él sirvió zumo de uva en dos vasos antes de responder:

—Sí, hablaremos... si estás dispuesta a contarme la verdad sobre lo que hacías con Eleazar Denali.

—¿Qué pasa si...? —Isabella apenas se atrevía a formular la pregunta —; ¿qué pasa si no lo estoy? Porque ya te lo he dicho, no puedo hacerlo.

Edward la miró con expresión cansada y acusadora, y se encogió de hombros en un gesto displicente.

—Entonces tú y yo no tenemos nada más de qué hablar, Isabella. Es tan sencillo como eso.

Ella se quedó atónita, y sintió que se le helaban las entrañas; al fin, consiguió decir:

—¿Aunque acabamos de hacer el amor?

—Si me has engañado con el amigo de mi padre, si estás planteándote siquiera hacerlo, entonces me temo que lo que hemos compartido no ha sido nada más que sexo vacío y carente de importancia, algo ante lo que hemos sucumbido para satisfacer una necesidad humana muy elemental.

Sus crueles palabras la hicieron sentirse sucia y barata, utilizada; negándose a mostrar su angustia ante él, Isabella apartó la mirada y fue al cuarto de baño, para poder derramar sus lágrimas de frustración en privado.

Habían hecho el amor sin usar protección.

Mientras conducía por el ajetreado y ruidoso centro de Atenas hacia la mansión de Eleazar Denali, agradecido por el aire acondicionado del lujoso Volvo, que lo protegía del calor sofocante del exterior, el cerebro enfebrecido de Edward volvía una y otra vez a aquel hecho irrefutable.

Se preguntó si Isabella estaría tomando la pildora, en cuyo caso se estaba preocupando sin necesidad; nada excepto un terremoto o la intervención divina los habría separado la mañana anterior, cuando la furia había dado paso a la pasión, pero se arrepentía de no haber actuado con un poco más de autocontrol.

Era posible que volviera a repetirse la insostenible situación que había soportado con Irina, pero no creía poder soportarlo si Isabella se sentía atraída por otro hombre estando embarazada de él. Aunque había permitido con aparente frialdad que ella se fuera llorosa de su casa el día anterior, en realidad le había resultado casi imposible contener el deseo de tomarla en sus brazos.

Sabía que estaba loco por ella, y por eso había vuelto a Atenas y había ido a ver a su padre para pedirle la dirección de Eleazar. Quería saber si las intenciones del hombre con Isabella eran honorables o no; sin importar sus sentimientos por ella, no estaba dispuesto a tener una relación con una mujer que deseara a otro hombre.

Un empleado lo condujo a un salón palaciego, y Edward tuvo que controlar su genio cuando volvió a estar cara a cara con Eleazar. El hombre estaba de pie junto a la repisa de mármol de la chimenea, fumando un enorme puro cubano, y por un momento lo asaltó una brutal y vivida imagen mental de aquel corpulento hombre de negocios en la cama con Isabella.

Tras apartar con impaciencia aquellos pensamientos abrumadores de su mente, ignoró la sonrisa que empezaba a aparecer en las facciones regordetas del amigo de su padre, y dijo con brusquedad:

—Gracias por recibirme, a pesar de saber que venía con tan poca antelación.

—¡Por favor, Edward, me honra tu visita! Valoro enormemente que hayas interrumpido dos veces tus vacaciones por mí. Me alegré muchísimo cuando tu padre me llamó para decirme que venías, lo único que lamento es que mi hermosa Tanya no esté aquí para saludarte, pero quizás podamos rectificar eso pronto. Tenemos mucho de qué hablar, ¿verdad?

Edward pensó con impaciencia que aquello era cierto, aunque el tema que le preocupaba no tenía nada que ver con los negocios ni con Tanya; él quería hablar de otra mujer. Se pasó los dedos por el pelo y suspiró, poco dispuesto a conversar educadamente de naderías.

—Te vi ayer tomando café con una amiga mutua, Eleazar.

—¿Con Isabella? Sí, es una joven encantadora.

El hombre apagó el puro de repente en un enorme cenicero de mármol que había sobre la repisa, y Edward creyó vislumbrar un breve relampagueo de nerviosismo en sus ojos.

—¿Qué interés tienes en ella, Eleazar? Puedes decírmelo con franqueza.

Edward cruzó la gruesa alfombra, y se sentó en un elegante sofá blanco con expresión deliberadamente calmada.

—No sé a qué te refieres —dijo Eleazar, encogiéndose de hombros; el brillo de su alianza de oro destacaba en su dedo.

Edward se dio cuenta de que la incomodidad del hombre iba en aumento, y aquello añadió credibilidad a sus vagas sospechas de que estaba intentando convencer a Isabella de que tuviera una aventura con él.

—Has entendido la pregunta, ¿verdad? —Edward se aflojó la corbata y miró a Eleazar con expresión implacable, sin darle cuartel.

—Se trata de una cuestión privada que sólo nos concierne a la joven en cuestión y a mi —dijo el hombre.

Claramente ofendido, Eleazar fue a sentarse en el sillón que había frente a Edward, mientras su frente se cubría visiblemente de sudor.

—¿Una cuestión privada? —incapaz de contener su genio como había sido su intención, Edward no pudo evitar levantar el tono de voz—; ¿qué puede haber entre vosotros dos que sea privado? ¡Que yo sepa, os conocisteis en la cena en casa de mis padres! ¿Acaso estás intentando convencerla de que se acueste contigo?

—¡No te pases de la raya, Edward! —al borde de la apoplejía, Eleazar se secó furiosamente la frente y volvió a ponerse de pie, en una maniobra dificultada por su peso y sus dimensiones— ¡tu padre se avergonzaría si supiera cómo me has hablado en mi propia casa!

Edward también se puso de pie; su altura superior le proporcionaba una ventaja tanto física como psicológica sobre el otro hombre.

—¡No mezcles a mi padre! Esto es algo entre tú y yo, y exijo que me digas lo que está pasando realmente. ¡No pienso irme de aquí hasta que lo hagas!

—¡Ésta es mi casa, Edward Cullen, y no voy a consentir que vengas a exigir nada!

Eleazar lo miró con furia, claramente enfadado por el cariz inesperado que había tomado la situación; era obvio que había supuesto que su visita se debía a una razón muy diferente... su hija. Con voz indignada, le dijo:

—Será mejor que me expliques tu propio interés en esa joven inglesa, me pregunto a qué se debió tu osadía de llevarla a la cena. Carlisle cree que lo hiciste sólo para molestarlo, porque ambos esperábamos que Tanya y tú os gustarais y decidierais iniciar una relación; sin embargo, si te has tomado la molestia de venir sólo porque nos viste tomando café juntos, tu interés en Isabella debe de ser muy serio.

Edward no quería explicarle lo que sentía por ella a nadie, apenas podía explicárselo aún a sí mismo. Se aflojó más la corbata, y sostuvo con reticencia la mirada llena de curiosidad del otro hombre.

—Lo único que tienes que saber es que tenemos una relación —dijo con voz tensa.

—Supongo que te estás acostando con ella, ¿no?—asintiendo con la cabeza, Eleazar suspiró como si acabara de llegar a alguna conclusión—; sí, está claro que sí. Así que por eso has venido a mi casa, exigiendo saber con tanta furia por qué me encontré con ella.

—Quiero saber la verdad —dijo Edward con expresión cautelosa, mientras se preparaba para oír lo peor.

—No puedo negar que me decepciona tu interés en la joven, ya que tanto tu padre como yo teníamos grandes esperanzas de que Tanya y tú llegarais a... bueno, está claro que eso no va a suceder, ¿verdad? —Eleazar suspiró, y al fin dijo—: lo que voy a contarte debe permanecer de forma estrictamente confidencial entre nosotros, Edward. Ni siquiera tu padre lo sabe. ¿Tengo tu palabra de que no traicionarás mi confianza?

—Sí.

Eleazar fue hasta la puerta, y se aseguró de que estuviera bien cerrada. Cuando volvió a la repisa de mármol para encender otro puro antes de empezar a hablar, el corazón de Edward empezó a martillearle en el pecho con una sensación cercana al miedo.

Isabella se había pasado prácticamente la noche entera pensando en Edward, y en lo que Eleazar Denali le había dicho; finalmente, mientras desayunaba en una agradable terraza, inhalando el fragante aroma cítrico del limonero bajo el que estaba sentada, decidió al fin lo que iba a hacer.

La historia de Eleazar era increíble, y había demasiados puntos comunes para ignorarla sin más, a pesar de que ella misma había dicho que en la vida había extrañas coincidencias. Sin embargo, a pesar de que la historia parecía lo suficientemente intrigante para merecer que la investigara a fondo, había decidido que no iba a hacer nada al respecto. Dejaría las cosas tal y como estaban.

De forma inesperada, había sentido una gran paz al tomar aquella decisión, y eso la había convencido de que estaba haciendo lo correcto. Había ido a Grecia a averiguar quién era y, sorprendentemente, lo había conseguido.

Era Isabella, la única hija de Reneé y Charlie Swan. ¿Para qué buscar amor en una familia con la que quizás tuviera lazos sanguíneos, cuando ya lo tenía en abundancia en casa? Eleazar Denali tenía una hija a la que estaba claro que adoraba, y no le serviría de nada descubrir que tenía otra, producto de un romance que había vivido tanto tiempo atrás. Aquello sólo le acarrearía al hombre problemas con su familia, y aunque no lo conocía demasiado bien, ella no quería causarle ningún daño.

No importaba que al verla él hubiera pensado que ella podía ser su hija, y que hubiera querido comprobarlo. La confirmación de sus sospechas podría costarle muy caro, no desde un punto de vista económico, sino emocional; estaba claro que el hombre había seguido sufriendo por la pérdida de su amor de juventud, e ignorar lo que habría sido de aquella mujer debía de partirle el alma.

Tras tomar su decisión, Isabella se llevó una cucharada de cremoso yogur griego con miel a la boca, y lo saboreó con placer. Sin embargo, en aquel momento volvió a recordar el dolor que había sentido al marcharse de la casa de Edward el día anterior, la frialdad de él, su negativa a ceder lo más mínimo cuando ella se había negado a contarle su conversación con Eleazar.

Era absurdo que él creyera que podía plantearse siquiera tener una aventura con aquel hombre, aunque ignorara la conexión real que posiblemente existía entre Eleazar y ella. ¿Acaso estaba ciego, para no darse cuenta de que ella lo adoraba? Había estado dispuesta incluso a perdonar sus mentiras sobre su identidad, aunque significaran que no era tan digno de confianza como ella hubiera querido.

Edward le había dicho que había tenido sus razones para no contarle toda la verdad, y ella había deseado oírlas para absolverlo de toda culpa, pero en ese momento se preguntaba si tendría ocasión de hacerlo. No podía revelar lo que Eleazar le había contado, así que a menos que Edward cediera y aceptara que ella no estaba ocultándole nada turbio, era difícil que su relación siguiera adelante.

Pensó en la desconfianza, en las mentiras, pero era difícil resistirse a la increíble atracción que Edward ejercía sobre ella. El amor que sentía por él consumía cada segundo de su existencia, y jamás se había sentido tan viva como cuando hacían el amor.

Conocerlo la había cambiado profundamente, ¿cómo podría volver a casa y conformarse con menos?

—Kalimera.

—Kalimera. ¿Puedo entrar?

Isabella echó un vistazo a la amplia sala, cuyos únicos ocupantes eran en aquel momento los trabajos fotográficos expuestos, y sonrió al amable recepcionista. El hombre devolvió el gesto con calidez, y contestó:

—Parakalo, por supuesto. ¿Ha venido de vacaciones desde Inglaterra?

—Sí.

Isabella frunció los labios al recordar que pronto volvería a casa, y se dio cuenta de que había muchas razones por las que echaría de menos aquella isla. Adondequiera que fuera, la gente se mostraba hospitalaria; todo el mundo era amable y servicial, y no pudo evitar comparar positivamente su carácter generoso y abierto con el talante mucho más reservado de la gente de su país. Con una sonrisa, añadió:

—Pero prefiero no pensar en eso ahora.

Volvió a sonreír, y supo que él había entendido que no se sentía precisamente encantada con la perspectiva de que sus vacaciones terminaran.

—Por favor, siéntase libre de mirar todo lo que quiera; hoy tenemos abierto hasta las diez de la noche, así que puede pasarse el día entero aquí si quiere.

El hombre no tenía idea de lo mucho que le gustaría hacerlo, ya que estar rodeada de las maravillosas fotografías de Edward sería lo más cercano a estar con él. No lo había visto en dos días, y estaba empezando a pensar que él no tenía intención de volver a verla.

Sintiendo que una punzada de dolor le atravesaba el corazón, se volvió y se dirigió hacia la fotografía que la había cautivado más que ninguna otra, y con la que había sentido una instantánea conexión especial. Marie. El tiempo pareció detenerse mientras contemplaba el angustiado pero fascinante rostro de la anciana, y aunque oyó voces que llegaban desde la entrada, no les prestó ninguna atención.

—Fui a tu hotel, pero me dijeron que habías salido. Supongo que no debería sorprenderme de encontrarte aquí.

—¡Edward!

Su mirada ávida lo devoró mientras se acercaba a ella; aunque estaba fantástico, vestido de forma informal con una camisa blanca y unos vaqueros, Isabella apenas podía ver nada más allá del brillo de sus increíbles ojos verdes.

—¿Qué has estado haciendo? —le preguntó él, con una ligera sonrisa en los labios.

«Pensando en ti... no he hecho más que pensar en ti». Deseaba poder decírselo en voz alta, pero en sus ojos aún brillaba un vestigio de cautela que impidió que ella le confesara sus verdaderos sentimientos.

Edward notó con remordimiento que la suave piel bajo los ojos de ella parecía oscurecida aquella mañana, y si Jasper no hubiera estado sentado en el mostrador de recepción, si hubieran estado solos, no habría podido contener la abrumadora necesidad que sentía de abrazarla. Pero en el fondo era una suerte que el propietario de la galería estuviera allí, ya que era consciente de que tenía que hacer las cosas de forma muy diferente con Isabella.

Eleazar le había revelado una historia fascinante, casi increíble, y si lo que imaginaba llegaba a confirmarse, entonces Isabella resultaría ser la hija del amigo de su padre; seguramente, ella apenas debía de poder pensar en otra cosa, ni siquiera en él.

Era improbable que Isabella estuviera pensando en salvar su relación con él justo cuando su vida se había vuelto del revés con la confesión de Eleazar, y por eso no se había acercado a ella en dos días. Además, prácticamente la había echado de su casa cuando ella se había negado a explicarle la razón de su encuentro con el amigo de su padre.

Edward sabía que tenía que ceder y dejarle un poco de espacio... quizás mucho, a lo mejor ella decidía poner un espacio que abarcara varios países entre ellos. La idea retorció sus entrañas como un veneno.

Ella lo miró con cautela y dijo:

—La verdad es que no he estado haciendo demasiado, sólo pasear y pensar mucho.

—¿Quieres que vayamos a algún sitio a tomar café? —preguntó él, y lanzó una mirada por encima del hombro hacia Jasper, que los estaba observando.

Isabella sintió que le daba un vuelco el corazón ante la mano que él parecía estar tendiéndole; al menos, no estaba anunciando con frialdad que no quería volver a verla, y se preguntó si habría cambiado de opinión sobre querer saber la verdad de su encuentro con Eleazar.

—Sí, me gustaría, si no te importa que después vuelva aquí. Quiero volver a recorrer la exhibición.

Edward recordó cómo se habían conocido, su alegría al encontrar a alguien que compartía sus intereses, y se encogió de hombros.

—No me importa en absoluto—dijo.

Se dirigieron hacia la puerta, y cuando pasaron junto al mostrador de recepción, Jasper le estrechó la mano con firmeza y le dijo en griego que pensaba que la joven inglesa era muy hermosa, y que era un hombre muy afortunado. Edward se limitó a sonreír ante el cumplido, y salió tras Isabella a la luz del sol.

Capítulo 9: Capítulo 9 Capítulo 11: Capítulo 11

 
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