UNICO DESTINO (+18)

Autor: Indi
Género: Romance
Fecha Creación: 22/08/2013
Fecha Actualización: 02/11/2013
Finalizado: SI
Votos: 8
Comentarios: 22
Visitas: 26678
Capítulos: 16

Las cartas que Bella escribía a su marido, el sargento Jacob Black, hablaban de otro mundo, de un amor que se extendía por océanos enteros y unía a la joven pareja para siempre. Pero la tragedia acabó con el matrimonio demasiado pronto y Bella se quedó sola con su hijo recién nacido. Jacob le dejó sólo una caja de metal que contenía sus cartas de amor. Edward Cullen había sido el mejor amigo de Jacob y al que el difunto le había dejado las cartas de su esposa. Con cada línea que leía, Edward se enamoraba más y más de la mujer dulce y apasionada que las había escrito. Ahora tenía que hacerle ver lo que sentía y convencerla de que ambos tenían derecho a ser felices superando la tragedia de la muerte de Jacob. Pero Edward ocultaba un secreto que podría poner en peligro el amor por el que tanto estaba luchando.

 

*Esta es una adaptación de la novela de Sandra Brown "Único destino"

 

*Los personajes son de S. Mayer

 

Espero les guste

INDI

 

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Capítulo 9: CAPITULO 9

Capítulo Nueve

 

Rose llenó la habitación de flores. Reneé preparó un bufé suntuoso. El pastelero llevó una tarta de varios pisos. Lo que Bella pretendía que fuera sólo una pequeña reunión familiar con el pastor empezaba a parecerse demasiado a una boda.

Se estaba quejando de ello en su dormitorio.

—Todos están haciendo mucho ruido con esta boda —estiró los brazos hacia los botones de la espalda para abrocharse el vestido.

—Todos deberían. Es un boda, por todos los santos —Rose la obligó a girarse para abrocharle la botonadura.

—Una segunda boda.

— ¿De qué te quejas? Algunas todavía estamos esperando la primera.

Bella se quedó mirando fijamente a Rose, sorprendida.

—No sabía que hubieras pensado alguna vez en casarte.

Rose parecía apenada por haber dicho algo que le habría gustado poder retirar.

—No con cualquiera. Pero si un Jacob Black o un Edward Cullen irrumpieran de pronto en mi vida, los atraparía con el lazo y los llevaría a rastras al altar.

Sintiéndose mal por su amiga, Bella se puso la falda.

—Lo siento, Rose. Sé que he tenido mucha suerte.

—Eh, no me hagas mucho caso. No llamaría suerte a que mataran a mi marido en un atentado terrorista. Estoy celosa porque a mí no me ha querido ningún hombre estupendo y tú en cambio has tenido a dos arrodillados a tus pies.

Las descripción de Rose hizo reír a Bella.

—No creo que Edward se haya arrodillado nunca en su vida.

Rose también se rió.

—Pensándolo bien, yo tampoco —suspiró—. Por Dios, Bella, Edward es un semental. Pero un semental con buen corazón, y esas dos cosas casi nunca se dan juntas.

Bella no quería pensar en el hombre que la estaba esperando abajo. Cada vez que pensaba en Edward y la noche que los aguardaba, se ponía a temblar.

— ¿Estás segura de que este vestido es apropiado? —Preguntó para cambiar de tema—. Tengo la sensación de que debería haber elegido algo más sencillo.

—Es perfecto.

El traje de seda de dos piezas de color amarillo pálido la hacía parecer un sorbete de limón. Sólo se había puesto un par de pendientes.

— ¿No crees que deberías quitarte eso?

Bella siguió los ojos de Rose, fijos en su mano izquierda.

—Mi alianza.

Ni siquiera se había parado a pensar en ello, ese anillo había llegado a ser indisociable de su mano, tanto como sus huellas dactilares. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando pensó en quitárselo. Desde el día que Jake lo había puesto en su dedo y había prometido solemnemente amarla hasta el día de su muerte, no se lo había quitado nunca.

Lentamente, fue haciéndolo girar para hacerlo salir. Lo guardó con cuidado dentro de su joyero y cerró la tapa.

— ¿Estás lista? —preguntó Rose.

—Supongo que sí—respondió Bella, agitada. Separarse de la alianza de casada había sido una sacudida emocional tan violenta como cuando había dejado el cuerpo de Jake en su tumba. Llevaba toda la semana restando importancia a la boda, pero ya no podía seguir haciéndolo. Estaba a punto de casarse con otro. En cuestión de unos minutos, ese hombre, no Jacob, sería su marido.

— ¿Papá ya ha llevado a Aarón abajo?

— ¡Eres la novia! Deja de preocuparte por Aarón. Entre tus padres y yo podemos ocuparnos de él —Rose le pasó una gran caja cuadrada que había llevado antes al dormitorio—. Edward me ha pedido que te dé esto antes de bajar.

Era un ramo de orquídeas blancas, de campana, las que tanto le gustaban, adornadas con capullos blancos.

—Dios santo —murmuró Bella tomando el ramo de las manos de Rose—. Aquí debe haber...

—Una docena de orquídeas en total. Fue muy específico —los ojos azules de Rose centelleaban—. Te digo que ese hombre es una joya, Bella, y si echas a perder este matrimonio, yo le echaré el guante sin pedirte permiso y sin cargo de conciencia.

—Haré lo que pueda para que funcione —murmuró Bella mientras miraba hacia la puerta con aire atolondrado.

Abajo, Rose la precedió al entrar en el salón. Bella oyó que las conversaciones se apagaban. Respiró hondo. Todos la estaban mirando.

Reneé tenía un pañuelo húmedo apretado contra su mejilla, pero estaba sonriendo. Charly tragó saliva, emocionado, y el gesto hizo que en el cuello la nuez subiera y bajara. Rose sonreía con la malicia de una ninfa del bosque. Los withlock, Jasper y Alice, estaban muy solemnes, algo poco habitual en ellos.

Finalmente Bella miró a Edward. Estaba tan guapo que casi se derrite. Llevaba el mismo traje oscuro que se había puesto el día de la cena de los promotores y camisa color crema. La corbata era listada en colores negro y crema, y del bolsillo del traje asomaba un pañuelo de seda.

Fue hacia Bella, pero Aarón, que se movía como un relámpago cuando menos lo esperaba, echó a correr hacia su madre y llegó primero hasta ella. Reneé y Rose se lanzaron hacia ellos para evitar que el niño le hiciera una carrera en las medias o le arrugara la falda.

Pero Edward llegó primero y alzó a Aarón en brazos.

— ¡Qué guapa está tu madre, eh, scout! —exclamó con un murmullo ronco cuando se incorporó.

Aarón balbuceó algo que sonaba como «mamá» repetido varias veces, y luego se estiró hacia delante y plantó un beso húmedo en la mejilla de Bella. Parecía contento en brazos de Edward. Mejor, porque ella no sabía cómo habría hecho para agarrar a su hijo y el ramo de orquídeas al mismo tiempo.

—Parece que siempre te voy a estar dando gracias por las flores que me regalas.

— ¿Te gustan?

—Son preciosas. Claro, me encantan. Te has excedido un poco, ¿no?

Él sacudió la cabeza a ambos lados.

—Es el día de mi boda y tú eres la novia. Todo es poco para nosotros, cariño. Se quedaron mirándose el uno al otro durante unos momentos hasta que Aarón empezó a moverse, inquieto, en brazos de Edward. Éste salió del trance al que lo había inducido la aparición de Bella y la tomó del brazo. Juntos, avanzaron por el salón, donde los esperaban los demás.

—Bella, Edward, éste es un día feliz —empezó a decir el pastor.

Aunque era media tarde y el sol entraba por las ventanas, Rose se había empeñado en encender unas velas. Las llamas parpadeaban, esparcidas por los rincones de la habitación, y despedían una fragancia dulce a vainilla. A alguien se le había ocurrido poner un disco de música instrumental, melodías románticas. Rose debía de haber agotado las existencias de Traficantes de pétalos, a juzgar por la cantidad de flores que decoraban el lugar y llenaban jarrones y cestas. Las había de todos los colores del arco iris.

La ceremonia fue obligadamente informal. Mientras repetían los votos matrimoniales, Aarón estornudó sobre el hombro de Edward. Automáticamente, Bella extendió el brazo y agarró el pañuelo que le tendía su madre para limpiarle las gotas que habían caído en el traje. Edward sonrió cariñosamente. Luego el pastor continuó. Cuando pidió la alianza, Edward se cambió a Aarón de brazo y metió la mano en el bolsillo derecho. Bella se quedó con la vista clavada en la mano, en cuyo dedo anular él deslizó un anillo de brillantes.

Edward se fijó en la marca circular blanca que tenía en el dedo y, cuando cayó en la cuenta de su origen, levantó los ojos y la miró. Una expresión que ella no pudo descifrar cruzó su rostro, pero desapareció inmediatamente. Algo como una disculpa. Luego empujó la alianza de brillantes hasta arriba y le apretó con fuerza la mano. El instante quedó atrás y sólo ellos fueron conscientes de que algo había sucedido.

Al cabo de unos instantes el pastor dijo:

—Edward, puedes besar a la novia.

Se miraron el uno al otro. Los ojos de Bella estaban fijos en el nudo de su corbata, y parecía que se negaban a moverse. Por fin, subieron tímidamente hasta la barbilla; luego hasta su boca sensual; después hasta su nariz, perfecta, y finalmente hasta su ojo verde, brillante. Ella tragó saliva.

Edward inclinó la cabeza y bajó los labios hasta los de ella. Los de él se separaron, húmedos y cálidos, y la besaron con ternura no exenta de posesividad. Cuando se retiraron, sonrieron y luego se posaron en la mejilla de Aarón.

—Os quiero a los dos —susurró al oído a Bella. Ésta sintió ganas de echarse a llorar.

Antes de que pudiera hacerlo, se vio rodeada y abrazada por sus padres. Rose fue hacia Edward y aprovechó la oportunidad para volver a besarlo en la boca. Jasper y Alice se unieron al intercambio de besos.

Para tener un recuerdo de ese día, Charly sacó la máquina de fotos. Bella sonrió a la cámara, pero no pudo evitar pensar en el álbum con tapas forradas de seda que tenía arriba, en su armario, y que contenía las fotos de otra boda.

Se estaba sirviendo un plato de comida junto al bufé cuando Edward se acercó a ella.

—Si no te gusta la alianza, podemos cambiarla.

—No me lo esperaba —respondió Bella, mirándose la sortija nueva—, pero me gusta mucho.

Y era verdad. Era sencilla y elegante.

—Los brillantes son de la alianza de mi madre. Papá me la mandó hace unos días. La montura era anticuada, pensé que no te gustaría, así que pedí que montaran las piedras de nuevo.

— ¿Que has encargado esta alianza para mí con los brillantes de tu madre? —preguntó ella, pasmada.

—Antes de morir me dio su alianza para que yo se la regalara a mi esposa el día que me casara.

—Pero Edward, deberías haberla guardado para... —se interrumpió al darse cuenta de lo que había estado a punto de decir: «para una mujer que te quisiera».

— ¿Para quién? —él le puso el dorso de la mano debajo de la barbilla para obligarla a alzar la mirada y le echó la cabeza levemente hacia atrás—. Tú eres mi esposa, Bella, la única —se inclinó hacia delante y posó un beso en sus labios antes de retirar la mano.

—Yo no te he comprado alianza, lo siento —no iba a reconocer que ni siquiera se le había ocurrido. La verdad era que no se había acordado de los anillos hasta que Rose, bendita fuera, le había sugerido que se quitara el suyo unos minutos antes de la ceremonia—. No estaba segura de si querrías llevar anillo. A algunos hombres no les gusta.

—Bueno, he estado pensándolo —se metió una aceituna en la boca y la masticó exagerando el movimiento de la mandíbula, como si fuera a hacer un anuncio importante—. He pensado que me gustaría algo diferente, no lo tradicional.

— ¿Cómo qué?

—Tal vez un pendiente de oro en la oreja.

Ella se quedó mirándolo con la boca abierta. Entonces se dio cuenta de que le estaba tomando el pelo y se echó a reír.

— ¿Qué ocurre? —quiso saber Edward, como si su risa lo ofendiera—. ¿No crees que un pendiente de oro iría bien con el parche negro?

—Sí, sí —dijo ella con sinceridad—. Los pendientes para hombre están muy de moda, y creo que te quedaría muy bien.

—Entonces ¿por qué te ríes?

—Me estaba preguntando qué dirían los hombres que trabajan en las obras.

—Mmm, tienes razón. Tal vez debería reconsiderarlo.

Los dos se echaron a reír.

—Por algo se empieza.

— ¿A qué te refieres?

—Por fin he conseguido que cambies esa expresión tensa y sonrías. Incluso te has reído.

—Yo siempre me río.

—Conmigo no. Quiero verte riéndote siempre —se inclinó y añadió en un murmullo—: Excepto cuando me desnude.

La mera idea hizo que Bella dejara de reírse.

—Te prometo no reírme.

Le habría dado un beso a su padre por interrumpirlos en ese momento para tomarles otra foto. Les hicieron más fotos. Comieron, bebieron varios vasos del ponche que había preparado Reneé, dijeron adiós a los Withlock con la promesa de volver a verse pronto.

Rose se marchó, tenía un cita.

—Pobre hombre —dijo a Edward y a Bella en la puerta cuando se marchaba—, no sabe lo que le espera esta noche. Todo esto de la boda me ha puesto muy romántica —guiñó un ojo con picardía y agitó la mano en señal de despedida.

—Mamá, deja que te ayude a limpiar todo esto.

—No, no, no —dijo Reneé, empujando a Bella fuera de la cocina—. Edward y tú, marchaos.

—Pero las cosas de Aarón todavía no están preparadas. Pensé cambiarme primero y luego... —se quedó callada al darse cuenta de que los demás, sus padres y su marido, la miraban como si estuviera loca. Sólo Edward parecía divertido. Ella ya se había dado cuenta de que ese ligero movimiento boca anunciaba una sonrisa—. ¿Qué ocurre?

—Bueno, tu madre y yo nos imaginábamos que, al menos esta noche, dejarías aquí a Aarón —dijo Charly, incómodo.

Bella abrió la boca para hablar y se dio cuenta de que no tenía nada que decir. Volvió a cerrarla.

—Gracias a los dos —dijo Edward para llenar el incómodo silencio—. Os lo agradecemos. Si no os importa, dejaremos que duerma aquí esta noche. Mañana vendremos a buscarlo con la ranchera para llevarnos todas las cosas. A Bella todavía le quedan algunas cajas, ¿no, cariño?

—Sí —asintió ella—. Mañana terminaré de guardarlo todo y por la noche estarán las dos habitaciones despejadas.

En la semana que había mediado entre el anuncio de su compromiso y la boda, los Swan habían vendido la casa. Bella sabía que cuanto antes se llevara todas sus cosas, antes cerrarían el trato.

Sin embargo, no estaba pensando en eso cuando habló. Estaba pensando en que esa noche no podría escudarse en Aarón para mantener lejos de ella a su marido.

—Tu madre sabe cómo organizar una fiesta —dijo Edward cuando ya estaban en el coche, camino de su casa.

—Siempre ha sido muy buena anfitriona.

—Le agradezco mucho cuánto ha trabajado.

—Le encanta hacer este tipo de cosas.

—Me gusta tu vestido.

—Gracias.

— ¿Es de seda?

—Sí.

—Me gusta cómo cruje la tela cuando te mueves.

— ¿Cruje?

—Ese frufrú me invita a imaginar cómo se mueve tu cuerpo debajo.

Bella se quedó con la vista fija en el horizonte.

—No sabía que hiciera ruido.

—Claro que hace ruido. Cada vez que te mueves. Resulta tremendamente sexy... —extendió el brazo derecho hacia ella, le agarró la mano y la puso encima de su muslo, casi en su regazo—, y excitante.

A Bella, el corazón le golpeaba el pecho. Le resultaba difícil respirar. Intentó concentrarse en el tacto de la tela de los pantalones que rozaba la palma de su mano, pero su mente parecía empeñada en no apartar su atención del regazo de Edward, cuya excitación resultaba evidente. Con sólo subir un poco la mano...

Las luces iluminaron la fachada de la casa y el coche se detuvo.

— ¿Necesitas algo de lo que está en la bolsa esta noche?

—Sí. Tengo el desmaquillador y... cosas.

—Ah, ya. Cosas —la sonrisa de Edward no ayudaba ni al corazón ni a los pulmones de Bella, que parecían haber dejado de funcionar—. Y no puedes pasarte ni una noche sin las cosas, ¿no?

Una vez en el porche, dejó la bolsa en el suelo, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Sin previo aviso, tomó a Bella en brazos.

—Bienvenida a casa.

La llevó dentro. En cuanto traspasaron el umbral, inclinó la cabeza y la besó. Y la besó otra vez, y otra... hasta que ya no se sabía cuándo terminaba un beso y empezaba otro.

Tenía ambas manos ocupadas. Bella podría haber apartado la cara para poner término a aquellos besos, pero no tenía fuerza de voluntad para hacerlo. Sentía un deseo irresistible de comprobar hasta dónde podía llegar la lengua de Edward. Se introducía una y otra vez en su boca con una codicia atemperada por la ternura.

Él retiró el brazo que tenía bajo sus rodillas pero la mantuvo abrazada con el otro mientras el cuerpo de Bella se deslizaba hacia el suelo. Hasta que ella estuvo de pie, pegada a él. Pero el beso no se interrumpió en ningún momento.

Con los brazos ya libres, las manos de Edward empezaron a explorar. Se deslizaron por la espalda de Bella. Ella notó la presión de las palmas en el trasero, animándola a pegarse más a él. Una vez que la hubo atraído más contra sí, le pellizcó los pezones hasta que éstos se endurecieron.

A ella le costaba respirar. Las manos de Edward se retiraron inmediatamente. La abrazó, protector, y apoyó la cabeza de Bella contra su pecho.

—Estoy a punto de dejarme llevar —murmuró en el pelo de Bella—. Hacer el amor en el vestíbulo no es lo que tenía planeado para nuestra noche de bodas —sonrió, se apartó un poco de ella y la miró a los ojos—. Al menos vamos a cerrar la puerta.

Cuando se dio la vuelta para hacerlo, Bella se alejó de él cuanto pudo, sin que pareciera que estaba huyendo.

— ¿Tienes hambre? —preguntó, esperanzada—. Te prepararé algo.

— ¿Después de la comilona que nos ha dado Reneé? —preguntó él con incredulidad—. Una alcachofa marinada más y exploto. Pero tengo una botella de champán en el frigorífico. ¿Quieres cambiarte primero?

Primero. Primero. Había pronunciado una palabra con muchas implicaciones. Bella sabía que era lo que venía tras aquellos «primeros».

—Lo del champán suena bien — ¿notaría él cómo le temblaban las comisuras de los labios cuando intentaba sonreír?

Según entraba en la cocina, Edward se quitó la chaqueta y se deshizo el nudo de la corbata. Con naturalidad, lanzó ambas encima de una de las sillas. Se desabrochó los tres primeros botones de la camisa y, después de quitarse los gemelos, se remangó hasta el codo.

Parecía sentirse muy a gusto. Bella envidiaba su naturalidad. Le habría gustado descalzarse, quitarse esos zapatos nuevos que le estaban estrangulando los dedos, pero no se sentía lo bastante cómoda.

—Ah, bien frío —dijo sacando la botella del frigorífico tamaño industrial.

Bella se fijó que estaba lleno de comida, incluidas las cosas que le gustaban a Aarón. ¿Es que a Edward no se le había olvidado nada?

— ¿Me pasas las copas, cariño? Están en ese armario —dijo señalando uno—. Puedes cambiar de sitio lo que quieras para ponerlo a tu gusto.

—Seguro que todo está fenomenal —respondió Bella inexpresivamente.

Encontró las copas de champán y le llevó dos. Cuando el corcho salió disparado, dio un brinco. Él se rió y sirvió el espumoso en las copas. Una pequeña parte se derramó y las burbujas cubrieron las manos de Bella. Ella también se rió. Las burbujas heladas fueron estallando una a una.

Dejó las copas sobre la encimera y sacudió las manos, pero Edward se las agarró y las llevó hasta su boca.

—Déjame.

Ella vio cómo su dedo desaparecía entre sus labios, pero no se dio cuenta de lo que pasaba hasta que notó cómo la lengua de Edward le lamía la yema.

Aturdida, se limitó a quedarse quieta mientras él terminaba con un dedo e introducía el siguiente en su boca. Deslizó la lengua por los dos siguientes, lamiendo los restos de champán. Su lengua recorrió también la preciosa alianza que había deslizado antes en su dedo.

A Bella la invadían sensaciones maravillosas. Las caricias de su lengua se limitaban a las yemas de los dedos, pero parecía como si estuviera acariciándole todo el cuerpo, en lugares prohibidos. Despertaban en ella respuestas que pensaba haber enterrado para siempre con el ataúd envuelto en la bandera, allá en Kansas.

Esa sensación de que su cuerpo iba a derretirse. Ese dolor en el pecho que sólo la lengua de Edward podría aliviar, lamiéndolo igual que estaba lamiendo las yemas de sus dedos. La respiración acelerada. Los latidos de su corazón.

Finalmente él besó la palma de su manó antes de soltarla. Ella sintió el impulso de esconderla debajo del brazo, como uno hacía cuando se pillaba un dedo o se pinchaba. ¿O la razón por la que quería esconder la mano era que le daban vergüenza sus respuestas eróticas?

—Aquí tienes —Edward le ofreció una copa—. Por nosotros —hicieron chocar las copas y bebieron un sorbo. Luego él bajó la cabeza y la besó dulcemente—. ¿Sabes una cosa? —dijo con los labios todavía pegados a los de ella.

— ¿Qué? — ¿qué colonia usaba?, se estaba preguntando Bella en aquel momento. La aturdía tanto como el champán.

—Que sabes mejor que el champán —la lengua de Edward exploró su labio inferior—. La verdad es que sabes mejor todo. Voy a volverme un glotón contigo, hasta saciarme, pero nunca tendré bastante. Siempre voy a querer más... y más... y más... —entre palabra y palabra, no dejaba de posar besos tiernos en sus labios. Después del último «más», dejó los labios sobre los de ella e introdujo la lengua en su boca.

Le quitó la copa de la mano. Trastabillaron y se apoyaron en la encimera sin dejar de besarse.

Lentamente, él agarró las manos de Bella y las puso sobre sus hombros. Sin ser consciente de lo que hacía, ella le rodeó el cuello. Las manos de Edward la abrazaron por la cintura. El beso se hizo más profundo. Se pegaron más el uno al otro hasta que ella quedó atrapada entre el cuerpo de Edward y la encimera. Él empezó a frotar las caderas contra ella.

—Ay, Dios —suspiró Bella cuando él levantó la boca para posar en su cuello, tan vulnerable, uno de esos besos traicioneros. Echó la cabeza hacia atrás, abrió los ojos y miró el techo mientras los labios de Edward tocaban su piel.

¿Por qué Dios le hacía aquello a ella? ¿Por qué le mandaba esa tentación? Casarse con él ya era una traición a Jacob. No amaba a Edward, sólo lo deseaba desde un punto de vista físico. ¡No estaba bien! ¿Cómo iba a resistir tanta provocación sexual sin sucumbir?

— ¿Quieres ir tú primero al dormitorio? No sé, tal vez prefieras estar sola antes de que yo vaya —preguntó él con voz ronca.

Ella asintió con la cabeza y él la soltó. Se dio la vuelta como una sonámbula y se dirigió hacia el otro lado de la casa, al dormitorio. Edward la siguió con la bolsa de viaje en la mano y dejó ésta al lado de la puerta.

—En seguida vengo —la puerta se cerró suavemente tras él.

Ella llevó la bolsa al baño y la abrió. Como si estuviera programada para hacer aquello, fue sacando los cosméticos y las cremas y tónicos y los fue poniendo junto al lavabo. Cuando se vio reflejada en el espejo, se quedó helada.

¡Sus ojos! ¿Qué les había pasado a sus ojos? Estaban radiantes, límpidos, resplandecientes. No brillaban de ese modo desde la noche que había descubierto que estaba enamorada de Jacob Black.

¡Enamorada! Dios, sí. Eso parecía, una mujer enamorada.

Al pensar aquello, el brillo de su mirada se extinguió inmediatamente, tan deprisa que casi se convenció de que en realidad nunca había estado allí, de que había sido un reflejo de las luces del baño, producto de su imaginación.

¿Enamorada de Edward Cullen? Imposible. Hacía muy poco tiempo que se conocían. Ella quería a Jake. Única y exclusivamente a Jake. En su corazón no había espacio para nadie más.

Incluso si aceptaba acostarse con Edward esa noche, no estaría traicionando a Edward. Después de todo, era sólo su cuerpo lo que le estaría entregando. El cuerpo no tenía nada que ver con su corazón, el corazón de Bella Black.

Bella Cullen, le recordó una vocecilla insidiosa. Bella Black, insistió ella. Se acostaría con Edward porque había hecho un trato con él e iba a cumplirlo hasta el final. Ella lo aceptaría en su cama y él, a cambio, ejercería de padre con Aarón. Tendría derecho a su cuerpo, pero nunca, nunca, a su corazón. Había entregado su corazón a Jacob y no permitiría que Edward Cullen rompiera esa promesa.

La tarde anterior, Rose y ella habían llevado sus cosas a la casa. Toda su ropa, la de verano y la de invierno, ocupaba tan sólo una pequeña parte del amplio armario del dormitorio. Se dio una ducha rápida, se puso el salto de cama que había comprado bajo coacción y se cepilló los dientes y el pelo. Casi mecánicamente, se puso unas gotas de perfume detrás de las orejas y en la base del cuello.

Fue al dormitorio y retiró la colcha que cubría la cama. Dejó sólo una lámpara encendida. Al oír el golpe suave de los nudillos en la puerta, se giró y entrelazó las manos.

—Pasa, Edward.

Cuando la luz de la única lámpara cayó sobre Edward, Bella lamentó por un instante no estar enamorada de él. Llevaba los pantalones negros del pijama sujetos con un cordón a la altura de la cadera. El pecho era impresionante. El vello dorado descendía por su abdomen en una flecha que desaparecía bajo su ombligo. No quería ni pensar adónde conduciría aquella flecha. La cicatriz que tenía bajo el pecho, en el lado izquierdo, la seguía intrigando. Quería tocarla, aliviarla de algún modo. Iba descalzo y el pie izquierdo estaba cubierto de cicatrices que cruzaban el empeine.

Sólo después de haber recorrido su cuerpo, los ojos de Bella fueron hasta su cara. Él estaba contemplándola con un asomo de sonrisa que curvaba uno de los extremos de su boca.

—Estás preciosa, Bella —se acercó y se detuvo a menos de un metro de ella. Ella no podía adivinar lo atractiva que en ese momento le resultaba. Era la mujer de las cartas, la mujer cuyas cartas habían cautivado su corazón antes incluso de conocerla. Y estaba allí, delante de él, desnuda debajo de aquel camisón de gasa color de melocotón. Una fantasía erótica estaba al alcance de la mano. Podía sentir su aliento en el pecho desnudo.

El halo de luz dorada resaltaba los colores. El pelo de Bella brillaba como el cobre y su piel parecía de seda. Sus ojos, muy abiertos e increíblemente brillantes, eran de chocolate derretido. El salto de cama era transparente y cubría su cuerpo como un velo. Tenía un lazo bajo el pecho, que realzaba la plenitud de sus senos. Los pezones eran una tentación oscura bajo la gasa.

El cuerpo de Bella se recortaba a contraluz bajo la gasa. A medida que sus ojos la recorrían, la excitación de Edward aumentaba, el deseo lo llenaba. Tenía la cintura muy estrecha, teniendo en cuenta además que había tenido un hijo. Estaba paralizado por la hendidura en sombras que se insinuaba entre sus muslos, el centro mismo de toda mujer. Quería acariciarlo; acariciarlo con su cuerpo, con su sexo, con su boca.

Incapaz de contenerse, extendió el brazo, llevó la palma de la mano hasta ese dulce delta y lo apretó.

—Eres tan cálida —murmuró—. Aquí de pie, contigo, me siento más débil que después del accidente, cuando me desperté y no podía moverme —la mano subió por su vientre hasta el pecho—. Te deseo tanto que me duele.

Movió el dedo sobre el pezón y, cuando éste respondió a su caricia, dejó escapar un gemido y se pegó a ella. La besó con ferocidad y siguió acariciándole el pecho mientras el otro brazo se cerraba en torno a la cintura.

Bella intentaba mostrarse indiferente. Quería desdoblarse, salir de sí misma y contemplar su abrazo desde fuera, pero resultaba difícil permanecer indiferente cuando la pasión de Edward atravesaba su cuerpo y los dedos de éste la hacían estremecerse allí donde la tocaban. La invadía una lasitud que amenazaba con hacerle incumplir su promesa de no participar con su corazón en aquel acto.

A través del fino camisón, ella notaba la caricia del vello de su pecho y sus tetillas endurecidas. Los muslos de Edward eran fuertes y empujaban los suyos. Su sexo se acomodaba en el refugio que ella le ofrecía. Estaba excitado y ella lo deseaba.

Su mente y su cuerpo estaban enzarzados en una batalla. Luchaba para que aquello no afectara a sus emociones, pero, al hacerlo, su cuerpo se volvía tan insensible como su mente.

De repente, Edward retiró su boca. El movimiento fue tan inesperado que a ella se le cayó hacia atrás la cabeza. Una mirada verde y fría se clavó en ella.

Edward la agarró por los brazos y la apartó, sujetándola lejos de él.

—No, gracias, Bella.

Ella lo miró llena de temor. Estaba furioso y se notaba. Sus cejas oscuras estaban fruncidas y las aletas de la nariz se inflaban ligeramente con cada respiración.

— ¿«No, gracias»? —repitió ella con un hilo de voz—. No entiendo.

—Te lo explicaré —hablaba con voz tensa y ella sabía que le debía costar trabajo no gritar—. No quiero que te sacrifiques como un cordero. No quiero hacer el amor con un cordero.

Ella bajó los párpados, era tanto como una confesión.

—Eres mi marido. Tienes derecho a exigir...

Él se rió.

—Si supieras lo risible que resulta eso. Exigir no es mi estilo, Bella. ¡No tengo la menor intención de convertirme en un hombre de las cavernas con mi mujer!

La soltó tan bruscamente que ella se chocó con la mesilla.

—Relájate —dijo con ironía—. Estás a salvo. No voy a imponerte mi deseo. Ni ahora ni nunca.

Ella volvió a mirarlo.

—Mira, Bella —habló con voz tranquila al ver lo sorprendida que estaba—. Todavía te quiero, y ese amor no está condicionado a que te acuestes o no conmigo. Pero te advierto —la señaló con un dedo— que, queriéndote como te quiero, será imposible que no te enamores de mí.

Antes de que ella se diera cuenta, Edward ya estaba otra vez a su lado, con la mano izquierda enredada en su pelo. La derecha la apretó contra él, y a ella no le quedó duda de que seguía igual de excitado y dispuesto a tomarla si ella así lo decidía. Él le hizo bajar la cabeza hacia atrás para obligarla a mirarlo.

—Te prometo —habló con énfasis— que nadie te ha querido tanto como te quiero yo ni nadie puede hacerte el amor tan bien como yo. Me enterraré dentro de ti tan profundamente que cuando no esté allí, sentirás que has perdido una parte vital de tu cuerpo —bajó la cabeza y puso la boca sobre los senos de Bella—. Cuando te libres de esos fantasmas que te acechan, dímelo y estaré encantado de mostrarte de qué estoy hablando.

La soltó, giró sobre sus talones y fue hasta la puerta.

—Que duermas bien —se despidió, y salió dando un portazo.

 

Capítulo 8: CAPITULO 8 Capítulo 10: CAPITULO 10

 
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