Edward se sentó a la mesa con ese aura de arrogancia tan masculina que acababa con todas sus buenas intenciones. Deseando tener una lata de Alpo, Bella sirvió un poco de pasta en un cuenco. —De todos modos, ¿cuánto tiempo has estado encerrado en ese libro? ¿Desde la Edad Media?— al menos su forma de actuar correspondía a la de la época. Él permaneció sentado, tan quieto como una estatua. Nada de mostrar sus emociones. Si no lo hubiese conocido mejor, habría pensado que se trataba de un androide. —La última vez que fui convocado fue en el año 1899— —¿En serio?— Bella se quedó con la boca abierta mientras metía el cuenco en el microondas —¿En 1899? ¿Estás hablando en serio?— Él asintió con la cabeza —¿En qué año te metieron en el libro?, la primera vez quiero decir— La ira se adueñó de su rostro con tal intensidad que Bella se asustó. —Según tu calendario, en el año 149 a.C.— Bella abrió los ojos de par en par. —¿En el año 149 antes de Cristo? ¡Jesús, María y José! Cuando te llamé Edward de Macedonia era cierto. Eres ∂є Macedonia— Él asintió con un gesto brusco. Los pensamientos de Bella giraban como un torbellino mientras cerraba el microondas y lo ponía en marcha. Era imposible. ¡Tenía que ser imposible! —¿Cómo te metieron en el libro? A ver, según tengo entendido, los antiguos griegos no tenían libros, ¿verdad?— —Originalmente fui encerrado en un rollo de pergamino que más tarde fue encuadernado como medida de protección— dijo con un tono sombrío y el rostro impasible. —Y con respecto a qué fue lo que hice para que me castigaran: invadí Alexandria— Bella frunció el ceño. Aquello no tenía ni pizca de sentido; como el resto de todo lo que estaba sucediendo. —¿Y por qué ibas a merecerte un castigo por invadir una ciudad?— —Alexandria no era una ciudad, era una sacerdotisa virgen del dios Príapo— Bella se tensó ante el comentario, y ante la magnitud del castigo que implicaba «ιηνα∂ιя» a una mujer. Encerrar al autor de la invasión para toda la eternidad era un poco excesivo. —¿Violaste a una mujer?— —No la violé— contestó mirándola con dureza. —Fue de mutuo consentimiento, te lo aseguro— Vale, ése era un tema sensible para él. Se percibía claramente en su gélida conducta. No le gustaba hablar del pasado. Tendría que ser un poquito más sutil en su interrogatorio. Edward escuchó el extraño timbre, y observó cómo Bella apretaba un resorte que abría la puerta de la caja negra donde había introducido su comida. Ella sacó el humeante cuenco de comida y lo colocó ante él, junto con un tenedor plateado, un cuchillo, una servilleta de papel y una copa de vino. El cálido aroma se le subió a la cabeza e hizo que el estómago rugiera de necesidad. Se suponía que debía estar perplejo por el modo tan rápido en que ella había cocinado, pero después de haber oído hablar de artefactos con nombres extraños como tren, cámara, automóvil, fonógrafo, cohete y ordenador. Edward dudaba que cualquier cosa pudiese tomarlo por sorpresa. En realidad, no quedaba ningún sentimiento en él, aparte del deseo; hacía mucho que había desterrado todas sus emociones. Su existencia no era más que una sucesión de fragmentos temporales a lo largo de los siglos. Su única razón de ser era la de obedecer los deseos sexuales de sus invocadoras. Y, si algo había aprendido en los dos últimos milenios, era a disfrutar de los escasos placeres que podía obtener en cada invocación. Con ese pensamiento, cogió una pequeña porción de comida y saboreó la deliciosa sensación de los tibios y cremosos tallarines sobre su lengua. Era una pura delicia. Dejó que el aroma de las especias y del pollo invadiera su cabeza. Había pasado una eternidad desde la última vez que probó la comida. Una eternidad sufriendo un hambre atroz. Cerró los ojos y tragó. Acostumbrado como estaba a la privación en lugar de a los alimentos, su estómago se cerró ante el primer bocado. Edward apretó con fuerza el cuchillo y el tenedor mientras luchaba por alejar el terrible dolor. Pero no dejó de comer. No lo haría mientras hubiese comida en el cuenco. Había esperado demasiado tiempo para poder aplacar su hambre y no estaba dispuesto a detenerse ahora. Después de unos cuantos bocados más, los retortijones disminuyeron y le permitieron disfrutar plenamente de la comida. Una vez su estómago se calmó, tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para comer como un humano y no zamparse la comida a puñados, tal era el hambre que le devoraba las entrañas. En momentos como éste, le resultaba muy difícil recordar que aún era humano, y no una bestia desbocada y feroz que había sido liberada de su jaula. Hacía siglos que había perdido la mayor parte de su condición humana. Y estaba decidido a conservar lo poco que le quedaba
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