Capítulo Ocho
— ¿Puedo sentarme, por favor?
Los labios Edward se curvaron en una sonrisa.
— ¿Tanto te ha impresionado?
La llevó hasta un balancín de estilo antiguo, parecido al que había en el porche de los Swan. Estaba sujeto a los tablones de madera del suelo.
Bella estaba demasiado perpleja con su proposición como para hacer comentario alguno sobre el balancín. Tenía debilidad por los balancines. En cualquier otro momento, habría hecho algún comentario. En ese momento, apenas podía mover los labios.
Edward se sentó a su lado, pero sin tocarla. Durante unos minutos, el único ruido era el suave quejido de la cadena del balancín. Los grillos cantaban en sus escondites. Las palabras y las frases se agolpaban en la mente de Bella, llegaban como luciérnagas pero parpadeaban y se desvanecían antes de que pudiera articularlas.
—No sé qué decir.
—Di que sí.
Ella lo miró. Estaba atardeciendo.
—Edward, ¿por qué piensas que puedo querer casarme contigo?, ¿o casarme en general?
—No es que crea tal cosa. Me has dejado claro varias veces que no estás buscando marido.
—Entonces ¿por qué me pides que nos casemos?
—Porque te quiero y quiero convertirme en tu marido. Quiero vivir contigo y con Aarón, ser su padre.
— ¡Pero eso es una locura!
— ¿Por qué?
—Porque sabes que yo no te quiero.
Él se quedó con la mirada fija en sus propias manos. Las giró y las estudió como si estuviera viéndolas por vez primera.
—Sí, lo sé —admitió—. Sigues enamorada de Jacob.
Ella estuvo tentada de tocarlo y tímidamente le puso una mano encima de la rodilla.
— ¿Tienes la esperanza de que cambie y de que con el tiempo me enamore de ti?
— ¿Crees que es posible?
Ella retiró la mano.
—Nunca querré a nadie como quería a Jacob.
—Yo te quiero a pesar de todo.
— ¿Cómo es posible que quieras malgastar de ese modo tu vida? ¿Por qué quieres casarte con una mujer que sabes que no te ama y nunca te amará?
—Deja que yo me preocupe de los porqués. ¿Quieres casarte conmigo?
—Eres un hombre muy atractivo, Edward.
Él esbozó una amplia sonrisa.
—Gracias.
Ella se exasperó.
—A lo que me refiero es a que dentro de seis meses, o la semana que viene, o mañana, a lo mejor conoces a otra mujer, una que se enamore de ti.
—No me interesa.
—Pues debería interesarte.
—Mira —dijo él pacientemente—, aunque esa supuesta mujer apareciera y me diera un pellizco en el trasero, no me inmutaría. Ya he conocido a una y quiero casarme con ella.
—Pero si casi no me conoces...
Te conozco tan bien como es posible conocer a otra persona. Sé que te gustan los balancines en el porche, los tragaluces en el techo y las casas rodeadas de árboles. Sé que cuando estabas en el instituto saliste con un chico llamado David Taylor que te partió el corazón. Debajo del brazo derecho tienes unas pecas que dices que son de nacimiento. Y dices que tienes el pecho demasiado pequeño, que te da un poco de vergüenza. Pero a mí me parece que es precioso y estoy deseando volver a verlo, a tocarlo con las yemas de los dedos y la lengua.
Edward se aclaró la garganta y se revolvió incómodo en el balancín. Ese fragmento de la última carta que Jacob no había llegado a enviar a Bella había acudido de pronto a su memoria.
—No creía en los flechazos hasta que te vi ese día en el centro comercial. Me pareciste muy guapa, pero había algo más. Me gustó la manera como hablabas a Aarón y como le tendías los brazos —sonrió de lado—. Si no se le hubiera ocurrido meterse en la fuente, me hubiera inventado un modo de conocerte —se acercó a ella—. Cásate conmigo, Bella. Viviremos en esta casa.
— ¡En esta casa! —exclamó ella—. ¿Has terminado la casa con la intención de que vivamos juntos aquí?
Contento de haber conseguido sorprenderla, Edward preguntó:
— ¿Por qué crees que he prestado tanta atención a los detalles?
Tras ellos, más allá de los ventanales que daban al porche trasero, Bella vio las habitaciones ordenadas. No podían ser más de su gusto, como si ella misma las hubiera concebido.
—Tenemos un gusto increíblemente parecido. Es una casa preciosa, Edward, pero ésa no es una razón para casarse.
—Todavía no es más que una casa, pero quiero que sea un hogar. Un hogar para nosotros. Para Aarón, para ti y para mí.
La idea surgió de pronto en la mente de Bella. Edward quería una esposa y un niño. Ahora bien, ¿por qué un hombre con el encanto y el físico de Edward, un hombre que podía darse el lujo de elegir a cualquier mujer, quería casarse con una viuda con un hijo? A menos que no pudiera tenerlos de otro modo.
¡Claro! Las discapacidades de Edward no estaban a la vista. Quizá lo que más lo atraía de ella era que no podía ni quería corresponderle. Quizá lo que deseaba era una esposa sin exigencias físicas. Quizá para poder formar su propia familia, no tuviera más remedio que casarse con una mujer que ya tuviera un hijo. En cierto modo, tal vez sólo se tratara de un matrimonio de conveniencia.
—Edward —empezó a decir. Vaciló—. Cuando tuviste el accidente...
— ¿Sí?
— ¿Tú...?
—Yo ¿qué?
—Lo que quiero decir es... ¿Eres...?
—Si soy ¿qué?
Ella respiró hondo.
— ¿Puedes, digamos, estar con una mujer? —tenía un nudo en la garganta. Hizo acopio de valor y levantó los ojos hacia él.
—Tú me has besado, ¿no? —preguntó él con voz profunda.
—Sí.
—Te he abrazado.
—Sí.
—Te he estrechado contra mí.
—Sí.
Ella apartó la mirada y, como no decía nada, él insistió.
—Bueno, ¿y...?
Ella bajó la vista.
—Pensaba que a lo mejor querías casarte con una viuda con niño porque tal vez después del accidente no podías... —cada palabra que salía de su boca reverberaba en su cuerpo y seguía vibrando, como la cuerda de una guitarra después de que los dedos se hubieran retirado.
—Para que después no haya malentendidos, te digo desde ahora que este matrimonio implicaría lo que implica toda relación sentimental. Quiero ser tu marido en todos los sentidos de la palabra. Te quiero en mi cama, Bella. Quiero hacer el amor contigo. A menudo. ¿Entiendes?
Ella asintió con la cabeza como si estuviera hipnotizada. Ninguno de los dos sabía cómo la mano de Edward había llegado hasta su nuca, pero ambos se dieron cuenta a la vez. Estaban sentados muy tiesos. Él la miraba fijamente con su ojo verde y su cara se acercó a la de bella. Ésta cerró los ojos en el instante en el que notó el roce de sus labios.
Qué desperdicio, pensó Bella mientras él enredaba los dedos en su pelo. Qué vergüenza que desperdiciara un beso como ése con una mujer que ni podía ni quería amarlo. Qué lamentable que unos labios tan ferozmente posesivos y, al mismo tiempo, dulcemente persuasivos, tanto como para que ella separara los suyos como si lo estuviera deseando, no estuvieran besando a una mujer que lo correspondiera con la misma pasión.
Ella llevó las manos hasta sus hombros con el fin de que el balancín dejara de moverse y su universo no se tambaleara.
Con el brazo que tenía libre, Edward le rodeó la cintura y la atrajo hacia sí. Un gemido grave y muy masculino surgió de su garganta cuando su lengua penetró entre los labios de Bella y saboreó la boca de ésta
Ella tenía dificultades para contener sus propios gemidos. Los movimientos de la lengua sedosa de Edward le hacían pensar en lo lamentable que era que ese beso no fuera disfrutado por una mujer que pudiera apreciarlo.
Entonces cayó en la cuenta de que ella daba señales de estar apreciándolo vivamente. Su espalda curvada presionaba sus senos contra el pecho de Edward. Sus manos se aferraban a la tela de la camisa de éste con desesperación. Su lengua respondía a los embates de la de él.
Se apartó de golpe y notó que le faltaba el aliento. Se puso de pie rápidamente, preguntándose si las rodillas la sujetarían. Temblaban.
—Tengo que irme.
A Edward también le faltaba el aliento, a juzgar por el sonido áspero que salía de su garganta.
—De acuerdo —dijo él sin discutir. Le costó ponerse de pie. Una mirada rápida y furtiva a su regazo hizo que Bella se riera de sus especulaciones de hacía apenas unos momentos.
Casi corriendo, recorrió la casa en sentido inverso y se detuvo a esperarlo en la puerta principal. Agradecida, se hundió en el asiento delantero del coche cuando él le abrió la puerta, pues estaba segura de que las piernas podían fallarle en cualquier momento.
Edward no intentó charlar y ella se sintió aliviada. Quizá el calor del verano lo hubiera trastornado y fuera la causa de su proposición. Tal vez sólo estuviera bromeando. Quizá ya estuviera lamentando haberle pedido que se casara con él.
Pero se dio cuenta de que no era así cuando él apagó el motor del coche delante de la casa de sus padres y se giró hacia ella con el brazo apoyado en el respaldo.
—Bella —dijo en un tono ardiente que no se prestaba a interpretaciones.
A ella la impresionó notar el sabor de Edward cuando se humedeció los labios.
—No merece la pena que volvamos a hablar del tema. No puedes estar hablando en serio.
—Bella —esperó hasta que ella volvió la cabeza y lo miró—. Hablo en serio. ¿Crees que te habría besado así si no hablara en serio?
—No lo sé —dijo ella, desesperada.
Él se rió, le pareció divertido.
—He besado a muchas mujeres, pero nunca le he pedido a nadie que se case conmigo. Te aseguro que es verdad —le tomó una mano, se la llevó a los labios y le besó la palma—. Sé que esto te ha pillado por sorpresa, no espero que me respondas esta noche, pero prométeme que lo pensarás. Piensa lo que podría representar para Aarón y para ti que nos casáramos. Y para tus padres. Consúltalo con la almohada.
Edward Cullen jugaba sucio, pensó Bella enfadada mientras revisaba por enésima vez el reloj digital que reposaba en la mesilla. Había visto pasar, una tras otra, las horas de esa noche interminable, y ella era la única responsable de su insomnio.
Por alguna razón, su cuerpo se negaba a relajarse. Estaba agitada, sus sentidos respondían al más mínimo estímulo. ¿Alguna vez sus piernas había sentido el roce de las sábanas de ese modo? Si así era, ¿por qué entonces se frotaban contra ellas como si fuera una satisfacción nueva? ¿Y por qué ese viejo camisón de algodón le irritaba los senos? ¿Por qué esa noche sus pezones eran sensibles a cada roce de la tela?, ¿por qué necesitaban alivio? Y ¿por qué cada vez que pensaba en aliviarlos se imaginaba los labios de Edward besándolos?
Se juró repetidamente que esas manifestaciones de su cuerpo no tenían nada que ver con el beso. ¿Iría a venirle la regla? Ésa podía ser la causa de la tensión que notaba en la zona genital. ¿Sería una intoxicación, y por eso la piel le ardía y ansiaba caricias?
—No estoy excitada.
Su cuerpo le decía otra cosa.
Maldito fuera Edward por usar esas armas. Sabía bien qué tecla había que tocar. Sutilmente le había sugerido que no casarse con él sería egoísta por su parte.
Muy bien, haría de abogado del diablo.
Sería «bueno» para sus padres. Se sentirían libres de hacer sus propios planes al saber que Edward cuidaba de Aarón y de ella.
Y sería bueno para Aarón, Todo niño necesitaba un padre. Charly Swan había ocupado ese lugar en la vida de su hijo hasta el momento, pero ¿hasta cuándo podría acompañarlo? ¿Tendría la salud y la energía suficientes para jugar con él al fútbol o al baloncesto dentro de unos años, para ir a pescar con él y acampar al aire libre, y para realizar tantos y tantos esfuerzos físicos como un hombre hacía con un hijo?
¡Pero Aarón tenía un padre!, se reprochó Bella. Jacob Black era su padre. Había prometido mantener vivo el recuerdo de Jacob y estaba decidida a cumplir su promesa. Haría falta algo más que las maneras suaves de Edward y su labia para que lo olvidara.
Además, una mujer no debía casarse por el bien de los que la rodeaban, por muy atractivo que fuera el hombre en cuestión. Edward Cullen era atractivo y sería un buen marido. Era consciente de sus progresos en la comunidad. Los periódicos hablaban de él con frecuencia. Obviamente era un hombre íntegro, honrado en los negocios y respetado por sus ideas innovadoras en lo que se refería al desarrollo comercial. Físicamente...
No, sería mejor no pensar en sus atributos físicos. La idea poco inspirada de que el accidente hubiera supuesto su mutilación genital había quedado refutada en apenas unos momentos.
No, había que dejar de lado la atracción física. Cuando pensaba en eso, su entendimiento se nublaba y mediatizaba su juicio. El único modo de afrontar el problema era desde un punto de vista pragmático.
A eso fue a lo que se dedicó hasta que amaneció, cuando tomó finalmente una decisión. Encontraría una casa para Aarón y para ella. Se mudaría y sus padres serían libres de vender y seguir adelante con sus planes.
No haría falta casarse con Edward. Económicamente era independiente. Cuando Aarón fuera creciendo se aseguraría de que se relacionara con otros niños de su edad y los padres de éstos. No necesitaba un hombre en su vida.
Sin embargo, suponía que debía darle las gracias a Edward por su proposición y por empujarla a tomar decisiones que había ido posponiendo desde la muerte de Jake. Cuanto antes se lo dijera, mejor.
A la mañana siguiente, mientras sus padres se arreglaban para ir a la iglesia, hizo una llamada de teléfono. Él respondió al primer timbre.
—Hola, Edward. Espero no haberte despertado...
—Difícil.
—He tomado una decisión. Yo...
—En seguida estaré ahí.
Colgó antes de que ella pudiera decir una palabra. Contrariada, puso el auricular en la base del teléfono. Habría sido más fácil decirle que no por teléfono y ahorrarle la embarazosa situación de un encuentro cara a cara.
En cuanto Aarón y ella estuvieron vestidos, sacó al niño fuera con un gran balón de playa. Sería mejor encontrarse con Edward en el jardín delantero, así el asunto quedaría liquidado sin necesidad de que sus padres se enteraran.
Cuando había hablado con ella por teléfono, Edward debía de estar con las llaves del coche en la otra mano, porque llegó al cabo de unos segundos. A Bella le sorprendió verlo llegar con el traje oscuro. El sol arrancaba reflejos a su pelo. Dio una patada a la pelota de plástico y Aarón se lanzó en pos de ella.
—Buenos días —dijo.
—Buenos días.
Bella estaba nerviosa. Iba a ser más difícil de lo que había imaginado. En vez de concentrarse en lo ridícula que era la idea de casarse con él, su mente no hacía más que regodearse en lo guapo que estaba. Recordaba el roce de sus labios en la palma de la mano, el modo en que él le había besado y acariciado el cuello.
—Edward —empezó a decir. Se humedeció los labios rápidamente y entrelazó las manos húmedas de sudor—, yo...
De pronto apareció un perro, como caído del cielo, que empezó a dar saltos alrededor de Aarón, ladrando. Los saltos del esponjoso caniche blanco eran frenéticos y rápidos, y al niño debían de resultarle aterradores. Lo que para el caniche era un juego al niño le parecían ataques violentos.
Aarón empezó a gritar, pero sus gritos excitaban más al animal, el cual continuaba dando vueltas en torno a él. El niño avanzó varios pasos, sin mucha estabilidad, tratando de escapar, pero el perro cortó su avance. Se alzó sobre las patas traseras y puso las delanteras sobre los hombros de Aarón, el cual se cayó hacia atrás. Con tanta agilidad como pudo, se puso de nuevo en pie y corrió a ciegas buscando la salvación.
O no tan a ciegas. Sabía muy bien a quién elegir, y no fue hacia su madre. Corrió en dirección al hombre fuerte y alto, el cual se inclinó para alzarlo en brazos en cuanto el niño se refugió en sus espinillas.
Los bracitos gordinflones rodearon el cuello de Edward. Aarón enterró la cara llena de lágrimas en su hombro. Edward inclinó la cabeza hacia el niño y le acarició la espalda con suavidad.
—Está bien, scout. No pasa nada. Estás bien y no voy a dejar que te haga daño. El perrito sólo quería jugar contigo. Vamos, vamos, ya estás a salvo.
La dueña del perro, una mujer corpulenta de mediana edad, venía resoplando por la acera. Sujetó al caniche y le pegó en los cuartos traseros.
—Eres un desobediente. ¿Por qué has asustado así al niño? —alzó al caniche, se lo puso debajo del brazo y se acercó a ellos—. ¿Está bien su hijo? —preguntó a Edward.
—Está bien. Sólo un poco asustado —Edward seguía frotándole la espalda a Aarón. El niño no se movía. Seguía con la cara escondida en el hombro de Edward pero ya no lloraba.
—Lo siento. Le quité la correa y salió disparado como una bala. No muerde, es que le encanta jugar.
—Aarón se ha agobiado —la mano enorme de Edward cubría la cabeza del niño y la sujetaba con pulso seguro contra su cuello.
—Lo siento —repitió la mujer y siguió andando sin dejar de regañar al perro. Edward le dio a Aarón una palmadita en la espalda. Le frotó la mejilla con su nariz y le dio un beso en la sien.
—No pasa nada. Sólo...
Se interrumpió al ver la cara de Bella. Estaba junto a él y lo estaba mirando de un modo que le llamó la atención y lo dejó sin palabras. Tenía lágrimas en los ojos. Los labios le temblaban y estaban ligeramente separados. Lo miraba como si lo viera por vez primera.
Por unos instantes, se quedaron con la mirada clavada el uno en el otro. Ni siquiera eran conscientes de que los Swan habían salido al porche para ver a qué se debía tanto alboroto. Reneé empezó a bajar los escalones, pero Charly la agarró del brazo para detenerla.
Edward, con Aarón todavía en brazos, alargó la mano izquierda y la puso bajo la barbilla de Bella. Le acarició el labio inferior con el pulgar.
—Te hemos interrumpido. ¿Qué era lo que ibas a decirme?
En ese instante, ella sabía cuál iba a ser su respuesta. Aarón necesitaba un padre. Un padre vivo. Siempre recordarían a Jake, pero éste ya no estaba allí para protegerlo de los peligros cotidianos de este mundo, como los perros juguetones.
Estaba claro que Edward quería mucho al niño. Aarón se había refugiado instintivamente en él. Era tierno, cariñoso, amable y generoso. ¿Dónde iba a encontrar ella a un hombre que estuviera deseando responsabilizarse de criar al hijo de otro, uno que estuviera deseando casarse con ella a pesar de saber que no lo amaba?
—Estaba a punto de decirte que me encantaría casarme contigo... si es que tú todavía quieres.
— ¿Si yo todavía quiero? —Repitió con voz ronca—. Dios mío, sí, todavía quiero.
Se acercó más a ella y con el brazo libre la estrechó contra sí. Bella no sabía cómo iba a reaccionar él. ¿Un apretón de manos para cerrar el trato?, ¿sacaría del bolsillo un preacuerdo matrimonial para que lo firmara? Lo que no se esperaba era aquel beso. Era domingo por la mañana. Estaban al aire libre, expuestos a las miradas de cualquier vecino que se aventurara a salir y de los motoristas que pasaban por allí.
Pero Edward no la besó con decoro. Inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado, puso la boca sobre la de ella y la besó con fogosidad, de un modo muy masculino.
Bella sintió un impacto en el abdomen, como si un puño la hubiera golpeado y enviara ondas de placer por todo su cuerpo. Vagamente, en algún lugar de su mente, la molestaba que Edward siguiera sujetando a Aarón, pues eso impedía que la estrechara completamente entre sus brazos y, de ese modo, las sensaciones que la recorrían se completaran. Su feminidad entera ansiaba pleno contacto con aquel cuerpo robusto y viril. Quería que la llenara plenamente.
Cuando por fin él retiró la boca, ella se tambaleó ligeramente. Un brazo fuerte la sujetó. La hizo darse la vuelta y la guió hacia la casa. Vio a sus padres en el porche. Aarón estaba feliz; en el puño, bien apretado, guardaba un mechón de pelo de Edward. Este sonreía de lado a lado y, cada pocos pasos, se reía.
—Señor Swan, señora Swan, Bella ha accedido a casarse conmigo.
Reneé se echó a llorar de alegría. Charly se apresuró a bajar los escalones y estrechó la mano de Edward.
—Es maravilloso. Nos alegramos mucho. Nos..., en fin, nos alegra mucho. ¿Cuándo? —preguntó a su hija.
— ¿Cuándo? —repitió Edward.
—Pues... no sé —una vez tomada la decisión, Bella se sentía como si una ola enorme la arrastrara—. No me ha dado tiempo a pensarlo.
— ¿Qué te parece el domingo que viene? —sugirió Edward—. Vengo vestido para ir contigo a la iglesia. Podemos hablar con el pastor después de misa.
—Es una idea estupenda —señaló Reneé con entusiasmo—. Será aquí en casa, claro.
—Sí, ¿por qué esperar? —añadió Charly.
Sí, se dijo a sí misma Bella, ¿por qué esperar? ¿Por qué había sentido el impulso de echar el freno? Hacía un rato, le parecía que casarse con Edward era lo más adecuado, pero ahora se estaba dando cuenta de la dimensión de esa decisión. Aquello iba en serio. Pronto se convertiría en la señora Cullen. ¿Qué diría la gente?
Rose no dejó dudas con su reacción. Tenía la costumbre de ir a comer con ellos los domingos. Llamó y Edward fue a abrirle la puerta. Charly estaba dando vueltas a la manivela de la heladera casera, pues Reneé había insistido en preparar helado de postre para celebrar la noticia. Bella estaba dando de comer a Aarón para acostarlo después a dormir la siesta. Reneé estaba cortando judías verdes. Edward era el único que estaba disponible.
Rose se quedó mirándolo fijamente sin saber qué decir. Él empujó la puerta mosquitera y se hizo a un lado para dejarla pasar.
—Adelante. Están todos en la cocina.
Bella no había contado a Rose su visita a la casa de Edward. La última vez que éste y Rose se habían visto había sido hacía más o menos una semana, en el centro, cuando Bella se había portado como una tonta. De donde antes colgaba el cinturón de carpintero pendía ahora un trapo de cocina azul y blanco, con el pico sujeto por dentro de la cintura del pantalón. Edward había insistido en ayudar a Reneé en la cocina.
Rose lo siguió sin decir nada.
— ¿Qué está pasando aquí? —preguntó a Bella apenas hubo traspasado el umbral.
Los ojos de ésta pasaron de una cara a otra, pero como nadie parecía dispuesto a responder a Rose, le tocó hablar a ella.
—Edward y yo vamos a casarnos.
Los ojos azules de Rose, muy abiertos, se posaron en Edward. Éste sonrió.
— ¡Sorpresa!
— ¡Vais a casaros! —exclamó Rose. Cuando él asintió con la cabeza, se llevó las manos a las mejillas y luego le plantó un sonoro beso en los labios—. Dado que vas a casarte con mi mejor amiga, tengo todo el derecho del mundo a hacer esto.
Edward se rió, la abrazó por la cintura y le devolvió el beso.
—Y yo también —dijo cuando la soltó.
Todos se rieron, incluido Aarón, que no entendía nada pero percibía la alegría que reinaba a su alrededor. Golpeó la bandeja de la trona con la cuchara que tenía en la mano.
El almuerzo transcurrió entre bromas y comentarios sobre el matrimonio y las bodas en general. Bella no lograba acostumbrarse a la idea de que al cabo de menos de una semana fuera a casarse, ni tampoco al modo afectuoso como la trataba Edward.
Estaba sentado a su lado y aprovechaba cualquier ocasión para tocarla. A menudo ponía el brazo alrededor de sus hombros. Las caricias brotaban espontáneamente de sus dedos, tanto como los besos de sus labios.
A Bella no la molestaban aquellas muestras de afecto. Muy al contrario, se dio cuenta de que las anhelaba. La expectación se transformó en sentimiento de culpa. En lo que a ella respectaba era un matrimonio de conveniencia, ¿o no?
Edward se quedó a pasar la tarde con ellos. Los puso al corriente de su pasado.
—Soy de Filadelfia, pero estudié en Harvard.
— ¿Tu madre murió? —quiso saber Reneé.
—Sí, hace algunos años. Le diré a mi padre que nos casamos, pero no creo que pueda venir avisándolo con tan poco tiempo.
—Es abogado, ¿no? —se interesó Charly.
—Sí, y es muy bueno. Fue una decepción para él que yo no quisiera seguir sus pasos, estudiar Derecho y hacerme socio en su bufete.
—Pero seguro que se alegrará de que te vaya tan bien en tu profesión —dijo Charly.
Edward se quedó pensativo.
—Eso espero. Por la tarde, toda la ciudad se había enterado de la noticia de su próxima boda.
—La señora Baker se ha ofrecido a hacer una fiesta para que todo el mundo te lleve su regalo.
Horrorizada, Bella se apartó de la encimera de la cocina, donde estaba preparando unos sándwiches para sacar al porche.
—Ay, no, mamá. No quiero trastos. Por favor, da las gracias a todos los que llamen pero diles que no queremos regalos.
—Pero Bella, todos se alegran mucho por ti.
Ella, inflexible, negó con la cabeza.
—No quiero fiestas. Nada. Por favor, ya he vivido todo eso una vez y es muy bonito, pero esta boda no es igual.
Reneé la miró sin disimular su decepción.
—Muy bien, cariño, como tú quieras.
Sus padres, envueltos en una ola de romanticismo, nunca entenderían sus razones para casarse con Edward. Tampoco estaba segura de que su futuro marido las comprendiera.
Después de que él se despidiera de sus padres, lo acompañó al porche. En cuanto traspasaron la puerta mosquitera y los envolvieron las sombras, Edward la tomó entre sus brazos y la besó.
Fue un beso íntimo y evocador, sus bocas se acoplaron. La lengua de Edward empujaba la suya, las manos se deslizaron por su espalda hasta su cintura, treparon por las costillas y se cerraron sobre sus senos. Él gimió.
—Dios mío, no sé cómo voy a aguantar hasta el sábado por la noche —retiró las manos—. ¿Sabes cuánto deseo tocarte? Pero ahora no puedo; si empiezo, no podré parar hasta que los dos estemos desnudos y esté abrazándote, besándote la boca, el pecho..., todo el cuerpo.
Le susurró las últimas palabras al oído. Luego, la boca se deslizó por su cuello hasta la base de la mandíbula. El roce le resultaba muy placentero, era como si borrara todos los recuerdos y la dejara temblando, caliente y mojada. Si él hubiera querido estrecharla con más fuerza, ella habría consentido. Pero no lo hizo.
—Buenas noches, cariño.
Desapareció en la oscuridad. Mucho rato después de que las luces de su coche se hubieran desvanecido, Bella seguía en el porche, temblando con la idea de la noche de bodas. Trataba de convencerse de que esos estremecimientos eran fruto de la aprensión.
Pero ni ella misma lo creía.
La semana siguiente todos estaban de un humor festivo. Desde la muerte de Jake, no había visto a sus padres tan animados. Era evidente que adoraban a Edward y confiaban en que haría felices a su hija y su nieto. El entusiasmo de Rose era incontenible y, hacia mediados de semana, se había desbordado.
—Pero no necesito nada de esto —dijo Bella al ver el salto de cama tan sexy que le mostraba Rose.
—Toda novia necesita este tipo de prendas. Aunque no duran mucho —dijo con una mueca. La insinuación hizo que Bella sintiera nervios en el estómago.
—Tengo muchos camisones —objetó con voz apagada.
—Los conozco. No sirven para una luna de miel.
—No vamos a ir de luna de miel. No inmediatamente. Vamos a mudarnos a la casa de Edward.
—Querrás decir a «vuestra» casa. Y sabes a qué me refiero cuando hablo de luna de miel. No hay que salir de Chandler para tenerla. Ni siquiera tienes que salir del dormitorio —se rió alegremente—. Yo misma he tenido varias. Así que cuál va a ser ¿el azul o el de color melocotón?
—Me da igual —respondió Bella petulantemente, y los arrojó sobre la silla del probador—. Tú eras la que insistía en que necesitaba un camisón, elígelo tú.
— ¡Dios! —exclamó Rose, exasperada—. ¿Qué es lo que te ocurre?
Su amiga no la creería si se lo contara, se dijo Bella, y no iba a hacerlo. Cuando uno estaba loco de atar, raramente iba anunciándoselo a sus amigos.
—Nada.
—Estás hecha una cascarrabias. Espero que después de pasar unos días en la cama con Edward Cullen mejore tu humor.
Se dio la vuelta para llamar al dependiente y no vio la expresión tensa de Bella. A ésta le habría gustado dejarse llevar por el ánimo festivo de la ocasión, pero entusiasmarse con la boda sería una deslealtad hacia Jacob. Nadie mencionaba su nombre esos días. Parecía que todos excepto ella lo hubieran borrado de su memoria.
Se aferraba a su recuerdo con más empeño que nunca, pero, inevitablemente, parecía que se le escapara. Notaba esos lapsos sobre todo cuando estaba con Edward, que desempeñaba a la perfección su papel de novio.
Todas las tardes iban a comprar cosas para la casa. Edward quería que le diera su opinión sobre cada detalle, desde batidoras hasta cojines. Era como si pudiera leerle el pensamiento, elegía siempre los muebles que a ella le gustaban más. Sus gustos coincidían plenamente. A menudo se sentía como Cenicienta, como si todos sus deseos le fueran concedidos. Él no reparaba en gastos. Cuando el interior de la casa empezó a tomar forma, estuvo tentada de pellizcarse para estar segura de que no se trataba de un sueño.
Así se sentía esa tarde cuando la llevó al dormitorio para que viera el resultado de sus esfuerzos.
—Las sillas y la cama las han traído hoy —dijo mientras encendía la lámpara, cuya pantalla era de seda, con forma de loto—. Todos los muebles combinan muy bien unos con otros, ¿no crees?
La habitación era preciosa, parecía sacada de sus fantasías, se dijo ella. Sus ojos la recorrieron lentamente, y cuando se posaron de nuevo en Edward, éste la estaba contemplando con intensidad. La luz de la lámpara hacía brillar el pelo de Bella y la silueta de su cuerpo se recortaba a contraluz bajo el vestido de gasa.
— ¿Qué pasa? —preguntó ella con voz tranquila.
—Vamos a probar la cama.
Ella parpadeó y tomó aire. El corazón le brincaba dentro del pecho. Él se acercó a ella y, sin que tuviera tiempo de darse cuenta, Bella se encontró tumbada en la cama con Edward inclinado encima de ella. Sin dejar de mirarla, la mano de él se deslizó por su cuello hacia abajo, descansó un instante sobre su pecho y, a continuación, fue hasta el primer botón del vestido. Lo desabrochó. El segundo. El tercero.
Ella seguía sin poder moverse. Ni siquiera cuando Edward deslizó la mano bajo el vestido. La respiración de Bella se aceleró. Cerró involuntariamente los ojos.
Él metió los dedos bajo el tirante del sujetador y se lo bajó. Más, más, más, hasta que la curva superior del pecho surgió bajo la copa de encaje.
—Dios santo, eres preciosa —puso una mano en su pecho y acarició la curva que éste dibujaba. Luego la llevó más abajo y le rozó el pezón.
Suspiró su nombre justo antes de reclamar su boca. Ese beso no fue tan tempestuoso como ella habría esperado, sino infinitamente dulce, tierno y amoroso. Tan amoroso como la mano que seguía acariciándole el pezón.
Él llevó la boca hasta su oreja.
—Quiero estar dentro de ti, Bella. Quiero sentir cómo te dejas ir.
Ahogó su gemido con otro beso lleno de intensidad. Con las yemas de los dedos seguía acariciándole el cuerpo, que se contraía aún más en respuesta a sus últimas palabras.
—Por favor, cariño, no gimas de esa manera tan sexy —se quejó, mientras las yemas de sus dedos le acariciaban el pecho—, o no voy a ser capaz de parar. Y quiero que estemos casados la primera vez que me acueste contigo.
Ejerciendo un tremendo control, se refrenó y no siguió acariciándola. Le abrochó el vestido y tiró de ella para ayudarla a ponerse de pie. Ella se dejó caer contra él con debilidad.
Sonriendo por encima de los cabellos de Bella, le puso una mano encima del corazón.
—Te haré feliz, Bella, te lo juro.
Ella enterró la cara en su cuello, no empujada por la pasión sino por la desesperación. Edward sabía cómo hacer vibrar su cuerpo, pero no podía devolverle la promesa que él acababa de hacerle. Porque eso supondría no cumplir otra que había hecho mucho antes de conocer a Edward Cullen, la que le había hecho a Jake el día que había muerto.
Espero que les haya gustado el capítulo y mil disculpas por no actualizar antes pero cuando el destino se complota contra uno todo es imposible prometo actualizar mañana miercoles por la noche.......... besos........Indi.
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