—¿Qué quieres decir?
Isabella se dio cuenta de que no la entendía, y aquello la enfadó aún más. Al parecer, ella le importaba tan poco, que ni siquiera recordaba que le había dicho que era fotógrafo y que no había mencionado en ningún momento que dirigía una empresa multimillonaria.
Quizás aquélla era la señal que necesitaba para recuperar la cordura y darse cuenta de que Edward estaba jugando con ella, utilizándola para pasar el tiempo durante las vacaciones; era una ingenuidad creer que ella era algo más que una aventura pasajera.
Cuando una lágrima resbaló por su mejilla, Isabella se la secó con impaciencia, y se sintió furiosa consigo misma por dejarse arrastrar por las emociones delante de un hombre que claramente no merecía que sufriera por él.
—Me dijiste que eras fotógrafo; hiciste que creyera que te ganabas así la vida, y en ningún momento intentaste corregir esa suposición. ¡Me mentiste, Edward! ¿Esperas que crea que olvidaste decirme a qué te dedicas realmente? Eres el director de una empresa millonaria, tus padres son tan ricos, que pueden enviarte un yate enorme para que vayas a Atenas a cenar... ¡y ni siquiera lo mencionaste!
Él la miró con expresión pensativa, pero no pareció demasiado preocupado por su arrebato.
—A lo mejor no te conté toda la verdad sobre mi trabajo, Isabella, pero no tenías por qué saberla. ¿Qué importancia tiene? Al fin y al cabo, jamás me pediste que te diera más detalles. Además, ¿a qué viene tanto enfado?, ¿quieres que crea que te supone un problema que yo sea millonario? De ser así, serías un caso único entre las integrantes de tu género; por regla general, la reacción de las mujeres es la contraria.
Cuando Edward se encogió de hombros y sonrió, Isabella deseó poder borrar de su rostro aquella soberana arrogancia.
—¡Algunas tenemos principios!
Mirándolo con expresión angustiada, apretó el fino chal contra su pecho, y deseó que aquella aplastante sensación de desengaño y traición se desvaneciera. Deseó haber podido seguir engañándose a sí misma un poco más, seguir creyendo que había encontrado algo especial con aquel hombre. Estaba claro que él tenía un punto de vista muy diferente sobre su relación.
—No todas las mujeres nos sentimos impresionadas por la riqueza de una persona —dijo con amargura—; me sentí atraída por ti, edward, no por tu cuenta bancaria, así que no era necesario que me ocultaras la verdad. Algunas personas creemos que ser sincero es mucho más importante que tener o no tener dinero, y me estás insultando si estás sugiriendo que quiero estar contigo por tu fortuna.
Sus palabras penetraron en él como ácido. Le recordaron su terrible matrimonio con irina, y la soledad que había soportado hasta la muerte de ella.
Su esposa lo había utilizado, lo había engañado como a un tonto; él había creído estúpidamente en sus ávidas declaraciones de amor, y había permitido que le impidieran darse cuenta de la verdad. Había aprendido que era mejor estar solo que en una relación que iba partiendo el alma día a día, y sólo había intentado que aquel matrimonio falso y sin amor funcionara por la perspectiva de tener un hijo; sin embargo, incluso aquello le había sido arrebatado al final.
—Es cierto que soy fotógrafo, Isabella, eso no fue ninguna mentira. Tú misma viste mis obras en la galería. Que dirija el negocio familiar no implica que no pueda dedicarme a otras cosas que me apasionen... y la fotografía es mi pasión. No hemos hablado demasiado de nosotros mismos, ¿verdad? Quizás ambos nos hemos estado ocultando algunos secretos.
—Yo no te he ocultado ningún secreto, al menos ninguno tan grande como mi propia identidad —protestó ella.
Sin embargo, mientras articulaba las palabras, Isabella sabía que no eran exactamente ciertas. Recordó la razón real de su viaje a la isla, la búsqueda que no le había contado a nadie, y se sobresaltó al darse cuenta de que lo que había dicho Edward era cierto. Pero el secreto de su nacimiento no era relevante, y no era nada comparado con sus mentiras. Le resultaba insoportable que otra persona, alguien a quien había llegado a querer, la hubiera engañado deliberadamente. Empezaba a creer que tenía tatuado en la frente algo así como «no le digan la verdad a esta mujer, no es lo suficientemente fuerte para soportarla».
Lanzó un suspiro en aquella noche exótica cargada de calidez y del aroma del mar, que le resultaba tan diferente del entorno al que estaba acostumbrada, y de pronto sintió que se le desgarraba el alma. Quería volver a Londres, estar entre la gente que realmente la quería.
Recordó la amargura y la tristeza con que había dejado su hogar, su furia por la mentira de sus padres sobre sus orígenes, el dolor de su madre. «Siempre te querremos, Isabella, sin importar dónde estés...» aquello era lo último que había escuchado antes de irse con un portazo, y de repente sintió una terrible angustia.
—Quiero volver al hotel —dijo con voz queda, evitando mirar a Edward. —Ha sido una velada muy larga, y estoy muy cansada.
—Te acompañaré hasta allí, si eso es lo que quieres. Podemos vernos mañana, y...
—No, Edward, necesito algo de tiempo. Creo que no es buena idea que nos veamos de momento. Por favor, entiéndelo.
Al ver lo afectada que estaba, Edward contuvo una contestación airada. Pero no podía entender su necesidad de mantenerse alejada durante un tiempo, porque ni siquiera acababa de comprender por qué estaba tan enfadada con él. Ella estaba poniendo a prueba su paciencia. Aceptaba que tuviera principios, y después de sufrir los engaños de Irina, saber que no estaba con él por su dinero y darse cuenta de su integridad lo había afectado profundamente; sin embargo, Isabella estaba levantando barreras innecesarias entre ellos, al considerar que su trabajo y su fortuna eran algo malo.
¿Se estaba planteando ella realmente terminar su relación porque era rico? Edward tuvo ganas de ponerse a gritar hasta quedarse ronco. Al hacer el amor con ella, había empezado a experimentar ciertos... sentimientos por aquella mujer; se sentía casi temeroso de analizarlos en profundidad, pero eran increíblemente poderosos, y se negaban a ser ignorados. No quería que su relación acabara aún.
Reluctantemente, la acompañó de vuelta al hotel, deseando que la velada se hubiera desarrollado de forma muy distinta, y cuando ella volvió la cabeza para impedir que le diera un beso de buenas noches, intentó tragarse su orgullo herido.
Isabella sacó dos pastillas para el dolor de cabeza de una cajita en su bolso, se las tragó con un poco de agua, e hizo una mueca al ver su imagen reflejada en el espejo del cuarto de baño. Desde luego, no tenía el mejor aspecto de su vida. La mañana estaba ya bastante avanzada, pero se había levantado tarde porque había tardado mucho en quedarse dormida; no había podido dejar de pensar en la cena, y la cabeza le dolía tanto, que estuvo a punto de echarse a llorar.
¿Por qué no había confiado Edward en ella?, ¿por qué no le había contado la verdad? Si lo hubiera hecho, ella se habría sentido igual de atraída por él... ¿verdad?
Sin embargo, no tuvo más remedio que admitir que se había sentido cautivada por la romántica idea de que él fuera un sencillo fotógrafo, con una vida libre y sin complicaciones que le permitiera viajar por todo el mundo... un espíritu libre. Había fantaseado con que procedía de una familia griega normal, que lo adoraba y estaba orgullosa de sus logros... una familia que a lo mejor él le habría presentado con el tiempo, y que quizás la habría ayudado a llenar el vacío que sentía por no conocer sus verdaderos orígenes.
Pero Edward le había presentado a un equivalente aproximado de la familia real británica; la vida de él no tenía nada de normal, ya que soportaba una pesada carga de obligaciones por ser quien era. Era obvio que habían hecho desfilar ante él a una mujer tan vanidosa y desagradable como Tanya con la esperanza de unir a dos poderosas familias con un matrimonio; Eleazar Denali no había dudado en detallar el impresionante linaje y las conexiones de su familia, y cuanto más sabía de él, menos inclinada se había sentido ella a contarle nada de sí misma.
Cuando él había afirmado a bombo y platillo que su hija era muy hogareña en el fondo, una joven que ansiaba tener un hogar y una familia para sentirse realizada, Isabella se había dado cuenta de que estaba recibiendo un aviso, y que ambas familias esperaban que Edward y Tanya se casaran.
Había apartado la mirada de Eleazar, y había buscado al hombre que acaparaba sus pensamientos... y lo había visto aparentemente absorto en lo que fuera que Tanya le estuviera diciendo. Si hubiera tenido alas, se habría ido volando hacia la isla en aquel mismo instante, pero no había tenido otro remedio que soportar varias incómodas horas más antes de poder irse con Edward.
En ese momento, a pesar del dolor que sentía por su engaño, y por la terrible posibilidad de que le hubiera mentido en cualquier otra cosa, Isabella deseó volver a estar en sus brazos. Quizás era débil, crédula y todo aquello que no quería ser, pero era difícil luchar contra una necesidad tan poderosa; sólo quería aislarse del resto del mundo, y disfrutar de la sensación de aquel fuerte y protector abrazo que la hacía sentirse amada... aunque estaba claro que él no sentía nada por ella.
El teléfono sobre su mesita de noche empezó a sonar, destruyendo el relativo silencio, y vio en el espejo que en sus ojos aparecía un brillo de esperanza; quizás era Edward. Se apresuró a volver a la habitación, y prácticamente arrancó el teléfono al descolgar.
—¿Diga?
—¿Señorita Swan?—dijo la recepcionista del hotel—; hay un hombre que quiere verla, ¿puede bajar?
Isabella pensó que sólo podía tratarse de Edward, que quizás había ido a disculparse; a lo mejor había tenido una buena razón para ocultarle la verdad, y quería explicársela. En todo caso, se dijo que al menos debería escucharlo; la lógica le decía que, como todas las mujeres enamoradas, estaba ignorando los defectos de su pareja, pero no quería pensar en ello. Lo único que deseaba era ver al hombre que amaba y necesitaba.
Apartándose el flequillo de la frente con un gesto impaciente, Isabella no dudó en contestar:
—Enseguida bajo.
Sin embargo, en cuando llegó al vestíbulo, con unas sandalias con suela de goma que apenas hacían ruido contra el suelo de mármol, y un ligero vestido rosa cuyos finos tirantes enfatizaban el reciente bronceado de sus hombros, no se encontró a Edward, sino a un elegante Eleazar Denali. Se tragó su amarga decepción, y rogó que el hombre no se diera cuenta de que había esperado encontrarse a otra persona; apenas capaz de oír su propia voz por encima del estruendoso sonido de su corazón, dijo:
—Señor Denali, qué sorpresa.
—Kalimera, Isabella. Por favor, perdona que te moleste así, pero esperaba que pudieras concederme media hora de tu tiempo, y venir a tomar un café conmigo.
Sin saber qué pensar ante aquella inesperada y sorprendente invitación, Isabella se alisó el vestido nerviosamente; de repente, pensó que Eleazar quizás había ido a advertirle que se alejara de Edward, para dejarle el camino libre a su hija. Tragándose la rabia y el dolor que sentía, Isabella se obligó a mantener la calma.
—¿Pasa algo, señor Denali?
Tras contemplar brevemente la sortija de oro que tenía en su dedo anular, el hombre bajó la mano y la miró con una sonrisa, mostrando una dentadura perfecta que debía de haberle costado una fortuna.
—Llámame Eleazar, por favor. Y no hay razón para que te alarmes, sólo quiero tener una pequeña charla contigo. ¿Me concederás ese honor?
Incapaz de encontrar una excusa válida para poder negarse, Isabella inclinó la cabeza con reluctancia y dijo:
—De acuerdo...
Poco tiempo después, sentados en una cafetería, Eleazar comentó:
—Sabes, me sorprendí mucho cuando te vi por primera vez.
La miró con un escrutinio tan intenso, que Isabella se sintió un poco incómoda, sobre todo porque aún no sabía por qué él quería tener aquella «pequeña charla» con ella.
—¿Por qué?
—Eres el vivo retrato de alguien a quien conocía—confesó él con un profundo suspiro.
Ella frunció el ceño, y esperó a que él continuara hablando.
—Ella también se llamaba Isabella, y sólo tenía dieciocho años cuando nos hicimos amantes. Yo tenía veinticuatro, te estoy hablando de hace unos treinta años. No me resulta fácil hablar de esto, pero voy a intentarlo.
Sin prestar la más mínima atención a su taza de café, Isabella apenas podía apartar la mirada de Eleazar. Él se sacó un pañuelo inmaculadamente blanco del bolsillo de su chaqueta, y se secó la frente antes de seguir.
—Anoche te expliqué brevemente la historia de mi ascendencia; mi familia amasó su fortuna hace mucho tiempo, somos... ¿cómo te lo diría...? Una familia de rancio abolengo. Sin embargo, Isabella era completamente diferente; provenía de un entorno pobre, muy pobre, así que nuestra unión se hubiera considerado muy inadecuada. Además, su familia era muy creyente, casi fanática, mientras que la mía no lo era en absoluto; en definitiva, lo teníamos muy difícil para que nuestra relación funcionara. Sin embargo, si yo hubiera tenido el valor de ir contra el mandato de mi padre, me habría casado con ella cuando se quedó embarazada.
Cuando Eleazar se detuvo y sacudió la cabeza, Isabella creyó ver lágrimas en sus expresivos ojos oscuros; los latidos de su corazón se ralentizaron, y toda la sangre pareció fluir hacia su cabeza.
—¿Qué... qué hiciste?—preguntó ella; tenía la boca tan seca, que le costó hablar.
—Le di dinero para que fuera a Inglaterra y abortara.
—Y... ¿ella lo hizo?
Isabella estaba estrujándose las manos sobre la mesa, y palideciendo con cada segundo que pasaba; él había dicho que aquello había sucedido treinta años atrás, así que ella tenía la edad adecuada.
El hombre frente a ella volvió a secarse la frente con su voluminoso pañuelo, y dijo:
—Nunca volví a saber de mi dulce Isabella, así que no puedo responderte a eso. Me dije que habría conocido a algún inglés, que quizás se habría casado y se habría establecido en aquel país extranjero. No pasa ni un día en el que no piense en ella, y cuando te vi aparecer en la casa de mi amigo con su hijo, apenas pude dar crédito a mis ojos; te pareces tanto a ella, que es sorprendente. Incluso te mueves y sonríes igual que ella, y no pude evitar preguntarme... ¿quiénes son tus padres?, ¿tienen alguna conexión con Grecia?—dijo con ansiedad.
—Tanto mi padre como mi madre son ingleses —se oyó contestar Isabella, aunque en su interior reinaba el caos—; mi madre es de Sussex, y mi padre de Yorkshire. Mis abuelos también son ingleses, al igual que mis bisabuelos. Lamento no poder decirte nada más.
—Ya veo. Siento haberte impuesto la carga de mi triste historia, Isabella, pero espero que entiendas por qué tenía que contártela, por qué tenía que preguntarte sobre tu familia.
—En la vida hay constantemente extrañas coincidencias —contestó ella, encogiéndose de hombros con una pequeña sonrisa; tomó su taza de café con cuidado, ya que le temblaban las manos, y tomó un sorbo—. Lamento que mi apariencia haya reabierto viejas heridas; estoy segura de que, dondequiera que esté Isabella, estará bien y será feliz. A lo mejor es mejor no desenterrar viejos recuerdos, ¿no crees?
Se miraron durante unos segundos, pero Isabella apartó finalmente la vista, incapaz de soportar la mezcla de esperanza, decepción y alivio que se reflejaba en los ojos de él. Su pecho estaba tan tenso que apenas podía respirar, y al ver al resto de comensales disfrutando inocentemente del día, se dio cuenta de que tenía que alejarse de toda aquella gente que la rodeaba. Lo que Eleazar Denali acababa de revelarle era demasiado asombroso para asimilarlo sin más, y necesitaba estar sola.
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