Isabella querría poder haber dicho que había dudado si ir a casa de Edward, pero no habría sido cierto. Estaba descubriendo rápidamente que había ciertas cosas en la vida contra las que no se podía luchar; una era la necesidad de crecer como persona, de ir más allá de las propias limitaciones, por muy difícil que fuera. Y otra era el dictado del corazón, que tenía una capacidad sorprendente para vencer a la fría lógica de la cabeza.
La necesidad de ver a Edward la había consumido hasta enloquecerla, y le había impedido dormir; no había podido dejar de pensar en él, como si fuera lo único que existía en el mundo entero. Al fin, había tenido que admitir que no podía mantenerse alejada de él como había planeado; sus frías, lógicas y sensatas intenciones no servían de nada cuando su cuerpo palpitaba de deseo y de necesidad cada vez que pensaba en él. Su fascinación por aquel hombre seguía empujándola hacia él, y le impedía mantenerse a distancia.
En aquel momento, mientras miraba la simple entrada de madera de la casa blanca de aspecto sereno situada cerca del puerto, Isabella abrió y cerró las manos húmedas mientras el miedo y los nervios la empapaban como una violenta tormenta de verano. Se limpió las palmas en el vestido verde de lino que llevaba puesto, y casi rezó por que él no estuviera allí, para tener tiempo de convencerse de que verlo era una mala idea.
Sin embargo, Edward abrió la puerta de inmediato. No llevaba camiseta, y sus ojos verdes la traspasaron con una mirada que revelaba el mismo ardiente deseo que pulsaba como un río de lava por sus venas.
—Kalimera, Bella. ¿Has desayunado? —preguntó él con tono despreocupado, como si hubiera sabido que ella iría.
Con la boca completamente seca, Isabella consiguió contestar con labios trémulos:
—No.
La tomó de la mano posesivamente, y su mirada, irresistible e intensa, la hechizó; cuando él la hizo entrar con una ternura sorprendente, la envolvió de inmediato el sensual frescor de la casa.
—Así que ninguno de los dos hemos desayunado. ¿Qué crees que podemos hacer para saciar nuestro apetito?
—Edward...—empezó ella, rogándole con sus ojos oscuros que la entendiera—; no debería haber venido, pero...
—Anoche deseé que estuvieras junto a mí en la cama, Bella. Mi mente imaginó tales imágenes, que me sentí enfebrecido de deseo; ahora que estás ante mí, esa fiebre ha empeorado. ¿Lo ves?
Isabella se alarmó cuando Edward guió su mano hasta su frente, y la mantuvo allí por unos largos segundos. Entonces él sonrió con indolencia, sin duda plenamente consciente de que la tenía atrapada en sus redes, y volvió a bajar sus manos.
—Ardo por ti, y creo que sólo hay un remedio para mi enfermedad.
Cuando los dedos de él rozaron la piel de detrás de su oreja, Isabella estuvo a punto de salir despedida por el tejado. Hasta aquel momento, no había sabido que aquélla era una zona tan erógena, o que podía generar tal explosión de deseo con el mero contacto de los dedos de aquel hombre. Estaba temblando literalmente de pasión.
—Edward, he... he pensado en lo que dijiste, y...
—Tu presencia aquí me dice todo lo que quiero saber. Rogué para que no cambiaras de opinión, y al parecer mis súplicas han sido escuchadas.
—Pero no podemos ir sin más a... ¿no crees que deberíamos hablar antes?
Las palabras temblaron en sus labios, pero sabía que eran un débil e inútil intento de retrasar lo inevitable. Seguramente, la antigua Isabella ni siquiera habría ido a verlo, pero de repente se sintió como una hermosa mariposa emergiendo de la crisálida, como Edward había sugerido al conocerse. Necesitaba con todas sus fuerzas ser diferente, más valiente, más fuerte... menos temerosa de que la hirieran.
En aquel momento, no quería pensar en las consecuencias de estar con aquel hombre increíble; no quería torturarse con las repercusiones, ni atrincherar su corazón por miedo a sufrir más. Sólo quería dejarse llevar y confiar por primera vez en su vida...
Inmerso en una necesidad primaria tan desbordante y en unos sentimientos tan sorprendentes que apenas sabía por dónde empezar a tocarla, Edward no quería hablar de nada. Se sentía como si estuviera intentando tranquilizar a un corderito, y aquel extraordinario deseo de ser tierno con una mujer, unido a la necesidad de saciar una pasión que parecía crecer por momentos, era algo completamente nuevo para él. Isabella era increíblemente atractiva y seductora, con aquellos confiados ojos marrones y aquella carnosa y temblorosa boca; su mirada destilaba inocencia, curiosidad y deseo, y la mezcla era como una perfecta tela de araña engalanada con el rocío de la mañana, tan delicada y encantadora, que hacía que se preguntara cómo podía existir algo tan hermoso en un mundo tan despiadado.
Decidió responder a la cuestión que ella le había planteado con sus acciones, y la condujo a su habitación, dejando que el silencio y la quietud los envolvieran. Sus músculos temblaron por el esfuerzo titánico de contenerse mientras la ayudaba a desnudarse antes de hacer lo propio. Se tumbó junto a ella en la cama, y el calor creciente del sol tras las persianas entrecerradas de la ventana pareció reflejar el incremento de su propio ardor. Sin un segundo de duda, envolvió a Isabella en sus brazos y la besó.
Edward saboreó su deliciosa boca, y se perdió en la ardiente y dulce calidez de la caricia; la abrazó posesivamente, no sólo para satisfacer un deseo físico, sino por algo más que lo arrastraba, algo que se mantenía al borde de su consciencia, y que hacía que sintiera una conexión increíblemente pura, casi espiritual, con ella.
Se apartó un poco, sobresaltado; ¿en qué estaba pensando? La única conexión que tenía con la cálida y receptiva mujer en sus brazos era física; no necesitaba revestirla de algo más complicado, y no debería engañarse a sí mismo imaginándose cosas. Para su desgracia, había descubierto que las mujeres no siempre jugaban limpio; podían ser inconstantes y taimadas, y no confiaba en ellas.
Irina había fingido estar enamorada de él de forma tan convincente al principio de su relación, que él se había convencido a sí mismo de que también la amaba, y había descartado sus sospechas de que su padre y ella se habían aliado para atraparlo en un matrimonio que ayudaría a las ambiciones de ambos. Por desgracia, sus sospechas se habían confirmado.
Su padre había estado convencido de que lo estaba ayudando al poner a Irina en su camino, ya que era hermosa y capaz, y estaba relacionada con la aristocracia. No le había importado que la familia de ella no tuviera dinero, porque creía que la conexión real de ella aportaría aún más categoría al apellido Cullen. E Irina había considerado el matrimonio con él como una fuente de dinero y de respetabilidad, ya que su unión oficial había sido una conveniente pantalla de humo para ocultar su libidinoso comportamiento con otros hombres.
Edward no estaba dispuesto a volver a vivir otra pesadilla similar, sin importar lo mucho que echara de menos tener a una mujer junto a él por la noche, o lo cansado que se sintiera de estar solo.
Él olía maravillosamente bien. Aquel aroma puramente masculino, y la sensación de sus fuertes brazos abrazándola posesivamente, la estaban enloqueciendo de pasión. Edward la miró con ojos llenos de deseo, y la manifestación física de su ardor se apretó contra su vientre; Ianthe cerró los ojos mientras sus muslos y sus caderas temblaban al acomodarlo.
Arqueó la espalda cuando Edward se movió sobre su cuerpo y reclamó con voracidad un pezón con su cálida boca, incapaz de creer que un cuerpo pudiera experimentar tanto placer y seguir viviendo. Soltó un suave gemido cuando su boca hambrienta cubrió el otro pezón; sus dientes juguetearon con el sensible montículo, y cuando sus labios lo cubrieron completamente y empezaron a succionar, Isabella sintió que su feminidad estallaba en llamas.
Sus manos recorrieron los anchos hombros de él y bajaron por su espalda hasta su cintura, y al abrir los ojos, lo vio ponerse la protección de látex; volvió a bajar los párpados, y separó los muslos para recibirlo en su interior.
Por un segundo, temió ser demasiado estrecha para aceptar su poderoso miembro en su cuerpo, ya que había pasado bastante tiempo desde la última vez que había estado con un hombre. Sin embargo, en cuanto Edward empezó a penetrarla, su cuerpo se adaptó a él, y lanzó un grito de sorpresa y placer cuando él la poseyó profundamente. Enredó los dedos en su pelo, y él se apoderó de su boca con un beso apasionado que despertó todos los deseos latentes en su interior.
Edward era un hombre excepcional. Individualmente, estaban en polos opuestos del espectro emocional: él era seguro de sí mismo y enérgico, y era obvio que estaba acostumbrado a tomar el mando de las situaciones sin dudar, mientras que ella era completamente diferente, al menos hasta hacía poco. Pero cuando estaban juntos, parecían complementarse el uno al otro... parecían encajar.
Isabella intentó que la idea no la abrumara; se preguntó si aquello era lo que se había estado perdiendo todos aquellos años, mientras se esforzaba por conseguir el éxito profesional y financiero que sus padres habían querido para ella. ¿Había sacrificado la posibilidad de encontrar el amor, en favor de las ganancias materiales y la seguridad?
Pensó en su madre biológica, que había amado a un hombre con el que había creado un bebé que no podría criar, y en la felicidad y el dolor que aquella relación debía de haberle causado. Seguramente, tener que renunciar a su hija le había dolido de forma inimaginable... el corazón de Isabella estuvo a punto de romperse al pensar en ello.
Encima de ella, Edward la miró con preocupación, y suavizó la voraz posesión de su cuerpo antes de decir con voz ronca:
—Pareces afligida... ¿por qué?
—Por nada, no te preocupes.
Isabella le tocó el rostro con los dedos, cautivada por su fascinante estructura ósea, por su fuerte y firme mandíbula y por la maravillosa boca que podía darle tanto placer. Él dolor que había oprimido su pecho se fue desvaneciendo.
—Estoy disfrutando con lo que estás haciendo —dijo, y esbozando una tímida sonrisa, añadió— no quiero hablar más, sólo quiero que sigas haciéndome el amor.
Edward sintió un gran alivio al oír aquellas palabras; Isabella era todo lo que un hombre podría desear en una mujer... era hermosa, inteligente, y con una sensibilidad que le llegaba al alma. Quería que aquella experiencia se alargara indefinidamente, y se estremeció al pensar en lo mucho que deseaba perderse con ella en una marea de placer capaz de apartarlos del mundo real por un tiempo.
—Voy a hacer que todos los fantasmas que te atormentan desaparezcan, Bella —le prometió con fervor—; y para cuando acabe de hacerte el amor, al final del día, sólo habrá un rostro en tu mente... el mío.
Isabella se puso el batín de felpa de Edward, y fue a preparar café a la silenciosa cocina de paredes blancas; estaba segura de que él casi nunca utilizaba aquella habitación, y que comía casi siempre fuera... al fin y al cabo, era dudoso que un sofisticado soltero como él quisiera ponerse a cocinar.
En aquel momento, se preguntó sobre las influencias femeninas que Edward habría tenido en su vida; ¿habría cocinado su esposa para él?, ¿cómo habría sido aquella mujer? Se preguntó si él echaba de menos abrazarla como la había abrazado a ella durante el día y la noche anteriores; en aquel tiempo, sus cuerpos apenas se habían separado.
Estaba desnuda debajo del batín, y cuando inhaló el provocativo aroma de él, recordó la forma apasionada, casi feroz, en que le había hecho el amor; su cuerpo palpitó con el deseo de volver a sentir su posesión, y se llevó las palmas de las manos a sus mejillas ardientes.
Si la hubiera visto en ese momento, Angela apenas habría reconocido a la desaliñada y ruborizada mujer que estaba de pie en aquella pequeña cocina griega. Aquella mañana, Isabella no tenía nada de controlada, reservada o cauta; se sentía tan libre como cualquier mujer que hubiera pasado la noche explorando las múltiples y variadas posibilidades de su sexualidad con un hombre capaz de elevarla a desconocidas cumbres de placer. Y, por si fuera poco, Isabella se había dado cuenta de que se había enamorado de él.
No había otra forma de explicar aquella creciente mezcla de felicidad y temor en su corazón; quería bailar de felicidad hasta que le salieran ampollas en los pies, pero al mismo tiempo temía tener que alejarse de Edward sin poder explorar sus sentimientos.
En aquel momento, él entró en la cocina cubierto sólo por unos pantalones cortos, y mientras sentía que sus muslos se tensaban al verlo, Isabella no pudo evitar ruborizarse como una adolescente.
—Siento estar tardando tanto en preparar el café —se disculpó, aunque añadió para sus adentros: «estaba acordándome de todas las cosas maravillosas y atrevidas que hicimos anoche».
—¿Por qué no nos olvidamos del café? —dijo él.
Isabella se quedó atónita cuando él se acercó a ella y la rodeó con los brazos. Todos sus sentidos parecieron cobrar vida cuando Edward abrió el batín y deslizó una mano entre sus piernas, y lo miró a los ojos con el corazón martilleándole con sorpresa y deseo.
—¡Edward! No puedes... yo no... ¡tenemos que comer! No hemos desayunado, y estoy hambrienta.
—Se thelo, Bella —murmuró él.
—¿Qué signifi...?
—Que te deseo. Se atrevo. Te adoro.
—¡No juegas limpio!
—Volvamos a la cama —la incitó, impenitente, mientras la atormentaba con su sonrisa y las caricias expertas de sus manos—; allí decidiremos adonde iremos a desayunar, conozco algunos sitios fantásticos en la isla a los que aún no hemos ido.
La provocó aún más con unos suaves y ardientes besos cortos, y ella suspiró enfebrecida contra su boca cuando él acarició sus pezones con las palmas de las manos.
—Eres un desvergonzado, y estoy segura de que lo sabes —murmuró cuando él la levantó sin esfuerzo en sus brazos y se dirigió con paso firme hacia el dormitorio.
—¿Es eso un cumplido? —dijo él con una sonrisa picara —; porque voy a demostrarte con gusto lo desvergonzado que puedo llegar a ser.
Con una risa ronca, la depositó sobre la cama y se tumbó a su lado...
Edward tenía claro lo que iba a hacer respecto a la cena en Atenas; aún tenía intención de ir, ya que no quería decepcionar a su madre por nada en el mundo, pero iba a llevar a una invitada: Isabella. Así, no sólo satisfaría su necesidad insaciable de estar junto a ella, sino que además le demostraría a su padre de una vez por todas que no iba a dejarse manipular otra vez. Y si su padre se enfadaba o se avergonzaba por el hecho de que llevara a una mujer a la pequeña velada que había organizado con su amigo y su hija, la culpa habría sido suya por ser tan arrogante. ¿Cómo se atrevía a creer que podía seguir dirigiendo su vida, después de su desastroso matrimonio con Irina?
Cuando llegaron a la entrada del pequeño hotel donde Isabella se hospedaba, con el aroma a madreselva y magnolia envolviéndolos sensualmente, Edward volvió a abrazarla; ella tenía los ojos brillantes y oscurecidos de deseo, y era la viva imagen de una mujer que hubiera pasado un día, una noche y la mitad de la mañana siguiente en los brazos de su devoto amante. Sintió una oleada de calor cuando los recuerdos lo asaltaron sin piedad; las imágenes lo atormentaron con su claridad diáfana, como si no quisieran que olvidara ni por un segundo que Isabella le había hecho vislumbrar un paraíso increíble y desconocido. Se dio cuenta de que no quería separarse de aquella mujer, ni siquiera durante el breve espacio de tiempo que ella tardaría en escribir unas postales, lavarse el pelo y prepararse para su cita de aquella noche.
—No te he dicho adonde vamos esta noche, ¿verdad?—dijo con una sonrisa, quitándole una pequeña pluma blanca que debía de haber salido de su almohada.
Isabella miró la pluma con expresión maravillada y sacudió ligeramente la cabeza, como si ella también acabara de tener un explícito recuerdo de sus apasionadas horas juntos.
—No, ¿adonde vamos? —preguntó con voz suave, y sus labios se curvaron en una dulce sonrisa mientras posaba las manos en la base de la espalda de él.
—A casa de mis padres, en Atenas; han organizado una cena a la que prometí que iría, y he pensado que sería agradable que vinieras conmigo.
Al oír la palabra «padres», Isabella sintió una punzada de inquietud que la desequilibró por un segundo; estaba en terreno desconocido, sin saber cómo reaccionar. No quería leer demasiado en la inesperada invitación, pero no podía negar que la inquietaba.
—¿Quieres que hoy vayamos a Atenas?—preguntó, moviendo las manos hasta las caderas de él.
—Mi padre va a enviar una barca.
—¿Una barca?
—Bueno, un yate —Edward se encogió de hombros, como si la cuestión no tuviera ninguna importancia y no mereciera la pena mencionarlo.
Isabella frunció el ceño y apartó las manos.
—No lo entiendo... ¿tu padre tiene un yate?
—Muchos griegos adinerados tienen yates, Bella; has visto algunos en el puerto, no es algo tan sorprendente.
La invitación de ir a cenar con sus padres se volvió aún más preocupante. No había imaginado que su familia pudiera tener tanto dinero como para tener un yate y enviárselo sólo para que fuera a cenar. ¿Cómo se sentirían al ver que su atractivo y sin duda codiciado hijo llevaba a una modesta turista inglesa, a una forastera?
—No... no sabía que tu familia fuera adinerada, Edward.
—¿Cómo ibas a saberlo? —él la miró con cierta inquietud, y añadió—: no te lo había dicho. ¿Es algo que te preocupa?
—No es que me preocupe, pero la verdad es que hace que me sienta un poco incómoda. Y no entiendo por qué quieres que vaya contigo, no hace mucho que nos conocemos, y parece un poco... inapropiado.
Edward la miró pensativamente; admiraba su reserva, era una reacción muy diferente de la que habrían tenido muchas mujeres, y reafirmaba que estaba interesada en él, no en el hecho de que tuviera dinero. Sin embargo, se sintió perversamente irritado por su reluctancia. La había invitado a cenar con su familia, y aquello debería bastar para que aceptara.
—No voy a llevarte a casa como mi futura esposa, Bella; simplemente, me han invitado a cenar y te he pedido que me acompañes. Nada más. No hace falta complicar las cosas.
De repente, la invitación le pareció aún menos atrayente. Isabella tuvo la impresión de que Edward se sentía un poco avergonzado y enfadado por sus dudas, como si pensara que ella había creído que la invitación significaba algo mucho más serio de lo que él había pretendido.
«No voy a llevarte a casa como mi futura esposa». Isabella sintió que aquellas mordaces palabras la herían de un modo casi físico; ni siquiera se le había pasado por la cabeza la posibilidad de casarse con él... ¿verdad? Que se sintiera llena de amor hacia él no significaba que estuviera pensando en el matrimonio. ¿Cómo se atrevía a suponer con tanta arrogancia que ella se plantearía siquiera algo así?
—No estoy intentando complicar nada, te lo aseguro. Y espero que no te ofendas, pero voy a tener que rechazar tu invitación. Hemos pasado muchas horas juntos, y me iría bien estar un tiempo a solas. Ve y disfruta de tu cena, quizás nos veamos en un par de días.
Edward no podía creer que ella se mostrara tan fría con él, tan cortante, y sintió que un músculo de la mejilla se le contraía espasmódicamente.
—¡Quiero que vengas a Atenas conmigo! Si hubiera planeado llevarte a un restaurante de la isla habrías venido, ¿verdad?
—Sí, pero...
—No hay razón para no cenar juntos por un simple cambio de planes. Me gustaría muchísimo que me acompañaras, Bella; me disculpo si te he ofendido en algo, y te prometo que te resarciré por ello.
Aunque su disculpa sonó más irritada que conciliadora, Isabella sintió que le daba un vuelco el corazón cuando él esbozó una sonrisa. Quería estar con él, sin importar dónde. La cena podría ir bien o ser un desastre, pero la única opinión que le importaba era la de Edward, no la de sus padres, y en aquel momento él estaba devorándola con la mirada, enloqueciéndola con el deseo que brillaba en sus ojos verdes.
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