EL CUERPO DEL DELITO (+18)

Autor: Indi
Género: Misterio
Fecha Creación: 20/08/2013
Fecha Actualización: 09/11/2013
Finalizado: NO
Votos: 3
Comentarios: 1
Visitas: 7043
Capítulos: 10

Riley Biers, un joven atleta, es acuswado del asesinato de su antigua novia, la hermosa Tanya Denalí. Las pruebas son abrumadoras, pero falta lo más importante: el cuerpo de la víctima. Para el defensor Edward Cullen, un caso de asesinato sin "cuerpo del delito" es una golosina que no puede dejar escapar aunque le cueste su puesto en el bufete donde trabaja.La búsqueda de la hermosa joven desaparecida lleva a Edward y a su ayudante de viaje a un viaje mortalmente peligroso por el sur de california y las Vegas. Ademas Edward se ve envuelto en una relacion tortuosa con Bella Swan, abogado también y una de las mejores amigas de Tanya. Edward acaba descubriendo "algo" que amenaza con hundir su caso y su vida.... Esta historia es una adaptacion del libro de Michael C. Eberhardt del mismo nombre, como asi los personajes pertenecen a Stefani Meyer y al autor de la historia,  yo solo la adapte ........ espero les guste.      Indi

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Capítulo 4: CAPITULO 3

CAPITULO 3

 

Edward abrió la portezuela de su viejo Mercedes 450 SL descapotable de 1977. La pintura blanca estaba gris como agua sucia; los asientos, rotos y desvencijados, se corrían en las guías cuando frenaba fuerte. Hacía poco que había cambiado la sufrida capota, pero el marco estaba deformado y no se acoplaba del todo y, cuando llovía, tenía que tapa las ranuras con trapos. Si pillaba una buena tormenta el suelo se le llenaba de agua.

Se quito la chaqueta y el chaleco y los echo en el asiento trasero. Se sentó de lado con los pies en la calzada, se quito los mocasines y los calcetines y saco de atrás del asiento sus converses negras.

Detestaba los zapatos. Había vivido en la playa desde que tenía ocho años, cuando sus padres se trasladaron a Newport, y de pequeño se pasaba el verano entero descalzo. Incluso ahora, de mayor, andaba siempre deseando quitarse los zapatos.

Saco el coche del aparcamiento y se dirigió a la playa. Hacia veinticinco años que vino a Newport y en ese plazo de tiempo los Ángeles se había extendido hasta allá, de manera que hasta los pájaros que anidaban en el fondo de la bahía habían sido desplazados por las casas que ahora atestaban los acantilados, las motoras que asesinaban el silencio y el parque de atracciones que cubría la orilla hasta donde anidaban las aves marinas. De niños, para Edward y sus amigos el fondo de la bahía era Newport. Alquilaban por la mañana una lancha neumática y remaban cruzando el puerto de Newport hasta la cala del fondo de la bahía, abriéndose paso entre una horda de patos que se apartaban dando graznidos y volvían a juntarse mientras se bamboleaban en la modesta estela de la lancha. De todo aquello no quedaba nada.

La playa de Newport había desaparecido en los últimos veinte años sin apenas lo advirtiese nadie. Estaba llena de lo peor que Los Ángeles podía ofrecer: gente buscando una dirreccion para poder presumir en el remitente de sus tarjetas de navidad.

La autentica gente de playa, los de las tablas de surf y los barquitos. La gente que no vivía en la orilla para tener “vistas al mar”, se veía obligada a desplazarse hacia el sur, huyendo de la congestión del “Gran Los Ángeles”. Solo quedaban Laguna Beach, San Juan Capistrano y San Clemente. Laguna era el feudo de los “tipos creativos” que la estaban arruinando y Nixon había convertido San Clemente en la meca de los evangelistas televisivos de la derechona. Quedaba Capistrano. Allí lo único que había eran los bajíos y una especie en extinción: los últimos playeros del sur de California.

Giro hacia la autovía de San Diego en la entrada de Camino Capistrano, dirección Oeste hacia la playa. Hacia una hora que se había puesto el sol y veía la luz de una media luna de otoño bailando sobre el Pacifico. Descendió desde el acantilado hasta la autopista de la costa del Pacifico y continuo tres kilómetros hacia el sur para cruzar las vías del tren a la derecha.

Su casa era la penúltima de la playa ante del parque estatal Doherny, lo que significaba que el aparcamiento público se halaba a veinte metros. En verano era un lugar ruidoso lleno de jóvenes bebiendo y atronando con su música rap, pero, desde luego, siempre estaban los bikinis para paliar el aburrimiento. Casi toda la gente bronceada y juerguista de Omaha y Boise frecuentaba el tramo norte del aparcamiento de kilometro y medio que bordeaba la playa. Allí no había mucho oleaje y la torre de salvamento tranquilizaba a las madres. En el extremo de la playa estaba la zona para practicar el surf.

Edward entro en el aparcamiento Doheny y llevo el coche hasta la arena, se apeo, salto el murete y echo a caminar por la playa hasta la puerta lateral de su casa, una construcción de madera deslucida por el sol, de ventanas con persianas y tejado a prueba de terremotos. Un cuartito daba paso al patio trasero y en el tenis su traje de goma; se quito la corbata y la ropa y se enfundo el traje de goma sin quitarse el bóxer. La tabla estaba apoyada en la pared delante de la casa. La tumbo en la arena junto al automóvil, volvió a saltar el murete y encendió los faros del coche; al dar las largas, la luz ilumino las olas y pudo atisbar el perfil del oleaje más adentro.

Echo la tabla al agua y nado tras ella. El agua fría de invierno le estremeció, pero sabía que el calor del cuerpo calentaría el agua del traje protector y al cabo de cinco minutos estaría a gusto.

Cuando estudiaba en la facultad hacia surf por la noche; solo podía a esas horas. El surf era lo único que lo relajaba, ala lejos, en las aguas oscuras, con las olas levantando la tabla y haciéndola deslizarse rauda sobre el océano.

Aquella noche las olas estaban bastante bien y lo levantaban muy alto; movido por ellas, veía la orilla, los fuegos de la playa Doheny y los coches de la autopista.

Sobre las olas, lejos de todo, era cuando mas pensaba y cuando mejor desentrañaba las incógnitas de un caso.

Un caso sin cadáver. Edward no daba crédito a su buena suerte. Desde que estudiaba en la facultad no había tenido noticia de ningún juicio por homicidio sin prueba directa.

El caso Scott había sido el primero en la historia judicial de California: 1956, L. Ewing Scott acusado de asesinar a su mujer para apoderarse del dinero; la única prueba de la muerte de la mujer era una dentadura postiza carbonizada hallada junto al incinerador del acusado. La señora Evelyn Scott, la desaparecida, mantenía estrechas relaciones con viejas amistades y, de pronto, se interrumpieron las visitas y el carteo con todas aquellas personas. Además era muy rica y, después de la desaparición, no había sido retirado ni un solo céntimo de sus cuentas bancarias. Por lo tanto, si estaba viva ¿Cómo se las arreglaba?, s3e preguntaban todos. Pero Edward sabia que lo que realmente delato a Scott fue su modo de actuar algún tiempo después de la desaparición de su esposa; porque, de repente, comenzó a gastar dinero falsificando cheques y recibos de disposición de fondos y se dedico a salir con mujeres a quienes obsequiaba espléndidamente con las alhajas y pieles de la pobre Evelyn, como si estuviera seguro de no volver a verla.

Si, las pruebas circunstanciales contra Scott parecían muy convincentes. Pero ¿Cómo puede estar convencido un jurado de que alguien ha muerto si no lo certifica un forense ni hay nadie que atestigüe que se ha producido la muerte? En cualquier caso, el jurado declaro culpable a Scott en cuestión de horas. Era un caso que se enseñaba en clase en todas las facultades de derecho para ejemplificar que, efectivamente, la muerte puede demostrarse mediante pruebas indiciarias. Por raros que fuesen esos casos y por difícil que resultase para la acusación demostrar que se había cometido un homicidio, los acusados casi siempre declarados culpables.

Edward sabía lo difícil que iba a ser el caso Biers. Riley Biers había sido detenido y acusado de homicidio en primer grado, y el fiscal parecía seguro del peso de las pruebas indirectas.

En cualquier caso, todas sus esperanzas se desvanecerían como la espuma si no lograba convencer a Aro Vulturi, el director de su firma, de que le autorizase a hacerse cargo del caso. ¿Y si Vulturi no consentía? ¿Iba a arriesgarse a poner en peligro su seguro empleo en Vulturi y asociados para ir por libre en la jungla judicial? Los dos primeros años después de terminar la carrera había logrado sobrevivir a duras penas en su chamizo de la playa; luego, cuatro años atrás, vulturi f lo había contratado para que llevase los casos criminales de los clientes ricos de la firma y quitárselos a la competencia. Y con Vulturi y asociados había comenzado a crecer su fama y su cuenta bancaria, aunque no estaba del todo contento. Ser abogado criminalista en una asesoría judicial de empresas significaba que para ser socio de la misma tendría que renunciar a su especialidad y aprender derecho mercantil y empresarial. Una idea que le daba horror. Tal vez fuese el momento de cambiar de rumbo ¿no sería bonito elegir el mismo los casos que le apetecieran en lugar de asumir los que le imponía Vulturi?

Mientras meditaba sobre el caso de Riley Biers vio una zona de grandes olas a los lejos, mas allá de donde alcanzaban los faros encendidos del coche; veía las crestas ondulantes a contraluz de la luna. Pero, de pronto, reino la oscuridad más absoluta. Alguien había apagado los faros del coche. Notaba las olas detrás de el, pero no veía nada.

-¡Eh, idiota! ¿Que diablos haces ahí dentro helándote el culo?- gritaron desde la playa.

Y los faros volvieron a encenderse.

Witherdale

¡cielos! Tenía cita con witherdale a las siete y media y lo había olvidado por completo. Y no tenía ni idea del tiempo que llevaba en el mar elucumbrado sobre el caso del asesinato sin cadáver.

Miro por encima del hombro y vio una fuerte ola que se aproximaba, dio un par de enérgicos golpes de remos y sintió la aceleración bajo la tabla, que alcanzo la orilla por el impulso de la ola. Recogió la tabla con el agua por las canillas y se llego a toda prisa hacia donde estaba witherdale.

James witherdale era un detective privado del que Edward se había servido otras veces; un ex agente del departamento del sheriff del condado de Los Ángeles. Edward sabia que se encargaba del caso de Biers nesecitaria un detective y james era el mejor que conocía. Por eso lo había llamado desde la cárcel después de la entrevista con Riley.

-Hola, James. ¿Qué tal?- dijo estrechado la mano del investigador-. Oye, hazme un favor. Méteme el coche en el garaje mientras me ducho. Están puestas las llaves. Y mejor será que también quites el tuyo.

-No, ahí se queda- replico James despreocupadamente.

-No lo dejes; el aparcamiento tiene límite de una hora y lo que hemos de hablar puede llevarnos más tiempo.

-No me digas. Pues yo no veo ninguna señal- dijo James mirando en derredor.

Edward dejo la tabla en la arena y, saltando al asfalto, le señalo los mástiles metálicos que había a lo largo del aparcamiento.

-¿Ves estos postes? Pues en ellos debían estar las señales, pero aquí, en la playa Beaver, los chavales los tienen en sus habitaciones antes de una hora cada vez que los ponen.

-Si, ya se – dijo James riendo-, pero esas zorras de las multas ya no pasan cuando anochece.

-Aquí sí- replico Edward-. Ya sabes lo difícil que es aparcar en la playa, y las zorras son muy estrictas. Incluso tan tarde hacen ronda cada hora y marcan los neumáticos con tiza y, si a la siguiente sigue la marca, la broma te cuesta veinticinco dólares.

-Ya. Les da igual que estés follando con la chica en la playa pero tienes que hacerlo en menos de una hora, ¿no?

-exactamente.

Edward se echo a reír y camino por la arena hacia la puerta lateral de su casa, dejando la tabla apoyando contra la pared. Luego, abrió la ducha del patio y se quito el traje de goma. Cuando, por fin, cruzo la puerta corrediza de la casa, sonaba el teléfono.

-Edward, soy Isabella Swan.

- Hola, Isabella. ¿Cómo estás?- dijo, sorprendido por la llamada. Habían coincidido un par de veces, pero lo más que se habían dicho era “encantado”.

- Perdona que te moleste, pero tengo entendido que vas a defender a Riley Biers- dijo ella sin más.

- ¿Quién te lo ha dicho?

- Lo oí en el palacio de justicia.

- Bueno, en realidad, aun no lo he decidido.

- Ah, bueno ¿así que no te encargas del caso?

Edward frunció el ceño. Isabella swan tenía fama de abogada dura y agresiva; pero el también.

- Ya te he dicho que aun no lo sé.

- Bien, por si no lo sabes, Tanya Denali trabajaba para mí- añadió ella-. Es más, era mi mejor amiga de la época del instituto.

- Sí, me lo ha dicho Riley.

- -¿y no te resulta difícil a Riley sabiendo lo vinculada que ella estaba a mi familia?

- ¿lo dices por mi relación con tu padre?- inquirió Edward algo desconcertado. Charly Swan había sido socio de Vulturi antes de su entrada en la firma, pero el trato con el siempre había sido estrictamente social-. Francamente, no sé en que puede afectar eso a mi decisión. Ya sabes que aprecio mucho a tu padre, pero, simplemente, nos vemos algunas veces a lo largo del año. No creo que haya conflicto alguno, si es por eso.

Se hizo un silencio un instante y cuando ella volvió a hablar su tono de voz no era nada cálido.

- No quiero ser desagradable, Edward, pero no creo que Aro Vulturi lo considere de ese modo.

- Mira, Isabella- replico Edward, intentando contener su rabia-, me imagino lo molesta que estas, pero eres abogada y sabes que Riley tiene derecho a asesoría jurídica, igual que cualquiera.

- ¿pero por qué has de ser tú?

- Porque el juez Crowly pensó que era el más idóneo para el caso.

- Puede, pero cuando yo hable con tu jefe no creo que el este de acuerdo con el juez- replico ella, y colgó.

Edward colgó despacio. Lo cierto era que Bella seguramente tenía razón. No era probable que a Vulturi le gustase que él se encargara del caso de Biers, pero no por las mismas razones de Bella Swan. En un juicio como el de Riley se ganaba la mitad de los honorarios habituales y la minuta mínima era la obsesión de Vultuti.

James estaba fisgando en los armaritos de la cocina cuando Edward se alejo del teléfono. Witherdale era un verdadero oso rubia de tez curtida con bigotazo caído por las comisuras hasta la barbilla. Tendría uno noventa de estatura y pesaría casi ciento cincuenta kilos, aunque no era el clásico fisiculturista, sino más bien algo parecido a un pajar. Cuando en el departamento del sheriff se conservaba en relativa buena forma jugando en el equipo de rugby, pero desde que dejo el cuerpo había engordado diez o quince kilos y estaba un poco fofo. Buscando algo de beber, parecía un oso pardo a la caza de comida en un campamento.

- ¿tienes otra cosa que no sea esa jodida cerveza?- gruño a Edward.

- Vaya, te veo contentísimo- replico el abogado-. Mira ahí, encima de la nevera.

James abrió la puerta de un armario y saco con una mano dos botellas de algo con alcohol, sin importarle lo que fuese.

- ¿quieres una copa?

- Claro. ¿Cuál es tu botella?- dijo Edward en broma.

- -¡las dos!- replicó James con un tono tan adusto que hizo que Edward lo mirase con más atención. James era la clase de persona afrontaba la tormenta igual que un ave marina flotando ante la adversidad. Pero Edward sabía que había tormenta siempre capaz de tumbar a aquel grandulón: el huracán Victoria.

- - bueno, suéltalo- dijo Edward-. ¿Qué sucede? ¿victoria vuelve a amargarte la vida?

- -¡ah, maldita zorra!- replico James cerrando de un palmetazo la puerta del armario.

Victoria era la ex esposa de James, una mujer con la que, para empezar, no debía haberse casado. Se trataba de una pechugona corista de Las Vegas y autentica obsesa de las compras, que cada dos o tres días volvía a casa con el coche cargado de paquetes y bolsas, todo a cuenta de las tarjetas de crédito de James. No tardo este seis meses en comprobar que estaba en la ruina más atroz; la única alternativa era deshacerse de Victoria o ingresar más pasta. Los aumentos semestrales del departamento no iban a solucionar nada y James no estaba dispuesto ni mucho menos a prescindir de su “Vic”. El único sueño de un hombre como él era volver a casa a reposar en un colchón de rizos pelirrojos y tetas como las de las chicas del Playboy; así que, en lugar de deshacerse de ella, opto por una “financiación creativa” y, cada vez que cazaban a un traficante, parte de las pruebas iba a parar a sus bolsillos. “tumbas la puerta y te encuentras con esos mamones y veinte mil dólares en billetes de cien al lado del tocadiscos; pues las pruebas quedan reducidas a cinco mil. ¡menudo chollo!”, le había confesado a Edward un día después de haber abandonado el cuerpo.

Cuando el fiscal del distrito se entero del inocente truco de James cayó sobre él como volquete judicial cargado de rocas. Afortunadamente, era año de elecciones y el fiscal no quería que se produjera un escándalo público que pudiese aprovechar su adversario en la campaña y concedió a James a la posibilidad de despedirse sin decir ni pio o cumplir quince años de cárcel. Por lo que James, prudentemente, había optado por reintegrarse a la vida civil. Pero, precisamente cuando lo hizo, Victoria opto también por dimitir, pero ella conyugalmente.

James cogió un par de cubitos de hielo y cerro con fuerza la puerta del refrigerador.

-Edward, esa zorra se ha quedado con todo. El coche, la casa, el televisor, el tocadiscos. A mí me queda la ropa y un polvo de despedida, y tampoco fue un polvo del otro mundo- dijo echando casi toda la botella, con el hielo, en un vaso bebiéndose la mitas-. Además, no me sale ningún trabajo que me saque de apuros. ¿será posible que ya nadie se divorcie? Con esto de la crisis sale muy caro, y en la oficina del fiscal me han puesto en la lista negra y no me asignan ninguna investigación jurídica- añadió apurando la bebida con hielo y todo.

- pues ya tienes una.

-¿Cómo? Que va; no quieren ni verme.

-Voy a decirle al juez que seas el investigador del caso como condición para aceptarlo.

-¡déjate de gracias! – vocifero James.

- palabra de honor- replico Edward alzando tres dedos a la manera de los scout.

-¿de qué caso se trata?

-homicidio en primer grado.

-ah, ya. ¿quien es el asesino?- inquirió James.

-¿has oído hablar del Riley Biers?

-¿y quién no? Sale cada día en el periódico. Mato a su novia pero no han encontrado el cadáver. ¿se trata de ese caso?

-si.

-¿por oficio, no? Pero en los juicios por designación no se saca casi nada- replico James con gesto despectivo-. Tus jefes no lo aceptaran, y menos el maldito rácano de Vulturi.

-aun no lo sé- dijo Edward.

-yo sí que lo se- añadió James apurando de un trago lo que quedaba en el vaso-. Te agradezco que pensaras en mi muchacho, péro la próxima vez contrátame para un caso que realmente puedas aceptar, ¿vale?

Se levanto y se encamino a la puerta.

-oye, voy al Tortilla Flats a ver el partido. Esta noche sirven copazos y taquitos gratis. ¿vienes?

Edward sentía debilidad por la comida mexicana, pero lo primero que tendría que hacer por la mañana era enfrentarse a Vulturi y convencerle de que un caso barato y difícil que iba ocuparle todo el tiempo era un buen asunto para Vulturi y asociados.

-no, James, tengo trabajo que hacer.

-no digas gilipolleces, letrado- replico el detective cerrando de un portazo que hizo temblar la casa.


Les pido paciencia y tiempo para que se valla desarrollando la historia recien se estan presentando los personajes. Apartir del próximo capitulo ya se empieza a entrelazar toda la historia.

Gracias y besos.

Indi

 

Capítulo 3: CAPITULO 2 Capítulo 5: CAPITULO 4

 


 


 
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