A Edward se le cayó el corazón a los pies al ver el yate favorito de su padre, el Esmeraldo, atracado majestuosamente en el pintoresco muelle, entre otras embarcaciones que pertenecían a atenienses adinerados que se movían en los exclusivos círculos de la familia Cullen.
No podía ser casual que su padre hubiera decidido visitar la isla justo cuando su único hijo varón estaba descansando allí, así que Edward Cullen quería algo de él. El año anterior había estado a punto de fallecer de neumonía, pero había superado la enfermedad, y desde aquel momento parecía decidido a controlar aún más la vida de su hijo. Tras estar al borde de la muerte, su preocupación principal, el futuro del negocio familiar, se había convertido casi en una obsesión para él.
Mientras Edward subía por los amplios escalones que llevaban a la cubierta principal, no pudo evitar pensar en Isabella; la noche anterior, tras acompañarla hasta el pequeño hotel donde se hospedaba, se había despedido de ella con un casto beso en la mejilla. Sin embargo, ambos habían sido conscientes de la intensa reacción que había provocado el leve contacto, como si sus cuerpos se hubieran conectado a un generador. Isabella se había apartado con expresión sobresaltada, y él había tenido que controlar su ardiente deseo durante todo el camino de regreso a casa; el recuerdo de aquella cálida piel bajo sus labios había excitado sus sentidos con un anhelo casi doloroso.
Edward se preguntó qué era lo que lo atraía de ella con aquel poder extraordinariamente sensual; al conocer a su esposa había pensado que era hermosa, pero no recordaba haber querido arrastrarse casi por la necesidad de poseerla, como le pasaba con Isabella.
Ella había accedido a encontrarse con él en el puerto, y él lo había preparado todo para que uno de los isleños los llevara a una cala privada, donde podrían nadar y tomar el sol. Alistair era discreto, y no comentaría nada con nadie; no lo habría contratado de no ser así.
Se forzó a pensar en una explicación plausible que explicara la presencia allí del yate de su padre, y se apresuró a cruzar el comedor hacia el salón principal; estaba impaciente por concluir rápidamente aquel encuentro, ya que lo único que deseaba era regresar a la taberna donde había quedado con Isabella.
Carlisle Cullen estaba a la altura de su nombre; medía un poco más de metro ochenta y su apariencia era formidable, aunque aún era evidente que había estado enfermo. Estaba orgulloso de su abundante cabellera plateada, y su presencia podía instilar autoridad y respeto en el mismo aire que lo rodeaba; pero con los dos hijos de Rosalie, la hermana de Edward, no era un león, sino un tierno corderito.
Sin embargo, mientras Edward se acercaba al gran escritorio de roble que ocupaba casi una pared entera del majestuoso salón, su padre lo miró con una expresión que no tenía nada de tierna. Viejos resentimientos resurgieron, y tuvo que tragar para aliviar la tensión de su garganta.
—¿Qué haces aquí, padre? Nos vimos en Atenas hace sólo un par de días.
—¡Qué saludo más frío recibo de mi único hijo varón! —dijo Carlisle con dramatismo—; ¿qué he hecho para merecer tanto desdén?
Edward soltó un suspiro de impaciencia y se pasó los dedos por el pelo, consciente de que controlar el genio con su padre era un auténtico desafío.
—No es desdén, sino impaciencia al verte aquí cuando sabes perfectamente bien que quería alejarme de Atenas y estar a solas un tiempo... ¡sin la interferencia de mi familia!
—¿Llamas «interferencia» a la preocupación de un padre? ¡Deberías avergonzarte, Edward! Tendrías que conocerme un poco mejor.
—Te conozco demasiado bien, padre, por eso no confío en los motivos que te han traído hasta aquí. ¿Qué es lo que quieres?, ¿vuelves a encontrarte mal? ¿Quieres que hable con los médicos?
—¡Primero me rompes el corazón con tu desconfianza, y después preguntas por mi salud!
Carlisle sacudió la cabeza y lanzó un profundo suspiro, como si hubiera recibido una herida de muerte; rodeó su escritorio hasta que estuvo a menos de medio metro de su receloso hijo, y admitió:
—De hecho, tengo muy buenas noticias para ti, que espero que borren ese ceño y pongan una expresión más amigable en tu cara.
Edward se puso alerta de inmediato, y contempló el rostro sonriente de su padre mientras lo recorría una súbita oleada de resentimiento. El significado de «buenas noticias» era algo subjetivo con la familia Cullen, y en especial con Carlisle, el patriarca indiscutible. Además, dada su experiencia personal, era normal que sintiera cierta desconfianza.
—¿De qué estás hablando? Cuéntamelo todo rápidamente, para que pueda seguir con mis vacaciones.
La sonrisa de Carlisle se volvió un poco insegura, y pasó unos segundos eligiendo sus palabras cuidadosamente; su hijo y él no siempre estaban de acuerdo, pero en aquel momento rogaba que Edward reaccionara bien ante lo que iba a decirle.
—Ayer me encontré con un viejo amigo al que no había visto en años... —se detuvo para valorar el impacto de sus palabras, pero se exasperó al ver que su hijo permanecía impasibl.—Eleazar Denali, fuimos juntos a la escuela. Ya te había hablado de él, ¿te acuerdas?
Edward respondió con un destello de reconocimiento casi imperceptible en sus ojos verdes.
—El año pasado se hizo cargo de...
Cuando Carlisle mencionó el nombre de una de las empresas más importantes del sector, con la que Edward sabía que su padre estaría más que encantado de conseguir por lo menos una fusión, sintió que la espalda y los hombros se le tensaban aún más, como si una barra de hierro lo estuviera doblando en dos. ¿Qué pretendía el viejo tramposo?
—Bueno, ¿recuerdas que tiene una hija? Tanya tiene veintidós años, y después de conocerla anoche en la cena con Eleazar, puedo decirte que es una muchacha con una belleza y un intelecto excepcionales. Ha sido educada en las mejores escuelas de París y de Roma, y tiene un gusto exquisito en casi todo; Eleazar me comentó que, aunque quiere echar raíces y formar una familia, lamentablemente aún no ha conocido al hombre adecuado. No pude evitar pensar que serías perfecto para ella, Edward; ya han pasado dos años desde la muerte de tu esposa, tiempo suficiente para que empieces a pensar en volverte a casar. Me gustaría que vinieras el sábado a Atenas para conocerla, cuando le hablé de ti se mostró muy interesada, creo que la palabra que ella usó fue «intrigada...»
Edward apretó la mandíbula con fuerza, mientras intentaba contener la rabia que se iba acumulando en su interior como una tormenta eléctrica a punto de estallar. Contempló a su padre con amargura, ira y consternación subiéndole como bilis por la garganta; tras soltar un fuerte expletivo, fue de un lado a otro del salón para intentar controlar su genio.
Sus sospechas se habían confirmado, aunque desearía equivocarse con su padre por una vez en la vida; quizás si demostrara la más ligera comprensión por lo que él había pasado, la brecha entre ellos podría empezar a cerrarse. Sin embargo, su padre parecía quitarle importancia a su dolor con una facilidad pasmosa, y ni siquiera había parecido notar la devastación emocional y la angustia que había sufrido.
Edward se había casado, empujado por su padre, con una mujer que lo había engañado con su belleza y con su falsa actitud cariñosa, que había ocultado su verdadero carácter y que lo había traicionado cruelmente no una, sino dos veces. Y cuando habían intentado rescatar los restos de su destrozado matrimonio e Irina se había quedado embarazada, tanto ella como el hijo que esperaban habían muerto.
Si su padre le hubiera dado alguna muestra de comprensión y apoyo, si se hubiera disculpado o hubiera aceptado su parte de culpa por aquel matrimonio desastroso, Edward podría haberlo perdonado; pero su padre se había mostrado sorprendentemente pragmático e insensible ante su dolor, y en ese momento volvía a repetirse todo. Se suponía que él debía olvidarse de lo sucedido y lanzarse de cabeza a otro matrimonio pactado, para poder tener un heredero.
El hecho de que su padre estuviera intentando someterlo a un matrimonio de conveniencia con la hija de otro magnate estuvo a punto de hacer que Edward perdiera el control, aunque en cierto modo, podía llegar a entender su punto de vista; estaban hablando de una unión que no sólo enlazaría a dos poderosas familias, sino que además los convertiría en una fuerza aún más formidable en el mundo de los negocios.
El coste personal era irrelevante...
—¿Sabes que eres increíble? ¿Cómo te atreves siquiera a mencionar un posible matrimonio? Sabes muy bien que aún lloro la pérdida de mi hijo, y que estoy intentando superar un matrimonio que destruyó mi fe en esa dudosa institución. Voy a dejártelo muy claro de una vez por todas: no estoy ni remotamente interesado en conocer, por ninguna razón, a la hija de tu viejo amigo, y tampoco tengo ninguna intención de volver a casarme. He pasado por un infierno, padre, y no le desearía la experiencia ni a mi peor enemigo, ¡pero tú sólo piensas en los beneficios que puedo aportarte!
—¡ Muestra algún respeto, Edward, y no me hables así! Sólo deseo lo mejor para ti, siempre lo he hecho. ¿Crees que me gusta verte convertido en una sombra del joven dinámico que eras, ver cómo te desentiendes del negocio y de la familia? Acepto que no estés listo para volver a casarte, pero al menos podrías dejar que te presentara a Tanya, ¿no? ¿Qué hay de malo en ello? ¡Al menos así tendrías a una mujer atractiva con quien salir a cenar, en vez de pasar todo tu tiempo libre tonteando con ese absurdo pasatiempo tuyo!
Carlisle volvió a la silla de cuero tras su escritorio, pero al sentarse, un espasmo de dolor relampagueó en su rostro. Edward sintió una profunda preocupación, aunque también estaba furioso tras haberle oído hablar así de su trabajo fotográfico; para Carlisle Cullen lo más importante era el negocio familiar, y no entendía por qué su hijo no sentía lo mismo.
Cuando volvió a ver aquella expresión de dolor en el rostro de su padre, Edward se tragó su indignación.
—¿Estás bien?, ¿quieres que llame a alguien? —preguntó reluctantemente.
Carlisle hizo un gesto de impaciencia y contestó:
—Estoy bien, aunque apenado por tu reacción insensible ante mi preocupación por tu futuro bienestar; ¿por qué no vienes a cenar el sábado con tu madre y conmigo en Atenas?
Edward pensó que sin duda la lista de invitados incluiría también a Eleaza Denali y a su «hermosa» e «intrigada» hija Tanya, y negó con la cabeza.
—Estoy de vacaciones, y no tengo ningún deseo de volver a Atenas hasta que acabe mi período de descanso; tendrás que entretener a tus amigos sin mí.
—De acuerdo, pero al menos llama a tu madre para decirle que estás bien; lo único que hace estos días es preocuparse por ti. Y si te hartas de hacer fotografías, hónranos con tu presencia el sábado. Después puedes volver aquí si quieres, y te prometo que no volveré a interrumpir tus vacaciones.
—Ya te he contestado, y no pienso cambiar de opinión. Hasta la vista, padre; por favor, no hagas esfuerzos innecesarios, y dile a mi madre que la llamaré pronto.
Sin añadir nada más, Edward se volvió y salió del salón; se apresuró a bajar los escalones del lujoso yate, ansioso por pisar tierra firme y poder volver a respirar con tranquilidad.
Isabella se había despertado aquella mañana con un montón de mariposas revoloteándole en el estómago; tras unos segundos, había recordado la razón de su nerviosismo; iba a encontrarse con Eward en el puerto, e irían a una pequeña cala para poder nadar y hablar en privado.
Tumbada en la cama, y cubierta sólo por una fina sábana de algodón, se apartó el pelo de la frente mientras pensaba nerviosa en el día que tenía por delante; deseó recibir alguna señal divina que le indicara que aquella oportunidad no era un error, sino algo que no debía perderse.
Aunque era perfectamente capaz de decidir por sí misma, se había dado cuenta de que a veces, la libertad completa podía hacer aún más difícil una decisión complicada de por sí.
Exhaló suavemente con frustración, se llevó los dedos a la mejilla y tocó el lugar donde los labios de Edward la habían rozado la noche anterior; cerró los ojos, y al recordar la caricia, una sensación eléctrica la recorrió desde la punta de los pies hasta las raíces del pelo. Ni siquiera sabía su nombre completo... de hecho, no sabía casi nada de él, pero aquel hombre tenía el mismo efecto en ella que el calor del sol en un bloque de hielo.
Una hora después, lo buscaba nerviosamente entre la gente que atestaba las tabernas a lo largo del puerto; el resto del mundo pareció desaparecer cuando vislumbró su alta figura acercándose a ella, y mientras intentaba calmar la agitación que sentía, se detuvo un momento y lo contempló.
Edward era increíblemente atractivo, una muestra sin igual de fuerte y sensual masculinidad; caminaba de forma autoritaria y decidida, incluso cuando parecía estar relajado, y ella podría encontrarlo entre una multitud de miles de personas con sólo un vistazo. Sin embargo, debajo de la confianza que Edward exudaba parecía haber una sorprendente vulnerabilidad subyacente, que despertaba su curiosidad y se le clavaba en el corazón; y aunque Isabella sabía que probablemente estaba equivocada, no podía evitar que la idea la intrigara.
Ella llevaba un vestido veraniego rosa muy escotado y un sombrero de paja color marfil, y se había peinado con dos trenzas. No era el atuendo más sofisticado del mundo, pero en Isabella era perfecto y muy atractivo, y Edward sintió que su pecho se encendía con una llamarada de puro placer. En cuanto la había visto, el amargo encuentro con su padre había desaparecido de su cabeza, relegado a un archivo mental donde guardaba otras conversaciones similares.
Su atractivo rostro le recordó la perfección exquisita de una rosa, y despertó muy dentro de él una inesperada nostalgia por su propia inocencia perdida. De pronto, sintió la necesidad de estar a solas con ella, lejos del gentío, y el deseo que sintió fue tan fuerte, que estuvo a punto de perder el control y hacer algo completamente imprudente y espontáneo, como besarla en público.
Estuvo a punto de sucumbir a la tentación, pero la cautela le dictó que se contuviera, ya que era posible que alguien los estuviera observando. Sabía que estaba arriesgándose a que su familia se enterara de su relación con una turista inglesa, y no quería que su padre volviera a interferir en su vida; sin duda, se sentiría consternado al enterarse del nuevo interés «romántico» de su hijo, teniendo en cuenta su empecinamiento en unirlo a la rica y hermosa Tanya Denali. Pero Edward no estaba dispuesto a permitir que nada se interpusiera en su deseo de estar con Isabella.
—Ya sas —la saludó; las gafas de sol ocultaron el deseo que brilló en sus ojos verdes al recorrer a placer el contorno de su rostro.
—Hola —contestó ella.
—¿Estás lista?
—Eso creo.
Ella bajó la mirada hacia la bolsa que llevaba colgada del brazo, donde llevaba la toalla, el bañador, la crema de protección solar, una botella de agua y la novela que estaba leyendo; dudaba que tuviera ganas de leer con la distracción de un joven dios griego tomando el sol a su lado, pero había incluido el libro por si él se aburría en algún momento de su conversación o su compañía, y quería que lo dejara en paz. Al fin y al cabo, Edward seguía siendo un auténtico desconocido en muchos aspectos, y ella no sabía cómo podía reaccionar.
Cuando se dio cuenta del rumbo que tomaban sus pensamientos, Isabella se sintió frustrada consigo misma; por el amor de Dios, ¡había sido una exitosa mujer de negocios! Sabía hablar con la gente y mantener una conversación interesante, así que, ¿por qué dudaba tanto de sí misma? No podía seguir culpando de aquella actitud negativa a la muerte de Angela y a la actitud excesivamente protectora de sus padres, debía recordar que era responsable de sí misma, que no tenía que dejarse llevar por los condicionamientos del pasado.
—Entonces, pongámonos en marcha —dijo Edward.
La tomó del codo con una enigmática sonrisa en los labios, y ella permitió que la condujera hacia el otro extremo del puerto, donde supuso que estaría el barco; Isabella se dio cuenta de que, cuanto más se alejaban de los turistas, más parecía relajarse él. Mientras caminaba a su lado, consciente de la excitación que la había recorrido al sentir su contacto, Isabella lanzó una mirada hacia los glamurosos yates que se mecían suavemente en el agua, y no envidió lo más mínimo a sus propietarios; quizás eran más ricos de lo que ella pudiera llegar a soñar jamás, pero ella tenía aquel día y a aquel hombre maravilloso a su lado. Su mejor amiga había muerto, y había descubierto que no era la hija biológica de sus padres, pero en aquel momento Isabella sentía que no le faltaba nada.
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