El espejo ovalado y enmarcado en oro reflejó la figura de una mujer delgada de cabellos cafes. El vestido suelto, de escote subido y de un apagado color "cenizas de rosas" proyectaba un leve resplandor sobre la piel nacarada, dejando desnudos los hombros y los brazos. Bella encontró también el reflejo de sus ojos ambarinos, sostuvo la mirada y dejó escapar un suspiro.
Ya era casi la hora de bajar y encontrarse con su abuela -la regia y reservada condesa- y con su primo, el formal y extrañamente hostil conde de Massen. Su equipaje había llegado mientras disfrutaba de un baño reparador y la pequeña y morena ca marera bretona lo había subido a la habitación.
Alice se había encargado de deshacer el equipaje y sacar su ropa, tímidamente al principio y luego hablando y lanzando exclamaciones de sorpresa mientras colgaba los vestidos en el amplio armario, o colocaba los distintos artículos en los cajones de la antigua cómoda. Su demostración de sincera amistad contrastó notable mente con la actitud que habían asumido aquellos que eran parte de su familia. Los intentos de Bella por permanecer entre las frescas sábanas de hilo de la enorme cama adoselada habían sido estériles, ya que tenía todas las emociones a flor de piel.
La extraña sensación experimentada antes de entrar en el castillo, la bienvenida afectada y formal que le había dispensado su abuela, y la poderosa res puesta física a su primo lejano que se habían unido para sumirla en un desacostumbrado esta do de nervios y transmitirle una inseguridad que era impropia de ella. Volvió a pensar que debió haber permitido que Jacob la disuadiera de hacer el viaje, y permanecido entre las personas y las cosas que conocía y comprendía. Dejó escapar un largo suspiro, enderezó los hombros y alzó la barbilla. Ella no era una colegiala ingenua que se impresionara por castillos y rígidas formalidades, se dijo.
Ella era Isabella Swan, la hija de Charlie y Renee Swan, y mantendría bien alta su cabeza para vérselas con condes y condesas. Alice llamó suavemente a la puerta y Bella la siguió por el estrecho corredor para descender posteriormente la escalera curva en dirección al salón.
-Bonsoir, mademoiselle. Edward la saludó con su habitual formalidad al llegar al último rellano y Alice desapareció rápidamente.
-Bonsoir, señor conde. Bella le respondió aceptando el ritual, mientras ambos se miraban fijamente. El traje negro confería un aspecto casi satánico a sus rasgos aquilinos. Los ojos verdes brillaban como esmeraldas, y su piel tenía una tonalidad bronceada al contrastar con la camisa blanca y negra. Si su linaje incluía piratas, decidió Bella, habían sido hombres sumamente elegantes.
Mientras los ojos de Edward se demoraban en los suyos, Bella pensó que aquellos piratas debieron obtener grandes éxilos en sus empresas bucaneras.
-La condesa nos espera en el salón -anunció Edward después de haberse deleitado largamente en la contemplación de Bella, y ofreciéndole el brazo en un gesto inesperadamente tierno.
La condesa les observó cuando entraron en el salón. El hombre alto y arrogante y la mujer brigada de cabellos cafes, contrastando perfectamente a su lado. "Una pareja notablemente atractiva pensó la anciana dama-, que obligaría a la gente a volver la cabeza en cualquier lugar donde se encontrase."
-Bonsoir, Isabella, Edward -saludó. Tenia un aspecto imponente con su vestido color azul zafiro y los diamantes que resplandecían como una cadena de fuego alrededor de su cuello-. Mi aperitivo, Edward, por favor. ¿Tú, qué deseas beber, Isabella?
-Vermut, gracias, madame -contestó ella, con una sonrisa amable en los labios.-Y si no es mucho pedir, preferiría que me llamara Bella –pidió ella.
-Como desees. Espero que hayas descansado bien -dijo, la condesa mientras su nieto le tendía una pequeña copa de cristal.
-Sí, muy bien, madame -contestó, aceptando a su vez la copa que le ofrecía Edward-. Yo... Las palabras que estaba a punto de pronunciar se atascaron en su garganta cuando sus ojos descubrieron el retrato y se volvió para mirarlo.
Una mujer de piel nacarada y cabello castaño le devolvió la mirada desde un rostro que era la viva imagen del de ella. Si no hubiese sido por la longitud del pelo que caía sobre los hombros, y por los ojos que tenían un brillo profundamente azul más que marron, aquel retrato podría haber representado a Bella: el rostro ovalado, delicado, con interesantes hoyuelos, la boca plena y bien formada, la belleza frágil y esquiva de su madre, reproducidos en óleo hacía un cuarto de siglo. Era un trabajo de su padre. Bella lo supo inmediatamente y sin posibilidad de error. Las pinceladas, el uso del color, la técnica personal que identificaba a Charlie Swan con tanta seguridad como si hubiese leído la pequeña firma en el ángulo inferior de la pintura. Sus ojos se llenaron de lágrimas y parpadeó para alejar la súbita tristeza que la embargaba.
El hecho de descubrir aquel retrato había vuelto a hacer presentes a sus padres por un instante y se sintió invadida por una profunda sensación de ternura y añoranza, emociones ambas de las que ya había aprendido a prescindir. Bella continuó estudiando el retrato, permitiéndose captar los detalles de la obra de su padre, los pliegues del vestido blanco que parecían flotar bajo el influjo de una brisa oculta, los rubíes en las orejas de su madre, un agudo con traste de color que se repetía en el anillo que lucía en uno de sus dedos.
Durante la profunda observación que dedicó a la pintura, algo rebulló en un rincón de su mente, un pequeño detalle fuera de lugar, que se resistía a acceder al campo de la conciencia. Bella dejó que se es fumara y se limitó a sentir.
-Tu madre era una mujer muy bella -dijo la condesa un momento después y Bella le con testó con aire ausente, absorbida aún por la brillante mirada de amor y felicidad que había vivido en los ojos de su madre.
-Sí, lo era. Es asombroso lo poco que cambió desde que mi padre pintó este retrato. ¿Qué edad tenía entonces?
-Alrededor de veinte años -contestó la condesa y el tono culto de su voz se mezcló con una Inocultable frialdad-.
-Veo que has reconocido de inmediato el estilo de tu padre.
-Naturalmente -asintió Bella, sin advertir el tono de voz de su abuela y, volviéndose, son rió con auténtica ternura-. Como su hija y discípula, soy capaz de reconocer de inmediato tanto su obra como su escritura. -Miró nuevamente el retrato y gesticuló con su mano delgada y de largos dedos-.-Este retrato fue pintado hace veinticinco años y aún respira vida, como si los dos estuviesen en esta habitación.
-Su parecido con ella es verdaderamente asombroso -observó Edward mientras bebía un sorbo de su copa de vino, y suscitando toda su atención como si la hubiese tocado con una mano-. Me sentí impresionado cuando bajó del tren.
-Salvo por los ojos -dijo la condesa, antes de que Bella pudiese hacer algún comentario-. Tiene los mismos ojos de su padre.
La condesa no pudo ocultar la amargura que destilaron sus palabras. Bella, entornando los ojos y dispuesta a discutir con ella, se volvió prestamente haciendo que la falda de su vestido describiera un giro antes de volver a su lugar.
-Sí, madame, tengo los ojos de mi padre. ¿Acaso ese detalle le disgusta? Los elegantes hombros de la dama se alzaron con indiferencia y alzó la copa para beber lentamente su aperitivo. -¿Mis padres se conocieron aquí, en el castillo? –Preguntó Bella, sintiendo que se le agotaba la paciencia-. ¿Por qué se marcharon sin regresar jamás? ¿Por qué nunca me habla ron de usted? Bella les miró a ambos y encontró dos rostros fríos e inexpresivos.
La condesa había levantado un escudo y Bella comprendió que Edward la ayudaría a mantenerlo en alto. El no diría absolutamente nada. Todas las respuestas debían surgir de la anciana condesa. Abrió la boca para volver a hablar, pero fue interrumpida súbitamente por un ademán de la mano enjoyada.
-Pronto hablaremos de ese tema. -Las palabras fueron expresadas como si se tratase de un decreto real mientras la condesa se ponía de pie-. Ahora iremos a cenar.
El comedor era impresionante, pero Bella habia llegado a la conclusión de que todo era impresionante en el castillo. Los altos techos con vigas parecían los de una catedral y las paredes revestidas de madera veían alteradas su uniformidad por grandes ventanas enmarcadas por pesados cortinajes de terciopelo color sangre. Una chimenea lo bastante grande para estar de pie dentro de ella se alzaba presidiendo toda una pared, y Bella pensó que el espectáculo sería fascinante cuando estuviera encendida. Una gigantesca araña iluminaba el vasto comedor y sus lágrimas proyectaban un arco iris de colores sobre los pesados muebles de oscuro roble.
La comida comenzó con una sopa de cebolla, espesa, sustanciosa y muy francesa, y los tres mantuvieron una amable conversación mientras duró la cena. Bella observaba a Edward, intrigada, contra su voluntad, por sus atractivos rasgos morenos y su porte arrogante.
"Es evidente que no le caigo bien, -decidió Ella, algo confusa-. No le caigo bien desde el primer momento en que me vio. Me pregunto por qué." Encogiéndose mentalmente de hombros, se dedicó a comer su salmón a la crema. "Tal vez no le agraden las mujeres en general."
Edward alzó la vista y sus ojos se encontraron con los de ella, con una fuerza que bien hubiese a podido rivalizar con una tormenta eléctrica. Bella sintió que su corazón daba un repentino salto como si quisiera escapar de su pecho.
"No -se corrigió rápidamente, apartando su mirada y fijándola en el vino blanco que llenaba su copa-, es evidente que él no odia alas mujeres. Esos ojos están llenos de sabiduría y experiencia. Jacob nunca logró producir en mí estas sensaciones. -Alzó la copa y bebió con determinación-. Ningún hombre me ha hecho reaccionar de este modo."
-Stevan -ordenó la condesa-, más vino para mademoiselle. La orden de la condesa a su criado sirvió para alejar a Bella de sus especulaciones.
-No, gracias, no deseo más -dijo ella en francés.
-Hablas muy bien el francés para ser estado unidense, Bella -dijo la respetable anciana-. Me alegra que tu educación haya sido completa, incluso en ese país de bárbaros.
El desprecio que rezumaban sus últimas palabras fue tan evidente que Bella no supo si sentirse ofendida o divertida por ese desaire a su nacionalidad.
-Ese país de "bárbaros", madame -dijo seca mente- se llama Estados Unidos y en la actualidad está prácticamente civilizado. A veces pasa bastante tiempo sin que nos ataquen los in dios. La orgullosa cabeza se alzó con toda su arrogancia.
-No es necesario que te muestres impertinente, jovencita.
-¿De verdad? -preguntó Bella con una cándida sonrisa-. Es extraño, pero estaba segura de que sí. Cuando alzó su copa de vino descubrió, no sin sorpresa, los blancos dientes de Edward que centelleaban contra su piel bronceada, en una amplia y rápida sonrisa.
-Es probable que hayas heredado los suaves rasgos de tu madre -dijo la condesa-, pero tienes la lengua de tu padre.
-Gracias. -asintió mientras miraba fijamente los ojos azules de la anciana-. Por ambas cosas.
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