El jardin de senderos que se bifurcan (CruzdelSur)

Autor: kelianight
Género: General
Fecha Creación: 09/04/2010
Fecha Actualización: 30/09/2010
Finalizado: SI
Votos: 2
Comentarios: 10
Visitas: 61022
Capítulos: 19

Bella se muda a Forks con la excusa de darle espacio a su madre… pero la verdad es que fue convertida en vampiro en Phoenix, y está escapando hacia un lugar sin sol. ¿Qué mejor que Forks, donde nunca brilla el sol y nadie sabe lo que ella es…? Excepto esa extraña familia de ojos castaños, claro.

Los personajes de este fic pertenecen a Stephenie Meyer y la historia es escrita sin fines de lucro por la autora CruzdelSur que me dio su permiso para publica su fic aqui.

Espero que os guste y que dejeis vuestros comentarios y votos  :)

 

 

 

 

 

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Capítulo 19: Epílogo

–12 AÑOS MÁS TARDE –

.

Charlie estaba ansioso. Más que ansioso, terriblemente nervioso sería lo correcto. Mucho más nervioso y ansioso que yo, eso seguro. Y que Edward y yo juntos, también.

Hoy nos casábamos legalmente, ésta vez sin trampas, con la familia presente y todos nuestros testigos mayores edad. Había preocupado a Charlie y mucho saber que nuestro testigo había sido Jacob Black, ya que si bien mi padre intentaba mantener una mentalidad abierta y no estancarse en el tiempo, tras haber caído en la cuenta que la boda entre Edward y yo era algo un tanto turbio, empezó a mirar mi alianza con cierto recelo. Guardián de la ley como era, el que alguien burlara las leyes de esa manera no le parecía correcto.

Por eso, y para darles a él y Reneé la oportunidad de despedirse de mí sabiendo que todo estaría bien, habíamos decidido trasladarnos a Fairbanks, en Alaska, para celebrar la nueva boda, no por un capricho por lo exótico, sino para no darle el gusto a los chismosos de Forks de saber que técnicamente nuestro matrimonio no había sido válido hasta ese momento. Nos llevamos, eso sí, a Ángela, a marido Ben y los tres niños que tenían para ese entonces. Ángela volvía a ser nuestro testigo, algo que la divertía y emocionaba mucho. También Jake, ahora mayor de edad sin falsificar documentos, era nuestro testigo, y viajó junto a su esposa Kerstin.

La historia de amor de Jacob había sido tan extraña que parecía sacada de una telenovela, no sonaba como algo propio de la vida real. Por empezar, estaba el hecho que Kerstin, la esposa de Jake, era sueca.

Jake trabajaba como mecánico de automóviles en Port Angels cuando una tarde lo llamaron de emergencia. Un bus lleno de turistas suecos que habían venido a conocer la tierra de los dibujos animados Disney, la Coca-Cola y las papas fritas industriales, y venían de visitar Washington DC, estaba roto y varado junto a la ruta, para gran indignación de los suecos, que tenía intenciones de ir a divertirse a Port Angels esa noche, que era la última que pasaban en los Estados Unidos antes de regresar a Suecia a la mañana siguiente.

Jake se dirigió al lugar con su caja de herramientas y un puñado de repuestos, y ahí se encontró nada menos que con Kerstin Lindgren, la guía turística del grupo y la única cuyo acento al hablar inglés era mínimo. Kerstin tenía veintiséis años, uno menos que Jake; era rubia, escultural, de ojos azules y curvas generosas. Jake arregló el vehículo con rapidez, no era una reparación difícil, e invitó a Kerstin a salir con él esa noche. Kerstin lo miró de arriba abajo, y debió gustarle lo que vio: un muchacho musculoso, moreno, de cabello oscuro y largo recogido en una coleta, ojos negros y brillantes y sonrisa fácil. Ella aceptó. Salieron esa noche, bailaron y bebieron (sospecho que más de lo recomendable) y acabaron en el departamento de Jake, donde tras una apasionada noche las sábanas quedaron tan arrugadas que nunca más hubo forma de quitarles los dobleces.

A la mañana siguiente, Kerstin se dio una ducha, se volvió a vestir y le dio un largo beso de despedida a Jacob antes de ir a reunirse con los suyos para abordar el avión que la llevaría de regreso a su país natal. Jacob se quedó en su departamento, se bañó, comió algo, vio televisión, ordenó un poco, pero la sensación de vacío no se iba. Le llevó casi seis horas comprender que estaba rotundamente enamorado. Enamorado de una mujer que había conocido la tarde anterior, de la que no sabía más que su nombre y apellido, y que a esas alturas debía estar volando de regreso a Suecia, si intenciones de regresar a éste país. No tenía ni un teléfono, ni una dirección.

Jacob lo pensó un rato largo, y entonces hizo, en sus propias palabras, "lo único que tenía sentido". Vendió su automóvil, la moto que había pagado trabajando para los Cullen hacía casi diez años y que era una pieza de colección muy preciada a esas alturas, el casco y algunas herramientas. Pidió prestado a algunos amigos, sin decirles para qué exactamente. Juntó al fin lo suficiente como para ir a Suecia, aunque sólo le alcanzó para pagar el boleto de ida del avión.

Llegó por fin a un país del que no sabía nada, cuyo idioma no conocía y en el que vivía la razón de su existencia. Era un viernes, cinco de la tarde, y el frío calaba hasta los huesos; tenía sólo ciento veinte dólares en el bolsillo. Jake cambió los dólares por moneda local, se metió a una cabina y con una guía telefónica en la mano, empezó a llamar a los Lindgren. Había como treinta, de modo que se lo tomó con calma. Algunos no hablaban inglés, lo cual fue un problema, pero él lo vio desde el aspecto positivo, ya que al menos estuvo seguro que ninguno de ellos era Kerstin. Al vigésimo quinto Lindgren o algo así, cuando ya casi no le quedaban monedas, por fin tuvo suerte: no era Kerstin, pero sí un tío paterno suyo que la conocía. Kerstin no tenía teléfono, o al menos el tío no lo conocía; tampoco vivía en la ciudad de Bromma, que era donde el avión de Jake había arribado, sino un poco más lejos, en la localidad de Johannesfred. El tío le dio la dirección, describiendo además la casita, que según él no tenía pérdida. Jake se tomó un taxi y viajó hasta Johannesfred, donde se bajó en la puerta de la dirección correcta. Entre lo que gastó hablando por teléfono, el viaje y la propia, no le quedaba un centavo. Tocó timbre. Nada. Otra vez. Nada de nada. Kerstin no estaba en casa.

Once y media de la noche. El frío partía las piedras. Jake llevaba cinco años sin transformarse en lobo, y si bien aún no había regresado por completo a la temperatura corporal normal en un ser humano, el frío era tal que hasta él lo podía sentir. Kerstin seguía sin aparecer. Justo cuando Jake empezaba a dudar si no sería mejor transformarse después de todo y al menos evitar el desagradable espectáculo de ser un congelado cadáver en la puerta cuando Kerstin regresara, un automóvil se detuvo en la entrada, y ella bajó. La traía a casa su novio Lasse, en cuya casa había pasado el día.

Ahora, imagínense la cara de Kerstin, al llegar a casa y encontrarse al joven con el que había compartido una noche de pasión en la lejana Estados Unidos, acurrucado en la puerta de la casa, los labios azules de frío y con cara de no entender muy bien qué pasaba. Me consta que le tomó un momento recuperarse lo suficiente como para hablar, y cuando lo hizo obviamente fue para preguntarle a Jacob qué hacía él ahí.

-Vine para casarme contigo –le respondió el heredero de Ephraim Black, temblando de frío, la nariz enrojecida y los dientes castañeando.

Sin embargo, esos detalles no le importaron mucho a Kerstin, que ante la mirada consternada del novio se le echó encima a Jake y se lo comió a besos y lametones ahí mismo, antes de llevárselo adentro y hacerlo entrar en calor.

El resto de la historia es más sencilla en comparación. Tras una serie de peripecias, incluyendo a Jake reparando automóviles en Suecia y Kerstin convenciendo a sus padres que no se había vuelto loca, ambos se casaron y se fueron a vivir a los Estados Unidos, donde el que tuvo que convencer a sus conocidos y parientes de que no estaba loco ni imprimado, sino sólo enamorado hasta el tuétano, fue Jacob. Contra todo pronóstico, fue Leah Clearwater quien más lo apoyó, tal vez porque entendía algo de amores imposibles. Sam había sido muy poco amable con Jake al saber la historia, pero no se atrevía a mirar a Leah a la cara, ni aún después de tantos años y los cuatro hijos que Sam y Emily tenían para ese entonces, y no volvió a hacer comentaros después de una enérgica defensa de la chica.

Al momento de celebrarse nuestro casamiento, Kerstin estaba embarazada de seis meses. Jake estaba loco de alegría ante la idea de convertirse en padre de la pequeña Astrid, que era el nombre que había elegido. Ése era el acuerdo: si era una niña, le ponían un nombre nórdico; si era un niño, le daban uno propio de los quiluetes. Ya estaba confirmado para esas fechas que Astrid Black era una criatura sana y revoltosa, inquieta desde antes de nacer.

Además de Jake, Seth y su madre Sue, desde hacía dos años mi madrastra, nos acompañaban. A Seth la idea de ser hermanastro de una vampiresa le parecía increíblemente graciosa, casi tanto como a mí me divertía tener por hermanastro a un hombre lobo. Leah tenía menos aprecio por los vampiros y había puesto excusas para no venir, pero Seth estuvo feliz de acompañarnos. Sue parecía menos cómoda en compañía de vampiros de lo que se sentía su hijo, pero por cariño a Charlie había venido también.

Reneé estaba ahí también, por supuesto, junto a Phil, que se quedó atónito al conocer personalmente a los Cullen. Todos ellos habían tenido que ser maquillados y envejecidos por mano de Alice, para no despertar sospechas, y fue así que ahora Carlisle y Jasper llevaban anteojos, Esme y Carlisle tenían canas, y Emmett cojeaba a causa de un accidente sufrido en una obra en construcción.

Las coartadas estaban cuidadosamente preparadas y ensayadas: Emmett tenía una empresa de construcción, que era donde había sufrido el accidente que lo dejó con un tobillo rígido y lo obligaba a usar un bastón. Jasper se había convertido en un académico de renombre, que ya había publicado varios libros sobre filosofía. Alice trabajaba en un estudio contable, y acorde a su nueva edad, iba vestida más seria y formal que nunca.

Esme volvía a trabajar en decoración de interiores y arquitectura ahora que sus "niños" ya eran mayores y ella tenía más tiempo libre. Carlisle seguía trabajando como médico, amaba su trabajo y no tenía pensado retirarse aún. Rosalie, manteniendo la coartada iniciada cuando Edward y yo fuimos a hablar con Charlie tras nuestra fuga y antes de la luna de miel, era oficialmente abogada.

Aún reíamos al recordar ese momento. Tras abrazarme al borde de las lágrimas y sentarse a escuchar toda la historia, Charlie quedó convencido que todo era culpa de Edward, que me había manipulado y secuestrado. No valieron de nada mis aseveraciones que era yo quien había tenido la idea, que lo había hecho por propia decisión y no bajo amenazas ni chantajes, que estaba segura de mi decisión y que lo volvería a hacer.

Charlie alcanzó a esposar a Edward antes que mi marido declarara, con tono calmo, que tenía derecho a hablar con su abogada. Ante la pregunta de quién era su abogada, Edward respondió que Rosalie estaba estudiando abogacía y que era una alumna brillante, que reclamaba hablar con ella antes de ser metido en el calabozo. A regañadientes, Charlie aceptó y le permitió llamar a Rose, quien tras unas breves explicaciones pidió hablar con Charlie un momento.

Lo que siguió fue una masacre verbal. Rosalie, con tono serio y profesional, le dio una cátedra de derecho penal a Charlie, señalándole todos los errores del procedimiento, las incoherencias al presentar los cargos, las equivocaciones en que estaba incurriendo y que harían que Edward pudiese denunciar a Charlie si quisiera. Mi pobre y nervioso padre acabó disculpándose una y mil veces con Rosalie mientras hablaba por teléfono, y con Edward mientras le quitaba las esposas, a lo que Edward respondió disculpándose él con mucho respeto y remordimiento. Finalmente, todos acabamos tan contentos y amigos, con Charlie dándonos su bendición y llevándonos al aeropuerto en el móvil patrulla.

Fue así que surgió la coartada perfecta para Rose, quien en esta versión de nuestras vidas pretendidamente humanas era una reconocida abogada, y que se había encargado de supervisar que no hubiese irregularidades en la parte legal de nuestra boda. Eso dejó a Charlie muy tranquilo, ya que confiaba ciegamente en las habilidades de Rosalie.

La ceremonia fue sencilla y privada, se trataba sólo de un trámite civil. Yo usaba un vestido azul muy bonito, sabiendo que era el color que en opinión de Edward me sentaba mejor. Él vestía de traje y corbata, y al verlo otra vez me pareció tan irresistiblemente bello como el primer día. Suspiré mientras lo observaba firmar con su elegante caligrafía los documentos. Yo seguía tan enamorada, tan absoluta y perdidamente enamorada de él como el primer día, o más aún.

Fue mi turno entonces de firmar los papeles necesarios para que quedara asentado por escrito lo que todos sabíamos: que nos comprometíamos a pasar el resto de nuestras vidas juntos. Los demás estallaron en aplausos, al tiempo que Edward y yo compartíamos un ardiente beso. A él también se lo notaba feliz, y creo que un poco orgulloso por haber logrado casarse conmigo otra vez, después todos los problemas y líos que había supuesto la primera.

-Te amo –me susurró con su voz aterciopelada.

-Y yo a ti. Muchísimo –le murmuré, antes de darle otro beso, ante las risitas y los suspiros emocionados de los demás.

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– 270 AÑOS MÁS TARDE –

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Alguien tendría que explicarme un día cómo yo podía ser tan ingenua de ponerme en manos de Alice y creer que saldría ilesa. Más que ingenua, era estúpida. Idiota. Tarada. Boba. Peor que tonta. Rematadamente infeliz.

Alice habían convertido todo el cuarto de baño en un salón de belleza y tenía la más firme de las intenciones de torturarme con todas y cada una de las cosas que tenía allí.

-¿Es todo esto realmente necesario? Voy a parecer tonta.

-Nadie se atreverá a llamarte tonta cuando termine contigo –en la voz de Alice había tanta seguridad como amenaza.

-Sólo por que tendrán miedo de que le profetices una desgracia –repliqué.

-Saben que me tomo mi don demasiado en serio para eso, y que Edward me desmentiría –repuso Alice, esparciendo maquillaje en mis mejillas.

-Alice, eso huele asqueroso –me quejé, frunciendo la nariz-. ¿Para qué tengo que dar el aspecto de estar sonrojada? Nadie espera de mí que esté sonrojada, más bien lo contrario.

-Bella, podemos hacer esto por el modo simple o el complicado –me advirtió ella, furiosa en su escaso metro y medio de estatura-. Llevas dos horas quejándote todo el tiempo. Estoy cansándome.

-Son los nervios –me justifiqué, sintiéndome un poco culpable por ser tan molesta-. Me aterra saber que dentro de un rato me convertiré en el centro de atención.

-Claro que serás el centro de atención. ¿A quién esperas que miren?

-A cualquier otro, menos a mí.

-Mala suerte, da la casualidad que es tu boda –me sonrió Alice, satisfecha-. Siendo la novia, es lógico que todos te estén viendo.

Gimoteé para mí. ¿Quién me había mandado a mí a aceptar casarme? Pero claro, las manipulaciones de Alice eran terribles. Le había costado doscientos cincuenta años, pero acabó arrancándome la promesa que le permitiría preparar el festejo de mi boda.

Recordé cómo había empezado todo, hacía unas cuantas décadas…

-Al menos una vez se casarán en serio, ¿no es cierto? –había insistido Alice.

Edward y yo acabábamos de regresar de una nueva fuga cuando, un poco desesperada, Alice comenzó otra vez con la misma cantaleta, la de todas las veces que Edward y yo desaparecíamos por unos días para regresar con un nuevo certificado de matrimonio bajo el brazo. Ésta era especial, ya que festejamos los doscientos cincuenta años de casados fugándonos, igual que habíamos hecho ese lejano día en Forks, cuando secuestramos a dos amigos y cruzamos medio país en un tiempo récord.

-No nos casamos jugando, fue muy en serio la primera vez, y todas las demás sólo son por diversión –le había respondido yo, un poco aburrida de la reiterativa conversación.

-Pero, ¿verdad que un día se casarán como Dios manda? –había pinchado Alice.

-Estamos casados legalmente, lo nuestro no es concubinato pecaminoso ni nada por el estilo –había replicado Edward, ofendido. Por muy abierto que es en casi todos los temas, sexo y matrimonio siguen siendo tópicos delicados para él.

-Legalmente, sí, están casados –había reconocido Alice, con un brillo calculador en los ojos-. Pero sólo por el registro civil. No tienen la bendición de Dios.

-¿Y no te parece que es un poco tarde, además de casi irreverente? Llevamos doscientos cincuenta años de matrimonio sin boda por iglesia –le había respondido yo, divertida por su razonamiento.

-Gabriel podría hacerlo. En realidad, creo que está esperándolo –había añadido Alice, mirando a Edward esta vez.

Comprendí demasiado tarde que ésta vez las dotes manipuladoras de Alice habían dado en el blanco. Edward tenía una expresión lejana, pensativa, sin la habitual ironía ante los esfuerzos de Alice por prepararnos una boda fastuosa. Él en verdad quería casarse por iglesia, él tenía la fe de la que yo carecía, y pensaba que una boda religiosa, aunque tarde, era preferible a una falta completa de casamiento.

Llevó tiempo poner todo esto en claro, pero cuando él por fin, superando su renuencia a decirlo, consciente de mi disgusto por las grandes fiestas, lo había admitido, cedí y dejé a Alice hacer y deshacer a su antojo. Yo había arrastrado a Edward a un casamiento casi de contrabando antes, ¿cómo podía negarle una ceremonia religiosa ahora? Aunque eso significara soportar a Alice.

Sobra decir que la pequeña vampiresa, con su cara de duendecillo y sus andares de bailarina, estaba exultante al haberlo conseguido por fin. Sabiendo que era poco probable que yo le permitiese volver a sus desmedidos festejos otra vez, Alice volcó todas sus ideas, creaciones y proyectos en esta fiesta. La ceremonia se fijó para el día en que yo cumplía los trescientos años de existencia, un chiste privado en relación con mi aseveración que no pensaba casarme antes de los trescientos años. Bien, ahora los cumplía, era momento de mantener mi palabra.

La puerta se abrió y entró Rosalie, ya vestida y arreglada. Iba despampanante, como siempre, con un vestido que le sentaba maravilloso.

-¿Dónde está Edward? –le pregunté de inmediato.

-Que no se acerque –ordenó Alice de inmediato. Estaba decidida a mantener la estúpida regla que prohibía al novio ver a la novia el día de lo boda.

-Está cambiándose todavía -dijo Rosalie con una sonrisita-. Él valora mucho su vida, lo suficiente como para saber que no debe acercarse. Esme tiene que terminar unas cosas. ¿Quieres ayuda? ¿Puedo arreglarle el pelo?

-Por supuesto -aceptó Alice-. Hay que empezar por plancharlo. El velo va aquí debajo –señaló.

Sus manos peinaron mi cabello torciéndolo, levantándolo y mostrando detalladamente como lo quería. Cuando terminó, sus manos fueron sustituidas por las de Rosalie, que formó mi pelo suave y rápidamente. Alice movió hacia atrás mi cara, de modo que todo quedara perfecto.

-¿Ves que no es tan horrible? –comentó Rosalie, y aunque no pude verla, ya que estaba a mi espalda, estuve segura de que sonreía-. Con el tiempo, te gustarán las bodas a lo grande.

-No me gustarán y sigue sin gustarme siquiera ésta –me quejé-. Lo hago porque es importante para Edward, no porque yo crea que mi alma va a salvarse por decir "sí, quiero" hoy ante Gabriel. Ni si quiera estoy segura de tener un alma, ni de que los humanos tengan… todo esto me parece superfluo, pero si hace feliz a Edward, allá vamos.

-¿Gabriel todavía no consiguió convertirte? –medio rió Rosalie, empezando a sujetar mi cabello con horquillas.

-No. Soy una asignatura pendiente para él –suspiré, un poco dramáticamente.

Gabriel era el sacerdote que iba a casarnos, y contra todo pronóstico, era un vampiro también. Rosalie y yo lo habíamos descubierto cuando yo acababa de cumplir ciento cinco años, una tarde en que habíamos salido de caza.

Encontramos a Gabriel en el bosque, completamente solo. Estaba entre las raíces de un gran árbol, encogido en posición fetal, como poseído, moviéndose hacia delante y atrás, recitando pasajes del libro de Job y sollozando. Se trataba de un hombre joven, sólo tenía treinta y tres años; como él mismo observaría más tarde con ironía, la misma edad que Cristo. Yo no había visto neófitos antes, por lo que fue Rosalie quien me advirtió: a juzgar por su olor, ese hombre era un converso reciente, salvaje y peligroso.

Nos acercamos precavidamente, pero él estaba tan ensimismado que no nos percibió hasta que le puse una mano en el hombro. Él nos miró entonces, sentándose erguido, y la sorpresa fue doble: de parte de él, al vernos a nosotras dos; de Rose y mía, al ver que vestía una sotana y llevaba un rosario alrededor del cuello.

-Si son demonios, llévenme a donde pertenezco –había susurrado él en español, que yo había estudiado lo suficiente para ese entonces como para entenderlo si problemas-. Si son ángeles… no me merezco su compasión, celestiales criaturas. Estoy maldito.

-Usted está solo, ¿verdad? –tanteé, intentando encontrarle alguna explicación al neófito solitario.

-Yo… estaba junto a un grupo de fieles… habíamos salido en peregrinación, pero fuimos atacados… -sus ojos carmesíes se volvieron enloquecidos otra vez mientras hablaba-. Algo me mordió, me destrozó el cuello… fue muy doloroso… pero no morí…

-¿Crees que haya más por aquí? –le susurré a Rosalie, observando con atención el bosque, perfectamente quieto y en silencio.

-Podría ser –me cuchicheó ella, mirando al neófito con temor-. ¿Qué fue del grupo de fieles que iba con usted?

El neófito pareció enloquecer por completo ante esas palabras; otra vez lloró sin lágrimas, como si sufriera gravemente. Pasaron varios minutos antes de que estuviese lo suficientemente recuperado como para hablar.

-Muertos… -lloró con verdadero dolor, desgarrador, angustiante-. Todos muertos… los vi… era terrible… junto al arroyo… muertos…

Por desgracia, tuvo razón. La decena de personas que lo habían acompañado estaban esparcidas en un radio de medio kilómetro, y todos estaban muertos. Edward y Carlisle se ocuparon de verificarlo, como también descubrieron con cierto dolor y sorpresa, gracias al olor que había en los muertos, que habían sido Peter y Charlotte, dos nómadas amigos de Jasper, quienes habían atacado a esa gente. Era evidente que Gabriel había sido convertido por error, que la intención de los nómadas había sido matarlo junto a los demás. Esto lo averiguaron después de que llevamos al sacerdote, que dijo llamarse Gabriel Márquez, a casa. El pobre hombre estaba aterrado, y nos pareció lo suficientemente inofensivo como para arriesgarnos a llevarlo a casa.

Le explicamos en qué se había convertido, le hablamos de nuestro estilo de vida, le advertimos acerca de las reglas. Se negó a creerlo, prefirió pensar que éramos demonios, que él se había vuelto loco, que era una pesadilla. Emmett, Jasper y Carlisle fueron a cazar con él más tarde; Gabriel regresó más asustado que nunca, pero convencido de la verdad de lo que le habíamos intentado explicar.

Comenzó entonces un largo y doloroso proceso de duelo para él. Lo invitamos a quedarse en casa y él aceptó, ya que no tenía ningún otro lugar al que ir. Era de origen español, aunque lo habían destinado a Anchorage, el lugar en que vivíamos en ese momento, hacía un par de años. El aceptar en qué se había convertido no fue fácil para él. Gabriel era un hombre de fe, era sacerdote, creía en Dios con firmeza, lo cual no hacía el Cambio más fácil de aceptar. ¿Cómo Dios había sido tan cruel, si él había sido un servidor obediente y fiel? ¿Por qué lo había castigado de semejante manera, de forma tan dura?

Fue Carlisle quien lo sacó adelante. Él y Gabriel tuvieron largas charlas, discusiones como las que se tienen junto a una taza de café. Si bien Gabriel era católico y Carlisle evangélico, de la rama que más tarde daría origen al anglicanismo, tenían suficiente fe y visiones en común sobre el cristianismo como para llevarse bien. Se convirtieron en grandes amigos, fueron apoyo y sostén el uno del otro.

Carlisle, y más tarde Edward y hasta Jasper, intentaron convencer a Gabriel que esto quizás era una prueba, y que podía seguir sirviendo a Dios pese a haber sido mordido y transformado. De una manera diferente, de acuerdo, pero podría seguir siendo un siervo fiel. Pero Gabriel se negaba a creerlo, estaba convencido de estar maldito. Las conversaciones con Edward y sus planteos sobre sus dudas sobre el alma y el amor hicieron dudar a Gabriel, pero no lo convencieron.

Esme incorporó a Gabriel a la familia pronto, como una especie de primo perdido, y acabó siendo ella quien le dio las certezas que necesitaba para seguir adelante. Gabriel consiguió darle a Esme la paz espiritual que ella buscaba desde hacía tanto tiempo, al permitirle confesarse con él y asegurarle que no era culpable de la muerte de su bebé, que podía darle la absolución por otros pecados, pero no por esa muerte, que no había sido responsabilidad de ella. Y Esme consiguió hacer sanar a Gabriel, cuando al ayudarle a ella, él comprendió que podía seguir siendo un servidor de Dios, aunque ahora fuese distinto, y que posiblemente sí había algo de cierto en todo lo que decían los demás.

Gabriel se había quedado con nosotros poco más de un año, el tiempo necesario para pasar la peor época de neófito. Después, agradeciendo muchísimo todo lo que habíamos hecho por él, había seguido su propio camino, aunque manteniéndose en contacto. Supimos así que había viajado por el mundo, que mantenía la dieta de sangre animal, y que un poder muy extraño a la vez que muy útil había aflorado en él: Gabriel podía infundir la fe y la esperanza en los corazones de quienes hablaban con él. Quien iba a pedirle consejo, ayuda o consuelo, se iba lleno de paz, de fe y esperanza.

Como era de esperarse, en cuanto se empezó a hablar de boda, lo buscamos y le pedimos que fuese él quien bendijera nuestra unión. Gabriel estuvo encantado, feliz de que por fin nos decidiéramos a, palabras textuales suyas, "dejar entrar a Dios en nuestras vidas". Edward asintió con energía, yo sólo parpadeé. Me pareció grosero decirle que yo seguía sin creer.

Alice me hizo estar de pie de modo que ella pudiera pasar el vestido sobre mi pelo y maquillaje; tuvo que abrochar ella los botones de satén en mi espalda, yo estaba demasiado inquieta.

-Es perfecto –suspiró Alice.

-Es blanco –me quejé.

-Gabriel dijo que podías –me recordó Rosalie.

El vestido había dado lugar a pocas discusiones, pero una en particular había hecho temblar las paredes, y era respecto a su color. Yo sostenía que había perdido el derecho a casarme de blanco en una cama de la suite más lujosa del Halifax Marriot Hotel de Canadá, que era donde había tenido lugar la noche de bodas. Alice no quiso ni oír hablar de un posible cambio de color, e insistió en que el vestido sólo podía ser blanco.

Gabriel intervino por fin a petición de Esme, que temía por la integridad de la casa, y él dictaminó que yo sí podía casarme de blanco, pese a que habían pasado doscientos ochenta y dos años de la última vez en que yo había tenido lo necesario para vestirme del color de la pureza y la virtud.

Más allá de todo eso, el vestido era un sueño. Hecho de satén blanco y bordado a mano, estilo segunda década del mil novecientos, con encaje de época. Era el más hermoso que yo hubiese visto nunca, y era mío. Suspiré emocionada, acariciando la suave tela con reverencia.

-No creí que diría esto, pero casi vale la pena sólo por usar esta belleza –musité.

Alice sonrió ampliamente, con satisfacción, mientras Rosalie se limitó a una sonrisita divertida. Más de dos siglos no habían bastado para cambiar mi gusto por la ropa sencilla y rechazar la extravagancias de diseñador que tanto le gustaban a Alice, pero ése día era una excepción.

-¡Vamos, vamos! –me apresuró Alice, un torbellino de alegría. Me metió el ramo, de rosas y lirios blancos, entre los dedos-. ¿Prometes no despeinarte ni arrugar tu ropa en los dos minutos que tardo en cambiarme?

Le hice una mueca de enojo; Alice corrió a cambiarse. Me quedé con Rosalie, que parecía reflexiva.

-¿En qué piensas? –le pregunté.

-Estaba pensando en los invitados… no sé de ningún otro festejo de estas características, y menos uno que contara con la presencia de los Vulturi como invitados –observó Rose-. Quiero decir, que ellos se aparezcan en algún sitio a ejecutar a los infractores de la ley es algo que conocemos, pero que lleguen a una ceremonia de boda invitados por los propios novios es algo que nunca se había visto.

Le di una pequeña sonrisa. Sulpicia y Esme se habían convertido en íntimas amigas, aunque pasaban décadas sin verse. Sulpicia seguía acompañando a su marido, que gracias a su influencia se había vuelto menos manipulador y un poco más justo. Aro y Carlisle mantenían no una amistad propiamente dicha, sino una especie de respetuosa comunicación.

-Que los vampiros se casen no es lo habitual tampoco –comenté-. Quizás por eso las bodas a lo grande son una rareza.

-Y los que se casan, no invitan a los Vulturi –asintió Rosalie-. Quizás estemos imponiendo una moda al mostrar a Aro y los suyos como alguien que se rebaja a mezclarse con los comunes.

-No olvides que técnicamente somos nobleza, no somos comunes –bromeé, y ella solto os comunes -bromeemos comunes -bromeeos suyos como alguien que se rebaja a mezclarse con los comunes.

en algtó una pequeña carcajada.

-No mencionemos eso otra vez, o Carlisle en verdad va a estallar un día de éstos –rió Rose, divertida-. No sé por qué reacciona tan exageradamente cada vez que uno le recuerda que es noble. Sí, ya sé, él no aspira al poder ni a la nobleza, todo eso le parece una fantochada porque Aro en rigor no es rey y no puede conceder títulos, es algo simbólico antes que otra cosa y todo eso, pero de ahí a enojarse tanto…

Yo me encogí de hombros, sonriente. Carlisle era la persona más paciente que yo conocí nunca y era casi imposible sacarlo de quicio, salvo que uno empezara a llamarlo milord y recordarle que era marqués. Eso lo irritaba más que cualquier otra cosa en el mundo.

-¿Alguno de nuestros invitados tiene título? Digo, para saber ante quién tengo que hacer una reverencia –pregunté, medio en broma medio en serio.

-Que yo sepa, no. Nuestras primas son plebeyas –dijo Rosalie con una risita-, al igual Siobhan con su clan, y también los egipcios, los amazonas, y por supuesto los nómadas.

-Espero que podamos lidiar con tantos vampiros juntos –musité yo, preocupada-. Sé que todos son buena gente, pero tantos vampiros poderosos en un solo sitio no me parecen algo muy seguro…

-¡Todo saldrá bien! –chilló Alice, volviendo a entrar a la habitación-. Habrá algunas provocaciones y unas pocas pullas, pero ninguna pelea seria.

-¿Heridos? –quise saber, sólo para asegurarme.

-Ninguno. Sólo rasguños y raspones, por así decirlo. Algunos daños materiales… -Alice frunció el ceño y apretó los labios-. Emmett arruinará su traje, el muy idiota. ¡Es un Armani, por todos los Cielos, jugar al béisbol con ese traje puesto es un sacrilegio!

-¿No me digas que justo hoy Félix y Emmett juegan el desempate? –pregunté con una sonrisa.

Emmett llevaba un siglo practicando un poco obsesivamente, desde que había perdido la revancha contra Félix. El recuerdo de la derrota aún lo hacía enfermarse. Habían quedado en que el vencedor sería el que ganara dos juegos de tres, pero el tercero de esos partidos todavía no había tenido lugar.

-Sí –confirmó Alice, los labios fruncidos.

-¿Y quién gana? –quiso saber Rosalie, expectante.

-Posiblemente Emmett –respondió Alice, su molestia dando paso a la satisfacción aunque ella no quisiera-. No es seguro, pero bastante probable. Los Vulturi no son buenos jugando en equipo, menos aún si tienen que prescindir de sus poderes.

-Espero que eso les enseñe, una lección de humildad no les vendrá mal –opinó Rosalie, defendiendo, como es lógico, a su marido.

-¡Ay, es tardísimo! –se sobresaltó Alice-. ¡Vamos, rápido!

Alice recogió la cola del vestido, Rosalie abrió la puerta de la habitación, yo tomé aire profundamente y salimos. La ceremonia se desarrollaba en el enorme salón de la casa, donde todos los invitados estaban ya ubicados.

En verdad, una celebración de boda como ésta debía ser algo que ningún vampiro había visto nunca, ni siquiera los más antiguos. No sólo eran vampiros los integrantes de la pareja que se casaba, también el sacerdote que bendecía la unión lo era, y todos los invitados. La boda se había convertido en una especie de gran reencuentro, ya que invitamos a todos los amigos que habíamos hecho a lo largo de los siglos, lo cual hacía también que el grupo fuese de lo más variopinto.

Había clanes llegados de medio mundo, y unos pocos vampiros que no habían sido expresamente invitados pero se acercaron a curiosear, como esos dos exóticos rumanos, Stefan y Vladimir. Nuestra familia más cercana, compuesta por Tanya, Kate, Irina, Carmen y Eleazar estaba presente, desde luego, al igual que Aro, Cayo y Marco con sus esposas y la Guardia, que tenía órdenes estrictas de no matar a nadie ese día.

Suspiré con algo de tristeza al recordar a quienes me hubiese gustado que estuviesen presentes ese día, aunque era imposible, porque eran (habían sido) humanos. Charlie, Reneé, Jacob, Ángela, Ben… todos ellos llevaban tiempo fallecidos y yo había superado el dolor más inmediato de la pérdida, pero eso no me impedía extrañarlos a veces.

Charlie había tenido una muerte pacífica a edad avanzada, el tipo de transición que yo hubiese elegido para él de haber podido. Se fue a dormir una noche y ya no se levantó a la mañana siguiente, pasó de un sueño a otro. No había sufrido, y lo más probable era que ni siquiera se hubiese enterado. Reneé había fallecido de una manera tan extraña como había vivido, cuando repentinamente un automóvil se le cayó encima. Sí, por bizarro que sonara, un automóvil que estaba siendo elevado por una grúa para ser colocado en el tercer piso de un museo, como parte de una exposición de automóviles antiguos, resultó no estar bien sujeto; se cortaron las sogas que lo amarraban y se le cayó encima a mi madre, que justo pasaba por ahí. La pobre ya estaba tan anciana y sorda que ni siquiera alcanzó a escuchar los gritos, como tampoco se dio cuenta de nada: la muerte había sido instantánea.

Ángela falleció en el hospital de Forks, cuando a sus respetables ochenta años hubo que extraerle el apéndice, pero su corazón ya estaba muy débil y no resistió la cirugía. Jake alcanzó la nada despreciable edad de ciento doce años antes de sufrir un paro cardíaco fulminante; Kerstin ya llevaba tiempo bajo tierra cuando él murió.

Algo de razón tenían tanto los señores Lindgren como los habitantes de la reserva al dudar de un matrimonio así de extraño, ya que si bien Jacob y Kerstin nunca se divorciaron, sí vivieron separados ocasionalmente y peleaban mucho. Era el tipo de amor más esquizofrénico posible el que los unía, ya que separados se morían, pero juntos se mataban. Ni siquiera la llegada de Astrid y más tarde la de Abraham, los dos hijos que tuvieron, pudo hacer la convivencia más pacífica; sólo la vejez les concedió cierta tolerancia y tranquilidad. Cuando Kerstin enfermó, Jacob la cuidó y atendió con toda la devoción humanamente posible, y cuando el mal se agravó, pareció que los dos estaban enfermos, tanto sufría Jake a la par de ella. Jacob acabó sobreviviendo a su esposa en veintisiete largos años, "demasiados", solía quejarse él, que la extrañaba mucho. Pese a todas las discusiones y desacuerdos, Jake la amó hasta el último aliento.

Suspiré y sacudí la cabeza, intentando centrarme en recuerdos más inmediatos y alegres. Como por ejemplo, Edward esperándome al pie de las escaleras. Rosalie se sentó al enorme piano de cola y empezó a tocar la Marcha Nupcial con maestría, sin un error.

Alice ocupó su sitio, y yo empecé a bajar las escaleras con una lentitud y elegancia especialmente ensayadas para la ocasión. Llegué al final sin un paso en falso, sin tropezarme y sin rodar por las escaleras, todo un logro, considerando el estado de mis nervios al ver el salón repleto de vampiros sonrientes.

Edward me sonrió también al tomarme de la mano, tan feliz, nervioso y enamorado como yo. Habíamos cambiado ligeramente el desarrollo de la ceremonia, de modo que en lugar de entrar yo del brazo de mi padre o padrino, y ser entregada a Edward en el altar, él y yo entrábamos juntos, del brazo, y avanzábamos juntos hacia el altar. Considerando que llevábamos más de dos siglos y medio casados, el pretender que alguien me 'encomendara' a Edward, aunque fuese simbólico, era un poco superfluo. Era decisión de nosotros dos el pedir la bendición divina, en caso de Edward por creer él firmemente en Dios; en mi caso, por darle el gusto a Alice y hacer feliz a Edward… y un poquito, para darme yo el gusto de una boda "blanca, romántica y tradicional" como Edward la había descrito una vez, además de que muy, muy en el fondo de mi almita (suponiendo que como vampiresa tuviese una), yo quizás sí creía lo suficiente como para que la idea de un casamiento por iglesia no me pareciera tan mala.

Tomé del codo a Edward, que admiraba complacido mi vestido. Sonreí otro poco, más feliz que nunca. Edward me interrogó con la mirada, yo asentí levemente, y ambos empezamos a andar por el pasillo rumbo al altar en el que Gabriel nos esperaba.

La música aumentó su intensidad, mientras recorriendo el pasillo yo reparaba en las muchas caras conocidas. Aro sonreía levemente, mientras que Sulpicia parecía emocionada. Ella se había convertido en algo así como una tía para nosotros, la apreciábamos de verdad, y ella a nosotros. Athenadora, junto a Cayo, parecía melancólica, mientras él nos observaba seriamente. A Marco, un poco más lejos, se lo veía tan aburrido como de costumbre.

También había otros vampiros, que yo sólo conocía poco o de los que sólo había oído hablar. Identifiqué a quien debía ser Malitzin, una vampiresa de los tiempos de los antiguos aztecas a quien todos respetaban mucho y ante quien incluso Aro dejaba de lado su habitual soberbia para tratarla como un igual y casi un superior. La rubia delgadita debía ser Brenda, una trotamundos que tenía el raro don de poder hacerse invisible, lo que había ocasionado que la Guardia se volviese medio loca buscándola por media Cordillera de los Andes cuando Aro quiso "invitarla cordialmente" a ir con ellos. Aro acabó desistiendo, más porque temía que la Guardia se rebelara contra él, harta de una búsqueda casi imposible, que porque hubiese perdido el interés. Nikolaos, un vampiro griego, estaba junto a Cruz, uno proveniente de la Argentina y cuyo inglés era pésimo. Samvel, un armenio de expresión severa, observaba el altar con admiración.

Oscar, un antiguo vikingo que debía medir sus buenos dos metros y era una montaña rubia de puro músculo, estaba junto a la delicada Mai Lin, una vampiresa china que había sido mordida a los doce años y que tenía el don de hablar el idioma de las aves. Como era su costumbre, tenía un ruiseñor posado en el hombro. Sitâ, una vampiresa originaria de la India que habíamos conocido cuando llegó a nuestra casa a pedir que intercediéramos ante Aro por ella para que no la obligara a unirse a la Guardia, estaba junto a Malitzin. Sitâ tenía el curioso don de poder ver a grandes distancias, hasta al otro lado del mundo si quería, y eso la había convertido en una rareza muy codiciada por Aro, que no estuvo muy feliz cuando Sulpicia le hizo prometer públicamente que dejaría en paz a la chica.

La pequeña Maggi, Benjamin, Tia, Amun, Kebi, Liam, Siobhan, Peter, Charlotte, Mary, Randall, Charles, Makenna, todos ellos sonreían enormemente; al igual que las amazonas, que observaban la ceremonia con curiosidad. Alistair y Garret observaban con atención, sin privarse de echar miradas desdeñosas a los Vulturi de vez en cuando. Stefan y Vladimir estaban más ocupados mirando a los invitados con ojo crítico que prestándonos atención a nosotros. Laurent y Xiu sonreían, tomados de la mano.

Jane, Alec, Renata, Chelsea, Demetri y Heidi estaban escrupulosamente inexpresivos. Edward sabía que habían sido amenazados con el destierro por Sulpicia si se atrevían a estropear la ceremonia poniendo mala cara.

Félix sonreía, aunque también lo pesqué mirando dos veces a Tanya con los ojos muy abiertos. Tanya, Irina, Kate, Carmen y Eleazar estaban radiantes, tanto o más que Emmett, Alice, Jasper, Carlisle y Esme. Rosalie estaba demasiado ocupada con el piano como para sonreír en ese momento, pero ya sabía que también ella estaba feliz.

Antes de lo pensado, estábamos ante el altar, donde Gabriel sonreía tanto que si sus dientes brillaran estaría iluminando toda la habitación. De pronto, estábamos diciendo nuestros votos, intercambiando las alianzas, y ya nos fundíamos en un intenso beso que arrancó un sonoro aplauso de los invitados, la gran mayoría de ellos tan emocionados y felices como lo estábamos Edward y yo.

No hubo banquete de bodas, aunque el baile se prolongó durante horas. Si bien no puedo jurarlo, estuve bastante segura que entre Tanya y Félix hay química, casi tanto como entre Kate y Garret, e increíblemente, entre Jane y Nikolaos.

Emmett y Félix tuvieron por fin su revancha, que ganó Emmett, aunque estropeando su traje de un modo insalvable en el proceso.

A Alice sólo le faltó ronronear para expresar de un modo todavía más claro la satisfacción que le producía el que la fiesta fuese así de bien. La Guardia se comportó todo lo bien que pueden unos vampiros acostumbrados a matar y salirse con la suya cuando de pronto se tienen que comportar civilizados y aceptar con elegancia que fueron derrotados en un partido de béisbol. Los demás vampiros se contuvieron de provocarlos la mayor parte del tiempo, de modo que no tuvimos nada que Jasper y Carlisle en conjunto no pudiesen manejar para calmar los ánimos.

El baile y la fiesta fueron un gran acontecimiento para el mundo vampírico. Recibimos todo tipo de regalos de bodas, pese a que habíamos dejado en claro que no queríamos ninguno. Desde joyas extravagantes de parte de los Vulturi, como lo son tres pares de gemelos de oro macizo con brillantes para Edward y para mí un conjunto de gargantilla, aros, pulseras y un anillo, todos hechos de plata y zafiros, hasta una casa de veraneo en nuestra isla privada en el caribe, de parte de la familia Cullen.

Como es de esperarse, Edward y yo nos vamos a inaugurar el regalo de la familia, que tantos quebraderos de cabeza y esfuerzo les costó diseñar y construir en secreto, sobre todo con el poder de Edward volviéndose más agudo con el paso de los años. Pero Carlisle tuvo tiempo sobrado de adquirir mi poder en los últimos siglos, y entre eso y una larga práctica en recitar las tablas de multiplicar, la letra del himno nacional alemán y los ingredientes de la poción mágica de las brujas en Macbeth, de Shakespeare, consiguieron que el regalo fuese una sorpresa hasta para Edward, por más imposible que eso me hubiese parecido trescientos años atrás.

Sigue la fiesta, sigue el baile. Félix y Tanya están más abrazados que hace un rato, creo que esa relación tiene futuro. Garret quiso propasarse con Kate y ella le dio una descarga eléctrica tal que lo mandó al suelo de espaldas. Desde entonces, el nómada está totalmente embobado con la rubia, que lo está dejando sufrir un poco.

Jasper mete nuestras maletas en el auto, sonriendo. Alice, como de costumbre, so ocupó de empacar sin tomarse la molestia en consultarnos, pero estoy tan feliz que ni siquiera puedo molestarme.

Rosalie me ayuda a cambiarme de mi vestido de ensueño a un sencillo traje celeste, cómodo y práctico. Si lo que tenemos por delante son varias horas de vuelo, mejor ir vestidos con algo más simple.

Edward regresa, vestido él también con algo menos ostentoso que su traje de diseñador. Está feliz, y veo algo nuevo en él. Alguien más no lo notaría, pero yo, que desde hace tantos años vivo a su lado, que estuve con él en las buenas y en las malas, lo veo. Es alivio, satisfacción, mezclado con una dosis de serenidad que antes no estaba ahí.

Me sonríe, y no puedo evitar devolverle la sonrisa. Todo es perfecto en este momento. Estamos juntos por siempre, nos pertenecemos de todos los modos vampíricos y humanos, estamos tres veces casados (sin contar un par de fugas, que sólo fueron por diversión). Tuvimos momentos malos, peleamos a veces, pero nos amamos lo suficiente como para que la reconciliación sea siempre más importante que lo que se dice en un momento de enojo.

Y mañana a esta hora, estaremos en una isla paradisíaca, disfrutando de una semana de relax, amor y sol sin escondernos, antes de regresar a la neblinosa Londres, que es donde vivimos de momento. Edward tiene un trabajo que cumplir en una de las clínicas especializadas en cardiología más importantes del mundo; y yo debo seguir con mis trabajos de investigación en literatura, además que doy clases en la universidad.

Pero por una semana, no seremos ni el Doctor Cullen, Cardiocirujano (Aro aún se desternillaba de la risa ante la idea de un vampiro especializado en operar corazones latientes de seres humanos), ni la Doctora Cullen, Doctora en Literatura Inglesa, sino sólo Edward y Bella, dos personas que disfrutan demostrándose su eterno amor.

FIN

 

 

que os parecio el final chicas?

os gusta? a mi me gutso muxisimo xD

os quiero agradecer a todas vosotras x haber tenido paciencia cuando me retrasaba en los capitulos y x leer este maravillos fic

GRACIAS un abrazoa todas vosotras

nos leemos :P

Capítulo 18: Sellado con un beso II

 
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