«νυєℓνє ¢ση тυ єѕ¢υ∂σ, σ ѕσвяє єℓ». Ésas fueron las palabras de su madrastra el día que lo agarró del pelo y lo echó de su casa para que comenzara el entrenamiento militar, a la tierna edad de siete años. Su padre había sido aún peor. Un legendario comandante espartano que no toleraba muestras de debilidad. Ni de emoción. El tipo se había encargado, látigo en mano, de que la infancia de Edward llegase a su fin, enseñándolo a ocultar el dolor. Nadie podía ser testigo de su sufrimiento. Hasta el día de hoy, aún podía sentir el látigo sobre la piel desnuda de su espalda, y escuchar el sonido que hacía el cuero al cortar el aire entre golpe y golpe. Podía ver la burlona mueca de desprecio en el rostro de su padre. —Lo siento— murmuró Bella sobre su hombro, devolviéndolo al presente. Ella alzó la cabeza para poder mirarlo. Tenía los ojos grises brillantes por las lágrimas y parecían resquebrajar la capa que recubría su corazón, congelado desde hacía siglos por necesidad y por obligación. Incómodo, Edward se alejó de ella. —¿Te sientes mejor?— Bella se limpió las lágrimas y se aclaró la garganta. No sabía por qué había ido Edward tras ella, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien la consoló mientras lloraba. —Sí— murmuró. —Gracias— Él no respondió. En lugar de ser el hombre tierno que la abrazaba instantes antes, había vuelto a ser el Señor Estatua; todo su cuerpo estaba rígido y no daba muestras de emoción. Dejando escapar un suspiro iracundo, y pasó a su lado. —No me habría puesto así si no estuviese tan cansada y quizás todavía un poco achispada. Necesito dormir— Sabía que él iría tras ella, así que volvió resignadamente a su habitación y se metió en la cama de madera de pino, acurrucándose bajo el grueso edredón. Sintió cómo el colchón se hundía bajo el peso de Edward un instante después. Su corazón se aceleró ante la repentina calidez del cuerpo del hombre junto al suyo. Y la cosa empeoró cuando él se acurrucó a su espalda y le pasó una larga y musculosa pierna sobre la cintura. —¡Edward!— gritó con una nota de advertencia al sentir su erección contra la cadera. —Creo que sería mejor que te quedaras en tu lado de la cama, mientras yo me quedo en el mío— No pareció prestar atención a sus palabras, puesto que inclinó la cabeza y dejó un pequeño rastro de besos sobre su pelo. —Pensaba que me habías llamado para aliviar el dolor de tus partes bajas— le susurró en el oído. Con el cuerpo al rojo vivo debido a su proximidad, y al aroma a sándalo que le embotaba la cabeza, Bella se sonrojó al escucharle repetir las palabras que le dijera a Ross. —Mis partes bajas se encuentran en perfecto estado, y muy felices tal y como están— —Te prometo que yo conseguiré que estén mucho, mucho más felices— ¡Oh!, no le cabía la menor duda. —Si no te comportas, te echaré de la habitación— Entonces lo miró y vio la incredulidad reflejada en los ojos verdes. —No entiendo por qué vas a echarme— le dijo. —Porque no voy a utilizarte como si fueses un muñeco sin nombre, que no tiene más razón de ser que servirme. ¿De acuerdo? No quiero tener ese tipo de intimidad con un hombre al que no conozco— Con una mirada preocupada, Edward se apartó finalmente de ella y se tumbó en la cama. Bella respiró profundamente para intentar que su acelerado corazón se relajara, y poder apagar el fuego que le hacía hervir la sangre. Resultaba muy duro decirle que no a este hombre. *¿Crees realmente que vas a ser capaz de dormir con este tipo a tu lado? ¿Es que tienes una piedra por cerebro?* Cerró los ojos y recitó su aburrida letanía. Tenía que dormir. No había sitio para los «у ѕι...» ni para los «ρєяσ...». Ni tampoco para Edward. Él colocó las almohadas de modo que le sirvieran de respaldo, y miró a Bella. Ésta iba a ser, en su excepcionalmente larga vida, la primera vez que pasara una noche junto a una mujer sin hacerle el amor. Era inconcebible. Ninguna lo había rechazado antes. Ella se dio la vuelta en aquel momento y le dio un mando a distancia, como el que le había enseñado en la sala. Apretó un botón y encendió la televisión, después bajó el volumen de la gente que hablaba. —Esto es para la luz— dijo apretando otro botón. De inmediato, las luces se apagaron, dejando que fuera el televisor el que iluminara débilmente las sombras de la habitación. —No me molestan los ruidos, así es que no creo que me despiertes— le dio el mando a distancia. —Buenas noches, Edward de Macedomia— —Buenas noches, Isabella— susurró él, observando cómo su sedoso cabello se extendía sobre la almohada, mientras se acurrucaba para dormir.
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