A pesar de toda su vanidad juvenil, no había estado preparada para que le arrebataran por completo a toda su familia. Y, aunque habían pasado cinco años, aún los echaba de menos. El dolor era muy profundo. El viejo dicho aquél, según el cual era mejor haber conocido el amor antes de perderlo, era un enorme fraude. No había nada peor que perder a las personas que te quieren y te cuidan en un accidente sin sentido. Incapaz de enfrentar su ausencia, Bella había sellado la habitación tras el funeral, y lo había dejado todo tal y como estaba. Abrió el cajón donde su padre guardaba los pijamas y tragó saliva. Nadie había tocado estas cosas desde la tarde que su madre las dobló y las guardó. Todavía recordaba la risa de su madre. Las bromas sobre el conservador estilo de su padre, que siempre elegía pijamas de franela. Peor aún, recordaba el amor que se profesaban. Lo que daría ella por encontrar la pareja perfecta, como les había sucedido a ellos. Habían estado casados veinticinco años antes de morir, y su amor había permanecido intacto desde el día que se conocieron. No podía recordar un solo momento en que su madre no sonriera ante una broma de su padre. Siempre iban cogidos de la mano como dos adolescentes, y se robaban besos cuando creían que nadie los veía. Pero ella los veía. Y ahora lo recordaba. Quería ese tipo de amor. Pero por alguna razón, no había encontrado a un hombre que la dejase sin aliento. Un hombre que consiguiera que se le desbocara el corazón y que sus sentidos se tambalearan. Un hombre sin el cual la vida no tuviese sentido. —¡Oh, mamá!— balbuceó, deseando que sus padres no hubiesen muerto aquella noche. Deseando... No sabía qué. Lo único que quería era conseguir algo que le hiciese pensar en el futuro. Algo que le hiciese feliz; de la misma forma que su padre había hecho feliz a su madre. Mordiéndose el labio, Bella cogió el pantalón de cuadros azul marino y blanco, y salió corriendo de la habitación. —Aquí tienes— dijo arrojándole la prenda a Edward y saliendo a toda prisa hacia el cuarto de baño, en mitad del pasillo. No quería que él fuese testigo de sus lágrimas. No volvería a mostrarse vulnerable delante de un hombre. Edward cambió la toalla por los pantalones y se fue tras Bella. Había cerrado de un portazo la puerta más cercana a la habitación donde él se encontraba. —Bella— la llamó mientras abría la puerta con suavidad. Se quedó paralizado al verla llorar. Estaba en mitad de un cuarto de aseo extraño, con dos lavamanos incrustados en la pared y una encimera blanca en la cual se apoyaba. Se había tapado la boca con una toalla, en un intento de sofocar sus desgarradores sollozos. A pesar de su severa educación y de los dos mil años de autocontrol, Edward se vio arrastrado por una oleada de compasión. Bella lloraba como si alguien le hubiese roto el corazón. Y eso lo hacía sentirse incómodo. Inseguro. Apretando los dientes, alejó aquellos insólitos sentimientos. Si algo había aprendido durante su infancia era a no ahondar en los problemas de los demás, porque nunca traía nada bueno. No había que cuidar de nadie más que de uno mismo. Cada vez que había cometido el error de interesarse por alguien, lo había pagado con creces. Además, en esta ocasión no había tiempo. Nada de tiempo. Cuanto menos tuviese que ver con las emociones y la vida de Bella, más fácil le resultaría volver a soportar su confinamiento. Y, entonces, las palabras de Bella lo golpearon con fuerza, justo en mitad del pecho. Ella lo había definido a la perfección: no era más que un gato dedicado a conseguir placer y después marcharse. Se aferró con fuerza al tirador de la puerta. No era un animal. Él también tenía sentimientos. O, al menos, solía tenerlos. Antes de que pudiese reconsiderar sus acciones, entró en la estancia y la abrazó. Bella le rodeó la cintura con los brazos y se apoyó en él como si se tratara de un salvavidas, mientras enterraba la cara en su pecho desnudo y sollozaba. Todo su cuerpo temblaba. Algo muy extraño se abrió paso en el interior de Edward. Un profundo anhelo que no sabía muy bien cómo definir. Jamás en su vida había consolado a una mujer que lloraba. Se había acostado con tantas que no podía recordarlo; pero nunca, jamás, había abrazado a una mujer como estaba abrazando a Bella. Ni después de hacer el amor. Una vez acababa con su pareja de turno, se levantaba, se limpiaba y buscaba algo con qué entretenerse hasta que fuese requerido de nuevo. Incluso antes de la maldición, jamás había demostrado ternura por nadie. Ni por su esposa. Como soldado, había sido entrenado desde que tenía uso de razón para mostrarse feroz, frío y duro.
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