El jardin de senderos que se bifurcan (CruzdelSur)

Autor: kelianight
Género: General
Fecha Creación: 09/04/2010
Fecha Actualización: 30/09/2010
Finalizado: SI
Votos: 2
Comentarios: 10
Visitas: 61008
Capítulos: 19

Bella se muda a Forks con la excusa de darle espacio a su madre… pero la verdad es que fue convertida en vampiro en Phoenix, y está escapando hacia un lugar sin sol. ¿Qué mejor que Forks, donde nunca brilla el sol y nadie sabe lo que ella es…? Excepto esa extraña familia de ojos castaños, claro.

Los personajes de este fic pertenecen a Stephenie Meyer y la historia es escrita sin fines de lucro por la autora CruzdelSur que me dio su permiso para publica su fic aqui.

Espero que os guste y que dejeis vuestros comentarios y votos  :)

 

 

 

 

 

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Capítulo 11: El jardin de los senderos que se bifurcan

 

 

NOTA AUTORA

Buena parte de este capítulo es un escandaloso y obvio plagio del cuento El Jardín de los Senderos que se Bifurcan, del escritor argentino Jorge Luis Borges.

Los personajes de Stephen Albert, Yu Tsun y Ts'ui Pên le pertenecen, o en su defecto, le pertenecen a María Kodama y los herederos de la Fundación Borges. Sólo Xiu es original, algún tipo de desvarío de mi mente. Todos los demás personajes pertenecen a Stephenie Meyer, como todos saben.

 

 

 

 

 

La suave voz de Xiu inundaba cada gota de aire del salón de los Cullen. El tono más grave y reposado de Laurent, traduciendo un segundo después lo que ella decía, convertía la narración casi en una canción, una música hecha de palabras y de idioma, de ritmo y entonación, candencia y melodía.

Todos nos habíamos acomodado en algún sitio. Yo estaba en el sofá, envuelta en la manta, con Edward de pie a mi lado, en actitud vigilante, pero relajada. Carlisle y Esme (al menos así habían dicho que se llamaban al presentarse a los desconocidos) estaban sentados también, mientras los demás miembros de la familia permanecían de pie. Xiu estaba sentada enfrente a Carlisle y Esme, aunque mientras hablaba me observaba a mí. Laurent estaba a su lado, y su mirada vagaba de un rostro a otro. James y Victoria permanecían de pie detrás de Xiu y Laurent, perfectamente inexpresivos.

Xiu estaba plácidamente inmóvil, sólo sus labios moviéndose con suavidad mientras desgranaba la historia, que era también su historia. Nos explicó que era de origen chino, aunque su nombre fuese japonés, lo cual le había causado más de un problema. Ella había servido de doncella a Stephen Albert, un eminente sinólogo inglés, allá por 1916.

Una tarde, Albert había estado retirado en el pabellón de su jardín, escuchando música, cuando un hombre de rasgos evidentemente asiáticos, andar apresurado y con una mezcla de miedo y triste resignación en las facciones, llegó por el camino. El señor Albert salió a recibirlo con un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la luna. Albert abrió el portón y dijo lentamente en chino mandarín, Xiu lo recordaba con toda claridad:

"- Veo que el piadoso Hsi P'êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín?

Reconocí el nombre de uno de los cónsules chinos. El visitante repitió desconcertado:

- ¿El jardín?

- El jardín de los senderos que se bifurcan.

El visitante pronunció con incomprensible seguridad:

- El jardín de mi antepasado Ts'ui Pên.

- ¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante."

Los espié mientras recorrían el húmedo sendero zigzagueaba; el visitante parecía melancólico. Llegaron a la biblioteca, de libros orientales y occidentales. Yo sabía qué había allí: encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros antepasados copiaron de los alfareros de Persia...

Yo no tenía permiso ni interés en aparecer allí cuando había visitantes, aunque eso tampoco ocurría a menudo. Era una regla que siempre había respetado a rajatabla, y nunca había sido tan maliciosa como para espiar tras las puertas cerradas, pero ésta vez fue la excepción. Había en el desconocido algo tan atrayente, que sin pensarlo mucho me escondí tras la puerta entreabierta, en la oscuridad, y espié la conversación. El recién llegado dijo llamarse Yu Tsun.

Stephen Albert observaba al forastero, sonriente. El señor Albert era muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; me refirió una vez que había sido misionero en Tientsin "antes de aspirar a sinólogo".

Ambos se sentaron: el visitante en un largo y bajo diván; el señor Albert de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular.

- Asombroso destino el de Ts'ui Pên -dijo Stephen Albert-. Gobernador de su provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea -un monje taoísta o budista- insistió en la publicación.

- Los de la sangre de Ts'ui Pên –replicó el visitante, Yu Tsun- seguimos execrando a ese moje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pên, a su Laberinto...

- Aquí está el Laberinto –dijo el señor Albert indicando un alto escritorio laqueado.

- ¡Un laberinto de marfil! –exclamó el otro-. Un laberinto mínimo...

- Un laberinto de símbolos –corrigió el señor Albert-. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts'ui Pên murió asesinado por un occidental; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts'ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.

El señor Albert se levantó; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts'ui Pên. El visitante leyó en voz alta, con incomprensión y fervor, estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de su sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolvió en silencio la hoja. Albert prosiguió:

- Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de sus mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Tsúi Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de los senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta -simultáneamente- por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.

El rostro del señor Stephen, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla le parece una continuación de la fiesta y logran la victoria. Yu Tsun y yo oíamos con decente veneración esas viejas ficciones. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y morir.

Stephen Albert prosiguió:

- No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts'ui Pên fue un novelista genial, pero también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclama -y harto lo confirma su vida- sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?

Yu Tsun propuso varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutieron; al fin, Stephen Albert le dijo:

- En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la única palabra prohibida?

El visitante reflexionó un momento y repuso:

- La palabra ajedrez.

- Precisamente -dijo Albert-, El jardín de los senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de los senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.

- En todos –articuló el visitante no sin un temblor- yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts'ui Pên.

- No en todos –murmuró el señor Albert con una sonrisa-. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.

- El porvenir ya existe –respondió el visitante-, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?

Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; dio por un momento la espalda al visitante, que sacó de entre sus ropas un revólver y antes que yo pudiese gritar o hacer nada, disparó con sumo cuidado. El señor Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Su muerte fue instantánea: una fulminación.

Los humanos sostienen que Yu Tsun, el humano que asesinó a mi empleador, era un espía alemán en territorio inglés, que asesinó al señor Albert sólo para comunicar a Berlín la ciudad que debía ser bombardeada. En medio del estrépito de la guerra, dicen, ésta fue la única forma que encontró de comunicar a sus superiores el nombre de la ciudad que debían atacar: disparando él contra alguien que se apellidara Albert.

Pero ellos no estuvieron ahí. Antes que otro inglés, llamado Richard Madden, irrumpiera y arrestara a Yu Tsun, acusado de espionaje y asesinato, Yu Tsun acercó sus labios a la herida del señor Albert y succionó con avidez, con evidente deseo. Comprendí con espanto que el visitante era un vampiro, un ser de leyenda, sanguinario y terrible.

Quise escapar, pero él fue más rápido que yo. Me había oído. Me detuvo, sin hacerme daño, pero sin dejarme escapar.

-Mi encantadora joven –me dijo-, lamentaría mucho verme en la obligación de acabar con tu vida. Sobre todo, ahora que mi secreto, mi plan, el trabajo de toda mi vida (o al menos trece años de ella) fue descifrado, y por un bárbaro inglés.

Tardé un momento en comprender el significado cabal de sus palabras, pero no pude sino sorprenderme y aterrarme más cuando lo hice. Él debió notarlo, porque tomó mi rostro entre sus manos heladas y prosiguió:

-Así es. El jardín de los senderos que se bifurcan es mi obra, no la de mi ilustre antepasado. Yo soy Ts'ui Pên. No fui asesinado en el sentido estricto de la palabra, sino transformado en un ser maravilloso e inmortal, la misma inmortalidad con la que tantos emperadores soñaron durante toda su existencia, sin poder alcanzarla. Todo lo intentaron: rituales, bebidas destiladas a partir de piedras de jade, humos mágicos, dietas sobrenaturales, palabras y conjuros. Uno de ellos mandó a construir un palacio con trescientas sesenta y cinco habitaciones, para dormir cada día del año en una distinta, de modo que la Muerte no lo encontrara. Pero ninguno de ellos se acercó, ni un poco, a la inmortalidad que yo, un simple y despreciable súbdito, logré.

Mi pánico crecía junto a mi asombro. Supe que no saldría con vida de allí, no después de saber todo eso. No pude evitar preguntarme cómo era que Yu Tsun, o mejor dicho, Ts'ui Pên, me contaba todo eso, si iba a matarme después.

-Llevo más de un siglo buscando mi jardín, mi jardín de los senderos que se bifurcan. Mis herederos quisieron condenar mi obra a las llamas, incapaces de apreciar la metáfora encerrada en ella. Pero ahora, por fin recuperé lo que es mío. Sufrí lo indecible, trabajando entre humanos, mezclándome entre ellos, rastreando a todo aquel que tuviese una idea. Mi don me sirvió de mucho; parece que la obsesión con mi obra se prolongó en mí después de cambiar… puedo alternar entre los infinitos modos posibles, puedo vivir todas las decisiones. Igual que Fang, el héroe de mi novela, yo también vivo todas las existencias. Pero… estoy muy solo. Deseo a alguien a mi lado con quien compartir mi jardín, alguien que me acompañe y se sorprenda ante los infinitos mundos posibles.

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Xiu hizo una pausa después de esas palabras. Nadie se atrevió a interrumpirla. El silencio era tan completo que el zumbido de una colmena de abejas silvestres que se habían instalado en un árbol cercano, en el bosque, parecía excesivamente ruidoso.

Al cabo de unos minutos, Xiu retomó su historia. Laurent traducía a la par.

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Me convirtió en su compañera, aunque se negó a casarse conmigo. Fui su concubina, y eso fue todo lo que pude obtener de él. Durante un tiempo permanecí a su lado. Él era más hábil y sabía mejor que yo cómo controlarse… y controlarme.

Entendí pronto que la única forma de alejarme de su lado era superando su laberinto. Yo tenía que ser capaz de crear un laberinto aún más infinito que el de Ts'ui Pên, aún más perfecto, aún más intrincado. El suyo era un laberinto en el tiempo, pero tenía el formato de una novela, y el soporte de un libro. Si no estaba escrito ahí, su laberinto no existía.

Tardé mucho tiempo, pero al fin di con la respuesta. Creé un nuevo Jardín de senderos que se bifurcan, uno completamente insuperable, imposible de resolver, en el que se perderían todos, sin distinciones. Sabiendo que el punto débil del laberinto de mi creador era el hecho que para su existencia era necesario que se asentara físicamente en algún sitio, imaginé que el único laberinto perfecto, debía ser uno inmaterial.

Fui más allá que Ts'ui Pên. Fui capaz de crear un laberinto en el tiempo y el espacio sin necesidad de un soporte material visible, y este laberinto fue completamente imposible de resolver.

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Todos conteníamos la respiración. El relato de Xiu nos había dejado con el alma en vilo. ¿Qué tipo de laberinto perfecto e insuperable sería ése? Ensanchando un poco su sonrisa de satisfacción, Xiu prosiguió la narración, y Lauren siguió traduciendo.

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El único laberinto perfecto, y no entiendo como Ts'ui Pên no fue capaz de verlo, es la mente. No se necesitan jardines ni senderos, papel ni tinta, para crear el laberinto más insuperable. Basta con forzar a alguien a permanecer dentro de su propia mente, dando vueltas y más vueltas dentro de sus recuerdos, sus alegrías y sus penas, sus sueños, temores, anhelos... Al cabo de un tiempo, la misma mente comienza a elaborar otros caminos posibles, de modo que quien transita ese camino acaba no sabiendo qué de lo que recuerda es real o siquiera posible. Pero todo está dentro de la misma cabeza, todo es real allí: los temores, los recuerdos, la imaginación. Entonces los caminos sí son infinitos, es imposible salir.

Ts'ui Pên estaba muy decepcionado por la falta de un don superior en mí. Le hice creer que yo no estaba tan especialmente dotada como él, y lo creyó sin más. Pero mi don afloró cuando tuve eso en claro. Siempre me habían gustado los laberintos, y yo hasta había diseñado algunos, de modo que supongo que no es nada tan extraordinario después de todo.

Comencé a practicar esto de forzar a una mente a perderse en sí misma. Mis primeros y torpes experimentos no tuvieron muy buenos resultados, sólo conseguía sumir la mente en una especie de ensoñación. Pero lentamente fui mejorando. Al cabo de un tiempo, ya conseguía aislarla por completo, y por fin pude hacer que una mente se perdiera en sí misma al punto que no hubiese forma de que se recuperara.

-¿Con quién practicabas? –preguntó la mujer que había sido presentada como Esme en voz baja, la mirada fija en Xiu.

Laurent tradujo la pregunta, y Xiu sonrió con un poco de apatía al responder, traducida otra vez por Laurent:

-Con humanos. Campesinos que encontré en los campos, funcionarios de la administración imperial que transitaban los caminos, mercaderes que se trasladaban de una ciudad a otra. Ensayé con muchos; hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, ricos y pobres, nobles y plebeyos.

Ignorando deliberadamente las expresiones espantadas, pero cuidadosas, de los Cullen-Hale, Xiu prosiguió hablando, a la par que Laurent traducía:

-Con bastante práctica fui capaz de atrapar la mente de un modo tal que la salida era imposible para ellos. El cuerpo colapsaba ante el esfuerzo que hacía la mente por librarse, y finalmente morían. Algunos pasaban antes por un estado de frenesí o inmovilidad, y entonces los otros humanos decían que estaban locos. Quizás no estaban del todo equivocados.

Entonces me decidí a librarme de Ts'ui Pên, mi captor. Es irónico que él, que se consideraba el creador de un laberinto perfecto, sucumbiera a costas de un laberinto aún más perfecto. Sí, porque cuando su mente quedó encerrada dentro de sí misma, lo abandoné en las grutas de una montaña. No quise acabar yo con él, pero tampoco pude dejarlo en cualquier esquina. Después de todo, yo no estaba al cien por ciento segura de cómo reaccionaría un vampiro al verse atrapado en su mente. Con infinito tiempo por delante, aunque tuviese infinitos caminos que recorrer, cabía la remota posibilidad que consiguiera librarse de ellos.

Tiempo más tarde supe que debido a un terremoto, parte de la montaña se había derrumbado, sepultando por completo a Ts'ui Pên. Y no hace mucho oí por casualidad que se había reportado en ese mismo sitio el hallazgo de una momia china, un hombre, en un estado de conservación asombroso, rescatada gracias a las excavaciones que se estaban haciendo para colocar los fundamentos de un nuevo edificio. La momia fue robada poco después en circunstancias misteriosas, y se sospecha que habría sido quemada junto a grandes cantidades de incienso cerca de allí por un grupo de fanáticos. Yo lo sé mejor: otros vampiros destruyeron a Ts'ui Pên antes que, al caer en manos de humanos, pusiera nuestro secreto en peligro.

(La sonrisa de Xiu era maníaca y algo macabra cuando completó su idea)

Con eso quedaba probado finalmente que mi laberinto era el más perfecto. En casi noventa años, Ts'ui Pên no fue capaz de resolver el laberinto que era su propia mente. Creo no pecar de modestia cuando digo que mi laberinto es el único que es imposible de resolver, el que atrapa a una mente durante toda una vida, si se es humano, y durante toda una existencia, si se es vampiro.

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Si antes el silencio era tal que las abejas parecían ruidosas, no se me ocurre un símil capaz de explicar qué tipo de quietud reinaba en la sala de los Cullen en ese momento. Yo todavía estaba intentando absorber la enormidad de lo que acababa de oír.

-Pero… Xiu no afectó a Bella… -consiguió pronunciar Carlisle.

-Es cierto, no lo hice –explicó Xiu, traducida por Laurent. El tono de la muchacha no era feliz, ni triste, ni cargado de lástima. Su voz era clara y amable, la de quien se limita a informar de un hecho irreversible-. No la conocía, nunca antes la había visto. Pero su aspecto es exactamente que el que tenía Ts'ui Pên la última vez que lo vi, y que tuvieron todos los vampiros lo suficientemente tontos o desinformados como para intentar atacarme. Sé que hay modos que, tanto humanos como vampiros, acaben por propios medios en el mismo estado al que yo puedo llevar una mente si lo deseo. Y me temo que esta joven es uno de esos casos.

Por un segundo no pasó nada. Y después, pasó todo junto y de golpe.

Edward soltó un aullido de dolor que sonó como el de un animal herido, mientras se dejaba caer de rodillas ante el sofá en el que yo estaba sentada junto a Esme. Al mismo tiempo, Jasper se dobló en dos y cayó al piso, gimiendo de dolor con los dientes muy apretados.

-¡Sáquenlo! –le ordenó Carlisle en un ladrido angustiado a Emmett y Alice, poniéndose de pie de un salto.

Sin pensarlo dos veces, Emmett aferró a Jasper por la cintura y lo echó sobre sus fuertes hombros. Salió corriendo, con Alice detrás de él, la cara desencajada de miedo y preocupación. Carlisle se arrodilló junto a Edward y empezó a sacudirlo por los hombros; Rosalie le dio un par de bofetadas a su hermano, mientras gritaba su nombre.

Esme tomó enseguida el rostro de Edward entre sus manos y lo miró fijamente a los ojos, con lo cual su expresión asustada se convirtió una de terror.

-¡Lo estamos perdiendo! –gimió Esme.

Yo había estado paralizada del susto, pero eso me hizo reaccionar. No podía perder a Edward. Lo necesitaba. Su recuerdo era el que me había ayudado a salir de ese confuso espiral. Lo necesitaba conmigo, no asustado y perdido. No podía permitir que él se perdiera en su mente como yo lo había hecho. Y menos, si era por creer que yo no me recuperaría, cuando yo ya estaba perfectamente.

Alcancé su mano, que temblaba. La tomé con firmeza entre las mías.

-Edward –pronuncié. La voz me salió un poco ronca, después de tanto tiempo sin hablar-. Edward, por favor. Estoy aquí. Estoy bien. Quédate, Edward.

No les presté atención a todos los demás, atónitos y congelados. No me importaban.

-Edward. Por favor. Estoy bien. Quédate conmigo, por favor. Edward. Edward…

-¿Bella…?

Conseguí sonreír. Sus ojos, acuosos de lágrimas que no podía derramar, estaban enfocados en los míos.

-…Bella… -consiguió balbucear.

-Sí. Soy yo. Volví.

Si el alivio y la alegría tuviesen un rostro, sería el de Edward en ese momento. Se lanzó a mis brazos llorando como un niño, pero eran sollozos de alegría y no de dolor. Le devolví el abrazo, acaricié su suave cabello, tracé círculos en sus omóplatos. Era mi turno de consolarlo a él.

Yo había vuelto. Y él no debía perderse.

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La casa de los Cullen fue una sola explosión de alegría después de eso. Les tomó un rato calmarse lo suficiente como para poder hablar. Jasper regresó, junto a Emmett y Alice. Los tres parecían tranquilos y contentos, ni rastros del sufrimiento anterior.

Esme revoloteaba de aquí para allá, radiante de alegría; Rosalie fingía fastidio pero también estaba feliz. Jasper y Alice tenían las manos entrelazadas, el gesto más íntimo que les había visto hacer en todo ese tiempo, y también chorreaban alegría por todos los poros. Emmett tenía una sonrisa tan grande que no le cabía en la cara. Carlisle estaba radiante, a la vez que impaciente por oírme relatar cómo había conseguido salir de mi laberinto mental. Edward estaba tranquilo ahora, sin llorar y sin reír, pero en su serena sonrisa se veía tanta felicidad y alivio como en las de todos los demás juntos. Se había sentado a mi lado en el sofá, con mi mano entre las suyas, sin parpadear, como si temiera que yo me desvanecería si dejaba de observarme por sólo un segundo.

Los nómadas no se habían movido aún. James y Victoria estaban sorprendidos y mayormente confusos, o eso me pareció. Laurent observaba a los Cullen, los Hale, y a mí con manifiesta curiosidad. Xiu estaba entre atónita, furiosa y aterrada. También ella insistió en oír cómo había conseguido salir. Laurent seguía actuando como su intérprete.

-Yo… no estoy muy segura –admití. Todos me escuchaban con la mayor atención-. Mi mente era un entrevero de recuerdos confusos, de mi vida humana y mi vida vampírica mezclados. No había forma de salir, pero porque eso no parecía un encierro material de ningún modo. Era como una especie de nada. Y no se puede luchar contra la nada… si hubiese sentido dolor, o algo, pero… no –musité, confusa yo misma-. Descubrí que no tenía que buscar una salida, sino ordenar mis recuerdos. Eran el pasado, y al pasado había que mandarlos. Si les permitía invadirme a cada instante, no saldría nunca de allí.

-¿A eso se limitaba todo? –preguntó Esme, sorprendida-. ¿A ordenar los recuerdos?

-Parece que sí –me encogí de hombros-. No fue fácil, hubo muchos que eran horribles y que no conseguí mandar al pasado fácilmente. Se me venían encima una y otra vez… pero entonces encontré un recuerdo hermoso, que me tranquilizó y me dio paz. Cada vez que los otros eran demasiado terribles, acudía a ese recuerdo bueno, y a otros recuerdos buenos que fui recolectando.

-¿Qué recuerdo era ése? –quiso saber Jasper, que aún seguía junto a Alice, un poco alejado.

-Eran varios recuerdos buenos –musité, sin intenciones de admitir ahí mismo que era principalmente la memoria de la primera vez que había visto a Edward lo que me había sacado adelante-. El rostro de mi padre, el de mi madre, los de algunos amigos…

Edward no era sólo un amigo, comprendí. Había sido mi salvador varias veces: me había salvado de ponerme en evidencia cuando fue el accidente de Tyler, me salvó de mis pesadillas cuando le conté sobre mi transformación, y su recuerdo me había salvado de una eternidad vagando por mi propia cabeza. Y ahora yo, modestia aparte, lo había salvado a él.

Hay sucesos que uno no puede compartir sin acabar unido, y rescatar a alguien no ya de la muerte, pero sí de una eternidad de locura, es uno de esos sucesos. Una amistad, al menos en los términos que yo la concebía, no bastaba para describir el tipo de unión que esto había forjado entre nosotros.

-¿De qué manera esos recuerdos buenos te ayudaron a protegerte de los malos? –preguntó Emmett, curioso.

-Me daban fuerzas. Me hacían repetirme que aunque yo tuviese recuerdos terribles, había gente buena, que me quería, que podría comprenderme, gente que yo quería volver a ver… -el apretón de las manos de Edward se hizo un poco más fuerte, como dándome ánimos. Respiré profundamente y continué-. No sé cuánto tiempo estuve así, ordenando y clasificando. De vez en cuando despertaba, pero sólo parcialmente. Podía oír, o sentir, o ver. Sólo unas pocas veces dos de tres, y menos aún las tres a la vez.

Xiu se sentó más recta y rígida que nunca antes. Su expresión era incrédula y asustada.

-Sentía… que me bañaban, y que me vestían –Alice sonrió más que antes-. Algo caliente y peludo, también.

-Jake –musitó Emmett, para añadir enseguida- Te lo explicamos después. Sigue, ¿qué más sentías?

-Que estaba sentada, o recostada. Oí música de un piano, varias veces…

-Edward tocó para ti durante horas, querida –musitó Esme, maternal-. Estábamos seguros de que te ayudaría.

-Era muy agradable –de poder, me hubiese sonrojado. Girándome hacia Edward, añadí:- Gracias. Tocas maravillosamente.

Él sólo ladeó un poco la cabeza, sonriendo un poco avergonzado.

-También, que alguien me leía en voz alta –seguí, mirando a Jasper.

-No estaba seguro, pero leí una vez que eso ayuda –murmuró él, ofreciéndome una cautelosa sonrisa-. Espero que no te haya desagradado lo que tuviste que oír.

-Me gustó –le respondí con una sonrisa igual de cautelosa-. La Balada del Viejo Marinero me gusta mucho.

Los dos cambiamos sonrisas más confiadas. Sea lo que sea que lo había llevado a observarme como si yo fuese su enemigo público número uno, había desaparecido.

-¿Qué más recuerdas? –presionó Carlisle, terriblemente curioso.

-Retazos de conversiones sin mucho sentido, a mi padre aquí bebiendo té… -tuve que fruncir un poco el ceño, intentando recordar. Había enviado todo eso tan bien al olvido, que me estaba costando un poco recordar-. A Rosalie reparando un automóvil…

-Yo no te hablaba tanto como los otros… me pareció que de vez en cuando querrías un poco de paz –se medio disculpó ella.

-Está bien –me encogí un poco de hombros, con una sonrisa conciliadora-. Tampoco pude oír siempre todo. Vi a Jasper varias veces moviendo los labios pero sin enterarme de lo que decía. También recuerdo un jardín muy hermoso, y una mujer que trabajaba en él… -dirigí la mirada hacia la susodicha mujer, que según había entendido se llamaba Esme.

-¿Te gustó mi jardín? –los ojos de Esme brillaban.

-Mucho –respondí con toda honestidad-. Me gustan las flores, aunque no sepa cuidarlas.

-Puedo enseñarte –ofreció Esme, para añadir de inmediato:- Si quieres.

-Me encantaría… Oh, y recuerdo que una vez estaba en los hombros de Emmett, él corría por el jardín, y el bosque…

-Había decidido secuestrarte –me informó Emmett alegremente-. Los demás te tenían encerrada dentro de la casa todo el día. ¡Necesitabas aire fresco!

-Ella no estaba respirando –observó Alice.

-¡Pero de todos modos necesitaba aire fresco! –repitió Emmett.

-¿Cuánto tiempo pasó… pasé… perdida? –me atreví a preguntar en voz baja.

-Diez días –respondió Carlisle suavemente-. No es tanto, considerando todo, pero sí es mucho para los parámetros humanos. Tus padres estuvieron muy preocupados.

-¿Ellos están bien? –pregunté, todavía aturdida por el hecho de que había pasado diez días más inconsciente que consciente.

-Sí. Tu padre vino a visitarte todos los días, excepto hoy. Su amigo Billy Black lo llevó con él a pescar, él también necesitaba salir y pensar en otra cosa por unas horas –Carlisle me seguía observando con interés-. Tu madre pasó un par de días en Forks, e intentó llevarte con ella a Phoenix. Por suerte conseguimos convencerla que necesitabas un entorno tranquilo para recuperarte.

-Gracias –musité, intentando poner en esa sola palabra todo el alivio y el agradecimiento que sentía, paseando la mirada de uno a otro-. Muchas gracias. A todos. Gracias por todo…

-Por favor, no ha sido nada –descartó Carlisle con un pequeño movimiento de la mano-. Cualquier otro hubiese hecho lo mismo.

Edward hizo algo extraño en ese momento. Desvió por fin la mirada de mí, sólo para clavarla en el grupo de nómadas y fulminarlos con la mirada.

-Esos recuerdos –murmuró Edward, hablando por fin, mientras volvía a mirarme intensamente-… estaba pensando, esos buenos recuerdos fueron como el hilo de Ariadna para tu laberinto, ¿no?

-¿El hilo de Ariadna? –repetí, confundida.

-En la antigua mitología griega, el rey Minos de Creta había mandado a construir un laberinto, el más complejo, tal que todos los hombres se perdían en él. Un muy ingenioso inventor y constructor de hombre Dédalo, ayudado por su hijo Ícaro, lo había construido. En el laberinto, Minos hizo encerrar al minotauro, un mounstroso ser mitad toro y mitad hombre que, para colmo, se alimentaba de humanos. Cada año debían sacrificarle siete jóvenes y siete doncellas al minotauro, hasta que el héroe Teseo llegó a Creta. Él se dispuso a entrar al laberinto, matar al minotauro y volver a salir. Pero Ariadna, una de las hijas del rey Minos, se había enamorado de Teseo, y supo que aún si conseguía matar al mounstro, su amado nunca conseguiría salir. Pero eso, antes de que emprendiera el camino, Ariadna le dio a Teseo un ovillo de hilo que ella misma había hilado. Él lo fue desenrollando a medida que se adentraba en el laberinto. Cuando Teseo se encontró con el minotauro, luchó con él y lo venció. Luego, sólo tuvo que volver a enrollar el hilo para salir de allí –Edward hizo una pequeña mueca-. El símil no es perfecto, esos recuerdos no los fuiste esparciendo a lo largo de tu mente para ir recogiéndolos después, pero en líneas generales… quiero decir que te aferraste a esos recuerdos, y ellos fueron la clave para sobreponerte a todo lo malo, ¿no?

Yo asentí lentamente.

-Xiu opina que no pudo ser sólo eso –dijo Lauren de pronto, traduciendo lo que la vampiresa asiática, que tenía una expresión feroz, acababa de decir. Yo no me había dado cuenta que Laurent había seguido traduciéndole cada palabra de lo que se decía.

-Ella… insiste en que estás ocultando algo –añadió Laurent, medio disculpándose-. "Sólo un puñado de recuerdos felices no son suficientes para salir del laberinto", dice ella.

Edward gruñó, pero yo bajé la mirada. Sí, estaba ocultando algo, y no pensaba admitirlo delante de todos los Cullen-Hale, y todos esos desconocidos, para completar.

-Bella tiene una mente especial, privilegiada –respondió Carlisle, un poco a la defensiva-. Una especie de escudo mental la protege. Las ilusiones mentales no la afectan. Eso posiblemente tiene que ver.

Los nómadas, todos ellos, dieron un respingo al oír de mi "mente privilegiada". A mí me parecía un poco pomposo decir eso de mi cabeza, sólo porque gracias al recuerdo de cuánto necesitaba a Edward y cuánto ansiaba estar con él, a su lado, viva y despierta, había conseguido dejar mi caos mental atrás…

Entonces caí en la cuenta qué era lo que en realidad me había llevado a salir adelante. El rostro de Edward había sido la parte más visible, pero lo que en realidad me había salvado había sido un sentimiento, concretamente, lo que sentía por Edward.

Amor.

Yo lo amaba.

El amor que yo sentía por Edward era lo que me había dado las fuerzas necesarias. La seguridad de encontrar en él paz, consuelo, apoyo. También amaba a Charlie, Reneé, Ángela, Alice, Jake, Lee… pero de un modo distinto. El amor por ellos me había ayudado, desde luego, pero había sido el fortísimo amor que sentía por Edward el que me había impulsado a hacer lo imposible, a vencer el laberinto invencible, con tal de poder volver a estar a su lado.

-Xiu tiene razón –murmuré-. Hay más. Los recuerdos fueron la cara visible, pero fue el sentimiento puesto en ellos lo que me dio las fuerzas. Eran recuerdos de gente amada.

Un silencio total ocupó el salón por un momento.

-Eso es lo más apestosamente cursi que escuché nunca –gruñó una voz baja, masculina. Era el nómada James, que hablaba por primera vez. Su tono estaba cargado de desdén.

-El amor hace cosas que se suponen imposibles –murmuró Carlisle-. El amor por la vida fue lo que me llevó a convertirme en médico cirujano, pese a que soy vampiro.

-Mi madre me amaba lo suficiente como para salvarme a toda costa de la muerte, aún si eso significaba que me convirtiera en vampiro –susurró Edward.

-Rose no pudo evitar enamorarse de mi sobrenatural belleza la primera vez que me vio –se mofó Emmett, riendo-. Aunque estaba más roto que entero y destrozado por ese oso, ella me amó lo suficiente como para no convertirme en su cena, sino hacerme transformar y darme una oportunidad de vida a su lado… con lo que me hizo el más feliz de los vampiros.

-Idiota –gruñó Rosalie, pero sonreía. Luego, seria, añadió: -Carlisle me quiso lo suficiente como para convertir a Emmett por mí. Yo no estaba segura de que lo lograría sin desangrarlo.

-Amo a Alice suficiente como para seguir una dieta que me cuesta horrores mantener –dijo Jasper suavemente.

-¡Mejoraste muchísimo en los últimos años! –protestó ella.

-Por ti –suspiró Jasper, mirando fijamente a Alice a los ojos-. Todo por ti. Gracias a tu apoyo y tu confianza, y los de toda mi familia -añadió, mirando alrededor.

-Amo a Jasper de todo corazón –enunció Alice, toda seguridad-. Lo supe siempre, como también supe que amaría a mi familia. Es amor lo que nos mantiene unidos.

-Amo a todos y cada uno de mis hijos y mis hijas, en sus diferencias y sus semejanzas –dijo Esme, pasando lo mirada por Rosalie, Emmett, Alice, Jasper, Edward, y también por mí, lo que me dio un cosquilleo de cálida pertenencia-. Y a mi marido por sobre todas las cosas –completó, mirando a Carlisle como si fuese un ciego que ve los colores por primera vez. Él le acarició suavemente el dorso de la mano-. Él me salvó, me hizo feliz, me dio razones para vivir cuando yo deseaba la muerte.

-El amor logra cosas que parecen imposibles –repitió Carlisle, y girándose a Laurent, añadió: -Me preguntabas hace un rato cómo es que un grupo tan grande de los nuestros se podía mantener unido, y la respuesta es ésa: amor. Amor, respeto, comprensión, tolerancia. Parece poco, pero hace mucho.

 

 NOTA MIA

bueno queridas lectoras aqui os dejo dos capitulos de esta historia :) como regalo por todo el timepo en el q tardé en actualizar

ya se que os tengo un poco abandonadoas pero es hasta ahora no tuve mucho tiempo de actualizar :S

os tengo que dar una mala noticia:( dentro de de dos dias me voy de vacaciones

y asta el 15 de agosto no estare en casa

os juro q hare todo lo posible de actualizar durante este mes y medio pero no es muy seguro

ya que ire a ver a mi familia q no la veo desde hace un año :S

espero que lo comprendais :)

sin mas me despido y os deseo un Feliz Verano

besos para todo el mundo

P.D intentare subir el jueves otro capii si tengo tiempo :)

Capítulo 10: El ruido y la furia Capítulo 12: De Amor y de Sombra

 
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